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El Árbol de la Ciencia de Pío Baroja en texto plano
P�O BAROJA
Primera parte: La vida de un estudiante en
Madrid
I.- Andr�s Hurtado comienza la carrera
Ser�an las diez de la ma�ana de un d�a de octubre. En el patio de la Escuela de
Arquitectura, grupos de estudiantes esperaban a que se abriera la clase.
De la puerta de la calle de los Estudios que daba a este patio, iban entrando
muchachos j�venes que, al encontrarse reunidos, se saludaban, re�an y hablaban.
Por una de estas anomal�as cl�sicas de Espa�a, aquellos estudiantes que esperaban
en el patio de la Escuela de Arquitectura no eran arquitectos del porvenir, sino futuros
m�dicos y farmac�uticos.
La clase de qu�mica general del a�o preparatorio de medicina y farmacia se daba en
esta �poca en una antigua capilla del Instituto de San Isidro convertida en clase, y �ste
ten�a su entrada por la Escuela de Arquitectura.
La cantidad de estudiantes y la impaciencia que demostraban por entrar en el aula se
explicaba f�cilmente por ser aqu�l primer d�a de curso y del comienzo de la carrera.
Ese paso del bachillerato al estudio de facultad siempre da al estudiante ciertas
ilusiones, le hace creerse m�s hombre, que su vida ha de cambiar.
Andr�s Hurtado, algo sorprendido de verse entre tanto compa�ero, miraba
atentamente arrimado a la pared la puerta de un �ngulo del patio por donde ten�an que
pasar.
Los chicos se agrupaban delante de aquella puerta como el p�blico a la entrada de
un teatro.
Andr�s segu�a apoyado en la pared, cuando sinti� que le agarraban del brazo y le
dec�an:
--�Hola, chico! Hurtado se volvi� y se encontr� con su compa�ero de Instituto Julio
Aracil.
Hab�an sido condisc�pulos en San Isidro; pero Andr�s hac�a tiempo que no ve�a a
Julio. �ste hab�a estudiado el �ltimo a�o del bachillerato, seg�n dijo, en provincias.
--�Qu�, t� tambi�n vienes aqu�? --le pregunt� Aracil.
--Ya ves.
--�Qu� estudias?
--Medicina.
--�Hombre! Yo tambi�n. Estudiaremos juntos.
Aracil se encontraba en compa��a de un muchacho de m�s edad que �l, a juzgar por
su aspecto, de barba rubia y ojos claros. Este muchacho y Aracil, los dos correctos,
hablaban con desd�n de los dem�s estudiantes, en su mayor�a palurdos provincianos,
que manifestaban la alegr�a y la sorpresa de verse juntos con gritos y carcajadas.
Abrieron la clase, y los estudiantes, apresur�ndose y apret�ndose como si fueran a
ver un espect�culo entretenido, comenzaron a pasar.
--Habr� que ver c�mo entran dentro de unos d�as --dijo Aracil burlonamente.
--Tendr�n la misma prisa para salir que ahora tienen para entrar --repuso el otro.
Aracil, su amigo y Hurtado se sentaron juntos. La clase era la antigua capilla del
Instituto de San Isidro de cuando �ste pertenec�a a los jesuitas. Ten�a el techo pintado
con grandes figuras a estilo de Jordaens; en los �ngulos de la escocia los cuatro
evangelistas y en el centro una porci�n de figuras y escenas b�blicas.
Desde el suelo hasta cerca del techo se levantaba una grader�a de madera muy
empinada con una escalera central, lo que daba a la clase el aspecto del gallinero de un
teatro.
Los estudiantes llenaron los bancos casi hasta arriba; no estaba a�n el catedr�tico, y
como hab�a mucha gente alborotadora entre los alumnos, alguno comenz� a dar
golpecitos en el suelo con el bast�n; otros muchos le imitaron, y se produjo una furiosa
algarab�a.
De pronto se abri� una puertecilla del fondo de la tribuna, y apareci� un se�or viejo,
muy empaquetado, seguido de dos ayudantes j�venes.
Aquella aparici�n teatral del profesor y de los ayudantes provoc� grandes
murmullos; alguno de los alumnos m�s atrevido comenz� a aplaudir, y viendo que el
viejo catedr�tico no s�lo no se incomodaba, sino que saludaba como reconocido,
aplaudieron a�n m�s.
--Esto es una ridiculez --dijo Hurtado.
--A �l no le debe parecer eso --replic� Aracil ri�ndose--; pero si es tan majadero
que le gusta que le aplaudan, le aplaudiremos.
El profesor era un pobre hombre presuntuoso, rid�culo. Hab�a estudiado en Par�s y
adquirido los gestos y las posturas amaneradas de un franc�s petulante.
El buen se�or comenz� un discurso de salutaci�n a sus alumnos, muy enf�tico y
altisonante, con algunos toques sentimentales: les habl� de su maestro Liebig, de su
amigo Pasteur, de su camarada Berthelot, de la Ciencia, del microscopio...
Su melena blanca, su bigote engomado, su perilla puntiaguda, que le temblaba al
hablar, su voz hueca y solemne le daban el aspecto de un padre severo de drama, y
alguno de los estudiantes que encontr� este parecido, recit� en voz alta y cavernosa los
versos de Don Diego Tenorio cuando entra en la Hoster�a del Laurel en el drama de
Zorrilla:
Que un hombre de mi linaje Descienda a tan ruin mansi�n.
Los que estaban al lado del recitador irrespetuoso se echaron a re�r, y los dem�s
estudiantes miraron al grupo de los alborotadores.
--�Qu� es eso? �Qu� pasa? --dijo el profesor poni�ndose los lentes y acerc�ndose
al barandado de la tribuna--. �Es que alguno ha perdido la herradura por ah�? Yo
suplico a los que est�n al lado de ese asno que rebuzna con tal perfecci�n que se alejen
de �l, porque sus coces deben ser mortales de necesidad.
Rieron los estudiantes con gran entusiasmo, el profesor dio por terminada la clase
retir�ndose, haciendo un saludo ceremonioso y los chicos aplaudieron a rabiar.
Sali� Andr�s Hurtado con Aracil, y los dos, en compa��a del joven de la barba
rubia, que se llamaba Montaner, se encaminaron a la Universidad Central, en donde
daban la clase de Zoolog�a y la de Bot�nica.
En esta �ltima los estudiantes intentaron repetir el esc�ndalo de la clase de Qu�mica;
pero el profesor, un viejecillo seco y malhumorado, les sali� al encuentro, y les dijo que
de �l no se re�a nadie, ni nadie le aplaud�a como si fuera un histri�n.
De la Universidad, Montaner, Aracil y Hurtado marcharon hacia el centro.
Andr�s experimentaba por Julio Aracil bastante antipat�a, aunque en algunas cosas
le reconoc�a cierta superioridad; pero sinti� a�n mayor aversi�n por Montaner.
Las primeras palabras entre Montaner y Hurtado fueron poco amables. Montaner
hablaba con una seguridad de todo algo ofensiva; se cre�a, sin duda, un hombre de
mundo. Hurtado le replic� varias veces bruscamente.
Los dos condisc�pulos se encontraron en esta primera conversaci�n completamente
en desacuerdo.
Hurtado era republicano, Montaner defensor de la familia real; Hurtado era enemigo
de la burgues�a, Montaner partidario de la clase rica y de la aristocracia.
--Dejad esas cosas --dijo varias veces Julio Aracil--; tan est�pido es ser
mon�rquico como republicano; tan tonto defender a los pobres como a los ricos. La
cuesti�n ser�a tener dinero, un cochecito como �se --y se�alaba uno-- y una mujer
como aqu�lla.
La hostilidad entre Hurtado y Montaner todav�a se manifest� delante del escaparate
de una librer�a. Hurtado, era partidario de los escritores naturalistas, que a Montaner no
le gustaban; Hurtado, era entusiasta de Espronceda; Montaner, de Zorrilla; no se
entend�an en nada.
Llegaron a la Puerta del Sol y tomaron por la Carrera de San Jer�nimo.
--Bueno, yo me voy a casa --dijo Hurtado.
--�D�nde vives? --le pregunt� Aracil.
--En la calle de Atocha.
--Pues los tres vivimos cerca.
Fueron juntos a la plaza de Ant�n Mart�n y all� se separaron con muy poca
afabilidad.
II.- Los estudiantes
En esta �poca era todav�a Madrid una de las pocas ciudades que conservaba esp�ritu
rom�ntico.
Todos los pueblos tienen, sin duda, una serie de f�rmulas pr�cticas para la vida,
consecuencia de la raza, de la historia, del ambiente f�sico y moral. Tales f�rmulas, tal
especial manera de ver, constituye un pragmatismo �til, simplificador, sintetizador.
El pragmatismo nacional cumple su misi�n mientras deja paso libre a la realidad;
pero si se cierra este paso, entonces la normalidad de un pueblo se altera, la atm�sfera se
enrarece, las ideas y los hechos toman perspectivas falsas.
En un ambiente de ficciones, residuo de un pragmatismo viejo y sin renovaci�n
viv�a el Madrid de hace a�os.
Otras ciudades espa�olas se hab�an dado alguna cuenta de la necesidad de
transformarse y de cambiar; Madrid segu�a inm�vil, sin curiosidad, sin deseo de
cambio.
El estudiante madrile�o, sobre todo el venido de provincias, llegaba a la corte con
un esp�ritu donjuanesco, con la idea de divertirse, jugar, perseguir a las mujeres,
pensando, como dec�a el profesor de Qu�mica con su solemnidad habitual, quemarse
pronto en un ambiente demasiado oxigenado.
Menos el sentido religioso, la mayor�a no lo ten�an, ni les preocupaba gran cosa la
religi�n; los estudiantes de las postrimer�as del siglo XIX ven�an a la corte con el
esp�ritu de un estudiante del siglo XVII, con la ilusi�n de imitar, dentro de lo posible, a
Don Juan Tenorio y de vivir.
llevando a sangre y a fuego
amores y desaf�os.
El estudiante culto, aunque quisiera ver las cosas dentro de la realidad e intentara
adquirir una idea clara de su pa�s y del papel que representaba en el mundo, no pod�a.
La acci�n de la cultura europea en Espa�a era realmente restringida, y localizada a
cuestiones t�cnicas, los peri�dicos daban una idea incompleta de todo; la tendencia
general era hacer creer que lo grande de Espa�a pod�a ser peque�o fuera de ella y al
contrario, por una especie de mala fe internacional.
Si en Francia o en Alemania no hablaban de las cosas de Espa�a, o hablaban de
ellas en broma, era porque nos odiaban; ten�amos aqu� grandes hombres que produc�an
la envidia de otros pa�ses: Castelar, C�novas, Echegaray... Espa�a entera, y Madrid
sobre todo, viv�a en un ambiente de optimismo absurdo. Todo lo espa�ol era lo mejor.
Esa tendencia natural a la mentira, a la ilusi�n del pa�s pobre que se a�sla, contribu�a
al estancamiento, a la fosilificaci�n de las ideas.
Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las c�tedras. Andr�s
Hurtado pudo comprobarlo al comenzar a estudiar Medicina. Los profesores del a�o
preparatorio eran viej�simos; hab�a algunos que llevaban cerca de cincuenta a�os
explicando.
Sin duda no los jubilaban por sus influencias y por esa simpat�a y respeto que ha
habido siempre en Espa�a por lo in�til.
Sobre todo, aquella clase de Qu�mica de la antigua capilla del Instituto de San Isidro
era escandalosa. El viejo profesor recordaba las conferencias del Instituto de Francia, de
c�lebres qu�micos, y cre�a, sin duda, que explicando la obtenci�n del nitr�geno y del
cloro estaba haciendo un descubrimiento, y le gustaba que le aplaudieran. Satisfac�a su
pueril vanidad dejando los experimentos aparatosos para la conclusi�n de la clase con el
fin de retirarse entre aplausos como un prestidigitador.
Los estudiantes le aplaud�an, riendo a carcajadas. A veces, en medio de la clase, a
alguno de los alumnos se le ocurr�a marcharse, se levantaba y se iba. Al bajar por la
escalera de la grader�a los pasos del fugitivo produc�an gran estr�pito, y los dem�s
muchachos sentados llevaban el comp�s golpeando con los pies y con los bastones.
En la clase se hablaba, se fumaba, se le�an novelas, nadie segu�a la explicaci�n;
alguno lleg� a presentarse con una corneta, y cuando el profesor se dispon�a a echar en
un vaso de agua un trozo de potasio, dio dos toques de atenci�n; otro meti� un perro
vagabundo, y fue un problema echarlo.
Hab�a estudiantes descarados que llegaban a las mayores insolencias; gritaban,
rebuznaban, interrump�an al profesor. Una de las gracias de estos estudiantes era la de
dar un nombre falso cuando se lo preguntaban.
--Usted --dec�a el profesor se�al�ndole con el dedo, mientras le temblaba la perilla
por la c�lera--, �c�mo se llama usted?
--�Qui�n? �Yo?
--S�, se�or �usted, usted! �C�mo se llama usted? --a�ad�a el profesor, mirando la
lista.
--Salvador S�nchez.
--Alias Frascuelo --dec�a alguno, entendido con �l.
--Me llamo Salvador S�nchez; no s� a qui�n le importar� que me llame as�, y si hay
alguno que le importe, que lo diga --replicaba el estudiante, mirando al sitio de donde
hab�a salido la voz y haci�ndose el incomodado.
--�Vaya usted a paseo! --replicaba el otro.
--�Eh! �Eh! �Fuera! �Al corral! --gritaban varias voces.
--Bueno, bueno. Est� bien. V�yase usted --dec�a el profesor, temiendo las
consecuencias de estos altercados.
El muchacho se marchaba, y a los pocos d�as volv�a a repetir la gracia, dando como
suyo el nombre de alg�n pol�tico c�lebre o de alg�n torero.
Andr�s Hurtado los primeros d�as de clase no sal�a de su asombro. Todo aquello era
demasiado absurdo. �l hubiese querido encontrar una disciplina fuerte y al mismo
tiempo afectuosa, y se encontraba con una clase grotesca en que los alumnos se
burlaban del profesor. Su preparaci�n para la Ciencia no pod�a ser m�s desdichada.
III.- Andr�s Hurtado y su familia
En casi todos los momentos de su vida Andr�s experimentaba la sensaci�n de
sentirse solo y abandonado.
La muerte de su madre le hab�a dejado un gran vac�o en el alma y una inclinaci�n
por la tristeza.
La familia de Andr�s, muy numerosa, se hallaba formada por el padre y cinco
hermanos. El padre, don Pedro Hurtado, era un se�or alto, flaco, elegante, hombre
guapo y calavera en su juventud.
De un ego�smo fren�tico, se consideraba el meta-centro del mundo. Ten�a una
desigualdad de car�cter perturbadora, una mezcla de sentimientos aristocr�ticos y
plebeyos insoportable. Su manera de ser se revelaba de una manera ins�lita e
inesperada. Dirig�a la casa desp�ticamente, con una mezcla de chinchorrer�a y de
abandono, de despotismo y de arbitrariedad, que a Andr�s le sacaba de quicio.
Varias veces, al o�r a don Pedro quejarse del cuidado que le proporcionaba el
manejo de la casa, sus hijos le dijeron que lo dejara en manos de Margarita. Margarita
contaba ya veinte a�os, y sab�a atender a las necesidades familiares mejor que el padre;
pero don Pedro no quer�a.
A �ste le gustaba disponer del dinero, ten�a como norma gastar de cuando en
cuando veinte o treinta duros en caprichos suyos, aunque supiera que en su casa se
necesitaban para algo imprescindible.
Don Pedro ocupaba el cuarto mejor, usaba ropa interior fina, no pod�a utilizar
pa�uelos de algod�n como todos los dem�s de la familia, sino de hilo y de seda. Era
socio de dos casinos, cultivaba amistades con gente de posici�n y con algunos
arist�cratas, y administraba la casa de la calle de Atocha, donde viv�an.
Su mujer, Fermina Iturrioz, fue una v�ctima; pas� la existencia creyendo que sufrir
era el destino natural de la mujer. Despu�s de muerta, don Pedro Hurtado hac�a el honor
a la difunta de reconocer sus grandes virtudes.
--No os parec�is a vuestra madre --dec�a a sus hijos--; aqu�lla fue una santa.
A Andr�s le molestaba que don Pedro hablara tanto de su madre, y a veces le
contest� violentamente, dici�ndole que dejara en paz a los muertos.
De los hijos, el mayor y el peque�o, Alejandro y Luis, eran los favoritos del padre.
Alejandro era un retrato degradado de don Pedro. M�s in�til y ego�sta a�n, nunca
quiso hacer nada, ni estudiar ni trabajar, y le hab�an colocado en una oficina del Estado,
adonde iba solamente a cobrar el sueldo.
Alejandro daba espect�culos bochornosos en casa; volv�a a las altas horas de las
tabernas, se emborrachaba y vomitaba y molestaba a todo el mundo.
Al comenzar la carrera Andr�s, Margarita ten�a unos veinte a�os.
Era una muchacha decidida, un poco seca, dominadora y ego�sta.
Pedro ven�a tras ella en edad y representaba la indiferencia filos�fica y la buena
pasta. Estudiaba para abogado, y sal�a bien por recomendaciones; pero no se cuidaba de
la carrera para nada. Iba al teatro, se vest�a con elegancia, ten�a todos los meses una
novia distinta. Dentro de sus medios gozaba de la vida alegremente.
El hermano peque�o, Luisito, de cuatro o cinco a�os, ten�a poca salud.
La disposici�n espiritual de la familia era un tanto original. Don Pedro prefer�a a
Alejandro y a Luis; consideraba a Margarita como si fuera una persona mayor; le era
indiferente su hijo Pedro, y casi odiaba a Andr�s, porque no se somet�a a su voluntad.
Hubiera habido que profundizar mucho para encontrar en �l alg�n afecto paternal.
Alejandro sent�a dentro de la casa las mismas simpat�as que el padre; Margarita
quer�a m�s que a nadie a Pedro y a Luisito, estimaba a Andr�s y respetaba a su padre.
Pedro era un poco indiferente; experimentaba alg�n cari�o por Margarita y por Luisito y
una gran admiraci�n por Andr�s. Respecto a este �ltimo, quer�a apasionadamente al
hermano peque�o, ten�a afecto por Pedro y por Margarita, aunque con �sta re��a
constantemente, despreciaba a Alejandro y casi odiaba a su padre; no le pod�a soportar,
le encontraba petulante, ego�sta, necio, pagado de s� mismo.
Entre padre e hijo exist�a una incompatibilidad absoluta, completa, no pod�an estar
conformes en nada. Bastaba que uno afirmara una cosa para que el otro tomara la
posici�n contraria.
IV.- En el aislamiento
La madre de Andr�s, navarra fan�tica, hab�a llevado a los nueve o diez a�os a sus
hijos a confesarse.
Andr�s, de chico sinti� mucho miedo, s�lo con la idea de acercarse al confesionario.
Llevaba en la memoria el d�a de la primera confesi�n, como una cosa trascendental, la
lista de todos sus pecados; pero aquel d�a, sin duda el cura ten�a prisa y le despach� sin
dar gran importancia a sus peque�as transgresiones morales.
Esta primera confesi�n fue para �l un chorro de agua fr�a; su hermano Pedro le dijo
que �l se hab�a confesado ya varias veces, pero que nunca se tomaba el trabajo de
recordar sus pecados. A la segunda confesi�n, Andr�s fue dispuesto a no decir al cura
m�s que cuatro cosas para salir del paso. A la tercera o cuarta vez se comulgaba sin
confesarse sin el menor escr�pulo.
Despu�s, cuando muri� su madre, en algunas ocasiones su padre y su hermana le
preguntaban si hab�a cumplido con Pascua, a lo cual �l contestaba que s�
indiferentemente.
Los dos hermanos mayores, Alejandro y Pedro, hab�an estudiado en un colegio
mientras cursaban el bachillerato; pero al llegar el turno a Andr�s, el padre dijo que era
mucho gasto, y llevaron al chico al Instituto de San Isidro y all� estudi� un tanto
abandonado. Aquel abandono y el andar con los chicos de la calle despabil� a Andr�s.
Se sent�a aislado de la familia, sin madre, muy solo, y la soledad le hizo
reconcentrado y triste. No le gustaba ir a los paseos donde hubiera gente, como a su
hermano Pedro; prefer�a meterse en su cuarto y leer novelas.
Su imaginaci�n galopaba, lo consum�a todo de antemano. Har� esto y luego esto --
pensaba--. �Y despu�s? Y resolv�a este despu�s y se le presentaba otro y otro.
Cuando concluy� el bachillerato se decidi� a estudiar Medicina sin consultar a
nadie. Su padre se lo hab�a indicado muchas veces: Estudia lo que quieras; eso es cosa
tuya.
A pesar de dec�rselo y de recomend�rselo el que su hijo siguiese sus inclinaciones
sin consult�rselo a nadie, interiormente le indignaba.
Don Pedro estaba constantemente predispuesto contra aquel hijo, que �l consideraba
d�scolo y rebelde. Andr�s no ced�a en lo que estimaba derecho suyo, y se plantaba
contra su padre y su hermano mayor con una terquedad violenta y agresiva.
Margarita ten�a que intervenir en estas trifulcas, que casi siempre conclu�an
march�ndose Andr�s a su cuarto o a la calle.
Las discusiones comenzaban por la cosa m�s insignificante; el desacuerdo entre
padre e hijo no necesitaba un motivo especial para manifestarse, era absoluto y
completo; cualquier punto que se tocara bastaba para hacer brotar la hostilidad, no se
cambiaba entre ellos una palabra amable.
Generalmente el motivo de las discusiones era pol�tico; don Pedro se burlaba de los
revolucionarios, a quien dirig�a todos sus desprecios e invectivas, y Andr�s contestaba
insultando a la burgues�a, a los curas y al ej�rcito.
Don Pedro aseguraba que una persona decente no pod�a ser m�s que conservador.
En los partidos avanzados ten�a que haber necesariamente gentuza, seg�n �l.
Para don Pedro el hombre rico era el hombre por excelencia; tend�a a considerar la
riqueza, no como una casualidad, sino como una virtud; adem�s supon�a que con el
dinero se pod�a todo. Andr�s recordaba el caso frecuente de muchachos imb�ciles, hijos
de familias ricas, y demostraba que un hombre con un arca llena de oro y un par de
millones del Banco de Inglaterra en una isla desierta no podr�a hacer nada; pero su
padre no se dignaba atender estos argumentos.
Las discusiones de casa de Hurtado se reflejaban invertidas en el piso de arriba
entre un se�or catal�n y su hijo. En casa del catal�n, el padre era el liberal y el hijo el
conservador; ahora que el padre era un liberal c�ndido y que hablaba mal el castellano,
y el hijo un conservador muy burl�n y mal intencionado. Muchas veces se o�a llegar
desde el patio una voz de trueno con acento catal�n, que dec�a:
--Si la Gloriosa no se hubiera quedado en su camino, ya se hubiera visto lo que era
Espa�a.
Y poco despu�s la voz del hijo, que gritaba burlonamente.
--�La Gloriosa! �Valiente mamarrachada!
--�Qu� est�pidas discusiones! --dec�a Margarita con un moh�n de desprecio,
dirigi�ndose a su hermano Andr�s--. �Como si por lo que vosotros habl�is se fueran a
resolver las cosas! A medida que Andr�s se hac�a hombre, la hostilidad entre �l y su
padre aumentaba. El hijo no le ped�a nunca dinero; quer�a considerar a don Pedro como
a un extra�o.
V.- El rinc�n de Andr�s
La casa donde viv�a la familia Hurtado era propiedad de un marqu�s, a quien don
Pedro hab�a conocido en el colegio.
Don Pedro la administraba, cobraba los alquileres y hablaba mucho y con
entusiasmo del marqu�s y de sus fincas, lo que a su hijo le parec�a de una absoluta
bajeza.
La familia de Hurtado estaba bien relacionada; don Pedro, a pesar de sus
arbitrariedades y de su despotismo casero, era amabil�simo con los de fuera y sab�a
sostener las amistades �tiles.
Hurtado conoc�a a toda la vecindad y era muy complaciente con ella. Guardaba a
los vecinos muchas atenciones, menos a los de las guardillas, a quienes odiaba.
En su teor�a del dinero equivalente a m�rito, llevada a la pr�ctica, desheredado ten�a
que ser sin�nimo de miserable.
Don Pedro, sin pensarlo, era un hombre a la antigua; la sospecha de que un obrero
pretendiese considerarse como una persona, o de que una mujer quisiera ser
independiente le ofend�a como un insulto.
S�lo perdonaba a la gente pobre su pobreza, si un�an a �sta la desverg�enza y la
canaller�a. Para la gente baja, a quien se pod�a hablar de t�, chulos, mozas de partido,
jugadores, guardaba don Pedro todas sus simpat�as.
En la casa, en uno de los cuartos del piso tercero, viv�an dos ex bailarinas,
protegidas por un viejo senador.
La familia de Hurtado las conoc�a por las del Mo�ete.
El origen del apodo proven�a de la ni�a de la favorita del viejo senador. A la ni�a la
peinaban con un mo�o recogido en medio de la cabeza muy peque�o. Luisito, al verla
por primera vez, le llam� la Chica del Mo�ete, y luego el apodo del Mo�ete pas� por
extensi�n a la madre y a la t�a. Don Pedro hablaba con frecuencia de las dos ex
bailarinas y las elogiaba mucho; su hijo Alejandro celebraba las frases de su padre como
si fueran de un camarada suyo; Margarita se quedaba seria al o�r las alusiones a la vida
licenciosa de las bailarinas, y Andr�s volv�a la cabeza desde�osamente, dando a
entender que los alardes c�nicos de su padre le parec�an rid�culos y fuera de lugar.
�nicamente a las horas de comer Andr�s se reun�a con su familia; en lo restante del
tiempo no se le ve�a.
Durante el bachillerato Andr�s hab�a dormido en la misma habitaci�n que su
hermano Pedro; pero al comenzar la carrera pidi� a Margarita le trasladaran a un cuarto
bajo de techo, utilizado para guardar trastos viejos.
Margarita al principio se opuso; pero luego accedi�, mand� quitar los armarios y
ba�les, y all� se instal� Andr�s.
La casa era grande, con esos pasillos y recovecos un poco misteriosos de las
construcciones antiguas.
Para llegar al nuevo cuarto de Andr�s hab�a que subir unas escaleras, lo que le
dejaba completamente independiente.
El cuartucho ten�a un aspecto de celda; Andr�s pidi� a Margarita le cediera un
armario y lo llen� de libros y papeles, colg� en las paredes los huesos del esqueleto que
le dio su t�o el doctor Iturrioz y dej� el cuarto con cierto aire de antro de mago o de
nigrom�ntico.
All� se encontraba a su gusto, solo; dec�a que estudiaba mejor con aquel silencio;
pero muchas veces se pasaba el tiempo leyendo novelas o mirando sencillamente por la
ventana.
Esta ventana ca�a sobre la parte de atr�s de varias casas de las calles de Santa Isabel
y de la Esperancilla, y sobre unos patios y tejavanas.
Andr�s hab�a dado nombres novelescos a lo que se ve�a desde all�: la casa
misteriosa, la casa de la escalera, la torre de la cruz, el puente del gato negro, el tejado
del dep�sito de agua...
Los gatos de casa de Andr�s sal�an por la ventana y hac�an largas excursiones por
estas tejavanas y saledizos, robaban de las cocinas, y un d�a uno de ellos se present� con
una perdiz en la boca.
Luisito sol�a ir content�simo al cuarto de su hermano, observaba las maniobras de
los gatos, miraba la calavera con curiosidad; le produc�a todo un gran entusiasmo.
Pedro, que siempre hab�a tenido por su hermano cierta admiraci�n, iba tambi�n a
verle a su cubil y a admirarle como a un bicho raro.
Al final del primer a�o de carrera, Andr�s empez� a tener mucho miedo de salir mal
de los ex�menes.
Las asignaturas eran para marear a cualquiera; los libros muy voluminosos; apenas
hab�a tiempo de enterarse bien; luego las clases en distintos sitios, distantes los unos de
los otros, hac�an perder tiempo andando de aqu� para all�, lo que constitu�a motivos de
distracci�n.
Adem�s, y esto Andr�s no pod�a achac�rselo a nadie m�s que a s� mismo, muchas
veces, con Aracil y con Montaner, iba, dejando la clase, a la parada de Palacio o al
Retiro, y despu�s, por la noche, en vez de estudiar, se dedicaba a leer novelas.
Lleg� mayo y Andr�s se puso a devorar los libros a ver si pod�a resarcirse del
tiempo perdido.
Sent�a un gran temor de salir mal, m�s que nada por la rechifla del padre, que pod�a
decir: Para eso creo que no necesitabas tanta soledad.
Con gran asombro suyo aprob� cuatro asignaturas, y le suspendieron, sin ning�n
asombro por su parte, en la �ltima, en el examen de Qu�mica. No quiso confesar en casa
el peque�o tropiezo e invent� que no se hab�a presentado.
--�Valiente primo! --le dijo su hermano Alejandro.
Andr�s decidi� estudiar con energ�a durante el verano. All�, en su celda, se
encontrar�a muy bien, muy tranquilo y a gusto.
Pronto se olvid� de sus prop�sitos, y en vez de estudiar miraba por la ventana con
un anteojo la gente que sal�a en las casas de la vecindad.
Por la ma�ana dos muchachitas aparec�an en unos balcones lejanos.
Cuando se levantaba Andr�s ya estaban ellas en el balc�n. Se peinaban y se pon�an
cintas en el pelo.
No se les ve�a bien la cara, porque el anteojo, adem�s de ser de poco alcance, no era
acrom�tico y daba una gran irisaci�n de todos los objetos.
Un chico que viv�a enfrente de esas muchachas sol�a echarlas un rayo de sol con un
espejito. Ellas le re��an y amenazaban, hasta que, cansadas, se sentaban a coser en el
balc�n.
En una guardilla pr�xima hab�a una vecina que al levantarse se pintaba la cara. Sin
duda no sospechaba que pudieran mirarle y realizaba su operaci�n de un modo
concienzudo. Deb�a de hacer una verdadera obra de arte; parec�a un ebanista barnizando
un mueble.
Andr�s, a pesar de que le�a y le�a el libro, no se enteraba de nada. Al comenzar a
repasar vio que, excepto las primeras lecciones de Qu�mica, de todo lo dem�s apenas
pod�a contestar.
Pens� en buscar alguna recomendaci�n; no quer�a decirle nada a su padre, y fue a
casa de su t�o Iturrioz a explicarle lo que le pasaba. Iturrioz le pregunt�:
--�Sabes algo de qu�mica? --Muy poco.
--�No has estudiado? --S�; pero se me olvida todo en seguida.
--Es que hay que saber estudiar. Salir bien en los ex�menes es una cuesti�n
mnemot�cnica, que consiste en aprender y repetir el m�nimum de datos hasta
dominarlos...; pero, en fin, ya no es tiempo de eso, te recomendar�, vete con esta carta a
casa del profesor.
Andr�s fue a ver al catedr�tico, que le trat� como a un recluta.
El examen que hizo d�as despu�s le asombr� por lo detestable; se levant� de la silla
confuso, lleno de verg�enza. Esper�, teniendo la seguridad de que saldr�a mal; pero se
encontr�, con gran sorpresa, que le hab�an aprobado.
VI.- La sala de disecci�n
El curso siguiente, de menos asignaturas, era algo m�s f�cil, no hab�a tantas cosas
que retener en la cabeza.
A pesar de esto, s�lo la Anatom�a bastaba para poner a prueba la memoria mejor
organizada.
Unos meses despu�s del principio de curso, en el tiempo fr�o, se comenzaba la clase
de disecci�n.
Los cincuenta o sesenta alumnos se repart�an en diez o doce mesas y se agrupaban
de cinco en cinco en cada una.
Se reunieron en la misma mesa, Montaner, Aracil y Hurtado, y otros dos a quien
ellos consideraban como extra�os a su peque�o c�rculo.
Sin saber por qu�, Hurtado y Montaner, que en el curso anterior se sent�an hostiles
se hicieron muy amigos en el siguiente.
Andr�s le pidi� a su hermana Margarita que le cosiera una blusa para la clase de
disecci�n; una blusa negra con mangas de hule y vivos amarillos.
Margarita se la hizo. Estas blusas no eran nada limpias, porque en las mangas, sobre
todo, se pegaban piltrafas de carne, que se secaban y no se ve�an.
La mayor�a de los estudiantes ansiaban llegar a la sala de disecci�n y hundir el
escalpelo en los cad�veres, como si les quedara un fondo at�vico de crueldad primitiva.
En todos ellos se produc�a un alarde de indiferencia y de jovialidad al encontrarse
frente a la muerte, como si fuera una cosa divertida y alegre destripar y cortar en
pedazos los cuerpos de los infelices que llegaban all�.
Dentro de la clase de disecci�n, los estudiantes gustaban de encontrar grotesca la
muerte; a un cad�ver le pon�an un cucurucho en la boca o un sombrero de papel.
Se contaba de un estudiante de segundo a�o que hab�a embromado a un amigo
suyo, que sab�a era un poco aprensivo, de este modo: cogi� el brazo de un muerto, se
emboz� en la capa y se acerc� a saludar a su amigo.
--�Hola, qu� tal? --le dijo sacando por debajo de la capa la mano del cad�ver--.
Bien y t�, contest� el otro. El amigo estrech� la mano, se estremeci� al notar su frialdad
y qued� horrorizado al ver que por debajo de la capa sal�a el brazo de un cad�ver.
De otro caso sucedido por entonces, se habl� mucho entre los alumnos. Uno de los
m�dicos del hospital, especialista en enfermedades nerviosas, hab�a dado orden de que a
un enfermo suyo, muerto en su sala, se le hiciera la autopsia y se le extrajera el cerebro
y se le llevara a su casa.
El interno extrajo el cerebro y lo envi� con un mozo al domicilio del m�dico. La
criada de la casa, al ver el paquete, crey� que eran sesos de vaca, y los llev� a la cocina
y los prepar� y los sirvi� a la familia.
Se contaban muchas historias como �sta, fueran verdad o no, con verdadera
fruici�n. Exist�a entre los estudiantes de Medicina una tendencia al esp�ritu de clase,
consistente en un com�n desd�n por la muerte; en cierto entusiasmo por la brutalidad
quir�rgica, y en un gran desprecio por la sensibilidad.
Andr�s Hurtado no manifestaba m�s sensibilidad que los otros; no le hac�a tampoco
ninguna mella ver abrir, cortar y descuartizar cad�veres.
Lo que s� le molestaba, era el procedimiento de sacar los muertos del carro en donde
los tra�an del dep�sito del hospital. Los mozos cog�an estos cad�veres, uno por los
brazos y otro por los pies, los aupaban y los echaban al suelo.
Eran casi siempre cuerpos esquel�ticos, amarillos, como momias.
Al dar en la piedra, hac�an un ruido desagradable, extra�o, como de algo sin
elasticidad, que se derrama; luego, los mozos iban cogiendo los muertos, uno a uno, por
los pies y arrastr�ndolos por el suelo; y al pasar unas escaleras que hab�a para bajar a un
patio donde estaba el dep�sito de la sala, las cabezas iban dando l�gubremente en los
escalones de piedra. La impresi�n era terrible; aquello parec�a el final de una batalla
prehist�rica, o de un combate de circo romano, en que los vencedores fueran arrastrando
a los vencidos.
Hurtado imitaba a los h�roes de las novelas le�das por �l, y reflexionaba acerca de la
vida y de la muerte; pensaba que si las madres de aquellos desgraciados que iban al
"spoliarium", hubiesen vislumbrado el final miserable de sus hijos, hubieran deseado
seguramente parirlos muertos.
Otra cosa desagradable para Andr�s, era el ver despu�s de hechas las disecciones,
c�mo met�an todos los pedazos sobrantes en unas calderas cil�ndricas pintadas de rojo,
en donde aparec�a una mano entre un h�gado, y un trozo de masa encef�lica, y un ojo
opaco y turbio en medio del tejido pulmonar.
A pesar de la repugnancia que le inspiraban tales cosas, no le preocupaban; la
anatom�a y la disecci�n le produc�an inter�s.
Esta curiosidad por sorprender la vida; este instinto de inquisici�n tan humano, lo
experimentaba �l como casi todos los alumnos.
Uno de los que lo sent�an con m�s fuerza, era un catal�n amigo de Aracil, que a�n
estudiaba en el Instituto.
Jaime Mass� as� se llamaba, ten�a la cabeza peque�a, el pelo negro, muy fino, la tez
de un color blanco amarillento, y la mand�bula prognata. Sin ser inteligente, sent�a tal
curiosidad por el funcionamiento de los �rganos, que si pod�a se llevaba a casa la mano
o el brazo de un muerto, para disecarlos a su gusto. Con las piltrafas, seg�n dec�a,
abonaba unos tiestos o los echaba al balc�n de un arist�crata de la vecindad a quien
odiaba.
Mass�, especial en todo, ten�a los estigmas de un degenerado. Era muy
supersticioso; andaba por en medio de las calles y nunca por las aceras; dec�a medio en
broma, medio en serio, que al pasar iba dejando como rastro, un hilo invisible que no
deb�a romperse. As�, cuando iba a un caf� o al teatro sal�a por la misma puerta por
donde hab�a entrado para ir recogiendo el misterioso hilo.
Otra cosa caracterizaba a Mass�; su wagnerismo entusiasta e intransigente que
contrastaba con la indiferencia musical de Aracil, de Hurtado y de los dem�s.
Aracil hab�a formado a su alrededor una camarilla de amigos a quienes dominaba y
mortificaba, y entre �stos se contaba Mass�; le daba grandes plantones, se burlaba de �l,
lo ten�a como a un payaso.
Aracil demostraba casi siempre una crueldad desde�osa, sin brutalidad, de un
car�cter femenino.
Aracil, Montaner y Hurtado, como muchachos que viv�an en Madrid, se reun�an
poco con los estudiantes provincianos; sent�an por ellos un gran desprecio; todas esas
historias del casino del pueblo, de la novia y de las calaveradas en el lugar�n de la
Mancha o de Extremadura, les parec�an cosas plebeyas, buenas para gente de calidad
inferior.
Esta misma tendencia aristocr�tica, m�s grande sobre todo en Aracil y en Montaner
que en Andr�s, les hac�a huir de lo estruendoso, de lo vulgar, de lo bajo; sent�an
repugnancia por aquellas chirlatas en donde los estudiantes de provincias perd�an curso
tras curso, est�pidamente jugando al billar o al domin�.
A pesar de la influencia de sus amigos, que le induc�an a aceptar las ideas y la vida
de un se�orito madrile�o de buena sociedad, Hurtado se resist�a.
Sujeto a la acci�n de la familia, de sus condisc�pulos, y de los libros, Andr�s iba
formando su esp�ritu con el aporte de conocimientos y datos un poco heterog�neos.
Su biblioteca aumentaba con desechos; varios libros ya antiguos de Medicina y de
Biolog�a, le dio su t�o Iturrioz; otros, en su mayor�a folletines y novelas, los encontr� en
casa; algunos los fue comprando en las librer�as de lance. Una se�ora vieja, amiga de la
familia, le regal� unas ilustraciones y la historia de la Revoluci�n francesa, de Thiers.
Este libro, que comenz� treinta veces y treinta veces lo dej� aburrido, lleg� a leerlo y a
preocuparle.
Despu�s de la historia de Thiers, ley� los "Girondinos" de Lamartine.
Con la l�gica un poco rectil�nea del hombre joven, lleg� a creer que el tipo m�s
grande de la Revoluci�n, era Saint Just. En muchos libros, en las primeras p�ginas en
blanco, escribi� el nombre de su h�roe, y lo rode� como a un sol de rayos.
Este entusiasmo absurdo lo mantuvo secreto; no quiso comunic�rselo a sus amigos.
Sus cari�os y sus odios revolucionarios, se los reservaba, no sal�an fuera de su cuarto.
De esta manera, Andr�s Hurtado se sent�a distinto cuando hablaba con sus
condisc�pulos en los pasillos de San Carlos y cuando so�aba en la soledad de su
cuartucho.
Ten�a Hurtado dos amigos a quienes ve�a de tarde en tarde.
Con ellos debat�a las mismas cuestiones que con Aracil y Montaner, y pod�a as�
apreciar y comparar sus puntos de vista.
De estos amigos, compa�eros de Instituto, el uno, estudiaba para ingeniero, y se
llamaba Rafael Sa�udo; el otro era un chico enfermo, Ferm�n Ibarra.
A Sa�udo, Andr�s le ve�a los s�bados por la noche en un caf� de la calle Mayor,
que se llamaba Caf� del Siglo.
A medida que pasaba el tiempo, ve�a Hurtado c�mo diverg�a en gustos y en ideas de
su amigo Sa�udo, con quien antes, de chico, se encontraba tan de acuerdo.
Sa�udo y sus condisc�pulos no hablaban en el caf� m�s que de m�sica; de las �peras
del Real, y sobre todo, de Wagner. Para ellos, la ciencia, la pol�tica, la revoluci�n,
Espa�a, nada ten�a importancia al lado de la m�sica de Wagner. Wagner era el Mes�as,
Beethoven y Mozart los precursores. Hab�a algunos beethovenianos que no quer�an
aceptar a Wagner, no ya como el Mes�as, ni aun siquiera como un continuador digno de
sus antecesores, y no hablaban m�s que de la quinta y de la novena, en �xtasis. A
Hurtado, que no le preocupaba la m�sica, estas conversaciones le impacientaban.
Empez� a creer que esa idea general y vulgar de que el gusto por la m�sica significa
espiritualidad, era inexacta. Por lo menos en los casos que �l ve�a, la espiritualidad no se
confirmaba.
Entre aquellos estudiantes amigos de Sa�udo, muy filarm�nicos, hab�a muchos, casi
todos, mezquinos, mal intencionados, envidiosos.
Sin duda, pens� Hurtado, que le gustaba explic�rselo todo, la vaguedad de la m�sica
hace que los envidiosos y los canallas, al o�r las melod�as de Mozart, o las armon�as de
Wagner, descansen con delicia de la acritud interna que les producen sus malos
sentimientos, como un hiperclorh�drico al ingerir una sustancia neutra.
En aquel Caf� del Siglo, adonde iba Sa�udo, el p�blico en su mayor�a era de
estudiantes; hab�a tambi�n algunos grupos de familia, de esos que se atornillan en una
mesa, con gran desesperaci�n del mozo, y unas cuantas muchachas de aire equ�voco.
Entre ellas llamaba la atenci�n una rubia muy guapa, acompa�ada de su madre. La
madre era una chatorrona gorda, con el colmillo retorcido, y la mirada de jabal�. Se
conoc�a su historia; despu�s de vivir con un sargento, el padre de la muchacha, se hab�a
casado con un relojero alem�n, hasta que �ste, harto de la golfer�a de su mujer, la hab�a
echado de su casa a puntapi�s.
Sa�udo y sus amigos se pasaban la noche del s�bado hablando mal de todo el
mundo, y luego comentando con el pianista y el violinista del caf�, las bellezas de una
sonata de Beethoven o de un minu� de Mozart. Hurtado comprendi� que aqu�l no era su
centro y dej� de ir por all�.
Varias noches, Andr�s entraba en alg�n caf� cantante con su tablado para las
cantadoras y bailadoras. El baile flamenco le gustaba y el canto tambi�n cuando era
sencillo; pero aquellos especialistas de caf�, hombres gordos que se sentaban en una
silla con un palito y comenzaban a dar jip�os y a poner la cara muy triste, le parec�an
repugnantes.
La imaginaci�n de Andr�s le hac�a ver peligros imaginarios que por un esfuerzo de
voluntad intentaba desafiar y vencer.
Hab�a algunos caf�s cantantes y casas de juego, muy cerrados, que a Hurtado se le
antojaban peligrosos; uno de ellos, era el caf� del Brillante, donde se formaban grupos
de chulos, camareras y bailadoras; el otro, un garito de la calle de la Magdalena, con las
ventanas ocultas por cortinas verdes. Andr�s se dec�a: Nada, hay que entrar aqu�; y
entraba temblando de miedo.
Estos miedos variaban en �l.
Durante alg�n tiempo, tuvo como una mujer extra�a, a una buscona de la calle del
Candil, con unos ojos negros sombreados de oscuro, y una sonrisa que mostraba sus
dientes blancos.
Al verla, Andr�s se estremec�a y se echaba a temblar. Un d�a la oy� hablar con
acento gallego, y sin saber por qu�, todo su terror desapareci�.
Muchos domingos por la tarde, Andr�s iba a casa de su condisc�pulo Ferm�n Ibarra.
Ferm�n estaba enfermo con una artritis, y se pasaba la vida leyendo libros de ciencia
recreativa. Su madre le ten�a como a un ni�o y le compraba juguetes mec�nicos que a �l
le divert�an.
Hurtado le contaba lo que hac�a, le hablaba de la clase de disecci�n, de los caf�s
cantantes, de la vida de Madrid de noche.
Ferm�n, resignado, le o�a con gran curiosidad. Cosa absurda; al salir de casa del
pobre enfermo, Andr�s ten�a una idea agradable de su vida.
�Era un sentimiento malvado de contraste? �El sentirse sano y fuerte cerca del
impedido y del d�bil? Fuera de aquellos momentos, en los dem�s, el estudio, las
discusiones, la casa, los amigos, sus correr�as, todo esto, mezclado con sus
pensamientos, le daba una impresi�n de dolor, de amargura en el esp�ritu. La vida en
general, y sobre todo la suya, le parec�a una cosa fea, turbia, dolorosa e indominable.
VII.- Aracil y Montaner
Aracil, Montaner y Hurtado concluyeron felizmente su primer curso de Anatom�a.
Aracil se fue a Galicia, en donde se hallaba empleado su padre; Montaner, a un pueblo
de la Sierra y Andr�s se qued� sin amigos.
El verano le pareci� largo y pesado; por las ma�anas iba con Margarita y Luisito al
Retiro, y all� corr�an y jugaban los tres; luego la tarde y la noche las pasaba en casa
dedicado a leer novelas; una porci�n de folletines publicados en los peri�dicos durante
varios a�os, Dumas padre, Eugenio Su�, Montep�n, Gaboriau, Miss Braddon sirvieron
de pasto a su af�n de leer. Tal dosis de literatura, de cr�menes, de aventuras y de
misterios acab� por aburrirle.
Los primeros d�as del curso le sorprendieron agradablemente. En estos d�as oto�ales
duraba todav�a la feria de Septiembre en el Prado, delante del Jard�n Bot�nico, y al
mismo tiempo que las barracas con juguetes, los t�os vivos, los tiros al blanco y los
montones de nueces, almendras y acerolas, hab�a puestos de libros en donde se
congregaban los bibli�filos, a revolver y a hojear los viejos vol�menes llenos de polvo.
Hurtado sol�a pasar todo el tiempo que duraba la feria registrando los libracos entre el
se�or grave, vestido de negro, con anteojos, de aspecto doctoral, y alg�n cura
esquel�tico, de sotana ra�da.
Ten�a Andr�s cierta ilusi�n por el nuevo curso, iba a estudiar Fisiolog�a y cre�a que
el estudio de las funciones de la vida le interesar�a tanto o m�s que una novela; pero se
enga��, no fue as�.
Primeramente el libro de texto era un libro est�pido, hecho con recortes de obras
francesas y escrito sin claridad y sin entusiasmo; ley�ndolo no se pod�a formar una idea
clara del mecanismo de la vida; el hombre aparec�a, seg�n el autor, como un armario
con una serie de aparatos dentro, completamente separados los unos de los otros como
los negociados de un ministerio.
Luego, el catedr�tico era hombre sin ninguna afici�n a lo que explicaba, un se�or
senador, de esos latosos, que se pasaba las tardes en el Senado discutiendo tonter�as y
provocando el sue�o de los abuelos de la Patria.
Era imposible que con aquel texto y aquel profesor llegara nadie a sentir el deseo de
penetrar en la ciencia de la vida. La Fisiolog�a, curs�ndola as�, parec�a una cosa est�lida
y deslavazada, sin problemas de inter�s ni ning�n atractivo.
Hurtado tuvo una verdadera decepci�n. Era indispensable tomar la Fisiolog�a como
todo lo dem�s, sin entusiasmo, como uno de los obst�culos que salvar para concluir la
carrera.
Esta idea, de una serie de obst�culos, era la idea de Aracil.
�l consideraba una locura el pensar que hab�an de encontrar un estudio agradable.
Julio, en esto, y en casi todo, acertaba. Su gran sentido de la realidad le enga�aba
pocas veces.
Aquel curso, Hurtado intim� bastante con Julio Aracil. Julio era un a�o o a�o y
medio m�s viejo que Hurtado y parec�a m�s hombre.
Era moreno, de ojos brillantes y saltones, la cara de una expresi�n viva, la palabra
f�cil, la inteligencia r�pida.
Con estas condiciones cualquiera hubiese pensado que se hac�a simp�tico; pero no,
le pasaba todo lo contrario; la mayor�a de los conocidos le profesaban poco afecto.
Julio viv�a con unas t�as viejas; su padre, empleado en una capital de provincia, era
de una posici�n bastante modesta. Julio se mostraba muy independiente, pod�a haber
buscado la protecci�n de su primo Enrique Aracil que por entonces acababa de obtener
una plaza de m�dico en el hospital, por oposici�n, y que pod�a ayudarle; pero Julio no
quer�a protecci�n alguna; no iba ni a ver a su primo; pretend�a deb�rselo todo a s�
mismo. Dada su tendencia pr�ctica, era un poco parad�jica esta resistencia suya a ser
protegido.
Julio, muy h�bil, no estudiaba casi nada, pero aprobaba siempre.
Buscaba amigos menos inteligentes que �l para explotarles; all� donde ve�a una
superioridad cualquiera, fuese en el orden que fuese, se retiraba. Lleg� a confesar a
Hurtado, que le molestaba pasear con gente de m�s estatura que �l.
Julio aprend�a con gran facilidad todos los juegos. Sus padres, haciendo un
sacrificio, pod�an pagarle los libros, las matr�culas y la ropa. La t�a de Julio sol�a darle
para que fuera alguna vez al teatro un duro todos los meses, y Aracil se las arreglaba
jugando a las cartas con sus amigos, de tal manera, que despu�s de ir al caf� y al teatro y
comprar cigarrillos, al cabo del mes, no s�lo le quedaba el duro de su t�a, sino que ten�a
dos o tres m�s.
Aracil era un poco petulante, se cuidaba el pelo, el bigote, las u�as y le gustaba
ech�rselas de guapo. Su gran deseo en el fondo era dominar, pero no pod�a ejercer su
dominaci�n en una zona extensa, ni trazarse un plan, y toda su voluntad de poder y toda
su habilidad se empleaba en cosas peque�as.
Hurtado le comparaba a esos insectos activos que van dando vueltas a un camino
circular con una decisi�n inquebrantable e in�til.
Una de las ideas gratas a Julio era pensar que hab�a muchos vicios y depravaciones
en Madrid.
La venalidad de los pol�ticos, la fragilidad de las mujeres, todo lo que significara
claudicaci�n, le gustaba; que una c�mica, por hacer un papel importante, se entend�a
con un empresario viejo y repulsivo; que una mujer, al parecer honrada, iba a una casa
de citas, le encantaba.
Esa omnipotencia del dinero, antip�tica para un hombre de sentimientos delicados,
le parec�a a Aracil algo sublime, admirable, un holocausto natural a la fuerza del oro.
Julio era un verdadero fenicio; proced�a de Mallorca y probablemente hab�a en �l
sangre sem�tica.
Por lo menos si la sangre faltaba, las inclinaciones de la raza estaban �ntegras.
So�aba con viajar por el Oriente, y aseguraba siempre que, de tener dinero, los primeros
pa�ses que visitar�a ser�an Egipto y el Asia Menor.
El doctor Iturrioz, t�o carnal de Andr�s Hurtado, sol�a afirmar probablemente de una
manera arbitraria, que en Espa�a, desde un punto de vista moral; hay dos tipos: el tipo
ib�rico y el tipo semita. Al tipo ib�rico asignaba el doctor las cualidades fuertes y
guerreras de la raza; al tipo semita, las tendencias rapaces, de intriga y de comercio.
Aracil era un ejemplar acabado del tipo semita. Sus ascendientes debieron ser
comerciantes de esclavos en alg�n pueblo del Mediterr�neo. A Julio le molestaba todo
lo que fuera violento y exaltado: el patriotismo, la guerra, el entusiasmo pol�tico o
social; le gustaba el fausto, la riqueza, las alhajas, y como no ten�a dinero para
comprarlas buenas, las llevaba falsas y casi le hac�a m�s gracia lo mixtificado que lo
bueno.
Daba tanta importancia al dinero, sobre todo al dinero ganado, que el comprobar lo
dif�cil de conseguirlo le agradaba. Como era su dios, su �dolo, de darse demasiado
f�cilmente, le hubiese parecido mal. Un para�so conseguido sin esfuerzo no entusiasma
al creyente; la mitad por lo menos del m�rito de la gloria est� en su dificultad, y para
Julio la dificultad de conseguir el dinero, constitu�a uno de sus mayores encantos.
Otra de las condiciones de Aracil era acomodarse a las circunstancias, para �l no
hab�a cosas desagradables; de considerarlo necesario, lo aceptaba todo.
Con su sentido previsor de hormiga, calculaba la cantidad de placeres obtenibles
por una cantidad de dinero. Esto constitu�a una de sus mayores preocupaciones.
Miraba los bienes de la tierra con ojos de tasador jud�o. Si se convenc�a de que una
cosa de treinta c�ntimos la hab�a comprado por veinte, sent�a un verdadero disgusto.
Julio le�a novelas francesas de escritores medio naturalistas, medio galantes; estas
relaciones de la vida de lujo y de vicio de Par�s le encantaban.
De ser cierta la clasificaci�n de Iturrioz, Montaner tambi�n ten�a m�s del tipo
semita que del ib�rico. Era enemigo de lo violento y de lo exaltado, perezoso, tranquilo,
comod�n.
Blando de car�cter, daba al principio de tratarle cierta impresi�n de acritud y
energ�a, que no era m�s que el reflejo del ambiente de su familia, constituida por el
padre y la madre y varias hermanas solteronas, de car�cter duro y avinagrado.
Cuando Andr�s lleg� a conocer a fondo a Montaner, se hizo amigo suyo.
Concluyeron los tres compa�eros el curso. Aracil se march�, como sol�a hacerlo
todos los veranos, al pueblo en donde estaba su familia, y Montaner y Hurtado se
quedaron en Madrid.
El verano fue sofocante; por las noches, Montaner, despu�s de cenar, iba a casa de
Hurtado, y los dos amigos paseaban por la Castellana y por el Prado, que por entonces
tomaba el car�cter de un paseo provinciano aburrido, polvoriento y l�nguido.
Al final del verano un amigo le dio a Montaner una entrada para los Jardines del
Buen Retiro.
Fueron los dos todas las noches.
O�an cantar �peras antiguas, interrumpidas por los gritos de la gente que pasaba
dentro del vag�n de una monta�a rusa que cruzaba el jard�n; segu�an a las chicas, y a la
salida se sentaban a tomar horchata o lim�n en alg�n puesto del Prado.
Lo mismo Montaner que Andr�s hablaban casi siempre mal de Julio; estaban de
acuerdo en considerarle ego�sta, mezquino, s�rdido, incapaz de hacer nada por nadie.
Sin embargo, cuando Aracil llegaba a Madrid, los dos se reun�an siempre con �l.
VIII.- Una f�rmula de la vida
El a�o siguiente, el cuarto de carrera, hab�a para los alumnos, y sobre todo para
Andr�s Hurtado, un motivo de curiosidad: la clase de don Jos� de Letamendi.
Letamendi era de estos hombres universales que se ten�an en la Espa�a de hace
unos a�os; hombres universales a quienes no se les conoc�a ni de nombre pasados los
Pirineos. Un desconocimiento tal en Europa de genios tan trascendentales, se explicaba
por esa hip�tesis absurda, que aunque no la defend�a nadie claramente, era aceptada por
todos, la hip�tesis del odio y la mala fe internacionales que hac�a que las cosas grandes
de Espa�a fueran peque�as en el extranjero y viceversa.
Letamendi era un se�or flaco, bajito, escu�lido, con melenas grises y barba blanca.
Ten�a cierto tipo de aguilucho, la nariz corva, los ojos hundidos y brillantes. Se ve�a en
�l un hombre que se hab�a hecho una cabeza, como dicen los franceses. Vest�a siempre
levita algo entallada, y llevaba un sombrero de copa de alas planas, de esos sombreros
cl�sicos de los melenudos profesores de la Sorbona.
En San Carlos corr�a como una verdad indiscutible que Letamendi era un genio;
uno de esos hombres �guilas que se adelantan a su tiempo; todo el mundo le encontraba
abstruso porque hablaba y escrib�a con gran empaque un lenguaje medio filos�fico,
medio literario.
Andr�s Hurtado, que se hallaba ansioso de encontrar algo que llegase al fondo de
los problemas de la vida, comenz� a leer el libro de Letamendi con entusiasmo. La
aplicaci�n de las Matem�ticas a la Biolog�a le pareci� admirable.
Andr�s fue pronto un convencido.
Como todo el que cree hallarse en posesi�n de una verdad tiene cierta tendencia de
proselitismo, una noche Andr�s fue al caf� donde se reun�an Sa�udo y sus amigos a
hablar de las doctrinas de Letamendi, a explicarlas y a comentarlas.
Estaba como siempre Sa�udo con varios estudiantes de ingenieros.
Hurtado se reuni� con ellos y aprovech� la primera ocasi�n para llevar la
conversaci�n al terreno que deseaba y expuso la f�rmula de la vida de Letamendi e
intent� explicar los corolarios que de ella deduc�a el autor.
Al decir Andr�s que la vida, seg�n Letamendi, es una funci�n indeterminada entre
la energ�a individual y el cosmos, y que esta funci�n no puede ser m�s que suma, resta,
multiplicaci�n y divisi�n, y que no pudiendo ser suma, ni resta, ni divisi�n, tiene que ser
multiplicaci�n, uno de los amigos de Sa�udo se ech� a re�r.
--�Por qu� se r�e usted? --le pregunt� Andr�s, sorprendido.
--Porque en todo eso que dice usted hay una porci�n de sofismas y de falsedades.
Primeramente hay muchas m�s funciones matem�ticas que sumar, restar, multiplicar y
dividir.
--�Cu�les? --Elevar a potencia, extraer ra�ces... Despu�s, aunque no hubiera m�s
que cuatro funciones matem�ticas primitivas, es absurdo pensar que en el conflicto de
estos dos elementos la energ�a de la vida y el cosmos, uno de ellos, por lo menos,
heterog�neo y complicado, porque no haya suma, ni resta, ni divisi�n, ha de haber
multiplicaci�n. Adem�s, ser�a necesario demostrar por qu� no puede haber suma, por
qu� no puede haber resta y por qu� no puede haber divisi�n.
Despu�s habr�a que demostrar por qu� no puede haber dos o tres funciones
simult�neas. No basta decirlo.
--Pero eso lo da el razonamiento.
--No, no; perdone usted --replic� el estudiante--. Por ejemplo, entre esa mujer y
yo puede haber varias funciones matem�ticas: suma, si hacemos los dos una misma cosa
ayud�ndonos; resta, si ella quiere una cosa y yo la contraria y vence uno de los dos
contra el otro; multiplicaci�n, si tenemos un hijo, y divisi�n si yo la corto en pedazos a
ella o ella a m�.
--Eso es una broma --dijo Andr�s.
--Claro que es una broma --replic� el estudiante--, una broma por el estilo de las
de su profesor; pero que tiende a una verdad, y es que entre la fuerza de la vida y el
cosmos hay un infinito de funciones distintas: sumas, restas, multiplicaciones, de todo,
y que adem�s es muy posible que existan otras funciones que no tengan expresi�n
matem�tica.
Andr�s Hurtado, que hab�a ido al caf� creyendo que sus preposiciones convencer�an
a los alumnos de ingenieros, se qued� un poco perplejo y cariacontecido al comprobar
su derrota.
Ley� de nuevo el libro de Letamendi, sigui� oyendo sus explicaciones y se
convenci� de que todo aquello de la f�rmula de la vida y sus corolarios, que al principio
le pareci� serio y profundo, no eran m�s que juegos de prestidigitaci�n, unas veces
ingeniosos, otras veces vulgares, pero siempre sin realidad alguna, ni metaf�sica, ni
emp�rica.
Todas estas f�rmulas matem�ticas y su desarrollo no eran m�s que vulgaridades
disfrazadas con un aparato cient�fico, adornadas por conceptos ret�ricos que la
papanater�a de profesores y alumnos tomaba como visiones de profeta.
Por dentro, aquel buen se�or de las melenas, con su mirada de �guila y su
diletantismo art�stico, cient�fico y literario; pintor en sus ratos de ocio, violinista y
compositor y genio por los cuatro costados, era un mixtificador audaz con ese fondo
aparatoso y botarate de los mediterr�neos. Su �nico m�rito real era tener condiciones de
literato, de hombre de talento verbal.
La palabrer�a de Letamendi produjo en Andr�s un deseo de asomarse al mundo
filos�fico y con este objeto compr� en unas ediciones econ�micas los libros de Kant, de
Fichte y de Schopenhauer.
Ley� primero "La Ciencia del Conocimiento", de Fichte, y no pudo enterarse de
nada. Sac� la impresi�n de que el mismo traductor no hab�a comprendido lo que
traduc�a; despu�s comenz� la lectura de "Parerga y Paralipomena", y le pareci� un libro
casi ameno, en parte c�ndido, y le divirti� m�s de lo que supon�a. Por �ltimo, intent�
descibrar "La cr�tica de la raz�n pura". Ve�a que con un esfuerzo de atenci�n pod�a
seguir el razonamiento del autor como quien sigue el desarrollo de un teorema
matem�tico; pero le pareci� demasiado esfuerzo para su cerebro y dej� Kant para m�s
adelante, y sigui� leyendo a Schopenhauer, que ten�a para �l el atractivo de ser un
consejero chusco y divertido.
Algunos pedantes le dec�an que Schopenhauer hab�a pasado de moda, como si la
labor de un hombre de inteligencia extraordinaria fuera como la forma de un sombrero
de copa.
Los condisc�pulos, a quien asombraban estos buceamientos de Andr�s Hurtado, le
dec�an:
--�Pero no te basta con la filosof�a de Letamendi?
--Si eso no es filosof�a ni nada --replicaba Andr�s--. Letamendi es un hombre sin
una idea profunda; no tiene en la cabeza m�s que palabras y frases. Ahora, como
vosotros no las comprend�is, os parecen extraordinarias.
El verano, durante las vacaciones, Andr�s ley� en la Biblioteca Nacional algunos
libros filos�ficos nuevos de los profesores franceses e italianos y le sorprendieron. La
mayor�a de estos libros no ten�an m�s que el t�tulo sugestivo; lo dem�s era una eterna
divagaci�n acerca de m�todos y clasificaciones.
A Hurtado no le importaba nada la cuesti�n de los m�todos y de las clasificaciones,
ni saber si la Sociolog�a era una ciencia o un ciempi�s inventado por los sabios; lo que
quer�a encontrar era una orientaci�n, una verdad espiritual y pr�ctica al mismo tiempo.
Los bazares de la ciencia de los Lombroso y los Ferri, de los Fouill�e y de los Janet,
le produjeron una mala impresi�n.
Este esp�ritu latino y su claridad tan celebrada le pareci� una de las cosas m�s
insulsas, m�s banales y anodinas. Debajo de los t�tulos pomposos no hab�a m�s que
vulgaridad a todo pasto. Aquello era, con relaci�n a la filosof�a, lo que son los
espec�ficos de la cuarta plana de los peri�dicos respecto a la medicina verdadera.
En cada autor franc�s se le figuraba a Hurtado ver un se�or cyranesco, tomando
actitudes gallardas y hablando con voz nasal; en cambio, todos los italianos le parec�an
bar�tonos de zarzuela.
Viendo que no le gustaban los libros modernos volvi� a emprender con la obra de
Kant, y ley� entera con grandes trabajos la "Cr�tica de la raz�n pura".
Ya aprovechaba algo m�s lo que le�a y le quedaban las l�neas generales de los
sistemas que iba desentra�ando.
IX.- Un rezagado
Al principio de oto�o y comienzo del curso siguiente, Luisito, el hermano menor,
cay� enfermo con fiebres.
Andr�s sent�a por Luisito un cari�o exclusivo y hura�o. El chico le preocupaba de
una manera patol�gica, le parec�a que los elementos todos se conjuraban contra �l.
Visit� al enfermito el doctor Aracil, el pariente de Julio, y a los pocos d�as indic�
que se trataba de una fiebre tifoidea.
Andr�s pas� momentos angustiosos; le�a con desesperaci�n en los libros de
Patolog�a de descripci�n y el tratamiento de la fiebre tifoidea y hablaba con el m�dico
de los remedios que podr�an emplearse.
El doctor Aracil a todo dec�a que no.
--Es una enfermedad que no tiene tratamiento espec�fico --aseguraba--; ba�arle,
alimentarle y esperar, nada m�s.
Andr�s era el encargado de preparar el ba�o y tomar la temperatura a Luis.
El enfermo tuvo d�as de fiebre muy alta. Por las ma�anas, cuando bajaba la
calentura, preguntaba a cada momento por Margarita y Andr�s. �ste, en el curso de la
enfermedad, qued� asombrado de la resistencia y de la energ�a de su hermana; pasaba
las noches sin dormir cuidando del ni�o; no se le ocurr�a jam�s, y si se le ocurr�a no le
daba importancia, la idea de que pudiera contagiarse.
Andr�s desde entonces comenz� a sentir una gran estimaci�n por Margarita; el
cari�o de Luisito los hab�a unido.
A los treinta o cuarenta d�as la fiebre desapareci�, dejando al ni�o flaco, hecho un
esqueleto.
Andr�s adquiri� con este primer ensayo de m�dico un gran escepticismo. Empez� a
pensar si la medicina no servir�a para nada. Un buen puntal para este escepticismo le
proporcionaba las explicaciones del profesor de Terap�utica, que consideraba in�tiles
cuando no perjudiciales casi todos los preparados de la farmacopea.
No era una manera de alentar los entusiasmos m�dicos de los alumnos, pero
indudablemente el profesor lo cre�a as� y hac�a bien en decirlo.
Despu�s de las fiebres Luisito qued� d�bil y a cada paso daba a la familia una
sorpresa desagradable; un d�a era un calentur�n, al otro unas convulsiones. Andr�s
muchas noches ten�a que ir a las dos o a las tres de la ma�ana en busca del m�dico y
despu�s salir a la botica.
En este curso, Andr�s se hizo amigo de un estudiante rezagado, ya bastante viejo, a
quien cada a�o de carrera costaba por lo menos dos o tres.
Un d�a este estudiante le pregunt� a Andr�s qu� le pasaba para estar sombr�o y
triste. Andr�s le cont� que ten�a al hermano enfermo, y el otro intent� tranquilizarle y
consolarle. Hurtado le agradeci� la simpat�a y se hizo amigo del viejo estudiante.
Antonio Lamela, as� se llamaba el rezagado, era gallego, un tipo flaco, nervioso, de
cara escu�lida, nariz afilada, una zalea de pelos negros en la barba ya con algunas canas,
y la boca sin dientes, de hombre d�bil.
A Hurtado le llam� la atenci�n el aire de hombre misterioso de Lamela, y a �ste le
choc� sin duda el aspecto reconcentrado de Andr�s. Los dos ten�an una vida interior
distinta al resto de los estudiantes.
El secreto de Lamela era que estaba enamorado, pero enamorado de verdad, de una
mujer de la aristocracia, una mujer de t�tulo, que andaba en coche e iba a palco al Real.
Lamela le tom� a Hurtado por confidente y le cont� sus amores con toda clase de
detalles. Ella estaba enamorad�sima de �l, seg�n aseguraba el estudiante; pero exist�an
una porci�n de dificultades y de obst�culos que imped�an la aproximaci�n del uno al
otro.
A Andr�s le gustaba encontrarse con un tipo distinto a la generalidad. En las
novelas se daba como una anomal�a un hombre joven sin un gran amor; en la vida lo
an�malo era encontrar un hombre enamorado de verdad. El primero que conoci� Andr�s
fue Lamela; por eso le interesaba.
El viejo estudiante padec�a un romanticismo intenso, mitigado en algunas cosas por
una tendencia beocia de hombre pr�ctico. Lamela cre�a en el amor y en Dios; pero esto
no le imped�a emborracharse y andar de cr�pula con frecuencia.
Seg�n �l, hab�a que dar al cuerpo sus necesidades mezquinas y groseras y conservar
el esp�ritu limpio.
Esta filosof�a la condensaba, diciendo: Hay que dar al cuerpo lo que es del cuerpo, y
al alma lo que es del alma.
--Si todo eso del alma, es una pamplina --le dec�a Andr�s--. Son cosas inventadas
por los curas para sacar dinero.
--�C�llate, hombre, c�llate! No disparates.
Lamela en el fondo era un rezagado en todo: en la carrera y en las ideas. Discurr�a
como un hombre de a principio del siglo. La concepci�n mec�nica actual del mundo
econ�mico y de la sociedad, para �l no exist�a. Tampoco exist�a cuesti�n social. Toda la
cuesti�n social se resolv�a con la caridad y con que hubiese gentes de buen coraz�n.
--Eres un verdadero cat�lico --le dec�a Andr�s--; te has fabricado el m�s c�modo
de los mundos.
Cuando Lamela le mostr� un d�a a su amada, Andr�s se qued� estupefacto. Era una
solterona fea, negra, con una nariz de cacat�a y m�s a�os que un loro.
Adem�s de su aire antip�tico, ni siquiera hac�a caso del estudiante gallego, a quien
miraba con desprecio, con un gesto desagradable y avinagrado.
Al esp�ritu fantaseador de Lamela no llegaba nunca la realidad.
A pesar de su apariencia sonriente y humilde, ten�a un orgullo y una confianza en s�
mismo extraordinaria; sent�a la tranquilidad del que cree conocer el fondo de las cosas y
de las acciones humanas.
Delante de los dem�s compa�eros Lamela no hablaba de sus amores; pero cuando le
cog�a a Hurtado por su cuenta, se desbordaba. Sus confidencias no ten�an fin.
A todo le quer�a dar una significaci�n complicada y fuera de lo normal.
--Chico --dec�a sonriendo y agarrando del brazo a Andr�s--. Ayer la vi.
--�Hombre!
--S� --a�ad�a con gran misterio--. Iba con la se�ora de compa��a; fui detr�s de
ella, entr� en su casa y poco despu�s sali� un criado al balc�n. �Es raro, eh?
--�Raro? �Por qu�? --preguntaba Andr�s.
--Es que luego el criado no cerr� el balc�n.
Hurtado se le quedaba mirando pregunt�ndose c�mo funcionar�a el cerebro de su
amigo para encontrar extra�as las cosas m�s naturales del mundo y para creer en la
belleza de aquella dama.
Algunas veces que iban por el Retiro charlando, Lamela se volv�a y dec�a:
--�Mira, c�llate!
--Pues �qu� pasa?
--Que aquel que viene all� es de esos enemigos m�os que le hablan a ella mal de
m�. Viene espi�ndome.
Andr�s se quedaba asombrado.
Cuando ya ten�a m�s confianza con �l le dec�a:
--Mira, Lamela, yo como t�, me presentar�a a la Sociedad de Psicolog�a de Par�s o
de Londres.
--�A qu�?
--Y dir�a: Est�dienme ustedes, porque creo que soy el hombre m�s extraordinario
del mundo.
El gallego se re�a con su risa bonachona.
--Es que t� eres un ni�o --replicaba--; el d�a que te enamores ver�s c�mo me das
la raz�n a m�.
Lamela viv�a en una casa de hu�spedes de la plaza de Lavapi�s; ten�a un cuarto
peque�o, desarreglado, y como estudiaba, cuando estudiaba, metido en la cama, sol�a
descoser los libros y los guardaba desencuadernados en pliegos sueltos en el ba�l o
extendidos sobre la mesa.
Alguna que otra vez fue Hurtado a verle a su casa.
La decoraci�n de su cuarto consist�a en una serie de botellas vac�as, colocadas por
todas partes.
Lamela compraba el vino para �l y lo guardaba en sitios inveros�miles, de miedo de
que los dem�s hu�spedes entrasen en el cuarto y se lo bebieran, lo que, por lo que
contaba, era frecuente. Lamela ten�a escondidas las botellas dentro de la chimenea, en el
ba�l, en la c�moda.
De noche, seg�n le dijo a Andr�s, cuando se acostaba pon�a una botella de vino
debajo de la cama, y si se despertaba cog�a la botella y se beb�a la mitad de un trago.
Estaba convencido de que no hab�a hipn�tico como el vino, y que a su lado el sulfonal y
el cloral eran verdaderas filfas.
Lamela nunca discut�a las opiniones de los profesores, no le interesaban gran cosa;
para �l no pod�a aceptarse m�s clasificaci�n entre ellos que la de los catedr�ticos de
buena intenci�n, amigos de aprobar, y los de mala intenci�n, que suspend�an s�lo por
ech�rselas de sabios y darse tono.
En la mayor�a de los casos Lamela divid�a a los hombres en dos grupos: los unos,
gente franca, honrada, de buen fondo, de buen coraz�n; los otros, gente mezquina y
vanidosa.
Para Lamela, Aracil y Montaner eran de esta �ltima clase, de los m�s mezquinos e
insignificantes.
Verdad es que ninguno de los dos le tomaba en serio a Lamela.
Andr�s contaba en su casa las extravagancias de su amigo. A Margarita le
interesaban mucho estos amores. Luisito, que ten�a la imaginaci�n de un chico
enfermizo, hab�a inventado, escuch�ndole a su hermano, un cuento que se llamaba "Los
amores de un estudiante gallego con la reina de las cacat�as".
X.- Paso por San Juan de Dios
Sin gran brillantez, pero tambi�n sin grandes fracasos, Andr�s Hurtado iba
avanzando en su carrera.
Al comenzar el cuarto a�o se le ocurri� a Julio Aracil asistir a unos cursos de
enfermedades ven�reas que daba un m�dico en el Hospital de San Juan de Dios.
Aracil invit� a Montaner y a Hurtado a que le acompa�aran; unos meses despu�s
iba a haber ex�menes de alumnos internos para ingreso en el Hospital General;
pensaban presentarse los tres, y no estaba mal el ver enfermos con frecuencia.
La visita en San Juan de Dios fue un nuevo motivo de depresi�n y melancol�a para
Hurtado.
Pensaba que por una causa o por otra el mundo le iba presentando su cara m�s fea.
A los pocos d�as de frecuentar el hospital, Andr�s se inclinaba a creer que el
pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matem�tica. El mundo le parec�a una
mezcla de manicomio y de hospital; ser inteligente constitu�a una desgracia, y s�lo la
felicidad pod�a venir de la inconsciencia y de la locura. Lamela, sin pensarlo, viviendo
con sus ilusiones, tomaba las proporciones de un sabio.
Aracil, Montaner y Hurtado visitaron una sala de mujeres de San Juan de Dios.
Para un hombre excitado e inquieto como Andr�s, el espect�culo ten�a que ser
deprimente. Las enfermas eran de lo m�s ca�do y miserable. Ver tanta desdichada sin
hogar, abandonada, en una sala negra, en un estercolero humano; comprobar y
evidenciar la podredumbre que envenena la vida sexual, le hizo a Andr�s una angustiosa
impresi�n.
El hospital aquel, ya derruido por fortuna, era un edificio inmundo, sucio, mal
oliente; las ventanas de las salas daban a la calle de Atocha y ten�an, adem�s de las
rejas, unas alambreras para que las mujeres recluidas no se asomaran y escandalizaran.
De este modo no entraba all� el sol ni el aire.
El m�dico de la sala, amigo de Julio, era un vejete rid�culo, con unas largas patillas
blancas. El hombre, aunque no sab�a gran cosa, quer�a darse aire de catedr�tico, lo cual
a nadie pod�a parecer un crimen; lo miserable, lo canallesco era que trataba con una
crueldad in�til a aquellas desdichadas acogidas all� y las maltrataba de palabra y de
obra.
�Por qu�? Era incomprensible.
Aquel petulante idiota mandaba llevar castigadas a las enfermas a las guardillas y
tenerlas uno o dos d�as encerradas por delitos imaginarios. El hablar de una cama a otra
durante la visita, el quejarse en la cura, cualquier cosa, bastaba para estos severos
castigos. Otras veces mandaba ponerlas a pan y agua. Era un macaco cruel este tipo, a
quien hab�an dado una misi�n tan humana como la de cuidar de pobres enfermas.
Hurtado no pod�a soportar la bestialidad de aquel idiota de las patillas blancas.
Aracil se re�a de las indignaciones de su amigo.
Una vez Hurtado decidi� no volver m�s por all�. Hab�a una mujer que guardaba
constantemente en el regazo un gato blanco. Era una mujer que debi� haber sido muy
bella, con ojos negros, grandes, sombreados, la nariz algo corva y el tipo egipcio. El
gato era, sin duda, lo �nico que le quedaba de un pasado mejor. Al entrar el m�dico, la
enferma sol�a bajar disimuladamente al gato de la cama y dejarlo en el suelo; el animal
se quedaba escondido, asustado, al ver entrar al m�dico con sus alumnos; pero uno de
los d�as el m�dico le vio y comenz� a darle patadas.
--Coged a ese gato y matarlo --dijo el idiota de las patillas blancas al practicante.
El practicante y una enfermera comenzaron a perseguir al animal por toda la sala; la
enferma miraba angustiada esta persecuci�n.
--Y a esta t�a llevadla a la guardilla --a�adi� el m�dico.
La enferma segu�a la caza con la mirada, y cuando vio que cog�an a su gato, dos
l�grimas gruesas corrieron por sus mejillas p�lidas.
--�Canalla! �Idiota! --exclam� Hurtado, acerc�ndose al m�dico con el pu�o
levantado.
--No seas est�pido! --dijo Aracil--. Si no quieres venir aqu�, m�rchate.
--S�, me voy, no tengas cuidado; por no patearle las tripas a ese idiota, miserable.
Desde aquel d�a ya no quiso volver m�s a San Juan de Dios.
La exaltaci�n humanitaria de Andr�s hubiera aumentado sin las influencias que
obraban en su esp�ritu. Una de ellas era la de Julio, que se burlaba de todas las ideas
exageradas, como dec�a �l; la otra, la de Lamela, con su idealismo pr�ctico, y, por
�ltimo, la lectura de "Parerga y Paralipomena", de Schopenhauer, que le induc�a a la no
acci�n.
A pesar de estas tendencias enfrenadoras, durante muchos d�as estuvo Andr�s
impresionado por lo que dijeron varios obreros en un mitin de anarquistas del Liceo
R�us. Uno de ellos, Ernesto �lvarez, un hombre moreno, de ojos negros y barba
entrecana, habl� en aquel mitin de una manera elocuente y exaltada; habl� de los ni�os
abandonados, de los mendigos, de las mujeres ca�das...
Andr�s sinti� el atractivo de este sentimentalismo, quiz� algo morboso. Cuando
expon�a sus ideas acerca de la injusticia social.
Julio Aracil le sal�a al encuentro con su buen sentido:
--Claro que hay cosas malas en la sociedad --dec�a Aracil--. �Pero qui�n las va a
arreglar? �Esos vividores que hablan en los m�tines? Adem�s, hay desdichas que son
comunes a todos; esos alba�iles de los dramas populares que se nos vienen a quejar de
que sufren el fr�o del invierno y el calor del verano, no son los �nicos; lo mismo nos
pasa a los dem�s.
Las palabras de Aracil eran la gota de agua fr�a en las exaltaciones humanitarias de
Andr�s.
--Si quieres dedicarte a esas cosas --le dec�a--, hazte pol�tico, aprende a hablar.
--Pero si yo no me quiero dedicar a pol�tico --replicaba Andr�s indignado.
--Pues si no, no puedes hacer nada.
Claro que toda reforma en un sentido humanitario ten�a que ser colectiva y
realizarse por un procedimiento pol�tico, y a Julio no le era muy dif�cil convencer a su
amigo de lo turbio de la pol�tica.
Julio llevaba la duda a los romanticismos de Hurtado; no necesitaba insistir mucho
para convencerle de que la pol�tica es un arte de granjer�a.
Realmente, la pol�tica espa�ola nunca ha sido nada alto ni nada noble; no era muy
dif�cil convencer a un madrile�o de que no deb�a tener confianza en ella.
La inacci�n, la sospecha de la inanidad y de la impureza de todo arrastraban a
Hurtado cada vez m�s a sentirse pesimista.
Se iba inclinando a un anarquismo espiritual, basado en la simpat�a y en la piedad,
sin soluci�n pr�ctica ninguna.
La l�gica justiciera y revolucionaria de los Saint-Just ya no le entusiasmaba, le
parec�a una cosa artificial y fuera de la naturaleza. Pensaba que en la vida ni hab�a ni
pod�a haber justicia.
La vida era una corriente tumultuosa e inconsciente donde los actores representaban
una tragedia que no comprend�an, y los hombres, llegados a un estado de
intelectualidad, contemplaban la escena con una mirada compasiva y piadosa.
Estos vaivenes en las ideas, esta falta de plan y de freno, le llevaban a Andr�s al
mayor desconcierto, a una sobreexcitaci�n cerebral continua e in�til.
XI.- De alumno interno
A mediados de curso se celebraron ex�menes de alumnos internos para el Hospital
General.
Aracil, Montaner y Hurtado decidieron presentarse. El examen consist�a en unas
preguntas hechas al capricho por los profesores acerca de puntos de las asignaturas ya
cursadas por los alumnos. Hurtado fue a ver a su t�o Iturrioz para que le recomendara.
--Bueno; te recomendar� --le dijo el t�o--. �Tienes afici�n a la carrera?
--Muy poca.
--Y entonces �para qu� quieres entrar en el hospital?
--�Ya qu� le voy a hacer! Ver� si voy adquiriendo la afici�n.
Adem�s, cobrar� unos cuartos, que me convienen.
--Muy bien --contest� Iturrioz--. Contigo se sabe a qu� atenerse; eso me gusta.
En el examen, Aracil y Hurtado salieron aprobados.
Primero ten�an que ser libretistas; su obligaci�n consist�a en ir por la ma�ana y
apuntar las recetas que ordenaba el m�dico; por la tarde, recoger la botica, repartirla y
hacer guardias. De libretistas, con seis duros al mes, pasaban a internos de clase
superior, con nueve, y luego a ayudantes, con doce duros, lo que representaba la
cantidad respetable de dos pesetas al d�a.
Andr�s fue llamado por un m�dico amigo de su t�o, que visitaba una de las salas
altas del tercer piso del hospital. La sala era de medicina.
El m�dico, hombre estudioso, hab�a llegado a dominar el diagn�stico como pocos.
Fuera de su profesi�n no le interesaba nada; pol�tica, literatura, arte, filosof�a o
astronom�a, todo lo que no fuera auscultar o percutir, analizar orinas o esputos, era letra
muerta para �l.
Consideraba, y quiz� ten�a raz�n, que la verdadera moral del estudiante de medicina
estribaba en ocuparse �nicamente de lo m�dico, y fuera de esto, divertirse. A Andr�s le
preocupaban m�s las ideas y los sentimientos de los enfermos que los s�ntomas de las
enfermedades.
Pronto pudo ver el m�dico de la sala la poca afici�n de Hurtado por la carrera.
--Usted piensa en todo menos en lo que es medicina --le dijo a Andr�s con
severidad.
El m�dico de la sala estaba en lo cierto. El nuevo interno no llevaba el camino de
ser un cl�nico; le interesaban los aspectos psicol�gicos de las cosas; quer�a investigar
qu� hac�an las hermanas de la Caridad, si ten�an o no vocaci�n; sent�a curiosidad por
saber la organizaci�n del hospital y averiguar por d�nde se filtraba el dinero consignado
por la Diputaci�n.
La inmoralidad dominaba dentro del vetusto edificio. Desde los administradores de
la Diputaci�n provincial hasta una sociedad de internos que vend�a la quinina del
hospital en las boticas de la calle de Atocha, hab�a seguramente todas las formas de la
filtraci�n. En las guardias, los internos y los se�ores capellanes se dedicaban a jugar al
monte, y en el Arsenal funcionaba casi constantemente una timba en la que la postura
menor era una perra gorda.
Los m�dicos, entre los que hab�a algunos muy chulos; los curas, que no lo eran
menos, y los internos, se pasaban la noche tirando de la oreja a Jorge.
Los se�ores capellanes se jugaban las pesta�as; uno de ellos era un hombrecito
bajito, c�nico y rubio, que hab�a llegado a olvidar sus estudios de cura y adquirido
afici�n por la medicina. Como la carrera de m�dico era demasiado larga para �l, se iba a
examinar de ministrante, y si pod�a, pensaba abandonar definitivamente los h�bitos.
El otro cura era un mozo brav�o, alto, fuerte, de facciones en�rgicas. Hablaba de una
manera terminante y desp�tica; sol�a contar con gracejo historias verdes, que
provocaban b�rbaros comentarios.
Si alguna persona devota le reprochaba la inconveniencia de sus palabras, el cura
cambiaba de voz y de gesto, y con una marcada hipocres�a, tomando un tonillo de falsa
unci�n, que no cuadraba bien con su cara morena y con la expresi�n de sus ojos negros
y atrevidos, afirmaba que la religi�n nada ten�a que ver con los vicios de sus indignos
sacerdotes.
Algunos internos que le conoc�an desde hac�a alg�n tiempo y le hablaban de t�, le
llamaban Lagartijo, porque se parec�a algo a este c�lebre torero.
--Oye, t�, Lagartijo --le dec�an.
--Qu� m�s quisiera yo --replicaba el cura-- que cambiar la estola por una muleta,
y en vez de ayudar a bien morir ponerme a matar toros.
Como perd�a en el juego con frecuencia, ten�a muchos apuros.
Una vez le dec�a a Andr�s, entre juramentos pintorescos:
--Yo no puedo vivir as�. No voy a tener m�s remedio que lanzarme a la calle a
decir misa en todas partes y tragarme todos los d�as catorce hostias.
A Hurtado estos rasgos de cinismo no le agradaban.
Entre los practicantes hab�a algunos curios�simos, verdaderas ratas de hospital, que
llevaban quince o veinte a�os all�, sin concluir la carrera, y que visitaban
clandestinamente en los barrios bajos m�s que muchos m�dicos.
Andr�s se hizo amigo de las hermanas de la Caridad de su sala y de algunas otras.
Le hubiera gustado creer, a pesar de no ser religioso, por romanticismo, que las
hermanas de la Caridad eran angelicales; pero la verdad, en el hospital no se las ve�a
m�s que cuidarse de cuestiones administrativas y de llamar al confesor cuando un
enfermo se pon�a grave.
Adem�s, no eran criaturas idealistas, m�sticas, que consideraran el mundo como un
valle de l�grimas, sino muchachas sin recursos, algunas viudas, que tomaban el cargo
como un oficio, para ir viviendo.
Luego las buenas hermanas ten�an lo mejor del hospital acotado para ellas...
Una vez un enfermo le dio a Andr�s un cuadernito encontrado entre papeles viejos
que hab�an sacado del pabell�n de las hijas de la Caridad.
Era el diario de una monja, una serie de notas muy breves, muy lac�nicas, con
algunas impresiones acerca de la vida del hospital, que abarcaban cinco o seis meses.
En la primera p�gina ten�a un nombre: sor Mar�a de la Cruz, y al lado una fecha.
Andr�s ley� el diario y qued� sorprendido. Hab�a all� una narraci�n tan sencilla, tan
ingenua de la vida hospitalesca, contada con tanta gracia, que le dej� emocionado.
Andr�s quiso enterarse de qui�n era sor Mar�a, de si viv�a en el hospital o d�nde
estaba.
No tard� en averiguar que hab�a muerto. Una monja, ya vieja, la hab�a conocido. Le
dijo a Andr�s que al poco tiempo de llegar al hospital la trasladaron a una sala de t�ficos,
y all� adquiri� la enfermedad y muri�.
No se atrevi� Andr�s a preguntar c�mo era, qu� cara ten�a, aunque hubiese dado
cualquier cosa por saberlo.
Andr�s guard� el diario de la monja como una reliquia, y muchas veces pens� en
c�mo ser�a, y hasta lleg� a sentir por ella una verdadera obsesi�n.
Un tipo misterioso y extra�o del hospital, que llamaba mucho la atenci�n, y de
quien se contaban varias historias, era el hermano Juan. Este hombre, que no se sab�a de
d�nde hab�a venido, andaba vestido con una blusa negra, alpargatas y un crucifijo
colgado al cuello. El hermano Juan cuidaba por gusto de los enfermos contagiosos. Era,
al parecer, un m�stico, un hombre que viv�a en su centro natural, en medio de la miseria
y el dolor.
El hermano Juan era un hombre bajito, ten�a la barba negra, la mirada brillante, los
ademanes suaves, la voz meliflua. Era un tipo sem�tico.
Viv�a en un callej�n que separaba San Carlos del Hospital General. Este callej�n
ten�a dos puentes encristalados que lo cruzaban, y debajo de uno de ellos, del que estaba
m�s cerca de la calle de Atocha, hab�a establecido su cuchitril el hermano Juan.
En este cuchitril se encerraba con un perrito que le hac�a compa��a.
A cualquier hora que fuesen a llamar al hermano, siempre hab�a luz en su
camaranch�n y siempre se le encontraba despierto.
Seg�n algunos, se pasaba la vida leyendo libros verdes; seg�n otros, rezaba; uno de
los internos aseguraba haberle visto poniendo notas en unos libros en franc�s y en ingl�s
acerca de psicopat�as sexuales.
Una noche en que Andr�s estaba de guardia, uno de los internos dijo:
--Vamos a ver al hermano Juan y a pedirle algo de comer y de beber.
Fueron todos al callej�n en donde el hermano ten�a su escondrijo. Hab�a luz,
miraron por si se ve�a algo, pero no se encontraba rendija por donde espiar lo que hac�a
en el interior el misterioso enfermero. Llamaron e inmediatamente apareci� el hermano
con su blusa negra.
--Estamos de guardia, hermano Juan --dijo uno de los internos--; venimos a ver si
nos da usted algo para tomar un modesto piscolabis.
--�Pobrecitos! �Pobrecitos! --exclam� �l--. Me encuentran ustedes muy pobre.
Pero ya ver�, ya ver� si tengo algo. Y el hombre desapareci� tras de la puerta, la cerr�
con mucho cuidado y se present� al poco rato con un paquete de caf�, otro de az�car y
otro de galletas.
Volvieron los estudiantes al cuarto de guardia, comieron las galletas, tomaron el
caf� y discutieron el caso del hermano.
No hab�a unanimidad: unos cre�an que era un hombre distinguido; otros que era un
antiguo criado; para algunos era un santo; para otros un invertido sexual o algo por el
estilo.
El hermano Juan era el tipo raro del hospital. Cuando recib�a dinero, no se sab�a de
d�nde, convidaba a comer a los convalecientes y regalaba las cosas que necesitaban los
enfermos.
A pesar de su caridad y de sus buenas obras, este hermano Juan era para Andr�s
repulsivo, le produc�a una impresi�n desagradable, una impresi�n f�sica, org�nica.
Hab�a en �l algo anormal, indudablemente. �Es tan l�gico, tan natural en el hombre
huir del dolor, de la enfermedad, de la tristeza! Y, sin embargo, para �l, el sufrimiento,
la pena, la suciedad deb�an de ser cosas atrayentes.
Andr�s comprend�a el otro extremo, que el hombre huyese del dolor ajeno, como de
una cosa horrible y repugnante, hasta llegar a la indignidad, a la inhumanidad;
comprend�a que se evitara hasta la idea de que hubiese sufrimiento alrededor de uno;
pero ir a buscar lo sucio, lo triste, deliberadamente, para convivir con ello, le parec�a
una monstruosidad.
As� que cuando ve�a al hermano Juan sent�a esa impresi�n repelente, de inhibici�n,
que se experimenta ante los monstruos.
Segunda parte: Las carnarias
I.- Las minglanillas
Julio Aracil hab�a intimado con Andr�s. La vida en com�n de ambos en San Carlos
y en el hospital iba unificando sus costumbres, aunque no sus ideas ni sus afectos.
Con su dura filosof�a del �xito Julio comenzaba a sentir m�s estimaci�n por
Hurtado que por Montaner.
Andr�s hab�a pasado a ser interno como �l; Montaner no s�lo no pudo aprobar en
estos ex�menes, sino que perdi� el curso, y abandon�ndose por completo empez� a no ir
a clase y a pasar el tiempo haciendo el amor a una muchacha vecina suya.
Julio Aracil comenzaba a experimentar por su amigo su gran desprecio y a desearle
que todo le saliera mal.
Julio, con el peque�o sueldo del hospital, hac�a cosas extraordinarias, maravillosas;
lleg� hasta a jugar a la Bolsa, a tener acciones de minas, a comprar un t�tulo de la
Deuda.
Julio quer�a que Andr�s siguiera sus pasos de hombre de mundo.
--Te voy a presentar en casa de las Minglanillas --le dijo un d�a riendo.
--�Qui�nes son las Minglanillas? --pregunt� Hurtado.
--Unas chicas amigas m�as.
--�Se llaman as�?
--No; pero yo las llamo as�; porque, sobre todo la madre, parece un personaje de
Taboada.
--�Y qu� son?
--Son unas chicas hijas de una viuda pensionista, Nin� y Lul�. Yo estoy arreglado
con Nin�, con la mayor; t� te puedes entender con la chiquita.
--�Pero arreglado hasta qu� punto est�s con ella?
--Pues hasta todos los puntos. Solemos ir los dos a un rinc�n de la calle de
Cervantes, que yo conozco, y que te lo recomendar� cuando lo necesites.
--�Te vas a casar con ella despu�s?
--�Quita de ah�, hombre! No ser�a mal imb�cil.
--Pero has inutilizado a la muchacha.
--�Yo! �Qu� estupidez!
--�Pues no es tu querida?
--�Y qui�n lo sabe? Adem�s, �a qui�n le importa?
--Sin embargo...
--�Ca! Hay que dejarse de tonter�as y aprovecharse. Si t� puedes hacer lo mismo,
ser�s un tonto si no lo haces.
A Hurtado no le parec�a bien este ego�smo; pero ten�a curiosidad por conocer a la
familia, y fue una tarde con Julio a verla.
Viv�a la viuda y las dos hijas en la calle de F�car, en una casa s�rdida, de esas con
patio de vecindad y galer�as llenas de puertas.
Hab�a en casa de la viuda un ambiente de miseria bastante triste; la madre y las hijas
llevaban trajes ra�dos y remendados; los muebles eran pobres, menos alguno que otro
indicador de ciertos esplendores pasados, las sillas estaban destripadas y en los agujeros
de la estera se met�a el pie al pasar.
La madre, do�a Leonarda, era mujer poco simp�tica; ten�a la cara amarillenta, de
color de membrillo; la expresi�n dura, falsamente amable; la nariz corva; unos cuantos
lunares en la barba, y la sonrisa forzada.
La buena se�ora manifestaba unas �nfulas aristocr�ticas grotescas, y recordaba los
tiempos en que su marido hab�a sido subsecretario e iba la familia a veranear a San Juan
de Luz. El que las chicas se llamaran Nin� y Lul� proced�a de la ni�era que tuvieron por
primera vez, una francesa.
Estos recuerdos de la gloria pasada, que do�a Leonarda evocaba accionando con el
abanico cerrado como si fuera una batuta, le hac�an poner los ojos en blanco y suspirar
tristemente.
Al llegar a casa con Aracil, Julio se puso a charlar con Nin�, y Andr�s sostuvo la
conversaci�n con Lul� y con su madre.
Lul� era una muchacha graciosa, pero no bonita; ten�a los ojos verdes, oscuros,
sombreados por ojeras negruzcas; unos ojos que a Andr�s le parecieron muy humanos;
la distancia de la nariz a la boca y de la boca a la barba era en ella demasiado grande, lo
que le daba cierto aspecto simio; la frente peque�a, la boca, de labios finos, con una
sonrisa entre ir�nica y amarga; los dientes blancos, puntiagudos; la nariz un poco
respingona, y la cara p�lida, de mal color.
Lul� demostr� a Hurtado que ten�a gracia, picard�a e ingenio de sobra; pero le
faltaba el atractivo principal de una muchacha: la ingenuidad, la frescura, la candidez.
Era un producto marchito por el trabajo, por la miseria y por la inteligencia. Sus
dieciocho a�os no parec�an juventud.
Su hermana Nin�, de facciones incorrectas, y sobre todo menos espirituales, era m�s
mujer, ten�a deseo de agradar, hipocres�a, disimulo. El esfuerzo constante hecho por
Nin� para presentarse como ingenua y c�ndida le daba un car�cter m�s femenino, m�s
corriente tambi�n y vulgar.
Andr�s qued� convencido de que la madre conoc�a las verdaderas relaciones de
Julio y de su hija Nin�. Sin duda ella misma hab�a dejado que la chica se
comprometiera, pensando que luego Aracil no la abandonar�a.
A Hurtado no le gust� la casa; aprovecharse, como Julio, de la miseria de la familia
para hacer de Nin� su querida, con la idea de abandonarla cuando le conviniera, le
parec�a una mala acci�n.
Todav�a si Andr�s no hubiera estado en el secreto de las intenciones de Julio,
hubiese ido a casa de do�a Leonarda sin molestia; pero tener la seguridad de que un d�a
los amores de su amigo acabar�an con una peque�a tragedia de lloros y de lamentos, en
que do�a Leonarda chillar�a y a Nin� le dar�an soponcios, era una perspectiva que le
disgustaba.
II.- Una cachupinada
Antes de Carnaval, Julio Aracil le dijo a Hurtado:
--�Sabes? Vamos a tener baile en casa de las Minglanillas.
--�Hombre! �Cu�ndo va a ser eso?
--El domingo de Carnaval. El petr�leo para la luz y las pastas, el alquiler del piano
y el pianista se pagar�n entre todos. De manera que si t� quieres ser de la cuadrilla, ya
est�s apoquinando.
--Bueno. No hay inconveniente.�Cu�nto hay que pagar?
--Ya te lo dir� uno de estos d�as.
--�Qui�nes van a ir?
--Pues ir�n algunas muchachas de la vecindad con sus novios, Casares, ese
periodista amigo m�o, un sainetero y otros. Estar� bien. Habr� chicas guapas.
El domingo de Carnaval, despu�s de salir de guardia del hospital, fue Hurtado al
baile. Eran ya las once de la noche. El sereno le abri� la puerta. La casa de do�a
Leonarda rebosaba gente; la hab�a hasta en la escalera.
Al entrar Andr�s se encontr� a Julio en un grupo de j�venes a quienes no conoc�a.
Julio le present� a un sainetero, un hombre est�pido y f�nebre, que a las primeras
palabras, para demostrar sin duda su profesi�n, dijo unos cuantos chistes, a cual m�s
conocidos y vulgares. Tambi�n le present� a Anto�ito Casares, empleado y periodista,
hombre de gran partido entre las mujeres.
Anto�ito era un andaluz con una moral de chulo; se figuraba que dejar pasar a una
mujer sin sacarle algo era una gran torpeza. Para Casares toda mujer le deb�a, s�lo por el
hecho de serlo, una contribuci�n, una gabela.
Anto�ito clasificaba a las mujeres en dos clases: unas las pobres, para divertirse, y
otras las ricas, para casarse con alguna de ellas por su dinero, a ser posible.
Anto�ito buscaba la mujer rica con una constancia de anglosaj�n.
Como ten�a buen aspecto y vest�a bien, al principio las muchachas a quien se dirig�a
le acog�an como a un pretendiente aceptable. El audaz trataba de ganar terreno; hablaba
a las criadas, mandaba cartas, paseaba la calle. A esto llamaba �l "trabajar" a una mujer.
La muchacha, mientras consideraba al galanteador como un buen partido, no le
rechazaba; pero cuando se enteraba de que era un empleadillo humilde, un periodista
desconocido y gorr�n, ya no le volv�a a mirar a la cara.
Julio Aracil sent�a un gran entusiasmo por Casares, a quien consideraba como un
compadre digno de �l. Los dos pensaban ayudarse mutuamente para subir en la vida.
Cuando comenzaron a tocar el piano todos los muchachos se lanzaron en busca de
pareja.
--�T� sabes bailar? --le pregunt� Aracil a Hurtado.
--Yo no.
--Pues mira, vete al lado de Lul�, que tampoco quiere bailar, y tr�tala con
consideraci�n.
--�Por qu� me dices esto?
--Porque hace un momento --a�adi� Julio con iron�a-- do�a Leonarda me ha
dicho: A mis hijas hay que tratarlas como si fueran v�rgenes, Julito, como si fueran
v�rgenes.
Y Julio Aracil sonri�, remedando a la madre de Nin�, con su sonrisa de hombre mal
intencionado y canalla.
Andr�s fue abri�ndose paso.
Hab�a varios quinqu�s de petr�leo iluminando la sala y el gabinete.
En el comedorcito, la mesa ofrec�a a los concurrentes bandejas con dulces y pastas
y botellas de vino blanco. Entre las muchachas que m�s sensaci�n produc�an en el baile
hab�a una rubia, muy guapa, muy vistosa. Esta rubia ten�a su historia. Un se�or rico que
la rondaba se la llev� a un hotel de la Prosperidad, y d�as despu�s la rubia se escap� del
hotel, huyendo del raptor, que al parecer era un s�tiro.
Toda la familia de la muchacha ten�a cierto estigma de anormalidad. El padre, un
venerable anciano por su aspecto, hab�a tenido un proceso por violar a una ni�a, y un
hermano de la rubia, despu�s de disparar dos tiros a su mujer, intent� suicidarse.
A esta rubia guapa, que se llamaba Estrella, la distingu�an casi todas las vecinas con
un odio furioso.
Al parecer, por lo que dijeron, exhib�a en el balc�n, para que rabiaran las
muchachas de la vecindad, medias negras caladas, camisas de seda llenas de lacitos y
otra porci�n de prendas interiores lujosas y espl�ndidas que no pod�an proceder m�s que
de un comercio poco honorable.
Do�a Leonarda no quer�a que sus hijas se trataran con aquella muchacha; seg�n
dec�a, ella no pod�a sancionar amistades de cierto g�nero.
La hermana de la Estrella, Elvira, de doce o trece a�os, era muy bonita, muy
descocada, y segu�a, sin duda, las huellas de la mayor.
--�Esta "peque" de la vecindad es m�s sinverg�enza! --dijo una vieja detr�s de
Andr�s, se�alando a la Elvira.
La Estrella bailaba como hubiese podido hacerlo la diosa Venus, y al moverse, sus
caderas y su pecho abultado se destacaban de una manera un poco insultante.
Casares, al verla pasar, la dec�a:
--�Vaya usted con Dios, guerrera! Andr�s avanz� en el cuarto hasta sentarse cerca
de Lul�.
--Muy tarde ha venido usted --le dijo ella.
--S�, he estado de media guardia en el hospital.
--�Qu�, no va usted a bailar?
--Yo no s�.
--�No? --No. �Y usted?
--Yo no tengo ganas. Me mareo.
Casares se acerc� a Lul� a invitarle a bailar.
--Oiga usted, negra --la dijo.
--�Qu� quiere usted, blanco? --le pregunt� ella con descaro.
--�No quiere usted darse unas vueltecitas conmigo?
--No, se�or.
--�Y por qu�?
--Porque no me sale... de adentro --contest� ella de una manera achulada.
--Tiene usted mala sangre, negra --le dijo Casares.
--S�, que usted la debe tener buena, blanco --replic� ella.
--�Por qu� no ha querido usted bailar con �l? --le pregunt� Andr�s.
--Porque es un boceras; un t�o antip�tico, que cree que todas las mujeres est�n
enamoradas de �l.
�Que se vaya a paseo! Sigui� el baile con animaci�n creciente y Andr�s permaneci�
sin hablar al lado de Lul�.
--Me hace usted mucha gracia --dijo ella de pronto, ri�ndose, con una risa que le
daba la expresi�n de una alima�a.
--�Por qu�? --pregunt� Andr�s, enrojeciendo s�bitamente.
--�No le ha dicho a usted Julio que se entienda conmigo? �S�, verdad?
--No, no me ha dicho nada.
--S�, diga usted que s�. Ahora, que usted es demasiado delicado para confesarlo. A
�l le parece eso muy natural. Se tiene una novia pobre, una se�orita cursi como nosotras
para entretenerse, y despu�s se busca una mujer que tenga alg�n dinero para casarse.
--No creo que �sa sea su intenci�n.
--�Que no? �Ya lo creo! �Usted se figura que no va a abandonar a Nin�? En seguida
que acabe la carrera. Yo le conozco mucho a Julio. Es un ego�sta y un canallita. Est�
enga�ando a mi madre y a mi hermana... y total, �para qu�?
--No s� lo que har� Julio..., yo s� que no lo har�a.
--Usted no, porque usted es de otra manera... Adem�s, en usted no hay caso,
porque no se va a enamorar usted de m� ni aun para divertirse.
--�Por qu� no?
--Porque no.
Ella comprend�a que no gustara a los hombres. A ella misma le gustaban m�s las
chicas, y no es que tuviera instintos viciosos; pero la verdad era que no le hac�an
impresi�n los hombres.
Sin duda, el velo que la naturaleza y el pudor han puesto sobre todos los motivos de
la vida sexual, se hab�a desgarrado demasiado pronto para ella; sin duda supo lo que
eran la mujer y el hombre en una �poca en que su instinto nada le dec�a, y esto le hab�a
producido una mezcla de indiferencia y de repulsi�n por todas las cosas del amor.
Andr�s pens� que esta repulsi�n proven�a m�s que nada de la miseria org�nica, de
la falta de alimentaci�n y de aire.
Lul� le confes� que estaba deseando morirse, de verdad, sin romanticismo alguno;
cre�a que nunca llegar�a a vivir bien.
La conversaci�n les hizo muy amigos a Andr�s y a Lul�.
A las doce y media hubo que terminar el baile. Era condici�n indispensable, fijada
por do�a Leonarda; las muchachas ten�an que trabajar al d�a siguiente, y por m�s que
todo el mundo pidi� que se continuara, do�a Leonarda fue inflexible y para la una
estaba ya despejada la casa.
III.- Las moscas
Andr�s sali� a la calle con un grupo de hombres.
Hac�a un fr�o intenso.
--�Ad�nde ir�amos? --pregunt� Julio --Vamos a casa de do�a Virginia --propuso
Casares--. �Ustedes la conocer�n? --Yo s� la conozco --contest� Aracil.
Se acercaron a una casa pr�xima, de la misma calle, que hac�a esquina a la de la
Ver�nica. En un balc�n del piso principal se le�a este letrero a la luz de un farol:
VIRGINIA GARC�A
COMADRONA CON T�TULO DEL COLEGIO
DE SAN CARLOS
(Sage femme)
--No se ha debido acostar, porque hay luz --dijo Casares.
Julio llam� al sereno, que les abri� la puerta, y subieron todos al piso principal.
Sali� a recibirles una criada vieja que les pas� a un comedor en donde estaba la
comadrona sentada a una mesa con dos hombres. Ten�an delante una botella de vino y
tres vasos.
Do�a Virginia era una mujer alta, rubia, gorda, con una cara de angelito de Rubens
que llevara cuarenta y cinco a�os revoloteando por el mundo. Ten�a la tez iluminada y
rojiza, como la piel de un cochinillo asado y unos lunares en el ment�n que le hac�an
parecer una mujer barbuda.
Andr�s la conoc�a de vista por haberla encontrado en San Carlos en la cl�nica de
partos, ataviada con unos trajes claros y unos sombreros de ni�a bastante rid�culos.
De los dos hombres, uno era el amante de la comadrona. Do�a Virginia le present�
como un italiano profesor de idiomas de un colegio.
Este se�or, por lo que habl�, daba la impresi�n de esos personajes que han viajado
por el extranjero viviendo en hoteles de dos francos y que luego ya no se pueden
acostumbrar a la falta de "confort" de Espa�a.
El otro, un tipo de aire siniestro, barba negra y anteojos, era nada menos que el
director de la revista "El Mas�n Ilustrado".
Do�a Virginia dijo a sus visitantes que aquel d�a estaba de guardia, cuidando a una
parturienta. La comadrona ten�a una casa bastante grande con unos gabinetes
misteriosos que daban a la calle de la Ver�nica; all� instalaba a las muchachas, hijas de
familia, a las cuales un mal paso dejaba en situaci�n comprometida.
Do�a Virginia pretend�a demostrar que era de una exquisita sensibilidad.
--�Pobrecitas! --dec�a de sus hu�spedes--. �Qu� malos son ustedes los hombres! A
Andr�s esta mujer le pareci� repulsiva.
En vista de que no pod�an quedarse all�, sali� todo el grupo de hombres a la calle. A
los pocos pasos se encontraron con un muchacho, sobrino de un prestamista de la calle
de Atocha, acompa�ando a una chulapa con la que pensaba ir al baile de la Zarzuela.
--�Hola, Victorio! --le salud� Aracil.
--Hola, Julio --contest� el otro--. �Qu� tal? �De d�nde salen ustedes?
--De aqu�; de casa de do�a Virginia.
--�Valiente t�a! Es una explotadora de esas pobres muchachas que lleva a su casa
enga�adas.
�Un prestamista llamando explotadora a una comadrona! Indudablemente, el caso
no era del todo vulgar.
El director de "El Mas�n Ilustrado", que se reuni� con Andr�s, le dijo con aire
grave que do�a Virginia era una mujer de cuidado; hab�a echado al otro mundo dos
maridos con dos jicarazos; no le asustaba nada. Hac�a abortar, suprim�a chicos,
secuestraba muchachas y las vend�a. Acostumbrada a hacer gimnasia y a dar masaje,
ten�a m�s fuerza que un hombre, y para ella no era nada sujetar a una mujer como si
fuera un ni�o.
En estos negocios de abortos y de tercer�as manifestaba una audacia enorme. Como
esas moscas sarc�fagas que van a los animales despedazados y a las carnes muertas, as�
aparec�a do�a Virginia con sus palabras amables, all� donde olfateaba la familia
arruinada a quien arrastraban al "spoliarium".
El italiano, asegur� el director de "El Mas�n Ilustrado", no era profesor de idiomas
ni mucho menos, sino un c�mplice en los negocios nefandos de do�a Virginia, y si sab�a
franc�s e ingl�s era porque hab�a andado durante mucho tiempo de carterista,
desvalijando a la gente en los hoteles.
Fueron todos con Victorio hasta la Carrera de San Jer�nimo; all�, el sobrino del
prestamista les invit� a acompa�arle al baile de la Zarzuela; pero Aracil y Casares
supusieron que Victorio no les querr�a pagar la entrada, y dijeron que no.
--Vamos a hacer una cosa --propuso el sainetero amigo de Casares.
--�Qu�? --pregunt� Julio.
--Vamos a casa de Villas�s.
Pura habr� salido del teatro ahora.
Villas�s, seg�n le dijeron a Andr�s, era un autor dram�tico que ten�a dos hijas
coristas. Este Villas�s viv�a en la Cuesta de Santo Domingo.
Se dirigieron a la Puerta del Sol; compraron pasteles en la calle del Carmen esquina
a la del Olivo; fueron despu�s a la Cuesta de Santo Domingo y se detuvieron delante de
una casa grande.
--Aqu� no alborotemos --advirti� el sainetero--, porque el sereno no nos abrir�a.
Abri� el sereno, entraron en un espacioso portal, y Casares y su amigo, Julio,
Andr�s y el director de "El Mas�n Ilustrado" comenzaron a subir una ancha escalera
hasta llegar a las guardillas alumbr�ndose con f�sforos.
Llamaron en una puerta, apareci� una muchacha que les hizo pasar a un estudio de
pintor y poco despu�s se present� un se�or de barba y pelo entrecano envuelto en un
gab�n.
Este se�or Rafael Villas�s era un pobre diablo, autor de comedias y de dramas
detestables en verso.
El poeta, como se llamaba �l, viv�a su vida en artista, en bohemio; era en el fondo
un completo majadero, que hab�a echado a perder a sus hijas por un est�pido
romanticismo.
Pura y Ernestina llevaban un camino desastroso; ninguna de las dos ten�an
condici�n para la escena; pero el padre no cre�a m�s que en el arte, y las hab�a llevado al
Conservatorio, luego metido en un teatro de partiquinas y relacionado con periodistas y
c�micos.
Pura, la mayor, ten�a un hijo con un sainetero amigo de Casares, y Ernestina estaba
enredada con un revendedor.
El amante de Pura, adem�s de un acreditado imb�cil, fabricante de chistes
est�pidos, como la mayor�a de los del gremio, era un granuja, dispuesto a llevarse todo
lo que ve�a. Aquella noche estaba all�. Era un hombre alto, flaco, moreno, con el labio
inferior colgante.
Los dos saineteros hicieron gala de su ingenio, sacando a relucir una colecci�n de
chistes viejos y manidos. Ellos dos y los otros, Casares, Aracil y el director de "El
Mas�n Ilustrado", tomaron la casa de Villas�s como terreno conquistado e hicieron una
porci�n de horrores con una mala intenci�n canallesca.
Se re�an de la chifladura del padre, que cre�a que todo aquello era la vida art�stica.
El pobre imb�cil no notaba la mala voluntad que pon�an todos en sus bromas.
Las hijas, dos mujeres est�pidas y feas, comieron con avidez los pasteles que hab�an
llevado los visitantes sin hacer caso de nada.
Uno de los saineteros hizo el le�n, tir�ndose por el suelo y rugiendo, y el padre ley�
unas quintillas que se aplaudieron a rabiar.
Hurtado, cansado del ruido y de las gracias de los saineteros, fue a la cocina a beber
un vaso de agua y se encontr� con Casares y el director de "El Mas�n Ilustrado". �ste
estaba empe�ado en ensuciarse en uno de los pucheros de la cocina y echarlo luego en
la tinaja del agua.
Le parec�a la suya una ocurrencia gracios�sima.
--Pero usted es un imb�cil --le dijo Andr�s bruscamente.
--�C�mo?
--Que es usted un imb�cil, una mala bestia.
--�Usted no me dice a m� eso! --grit� el mas�n.
--�No est� usted oyendo que se lo digo?
--En la calle no me repite usted eso.
--En la calle y en todas partes.
Casares tuvo que intervenir, y como sin duda quer�a marcharse, aprovech� la
ocasi�n de acompa�ar a Hurtado diciendo que iba para evitar cualquier conflicto. Pura
baj� a abrirles la puerta, y el periodista y Andr�s fueron juntos hasta la Puerta del Sol.
Casares le brind� su protecci�n a Andr�s; sin duda, promet�a protecci�n y ayuda a todo
el mundo.
Hurtado se march� a casa mal impresionado. Do�a Virginia, explotando y
vendiendo mujeres; aquellos j�venes, escarneciendo a una pobre gente desdichada. La
piedad no aparec�a por el mundo.
IV.- Lul�
La conversaci�n que tuvo en el baile con Lul� dio a Hurtado el deseo de intimar
algo m�s con la muchacha.
Realmente la chica era simp�tica y graciosa. Ten�a los ojos desnivelados, uno m�s
alto que otro, y al re�r los entornaba hasta convertirlos en dos rayitas, lo que le daba una
gran expresi�n de malicia; su sonrisa levantaba las comisuras de los labios para arriba, y
su cara tomaba un aire sat�rico y agudo.
No se mord�a la lengua para hablar. Dec�a habitualmente horrores. No hab�a en ella
dique para su desenfreno espiritual, y cuando llegaba a lo m�s escabroso, una expresi�n
de cinismo brillaba en sus ojos.
El primer d�a que fue Andr�s a ver a Lul� despu�s del baile, cont� su visita a casa
de do�a Virginia.
--�Estuvieron ustedes a ver a la comadrona? --pregunt� Lul�.
--S�.
--Valiente t�a cerda.
--Ni�a --exclam� do�a Leonarda--, �qu� expresiones son �sas?
--�Pues qu� es, sino una alcahueta o algo peor?
--�Jes�s! �Qu� palabras!
--A m� me vino un d�a --sigui� diciendo Lul�-- pregunt�ndome si quer�a ir con
ella a casa de un viejo. �Qu� t�a guarra! A Hurtado le asombraba la mordacidad de Lul�.
No ten�a ese repertorio vulgar de chistes o�dos en el teatro; en ella todo era callejero,
popular.
Andr�s comenz� a ir con frecuencia a la casa, s�lo para o�r a Lul�. Era, sin duda,
una mujer inteligente, cerebral, como la mayor�a de las muchachas que viven trabajando
en las grandes ciudades, con una aspiraci�n mayor por ver, por enterarse, por
distinguirse, que por sentir placeres sensuales.
A Hurtado le sorprend�a, pero no le produc�a la m�s ligera idea de hacerle el amor.
Hubiera sido imposible para �l pensar que pudiera llegar a tener con Lul� m�s que una
cordial amistad.
Lul� bordaba para un taller de la calle de Segovia, y sol�a ganar hasta tres pesetas al
d�a. Con esto, unido a la peque�a pensi�n de do�a Leonarda, viv�a la familia; Nin�
ganaba poco, porque, aunque trabajaba, era torpe.
Cuando Andr�s iba por las tardes, se encontraba a Lul� con el bastidor en las
rodillas, unas veces cantando a voz en grito, otras muy silenciosa.
Lul� cog�a r�pidamente las canciones de la calle y las cantaba con una picard�a
admirable. Sobre todo, esas tonadillas encanalladas, de letra grotesca, eran las que m�s
le gustaban.
El tango aquel que empieza diciendo:
Un cocinero de C�diz, muy afamado,
a las mujeres las compara con el guisado.
y esos otros en que las mujeres entran en quinta, o tienen que ser marineras, el de la
?"Ni�a qu�"?, o el de las mujeres que montan en bicicleta, en el que hay esa
preocupaci�n graciosa, expresada as�:
Por eso hay ahora
mil discusiones,
por si han de llevar
faldas o pantalones.
Todas estas canciones populares las cantaba con much�sima gracia.
A veces le faltaba el humor y ten�a esos silencios llenos de pensamientos de las
chicas inquietas y neur�ticas. En aquellos instantes sus ideas parec�an converger hacia
adentro, y la fuerza de la ideaci�n le impulsaba a callar. Si la llamaban de pronto,
mientras estaba ensimismada, se ruborizaba y se confund�a.
--No s� lo que anda maquinando cuando est� as� --dec�a su madre--; pero no debe
ser nada bueno.
Lul� le cont� a Andr�s que de chica hab�a pasado una larga temporada sin querer
hablar. En aquella �poca el hablar le produc�a una gran tristeza, y desde entonces le
quedaban estos arrechuchos.
Muchas veces Lul� dejaba el bastidor y se largaba a la calle a comprar algo en la
mercer�a pr�xima, y contestaba a las frases de los horteras de la manera m�s procaz y
descarada.
Este poco apego a defender los intereses de la clase les parec�a a do�a Leonarda y a
Nin� una verdadera verg�enza.
--Ten en cuenta que tu padre fue un personaje --dec�a do�a Leonarda con �nfasis.
--Y nosotras nos morimos de hambre --replicaba Lul�.
Cuando oscurec�a y las tres mujeres dejaban la labor, Lul� se met�a en alg�n rinc�n,
apoy�ndose en varios sitios al mismo tiempo.
As� como encajonada, en un espacio estrecho, formado por dos sillas y la mesa o
por las sillas y el armario del comedor, se pon�a a hablar con su habitual cinismo,
escandalizando a su madre y a su hermana. Todo lo que fuera deforme en un sentido
humano la regocijaba.
Estaba acostumbrada a no guardar respeto a nada ni a nadie. No pod�a tener amigas
de su edad, porque le gustaba espantar a las mojigatas con barbaridades; en cambio, era
buena para los viejos y para los enfermos, comprend�a sus man�as, sus ego�smos, y se
re�a de ellos.
Era tambi�n servicial; no le molestaba andar con un chico sucio en brazos o cuidar
de una vieja enferma de la guardilla.
A veces, Andr�s la encontraba m�s deprimida que de ordinario; entre aquellos
parapetos de sillas viejas sol�a estar con la cabeza apoyada en la mano, ri�ndose de la
miseria del cuarto, mirando fijamente el techo o alguno de los agujeros de la estera.
Otras veces se pon�a a cantar la misma canci�n sin parar.
--Pero, muchacha, �c�llate! --dec�a su madre--. Me tienes loca con ese estribillo.
Y Lul� callaba; pero al poco tiempo volv�a con la canci�n.
A veces iba por la casa un amigo del marido de do�a Leonarda, don Prudencio
Gonz�lez.
Don Prudencio era un chulo grueso, de abdomen abultado. Gastaba levita negra,
chaleco blanco, del que colgaba la cadena del reloj llena de dijes. Ten�a los ojos
desde�osos, peque�os, el bigote corto y pintado y la cara roja.
Hablaba con acento andaluz y tomaba posturas acad�micas en la conversaci�n.
El d�a que iba don Prudencio, do�a Leonarda se multiplicaba.
--Usted, que ha conocido a mi marido --dec�a con voz lacrimosa--. Usted, que nos
ha visto en otra posici�n.
Y do�a Leonarda hablaba con l�grimas en los ojos de los esplendores pasados.
V.- M�s de Lul�
Algunos d�as de fiesta, por la tarde, Andr�s acompa�� a Lul� y a su madre a dar un
paseo por el Retiro o por el Jard�n Bot�nico.
El Bot�nico le gustaba m�s a Lul� por ser m�s popular y estar cerca de su casa, y
por aquel olor acre que daban los viejos mirtos de las avenidas.
--Porque es usted, le dejo que acompa�e a Lul� --dec�a do�a Leonarda con cierto
retint�n.
--Bueno, bueno, mam� --replicaba Lul�--. Todo eso est� de m�s.
En el Bot�nico se sentaban en alg�n banco y charlaban. Lul� contaba su vida y sus
impresiones, sobre todo de la ni�ez. Los recuerdos de la infancia estaban muy grabados
en su imaginaci�n.
--�Me da una pena pensar en cuando era chica! --dec�a.
--�Por qu�? �Viv�a usted bien? --le preguntaba Hurtado.
--No, no; pero me da mucha pena.
Contaba Lul� que de ni�a la pegaban para que no comiera el yeso de las paredes y
los peri�dicos.
En aquella �poca hab�a tenido jaquecas, ataques de nervios; pero ya hac�a mucho
tiempo que no padec�a ning�n trastorno. Eso s�, era un poco desigual; tan pronto se
sent�a capaz de estar derecha una barbaridad de tiempo, como se encontraba tan
cansada, que el menor esfuerzo la rend�a.
Esta desigualdad org�nica se reflejaba en su manera de ser espiritual y material.
Lul� era muy arbitraria; pon�a sus antipat�as y sus simpat�as sin raz�n alguna.
No le gustaba comer con orden, ni quer�a alimentos calientes; s�lo le apetec�an
cosas fr�as, picantes, con vinagre, escabeche, naranjas...
--�Ah! si yo fuera de su familia, eso no se lo consentir�a a usted --le dec�a Andr�s.
--�No?
--No.
--Pues diga usted que es mi primo.
--Usted r�ase --contestaba Andr�s--, pero yo la meter�a en cintura.
--�Ay, ay, ay, que me estoy mareando! --contestaba ella, cantando
descaradamente.
Andr�s Hurtado trataba a pocas mujeres; si hubiese conocido m�s y podido
comparar, hubiera llegado a sentir estimaci�n por Lul�.
En el fondo de su falta de ilusi�n y de moral, al menos de moral corriente, ten�a esta
muchacha una idea muy humana y muy noble de las cosas. A ella no le parec�an mal el
adulterio, ni los vicios, ni las mayores enormidades; lo que le molestaba era la doblez, la
hipocres�a, la mala fe. Sent�a un gran deseo de lealtad.
Dec�a que si un hombre la pretend�a, y ella viera que la quer�a de verdad, se ir�a con
�l, fuera rico o pobre, soltero o casado.
Tal afirmaci�n parec�a una monstruosidad, una indecencia a Nin� y a do�a
Leonarda. Lul� no aceptaba derechos ni pr�cticas sociales.
--Cada cual debe hacer lo que quiera --dec�a.
El desenfado inicial de su vida le daba un valor para opinar muy grande.
--�De veras se ir�a usted con un hombre? --le preguntaba Andr�s.
--Si me quer�a de verdad, �ya lo creo! Aunque me pegara despu�s.
--�Sin casarse?
--Sin casarme; �por qu� no? Si viv�a dos o tres a�os con ilusi�n y con entusiasmo,
pues eso no me lo quitaba nadie.
--�Y luego?...
--Luego seguir�a trabajando como ahora, o me envenenar�a.
Esta tendencia al final tr�gico era muy frecuente en Lul�; sin duda le atra�a la idea
de acabar, y de acabar de una manera melodram�tica. Dec�a que no le gustar�a llegar a
vieja.
En su franqueza extraordinaria, hablaba con cinismo. Un d�a le dijo a Andr�s:
--Ya ve usted: hace unos a�os estuve a punto de perder la honra, como decimos las
mujeres.
--�Por qu�? --pregunt� Andr�s, asombrado, al o�r esta revelaci�n.
--Porque un bestia de la vecindad quiso forzarme. Yo ten�a doce a�os. Y gracias
que llevaba pantalones y empec� a chillar; si no... estar�a deshonrada --a�adi� con voz
campanuda.
--Parece que la idea no le espanta a usted mucho.
--Para una mujer que no es guapa, como yo, y que tiene que estar siempre
trabajando, como yo, la cosa no tiene gran importancia.
�Qu� hab�a de verdad en esta man�a de sinceridad y de an�lisis de Lul�? --se
preguntaba Andr�s--. �Era espont�nea, era sentida, o hab�a algo de ostentaci�n para
parecer original? Dif�cil era averiguarlo.
Algunos s�bados por la noche, Julio y Andr�s convidaban a Lul�, a Nin� y a su
madre a ir a alg�n teatro, y despu�s entraban en un caf�.
VI.- Manolo el Chafand�n
Una amiga, con la cual sol�a prestarse mutuos servicios Lul�, era una vieja,
planchadora de la vecindad, que se llamaba Venancia.
La se�ora Venancia tendr�a unos sesenta a�os, y trabajaba constantemente; invierno
y verano estaba en su cuartucho, sin cesar de planchar un momento. La se�ora Venancia
viv�a con su hija y su yerno, un chulapo a quien llamaban Manolo el Chafand�n.
El tal Manolo, hombre de muchos oficios y de ninguno, no trabajaba m�s que rara
vez, y viv�a a costa de la suegra.
Manolo ten�a tres o cuatro hijos, y el �ltimo era una ni�a de pecho que sol�a estar
con frecuencia metida en un cesto en el cuarto de la se�ora Venancia, a quien Lul� sol�a
pasear en brazos por la galer�a.
--�Qu� va a ser esta ni�a? --preguntaban algunos.
Y Lul� contestaba:
--Golfa, golfa --u otra palabra m�s dura, y a�ad�a: As� la llevar�n en coche, como
a la Estrella.
La hija de la se�ora Venancia era una vaca sin cencerro, holgazana, borracha, que
se pasaba la vida disputando con las comadres de la vecindad. Como a Manolo, su
hombre, no le gustaba trabajar toda la familia viv�a a costa de la Se�ora Venancia, y el
dinero del taller de planchado no bastaba, naturalmente, para subvenir a las necesidades
de la casa.
Cuando la Venancia y el yerno disputaban, la mujer de Manolo siempre sal�a a la
defensa del marido, como si este holgaz�n tuviera derecho a vivir del trabajo de los
dem�s.
Lul�, que era justiciera, un d�a, al ver que la hija atropellaba a la madre, sali� en
defensa de la Venancia, y se insult� con la mujer de Manolo; la llam� t�a zorra,
borracha, perro y a�adi� que su marido era un cabronazo; la otra le dijo que ella y toda
su familia eran unas cursis muertas de hambre, y gracias a que se interpusieron otras
vecinas, no se tiraron de los pelos.
Aquellas palabras ocasionaron un conflicto, porque Manolo el Chafand�n, que era
un chulo aburrido, de estos cobardes, decidi� pedir explicaciones a Lul� de sus palabras.
Do�a Leonarda y Nin�, al saber lo ocurrido, se escandalizaron. Do�a Leonarda ech�
una chiller�a a Lul� por mezclarse con aquella gente.
Do�a Leonarda no ten�a sensibilidad m�s que para las cosas que se refer�an a su
respetabilidad social.
--Est�s empe�ada en ultrajarnos --dijo a Lul� medio llorando--. �Qu� vamos a
hacer, Dios m�o, cuando venga ese hombre?
--Que venga --replic� Lul�--; yo le dir� que es un gandul y que m�s le val�a
trabajar y no vivir de su suegra.
--�Pero a ti qu� te importa lo que hacen los dem�s? �Por qu� te mezclas con esa
gente?
Llegaron por la tarde Julio Aracil y Andr�s y do�a Leonarda les puso al corriente de
lo ocurrido.
--Qu� demonio; no les pasar� a ustedes nada --dijo Andr�s--; aqu� estaremos
nosotros.
Aracil, al saber lo que suced�a y la visita anunciada del Chafand�n, se hubiera
marchado con gusto, porque no era amigo de trifulcas; pero por no pasar por un
cobarde, se qued�.
A media tarde llamaron a la puerta, y se oy� decir.
--�Se puede?
--Adelante --dijo Andr�s.
Se present� Manolo el Chafand�n, vestido de d�a de fiesta, muy elegante, muy
empaquetado, con un sombrero ancho torero y una gran cadena de reloj de plata. En su
mejilla un lunar negro y rizado trazaba tantas vueltas como el muelle de un reloj de
bolsillo.
Do�a Leonarda y Nin� temblaron al ver a Manolo. Andr�s y Julio le invitaron a
explicarse.
El Chafand�n puso su garrota en el antebrazo izquierdo, y comenz� una retah�la
larga de reflexiones y consideraciones acerca de la honra y de las palabras que se dicen
imprudentemente.
Se ve�a que estaba sondeando a ver si se pod�a atrever a ech�rselas de valiente,
porque aquellos se�oritos lo mismo pod�an ser dos panolis que dos puntos bragados que
le hartasen de mojicones.
Lul� escuchaba nerviosa, moviendo los brazos y las piernas, dispuesta a saltar.
El Chafand�n comenz� a envalentonarse al ver que no le contestaban, y subi� el
tono de la voz.
--Porque aqu� (y se�al� a Lul� con el garrote) le ha llamado a mi se�ora zorra, y mi
se�ora no es una zorra; habr� otras m�s zorras que ella, y aqu� (y volvi� a se�alar a
Lul�) ha dicho que yo soy un cabronazo, y �maldita sea la!... que yo le como los h�gados
al que diga eso.
Al terminar su frase, el Chafand�n dio un golpe con el garrote en el suelo.
Viendo que el Chafand�n se desmandaba, Andr�s, un poco p�lido, se levant� y le
dijo:
--Bueno; si�ntese usted.
--Estoy bien as� --dijo el chulo.
--No, hombre. Si�ntese usted. Est� usted hablando desde hace mucho tiempo, de
pie, y se va usted a cansar.
Manolo el Chafand�n se sent�, algo escamado.
--Ahora, diga usted --sigui� diciendo Andr�s--, qu� es lo que usted quiere, en
resumen.
--�En resumen?
--S�.
--Pues yo quiero una explicaci�n.
--Una explicaci�n, �de qu�?
--De las palabras que ha dicho aqu� (y volvi� a se�alar a Lul�) contra mi se�ora y
contra este servidor.
--Vamos, hombre, no sea usted imb�cil.
--Yo no soy imb�cil.
--�Qu� quiere usted que diga esta se�orita? �Que su mujer no es una zorra, ni una
borracha, ni un perro, y que usted no es un cabronazo? Bueno; Lul�, diga usted eso para
que este buen hombre se vaya tranquilo.
--A m� ning�n pollo neque me toma el pelo --dijo el Chafand�n, levant�ndose.
--Yo lo que voy a hacer --dijo Andr�s irritado-- es darle un silletazo en la cabeza
y echarle a puntapi�s por las escaleras.
--�Usted?
--S�; yo.
Y Andr�s se acerc� al chulo con la silla en el aire. Do�a Leonarda y sus hijas
empezaron a gritar; el Chafand�n se acerc� r�pidamente a la puerta y la abri�.
Andr�s se fue a �l; pero el Chafand�n cerr� la puerta y se escap� por la galer�a,
soltando bravatas e insultos.
Andr�s quer�a salir a calentarle las costillas para ense�arle a tratar a las personas;
pero entre las mujeres y Julio le convencieron de que se quedara.
Durante toda la ri�a Lul� estaba vibrando, dispuesta a intervenir. Cuando Andr�s se
despidi�, le estrech� la mano entre las suyas con m�s fuerza que de ordinario.
VII.- Historia de la Venancia
La escena bufa con Manolo el Chafand�n hizo que en la casa de do�a Leonarda se le
considerara a Andr�s como a un h�roe. Lul� le llev� un d�a al taller de la Venancia. La
Venancia era una de estas viejas secas, limpias, trabajadoras; se pasaba el d�a sin
descansar un momento.
Ten�a una vida curiosa. De joven hab�a estado de doncella en varias casas, hasta que
muri� su �ltima se�ora y dej� de servir.
La idea del mundo de la Venancia era un poco caprichosa.
Para ella el rico, sobre todo el arist�crata, pertenec�a a una clase superior a la
humana.
Un arist�crata ten�a derecho a todo, al vicio, a la inmoralidad, al ego�smo; estaba
como por encima de la moral corriente. Una pobre como ella, voluble, ego�sta o ad�ltera
le parec�a una cosa monstruosa; pero esto mismo en una se�orona lo encontraba
disculpable.
A Andr�s le asombraba una filosof�a tan extra�a, por la cual el que posee salud,
fuerza, belleza y privilegios tiene m�s derecho a otras ventajas, que el que no conoce
m�s que la enfermedad, la debilidad, lo feo y lo sucio.
Aunque no se sabe la garant�a cient�fica que tenga, hay en el cielo cat�lico, seg�n la
gente, un santo, San Pascual Bail�n, que baila delante del Alt�simo, y que dice siempre:
M�s, m�s, m�s. Si uno tiene suerte le da m�s, m�s, m�s; si tiene desgracias le da
tambi�n m�s, m�s, m�s. Esta filosof�a bailonesca era la de la se�ora Venancia.
La se�ora Venancia, mientras planchaba, contaba historias de sus amos. Andr�s fue
a o�rla con gusto.
La primera ama donde sirvi� la Venancia era una mujer caprichosa y loca, de un
humor endiablado; pegaba a los hijos, al marido, a los criados, y le gustaba enemistar a
sus amigos.
Una de las maniobras que empleaba era hacer que uno se escondiera detr�s de una
cortina al llegar otra persona, y a �sta le incitaba para que hablase mal del que estaba
escondido y le oyese.
La dama obligaba a su hija mayor a vestirse de una manera pobre y rid�cula, con el
objeto de que nadie se fijara en ella. Lleg� en su maldad hasta esconder unos cubiertos
en el jard�n y acusar a un criado de ladr�n y hacer que lo llevaran a la c�rcel.
Una vez en esta casa, la Venancia velaba a uno de los hijos de la se�ora que se
encontraba muy grave. El ni�o estaba en la agon�a y a eso de las diez de la noche muri�.
La Venancia fue llorando a avisar a su se�ora lo que ocurr�a, y se la encontr� vestida
para un baile. Le dio la triste noticia, y ella dijo: Bueno, no digas nada ahora. La se�ora
se fue al baile, y cuando volvi� comenz� a llorar, haci�ndose la desesperada.
--�Qu� loba! --dijo Lul� al o�r la narraci�n.
De esta casa la se�ora Venancia hab�a pasado a otra de una duquesa muy guapa,
muy generosa, pero de un desenfreno terrible.
Aqu�lla ten�a los amantes a pares --dijo la Venancia--. Muchas veces iba a la
iglesia de Jes�s con un h�bito de estame�a parda, y pasaba all� horas y horas rezando, y
a la salida la esperaba su amante en coche y se iba con �l.
--Un d�a --cont� la planchadora estaba la duquesa con su querido en la alcoba, yo
dorm�a en un cuarto pr�ximo que ten�a una puerta de comunicaci�n. De pronto oigo un
estr�pito de campanillazos y de golpes. Aqu� est� el marido --pens�--. Salt� de la cama
y entr� por la puerta excusada en la habitaci�n de mi se�ora. El duque, a quien hab�a
abierto alg�n criado, golpeaba furioso la puerta de la alcoba; la puerta no ten�a m�s que
un pestillo ligero, que hubiera cedido a la menor fuerza; yo la atranqu� con el palo de
una cortina. El amante, azorado, no sab�a qu� hacer; estaba en una facha muy rid�cula.
Yo le llev� por la puerta excusada, le di las ropas de mi marido y le ech� a la escalera.
Despu�s me vest� de prisa y fui a ver al duque, que bramaba furioso, con una pistola
en la mano, dando golpes en la puerta de la alcoba.
La se�ora, al o�r mi voz, comprendi� que la situaci�n estaba salvada y abri� la
puerta. El duque mir� por todos los rincones, mientras ella le contemplaba tan tranquila.
Al d�a siguiente, la se�ora me bes� y me abraz�, y me dijo que se arrepent�a de todo
coraz�n, que en adelante iba a hacer una vida recatada; pero a los quince d�as ya ten�a
otro amante.
La Venancia conoc�a toda la vida �ntima del mundo aristocr�tico de su �poca; los
sarpullidos de los brazos y el furor er�tico de Isabel II; la impotencia de su marido; los
vicios, las enfermedades, las costumbres de los arist�cratas las sab�a por detalles vistos
por sus ojos.
A Lul� le interesaban estas historias.
Andr�s afirmaba que toda aquella gente era una sucia morralla, indigna de simpat�a
y de piedad; pero la se�ora Venancia, con su extra�a filosof�a, no aceptaba esta opini�n;
por el contrario, dec�a que todos eran muy buenos, muy caritativos, que hac�an grandes
limosnas y remediaban muchas miserias.
Algunas veces Andr�s trat� de convencer a la planchadora de que el dinero de la
gente rica proced�a del trabajo y del sudor de pobres miserables que labraban el campo,
en las dehesas y en los cortijos.
Andr�s afirmaba que tal estado de injusticia pod�a cambiar; pero esto para la se�ora
Venancia era una fantas�a.
--As� hemos encontrado el mundo y as� lo dejaremos --dec�a la vieja, convencida
de que su argumento no ten�a r�plica.
VIII.- Otros tipos de la casa
Una de las cosas caracter�sticas de Lul� era que ten�a reconcentrada su atenci�n en
la vecindad y en el barrio de tal modo, que lo ocurrido en otros puntos de Madrid para
ella no ofrec�a el menor inter�s. Mientras trabajaba en su bastidor llevaba el alza y la
baja de lo que pasaba entre los vecinos.
La casa donde viv�an, aunque a primera vista no parec�a muy grande, ten�a mucho
fondo y habitaban en ella gran n�mero de familias.
Sobre todo, la poblaci�n de las guardillas era numerosa y pintoresca.
Pasaban por ella una porci�n de tipos extra�os del hampa y la pobreter�a madrile�a.
Una inquilina de las guardillas, que daba siempre que hacer, era la t�a Negra, una
verdulera ya vieja. La pobre mujer se emborrachaba y padec�a un delirio alcoh�lico
pol�tico, que consist�a en vitorear a la Rep�blica y en insultar a las autoridades, a los
ministros y a los ricos.
Los agentes de seguridad la ten�an por blasfema, y la llevaban de cuando en cuando
a la sombra a pasar una quincena; pero al salir volv�a a las andadas.
La t�a Negra, cuando estaba cuerda y sin alcohol, quer�a que la dijeran la se�ora
Nieves, pues as� se llamaba.
Otra vieja rara de la vecindad era la se�ora Benjamina, a quien daban el mote de
Do�a Pitusa.
Do�a Pitusa era una viejezuela peque�a, de nariz corva, ojos muy vivos y boca de
sumidero.
Sol�a ir a pedir limosna a la iglesia de Jes�s y a la de Montserrat; dec�a a todas horas
que hab�a tenido muchas desgracias de familia y p�rdidas de fortuna; quiz� pensaba que
esto justificaba su afici�n al aguardiente.
La se�ora Benjamina recorr�a medio Madrid pidiendo con distintos pretextos,
enviando cartas lacrimosas. Muchas veces, al anochecer, se pon�a en una bocacalle con
el velo negro echado sobre la cara; y sorprend�a al transe�nte con una narraci�n tr�gica,
expresada en tonos teatrales; dec�a que era viuda de un general; que acababa de
mor�rsele un hijo de veinte a�os, el �nico sost�n de su vida; que no ten�a para
amortajarle ni encender un cirio con que alumbrar su cad�ver.
El transe�nte, a veces se estremec�a, a veces replicaba que deb�a tener muchos hijos
de veinte a�os, cuando con tanta frecuencia se le mor�a uno.
El hijo verdadero de la Benjamina ten�a m�s de veinte a�os; se llamaba el Chuleta,
y estaba empleado en una funeraria. Era chato, muy delgado, algo giboso, de aspecto
enfermizo, con unos pelos azafranados en la barba y ojos de besugo. Dec�an en la
vecindad que �l inspiraba las historias melodram�ticas de su madre. El Chuleta era un
tipo f�nebre; deb�a ser verdaderamente desagradable verle en la tienda en medio de sus
ata�des.
El Chuleta era muy vengativo y rencoroso, no se olvidaba de nada; a Manolo el
Chafand�n le guardaba un odio insaciable.
El Chuleta ten�a muchos hijos, todos con el mismo aspecto de abatimiento y de
estupidez tr�gica del padre y todos tan mal intencionados y tan rencorosos como �l.
Hab�a tambi�n en las guardillas una casa de hu�spedes de una gallega bizca, tan
ancha de arriba como de abajo. Esta gallega, la Paca, ten�a de pupilos, entre otros, un
mozo de la clase de disecci�n de San Carlos, tuerto, a quien conoc�an Aracil y Hurtado;
un enfermero del hospital General y un cesante, a quien llamaban don Cleto.
Don Cleto Meana era el fil�sofo de la casa, era un hombre bien educado y culto,
que hab�a ca�do en la miseria. Viv�a de algunas caridades que le hac�an los amigos. Era
un viejecito bajito y flaco, muy limpio, muy arreglado, de barba gris recortada; llevaba
el traje ra�do, pero sin manchas, y el cuello de la camisa era impecable.
�l mismo se cortaba el pelo, se lavaba la ropa, se pintaba las botas con tinta cuando
ten�an alguna hendidura blanca, y se cortaba los flecos de los pantalones. La Venancia
sol�a plancharle los cuellos de balde. Don Cleto era un estoico.
--Yo, con un panecillo al d�a y unos cuantos cigarros vivo bien como un pr�ncipe
--dec�a el pobre.
Don Cleto paseaba por el Retiro y Recoletos; se sentaba en los bancos, entablaba
conversaci�n con la gente; si no le ve�a nadie, cog�a algunas colillas y las guardaba,
porque, como era un caballero, no le gustaba que le sorprendieran en ciertos trabajos
menesteres.
Don Cleto disfrutaba con los espect�culos de la calle; la llegada de un pr�ncipe
extranjero, el entierro de un pol�tico constitu�an para �l grandes acontecimientos.
Lul�, cuando le encontraba en la escalera, le dec�a:
--�Ya se va usted, don Cleto?
--S�; voy a dar una vueltecita.
--De pira �eh? Es usted un pirant�n, don Cleto.
--Ja, ja, ja --re�a �l--. �Qu� chicas �stas! �Qu� cosas dicen! Otro tipo de la casa
muy conocido era el Maestr�n, un manchego muy pedante y sabihondo, droguero,
curandero y sanguijuelero. El Maestr�n ten�a un tenducho en la calle del F�car, y all�
sol�a estar con frecuencia con la Silveria, su hija, una buena moza, muy guapa, a quien
Victorio, el sobrino del prestamista, iba poniendo los puntos. El Maestr�n, muy celoso
en cuestiones de honor, estaba dispuesto, al menos as� lo dec�a �l, a pegarle una
pu�alada al que intentara deshonrarle.
Toda esta gente de la casa pagaba su contribuci�n en dinero o en especie al t�o de
Victorio, el prestamista de la calle de Atocha, llamado don Mart�n, y a quien por mal
nombre se le conoc�a por el t�o Miserias.
El t�o Miserias, el personaje m�s importante del barrio, viv�a en una casa suya de la
calle de la Ver�nica, una casa peque�a, de un piso solo, como de pueblo, con dos
balcones llenos de tiestos y una reja en el piso bajo.
El t�o Miserias era un viejo encorvado, afeitado y ce�udo.
Llevaba un trapo cuadrado, negro, en un ojo, lo que hac�a su cara m�s sombr�a.
Vest�a siempre de luto; en invierno usaba zapatillas de orillo y una capa larga, que le
colgaba de los hombros como de un perchero.
Don Mart�n, el humano, como le llamaba Andr�s, sal�a muy temprano de su casa y
estaba en la trastienda de su establecimiento, siempre de vigilancia. En los d�as fr�os se
pasaba la vida delante de un brasero, respirando continuamente un aire cargado de �xido
de carbono.
Al anochecer se retiraba a su casa, echaba una mirada a sus tiestos y cerraba los
balcones.
Don Mart�n ten�a, adem�s de la tienda de la calle de Atocha, otra de menos
categor�a en la del Tribulete. En esta �ltima su negocio principal era tomar en empe�o
s�banas y colchones a la gente pobre.
Don Mart�n no quer�a ver a nadie. Consideraba que la sociedad le deb�a atenciones
que le negaba.
Un dependiente, un buen muchacho al parecer, en quien ten�a colocada su
confianza, le jug� una mala pasada. Un d�a el dependiente cogi� un hacha que ten�an en
la casa de pr�stamos para hacer astillas con que encender el brasero, y abalanz�ndose
sobre don Mart�n, empez� a golpes con �l, y por poco no le abre la cabeza.
Despu�s el muchacho, dando por muerto a don Mart�n, cogi� los cuartos del
mostrador y se fue a una casa de trato de la calle de San Jos�, y all� le prendieron.
Don Mart�n qued� indignado cuando vio que el tribunal, aceptando una serie de
circunstancias atenuantes, no conden� al muchacho m�s que a unos meses de c�rcel.
--Es un esc�ndalo --dec�a el usurero pensativo--. Aqu� no se protege a las
personas honradas.
No hay benevolencia m�s que para los criminales.
Don Mart�n era tremendo; no perdonaba a nadie; a un burrero de la vecindad,
porque no le pagaba unos r�ditos, le embarg� las burras de leche, y por m�s que el
burrero dec�a que si no le dejaba las burras ser�a m�s dif�cil que le pagara, don Mart�n
no accedi�. Hubiera sido capaz de comerse las burras por aprovecharlas.
Victorio, el sobrino del prestamista, promet�a ser un gerifalte como el t�o, aunque de
otra escuela. El tal Victorio era un Don Juan de casa de pr�stamos.
Muy elegante, muy chulo, con los bigotes retorcidos, los dedos llenos de alhajas y
la sonrisa de hombre satisfecho, hac�a estragos en los corazones femeninos. Este joven
explotaba al prestamista. El dinero que el t�o Miserias hab�a arrancado a los desdichados
vecinos pasaba a Victorio, que se lo gastaba con rumbo.
A pesar de esto, no se perd�a, al rev�s, llevaba camino de enriquecerse y de
acrecentar su fortuna.
Victorio era due�o de una chirlata de la calle del Olivar, donde se jugaba a juegos
prohibidos, y de una taberna de la calle del Le�n.
La taberna le daba a Victorio grandes ganancias, porque ten�a una tertulia muy
productiva. Varios puntos entendidos con la casa iniciaban una partida de juego, y
cuando hab�a dinero en la mesa, alguno gritaba:
--�Se�ores, la polic�a! Y unas cuantas manos sol�citas cog�an las monedas, mientras
que los agentes de polic�a conchabados entraban en el cuarto.
A pesar de su condici�n de explotador y de conquistador de muchachas, la gente del
barrio no le odiaba a Victorio. A todos les parec�a muy natural y l�gico lo que hac�a.
IX.- La crueldad universal
Ten�a Andr�s un gran deseo de comentar filos�ficamente las vidas de los vecinos de
la casa de Lul�.
A sus amigos no le interesaban estos comentarios y filosof�as, y decidi�, una
ma�ana de un d�a de fiesta, ir a ver a su t�o Iturrioz.
Al principio de conocerle --Andr�s no le trat� a su t�o hasta los catorce o quince
a�os-- Iturrioz le pareci� un hombre seco y ego�sta, que lo tomaba todo con
indiferencia; luego, sin saber a punto fijo hasta d�nde llegaba su ego�smo y su
sequedad, encontr� que era una de las pocas personas con quien se pod�a conversar
acerca de puntos trascendentales.
Iturrioz viv�a en un quinto piso del barrio de Arg�elles, en una casa con una
hermosa azotea.
Le asist�a un criado, antiguo soldado de la �poca en que Iturrioz fue m�dico militar.
Entre amo y criado hab�an arreglado la azotea, pintado las tejas con alquitr�n, sin
duda para hacerlas impermeables y puesto unas grader�as donde estaban escalonadas las
cajas de madera y los cubos llenos de tierra donde ten�an sus plantas.
Aquella ma�ana en que se present� Andr�s en casa de Iturrioz, su t�o se estaba
ba�ando y el criado le llev� a la azotea.
Se ve�a desde all� el Guadarrama entre dos casas altas; hacia el Oeste, el tejado del
cuartel de la Monta�a ocultaba los cerros de la Casa de Campo, y a un lado del cuartel
se destacaba la torre de M�stoles y la carretera de Extremadura, con unos molinos de
viento en sus inmediaciones. M�s al Sur brillaban, al sol de una ma�ana de abril, las
manchas verdes de los cementerios de San Isidro y San Justo, las dos torres de Getafe y
la ermita del Cerrillo de los �ngeles.
Poco despu�s sal�a Iturrioz a la azotea.
--�Qu�, te pasa algo? --le dijo a su sobrino al verle.
--Nada; ven�a a charlar un rato con usted.
--Muy bien, si�ntate; yo voy a regar mis tiestos.
Iturrioz abri� la fuente que ten�a en un �ngulo de la terraza, llen� de agua una cuba
y comenz� con un cacharro a echar agua en las plantas.
Andr�s habl� de la gente de la vecindad de Lul�, de las escenas del hospital; como
casos extra�os, dignos de un comentario; de Manolo el Chafand�n, del t�o Miserias, de
don Cleto, de Do�a Virginia...
--�Qu� consecuencia puede sacarse de todas estas vidas? --pregunt� Andr�s al
final.
--Para m� la consecuencia es f�cil --contest� Iturrioz con el bote de agua en la
mano--. Que la vida es una lucha constante, una cacer�a cruel en que nos vamos
devorando los unos a los otros.
Plantas, microbios, animales.
--S�, yo tambi�n he pensado en eso --repuso Andr�s--; pero voy abandonando la
idea. Primeramente el concepto de la lucha por la vida llevada as� a los animales, a las
plantas y hasta los minerales, como se hace muchas veces, no es m�s que un concepto
antropom�rfico, despu�s, �qu� lucha por la vida es la de ese hombre don Cleto, que se
abstiene de combatir, o la de ese hermano Juan, que da su dinero a los enfermos?
--Te contestar� por partes --repuso Iturrioz dejando el bote para regar, porque
estas discusiones le apasionaban--. T� me dices, este concepto de lucha es un concepto
antropom�rfico. Claro, llamamos a todos los conflictos lucha, porque es la idea humana
que m�s se aproxima a esa relaci�n que para nosotros produce un vencedor y un
vencido. Si no tuvi�ramos este concepto en el fondo, no hablar�amos de lucha. La hiena
que monda los huesos de un cad�ver, la ara�a que sorbe una mosca, no hace m�s ni
menos que el �rbol bondadoso llev�ndose de la tierra el agua y las sales necesarias para
su vida.
El espectador indiferente, como yo, ve a la hiena, a la ara�a y al �rbol, y se los
explica. El hombre justiciero le pega un tiro a la hiena, aplasta con la bota a la ara�a y
se sienta a la sombra del �rbol, y cree que hace bien.
--Entonces �para usted no hay lucha, ni hay justicia?
--En un sentido absoluto, no; en un sentido relativo, s�. Todo lo que vive tiene un
proceso para apoderarse primero del espacio, ocupar un lugar, luego para crecer y
multiplicarse; este proceso de la energ�a de un vivo contra los obst�culos del medio, es
lo que llamamos lucha. Respecto de la justicia, yo creo que lo justo en el fondo es lo
que nos conviene. Sup�n en el ejemplo de antes que la hiena en vez de ser muerta por el
hombre mata al hombre, que el �rbol cae sobre �l y le aplasta, que la ara�a le hace una
picadura venenosa; pues nada de eso nos parece justo, porque no nos conviene. A pesar
de que en el fondo no haya m�s que esto, un inter�s utilitario �qui�n duda que la idea de
justicia y de equidad es una tendencia que existe en nosotros? �Pero c�mo la vamos a
realizar?
--Eso es lo que yo me pregunto �c�mo realizarla?
--�Hay que indignarse porque una ara�a mate a una mosca? --sigui� diciendo
Iturrioz--. Bueno. Indign�monos. �Qu� vamos a hacer? �Matarla? Mat�mosla. Eso no
impedir� que sigan las ara�as comi�ndose a las moscas. �Vamos a quitarle al hombre
esos instintos fieros que te repugnan? �Vamos a borrar esa tendencia del poeta latino:
"Homo, homini lupus", el hombre es un lobo para el hombre? Est� bien. En cuatro o
cinco mil a�os lo podremos conseguir. El hombre ha hecho de un carn�voro como el
chacal un omn�voro como el perro; pero se necesitan muchos siglos para eso. No s� si
habr�s le�do que Spallanzani hab�a acostumbrado a una paloma a comer carne, y a un
�guila a comer y digerir el pan. Ah� tienes el caso de esos grandes ap�stoles religiosos y
laicos; son �guilas que se alimentan de pan en vez de alimentarse de carnes palpitantes,
son lobos vegetarianos. Ah� tienes el caso del hermano Juan...
--�se no creo que sea un �guila, ni un lobo.
--Ser� un mochuelo o una gardu�a; pero de instintos perturbados.
--S�, es muy posible --repuso Andr�s--; pero creo que nos hemos desviado de la
cuesti�n; no veo la consecuencia.
--La consecuencia, a la que yo iba era �sta, que ante la vida no hay m�s que dos
soluciones pr�cticas para el hombre sereno, o la abstenci�n y la contemplaci�n
indiferente de todo, o la acci�n limit�ndose a un c�rculo peque�o. Es decir, que se puede
tener el quijotismo contra una anomal�a; pero tenerlo contra una regla general, es
absurdo.
--De manera que, seg�n usted, el que quiere hacer algo tiene que restringir su
acci�n justiciera a un medio peque�o.
--Claro, a un medio peque�o; t� puedes abarcar en tu contemplaci�n la casa, el
pueblo, el pa�s, la sociedad, el mundo, todo lo vivo y todo lo muerto; pero si intentas
realizar una acci�n, y una acci�n justiciera, tendr�s que restringirte hasta el punto de que
todo te vendr� ancho, quiz� hasta la misma conciencia.
--Es lo que tiene de bueno la filosof�a --dijo Andr�s con amargura--; le convence
a uno de que lo mejor es no hacer nada.
Iturrioz dio unas cuantas vueltas por la azotea y luego dijo:
--Es la �nica objeci�n que me puedes hacer; pero no es m�a la culpa.
--Ya lo s�.
--Ir a un sentido de justicia universal --prosigui� Iturrioz-- es perderse; adaptando
el principio de Fritz M�ller de que la embriolog�a de un animal reproduce su
genealog�a, o como dice Haeckel, que la ontogenia es una recapitulaci�n de la filogenia,
se puede decir que la psicolog�a humana no es m�s que una s�ntesis de la psicolog�a
animal. As� se encuentran en el hombre todas las formas de la explotaci�n y de la lucha:
la del microbio, la del insecto, la de la fiera... �Ese usurero que t� me has descrito, el t�o
Miserias!, �qu� de avatares no tiene en la zoolog�a! Ah� est�n los acin�tidos chupadores
que absorben la substancia protoplasm�tica de otros infusorios; ah� est�n todas las
especies de aspergilos que viven sobre las substancias en descomposici�n. Estas
antipat�as de gente maleante, �no est�n admirablemente representadas en ese
antagonismo irreductible del bacilo del pus azul con la bacteridia carbuncosa?
--S�, es posible --murmur� Andr�s.
--Y entre los insectos, �qu� de t�os Miserias!, �qu� de Victorios!, �qu� de Manolos
los Chafandines, no hay! Ah� tienes el "ichneumon", que mete sus huevos en una
lombriz y la inyecta una substancia que obra como el cloroformo; el "sphex", que coge
las ara�as peque�as, las agarrota, las sujeta y envuelve en la tela y las echa vivas en las
celdas de sus larvas para que las vayan devorando; ah� est�n las avispas, que hacen lo
mismo arrojando al "spoliarium" que sirve de despensa para sus cr�as, los peque�os
insectos paralizados por un lancetazo que les dan con el aguij�n en los ganglios
motores; ah� est� el "estafilino" que se lanza a traici�n sobre otro individuo de su
especie, le sujeta, le hiere y le absorbe los jugos; ah� est� el "meloe", que penetra
subrepticiamente en los panales de las abejas, se introduce en el alv�olo en donde la
reina pone su larva, se atraca de miel y luego se come a la larva; ah� est�...
--S�, s�, no siga usted m�s; la vida es una cacer�a horrible.
--La naturaleza es lo que tiene; cuando trata de reventar a uno, lo revienta a
conciencia. La justicia es una ilusi�n humana; en el fondo todo es destruir, todo es crear.
Cazar, guerrear, digerir, respirar, son formas de creaci�n y de destrucci�n al mismo
tiempo.
--Y entonces, �qu� hacer? --murmur� Andr�s--. �Ir a la inconsciencia? �Digerir,
guerrear, cazar, con la serenidad de un salvaje?
--�Crees t� en la serenidad del salvaje? --pregunt� Iturrioz--. �Qu� ilusi�n! Eso
tambi�n es una invenci�n nuestra. El salvaje nunca ha ido sereno.
--�Es que no habr� plan ninguno para vivir con cierto decoro? --pregunt� Andr�s.
--El que lo tiene es porque ha inventado uno para su uso. Yo hoy creo que todo lo
natural, que todo lo espont�neo es malo; que s�lo lo artificial, lo creado por el hombre,
es bueno. Si pudiera vivir�a en un club de Londres, no ir�a nunca al campo sino a un
parque, beber�a agua filtrada y respirar�a aire esterilizado...
Andr�s ya no quiso atender a Iturrioz, que comenzaba a fantasear por
entretenimiento. Se levant� y se apoy� en el barandado de la azotea.
Sobre los tejados de la vecindad revoloteaban unas palomas; en un canal�n grande
corr�an y jugueteaban unos gatos.
Separados por una tapia alta hab�a enfrente dos jardines; uno era de un colegio de
ni�as, el otro de un convento de frailes.
El jard�n del convento se hallaba rodeado por �rboles frondosos; el del colegio no
ten�a m�s que algunos macizos con hierbas y flores, y era una cosa extra�a que daba
cierta impresi�n de algo aleg�rico, ver al mismo tiempo jugar a las ni�as corriendo y
gritando, y a los frailes que pasaban silenciosos en filas de cinco o seis dando la vuelta
al patio.
--Vida es lo uno y vida es lo otro --dijo Iturrioz filos�ficamente comenzando a
regar sus plantas.
Andr�s se fue a la calle.
�Qu� hacer? �Qu� direcci�n dar a la vida? --se preguntaba con angustia. Y la
gente, las cosas, el sol, le parec�an sin realidad ante el problema planteado en su
cerebro.
Tercera parte: Tristezas y dolores
I.- D�a de Navidad
Un d�a, ya en el �ltimo a�o de la carrera, antes de las Navidades, al volver Andr�s
del hospital, le dijo Margarita que Luisito escup�a sangre. Al o�rlo Andr�s qued� fr�o
como muerto.
Fue a ver al ni�o, apenas ten�a fiebre, no le dol�a el costado, respiraba con facilidad;
s�lo un ligero tinte de rosa coloreaba una mejilla, mientras la otra estaba p�lida.
No se trataba de una enfermedad aguda. La idea de que el ni�o estuviera
tuberculoso le hizo temblar a Andr�s. Luisito, con la inconsciencia de la infancia, se
dejaba reconocer y sonre�a.
Andr�s recogi� un pa�uelo manchado con sangre y lo llev� a que lo analizasen al
laboratorio. Pidi� al m�dico de su sala que recomendara el an�lisis.
Durante aquellos d�as vivi� en una zozobra constante; el dictamen del laboratorio
fue tranquilizador; no se hab�a podido encontrar el bacilo de Koch en la sangre del
pa�uelo; sin embargo, esto no le dej� a Hurtado completamente satisfecho.
El m�dico de la sala, a instancias de Andr�s, fue a casa a reconocer al enfermito.
Encontr� a la percusi�n cierta opacidad en el v�rtice del pulm�n derecho. Aquello pod�a
no ser nada; pero unido a la ligera hemoptisis, indicaba con muchas probabilidades una
tuberculosis incipiente.
El profesor y Andr�s discutieron el tratamiento. Como el ni�o era linf�tico, algo
propenso a catarros, consideraron conveniente llevarlo a un pa�s templado, a orillas del
Mediterr�neo a ser posible; all� le podr�an someter a una alimentaci�n intensa, darle
ba�os de sol, hacerle vivir al aire libre y dentro de la casa en una atm�sfera creosotada,
rodearle de toda clase de condiciones para que pudiera fortificarse y salir de la infancia.
La familia no comprend�a la gravedad, y Andr�s tuvo que insistir para convencerles
de que el estado del ni�o era peligroso.
El padre, don Pedro, ten�a unos primos en Valencia, y estos primos, solterones,
pose�an varias casas en pueblos pr�ximos a la capital.
Se les escribi� y contestaron r�pidamente; todas las casas suyas estaban alquiladas
menos una de un pueblecito inmediato a Valencia.
Andr�s decidi� ir a verla.
Margarita le advirti� que no hab�a dinero en casa; no se hab�a cobrado a�n la paga
de Navidad.
--Pedir� dinero en el hospital e ir� en tercera --dijo Andr�s.
--�Con este fr�o! �Y el d�a de Nochebuena!
--No importa.
--Bueno, vete a casa de los t�os --le advirti� Margarita.
--No, �para qu�? --contest� �l--. Yo veo la casa del pueblo, y si me parece bien os
mando un telegrama diciendo: Contestadles que s�.
--Pero eso es una groser�a. Si se enteran...
--�Qu� se van a enterar! Adem�s, yo no quiero andar con ceremonias y con
tonter�as; bajo en Valencia, voy al pueblo, os mando el telegrama y me vuelvo en
seguida.
No hubo manera de convencerle.
Despu�s de cenar tom� un coche y se fue a la estaci�n. Entr� en un vag�n de
tercera.
La noche de diciembre estaba fr�a, cruel. El vaho se congelaba en los cristales de las
ventanillas y el viento helado se met�a por entre las rendijas de la portezuela.
Andr�s se emboz� en la capa hasta los ojos, se subi� el cuello y se meti� las manos
en los bolsillos del pantal�n. Aquella idea de la enfermedad de Luisito le turbaba.
La tuberculosis era una de esas enfermedades que le produc�a un terror espantoso;
constitu�a una obsesi�n para �l. Meses antes se hab�a dicho que Roberto Koch hab�a
inventado un remedio eficaz para la tuberculosis: la tuberculina.
Un profesor de San Carlos fue a Alemania y trajo la tuberculina.
Se hizo el ensayo con dos enfermos a quienes se les inyect� el nuevo remedio. La
reacci�n febril que les produjo hizo concebir al principio algunas esperanzas; pero luego
se vio que no s�lo no mejoraban, sino que su muerte se aceleraba.
Si el chico estaba realmente tuberculoso, no hab�a salvaci�n.
Con aquellos pensamientos desagradables marchaba Andr�s en el vag�n de tercera,
medio adormecido.
Al amanecer se despert�, con las manos y los pies helados.
El tren marchaba por la llanura castellana y el alba apuntaba en el horizonte.
En el vag�n no iba m�s que un aldeano fuerte, de aspecto en�rgico y duro de
manchego.
Este aldeano le dijo:
--�Qu�, tiene usted fr�o, buen amigo?
--S�, un poco.
--Tome usted mi manta.
--�Y usted?
--Yo no la necesito. Ustedes los se�oritos son muy delicados.
A pesar de las palabras rudas, Andr�s le agradeci� el obsequio en el fondo del
coraz�n.
Aclaraba el cielo, una franja roja bordeaba el campo.
Empezaba a cambiar el paisaje, y el suelo, antes llano, mostraba colinas y �rboles
que iban pasando por delante de la ventanilla del tren.
Pasada la Mancha, fr�a y yerma, comenz� a templar el aire.
Cerca de J�tiva sali� el sol, un sol amarillo, que se derramaba por el campo
entibiando el ambiente.
La tierra presentaba ya un aspecto distinto.
Apareci� Alcira con los naranjos llenos de fruta, con el r�o J�car profundo, de lenta
corriente. El sol iba elev�ndose en el cielo; comenzaba a hacer calor; al pasar de la
meseta castellana a la zona mediterr�nea la naturaleza y la gente eran otras.
En las estaciones los hombres y las mujeres, vestidos con trajes claros, hablaban a
gritos, gesticulaban, corr�an.
--Eh, t�, "ch�" --se o�a decir.
Ya se ve�an llanuras con arrozales y naranjos, barracas blancas con el techado
negro, alguna palmera que pasaba en la rapidez de la marcha como tocando el cielo. Se
vio espejear la Albufera, unas estaciones antes de llegar a Valencia, y poco despu�s
Andr�s apareci� en el raso de la plaza de San Francisco, delante de un solar grande.
Andr�s se acerc� a un tartanero, le pregunt� cu�nto le cobrar�a por llevarle al
pueblecito, y despu�s de discusiones y de regateos quedaron de acuerdo en un duro por
ir, esperar media hora y volver a la estaci�n.
Subi� Andr�s y la tartana cruz� varias calles de Valencia y tom� por una carretera.
El carrito ten�a por detr�s una lona blanca y al agitarse �sta por el viento se ve�a el
camino lleno de claridad y de polvo; la luz cegaba.
En una media hora la tartana embocaba la primera calle del pueblo, que aparec�a
con su torre y su c�pula brillante. A Andr�s le pareci� la disposici�n de la aldea buena
para lo que �l deseaba; el campo de los alrededores no era de huerta, sino de tierras de
secano medio monta�osas.
A la entrada del pueblo, a mano izquierda, se ve�a un castillejo y varios grupos de
enormes girasoles.
Tom� la tartana por la calle larga y ancha, continuaci�n de la carretera, hasta
detenerse cerca de una explanada levantada sobre el nivel de la calle.
El carrito se detuvo frente a una casa baja encalada, con su puerta azul muy grande
y tres ventanas muy chicas. Baj� Andr�s; un cartel pegado en la puerta indicaba que la
llave la ten�an en la casa de al lado.
Se asom� al portal pr�ximo y una vieja con la tez curtida y negra por el sol le dio la
llave, un pedazo de hierro que parec�a un arma de combate prehist�rica.
Abri� Andr�s el postigo, que chirri� agriamente sobre sus goznes, y entr� en un
espacioso vest�bulo con una puerta en arco que daba hacia el jard�n.
La casa apenas ten�a fondo; por el arco del vest�bulo se sal�a a una galer�a ancha y
hermosa con un emparrado y una verja de madera pintada de verde. De la galer�a,
extendida paralelamente a la carretera, se bajaba por cuatro escalones al huerto rodeado
por un camino que bordeaba sus tapias.
Este huerto, con varios �rboles frutales desnudos de hojas, se hallaba cruzado por
dos avenidas que formaban una plazoleta central y lo divid�an en cuatro parcelas
iguales. Los hierbajos y jaramagos espesos cubr�an la tierra y borraban los caminos.
Enfrente del arco del vest�bulo hab�a un cenador formado por palos, sobre el cual se
sosten�an las ramas de un rosal silvestre, cuyo follaje adornado por florecitas blancas era
tan tupido que no dejaba pasar la luz del sol.
A la entrada de aquella peque�a glorieta, sobre pedestales de ladrillo hab�a dos
estatuas de yeso, Flora y Pomona. Andr�s penetr� en el cenador. En la pared del fondo
se ve�a un cuadro de azulejos blancos y azules con figuras que representaban a Santo
Tom�s de Villanueva vestido de obispo, con su b�culo en la mano y un negro y una
negra arrodillados junto a �l.
Luego Hurtado recorri� la casa; era lo que �l deseaba; hizo un plano de las
habitaciones y del jard�n y estuvo un momento descansando, sentado en la escalera.
Hac�a tanto tiempo que no hab�a visto �rboles, vegetaci�n, que aquel huertecito
abandonado, lleno de hierbajos le pareci� un para�so.
Este d�a de Navidad tan espl�ndido, tan luminoso, le llen� de paz y de melancol�a.
Del pueblo, del campo, de la atm�sfera transparente llegaba el silencio, s�lo
interrumpido por el cacareo lejano de los gatos; los moscones y las avispas brillaban al
sol.
�Con qu� gusto se hubiera tendido en la tierra a mirar horas y horas aquel cielo tan
azul, tan puro! Unos momentos despu�s, una campana de son agudo comenz� a tocar.
Andr�s entreg� la llave en la casa pr�xima, despert� al tartanero medio dormido en
su tartana, y emprendi� la vuelta.
En la estaci�n de Valencia mand� un telegrama a su familia, compr� algo de comer
y unas horas m�s tarde volv�a para Madrid, embozado en su capa, rendido, en otro
coche de tercera.
II.- Vida infantil
Al llegar a Madrid, Andr�s le dio a su hermana Margarita instrucciones de c�mo
deb�an instalarse en la casa. Unas semanas despu�s tomaron el tren, don Pedro,
Margarita y Luisito.
Andr�s y sus otros dos hermanos se quedaron en Madrid.
Andr�s ten�a que repasar las asignaturas de la Licenciatura.
Para librarse de la obsesi�n de la enfermedad del ni�o se puso a estudiar como
nunca lo hab�a hecho.
Algunas veces iba a visitar a Lul� y le comunicaba sus temores.
--Si ese chico se pusiera bien --murmuraba.
--�Le quiere usted mucho? --pregunt� Lul�.
--S�, como si fuera mi hijo.
Era yo ya grande cuando naci� �l, fig�rese usted.
Por junio, Andr�s se examin� del curso y de la Licenciatura, y sali� bien.
--�Qu� va usted a hacer? --le dijo Lul�.
--No s�; por ahora ver� si se pone bien esa criatura, despu�s ya pensar�.
El viaje fue para Andr�s distinto, y m�s agradable que en diciembre; ten�a dinero, y
tom� un billete de primera. En la estaci�n de Valencia le esperaba el padre.
--�Qu� tal el chico? --le pregunt� Andr�s.
--Est� mejor.
Dieron al mozo el tal�n del equipaje, y tomaron una tartana, que les llev�
r�pidamente al pueblo.
Al ruido de la tartana salieron a la puerta Margarita, Luisito y una criada vieja. El
chico estaba bien; alguna que otra vez ten�a una ligera fiebre, pero se ve�a que mejoraba.
La que hab�a cambiado casi por completo era Margarita; el aire y el sol le hab�an dado
un aspecto de salud que la embellec�a.
Andr�s vio el huerto, los perales, los albaricoqueros y los granados llenos de hojas y
de flores.
La primera noche Andr�s no pudo dormir bien en la casa por el olor a ra�z
desprendido de la tierra.
Al d�a siguiente Andr�s, ayudado por Luisito, comenz� a arrancar y a quemar todos
los hierbajos del patio. Luego plantaron entre los dos melones, calabazas, ajos, fuera o
no fuera tiempo. De todas sus plantaciones lo �nico que naci� fueron los ajos. �stos,
unidos a los geranios y a los dompedros, daban un poco de verdura; lo dem�s mor�a por
el calor del sol y la falta de agua.
Andr�s se pasaba horas y horas sacando cubos del pozo. Era imposible tener un
trozo de jard�n verde. En seguida de regar, la tierra se secaba, y las plantas se doblaban
tristemente sobre su tallo.
En cambio todo lo que estaba plantado anteriormente, las pasionarias, las hiedras y
las enredaderas, a pesar de la sequedad del suelo, se extend�an y daban hermosas flores;
los racimos de la parra se coloreaban, los granados se llenaban de flor roja y las naranjas
iban engordando en el arbusto.
Luisito llevaba una vida higi�nica, dorm�a con la ventana abierta, en un cuarto que
Andr�s por las noches regaba con creosota.
Por la ma�ana, al levantarse de la cama, tomaba una ducha fr�a en el cenador de
Flora y Pomona.
Al principio no le gustaba, pero luego se acostumbr�.
Andr�s hab�a colgado del techo del cenador una regadera enorme, y en el asa at�
una cuerda que pasaba por una polea y terminaba en una piedra sostenida en un banco.
Dejando caer la piedra, la regadera se inclinaba y echaba una lluvia de agua fr�a.
Por la ma�ana, Andr�s y Luis iban a un pinar pr�ximo al pueblo, y estaban all�
muchas veces hasta el mediod�a; despu�s del paseo com�an y se echaban a dormir.
Por la tarde ten�an tambi�n sus entretenimientos: perseguir a las lagartijas y
salamandras, subir al peral, regar las plantas. El tejado estaba casi levantado por los
panales de las avispas; decidieron declarar la guerra a estos temibles enemigos y
quitarles los panales.
Fue una serie de escaramuzas que emocionaron a Luisito y le dieron motivo para
muchas charlas y comparaciones.
Por la tarde, cuando ya se pon�a el sol, Andr�s prosegu�a su lucha contra la
sequedad, sacando agua del pozo, que era muy profundo. En medio de este calor
sofocante, las abejas rezongaban, las avispas iban a beber el agua del riego y las
mariposas revoloteaban de flor en flor. A veces aparec�an manchas de hormigas con alas
en la tierra o costras de pulgones en las plantas.
Luisito ten�a m�s tendencia a leer y a hablar que a jugar violentamente. Esta
inteligencia precoz le daba que pensar a Andr�s. No le dejaba que hojeara ning�n libro,
y le enviaba a que se reuniera con los chicos de la calle.
Andr�s, mientras tanto, sentado en el umbral de la puerta, con un libro en la mano,
ve�a pasar los carros por la calle cubierta de una espesa capa de polvo. Los carreteros,
tostados por el sol, con las caras brillantes por el sudor, cantaban tendidos sobre pellejos
de aceite o de vino, y las mulas marchaban en fila medio dormidas.
Al anochecer pasaban unas muchachas, que trabajaban en una f�brica, y saludaban a
Andr�s con un adi�s un poco seco, sin mirarle a la cara. Entre estas chicas hab�a una
que llamaban la Clavariesa, muy guapa, muy perfilada, sol�a ir con un pa�uelo de seda
en la mano agit�ndolo en el aire, y vest�a con colores un poco chillones, pero que hac�an
muy bien en aquel ambiente claro y luminoso.
Luisito, negro por el sol, hablando ya con el mismo acento valenciano que los
dem�s chicos, jugaba en la carretera.
No se hac�a completamente montaraz y salvaje como hubiera deseado Andr�s, pero
estaba sano y fuerte. Hablaba mucho. Siempre andaba contando cuentos, que
demostraban su imaginaci�n excitada.
--�De d�nde saca este chico esas cosas que cuenta? --preguntaba Andr�s a
Margarita.
--No s�; las inventa �l.
Luisito ten�a un gato viejo que le segu�a, y que dec�a que era un brujo.
El chico caricaturizaba a la gente que iba a la casa.
Una vieja de Borbot�, un pueblo de al lado, era de las que mejor imitaba. Esta vieja
vend�a huevos y verduras, y dec�a: "�Ous, figues!" Otro hombre reluciente y gordo, con
un pa�uelo en la cabeza, que a cada momento dec�a: �"Sap"? era tambi�n de los
modelos de Luisito.
Entre los chicos de la calle hab�a algunos que le preocupaban mucho. Uno de ellos
era el Roch, el hijo del saludador, que viv�a en un barrio de cuevas pr�ximo.
El Roch era un chiquillo audaz, peque�o, rubio desmedrado, sin dientes, con los
ojos lega�osos. Contaba c�mo su padre hac�a sus misteriosas curas, lo mismo en las
personas que en los caballos, y hablaba de c�mo hab�a averiguado su poder curativo.
El Roch sab�a muchos procedimientos y brujer�as para curar las insolaciones y
conjurar los males de ojo que hab�a o�do en su casa.
El Roch ayudaba a vivir a la familia, andaba siempre correteando con una cesta al
brazo.
--Ves estos caracoles --le dec�a a Luisito--, pues con estos caracoles y un poco de
arroz comeremos todos en casa.
--�D�nde los has cogido? --le preguntaba Luisito.
--En un sitio que yo s� --contestaba el Roch, que no quer�a comunicar sus
secretos.
Tambi�n en las cuevas viv�an otros dos merodeadores, de unos catorce a quince
a�os, amigos de Luisito: el Choriset y el Chitano.
El Choriset era un troglodita, con el esp�ritu de un hombre primitivo. Su cabeza, su
tipo, su expresi�n eran de un bereber.
Andr�s sol�a hacerle preguntas acerca de su vida y de sus ideas.
--Yo por un real matar�a a un hombre --sol�a decir el Choriset, mostrando sus
dientes blancos y brillantes.
--Pero te coger�an y te llevar�an a presidio.
--�Ca! Me meter�a en una cueva que hay cerca de la m�a, y me estar�a all�.
--�Y comer? �C�mo ibas a comer?
--Saldr�a de noche a comprar pan.
--Pero con un real no te bastar�a para muchos d�as.
--Matar�a a otro hombre --replicaba el Choriset, riendo.
El Chitano no ten�a m�s tendencia que el robo; siempre andaba merodeando por ver
si pod�a llevarse algo.
Andr�s, por m�s que no ten�a inter�s en hacer all� amistades, iba conociendo a la
gente.
La vida del pueblo era en muchas cosas absurda; las mujeres paseaban separadas de
los hombres, y esta separaci�n de sexos exist�a en casi todo.
A Margarita le molestaba que su hermano estuviese constantemente en casa, y le
incitaba a que saliera. Algunas tardes, Andr�s sol�a ir al caf� de la plaza, se enteraba de
los conflictos que hab�a en el pueblo entre la m�sica del Casino republicano y la del
Casino carlista, y el Mercaer, un obrero republicano, le explicaba de una manera
pintoresca lo que hab�a sido la Revoluci�n francesa y los tormentos de la Inquisici�n.
III.- La casa antigua
Varias veces don Pedro fue y volvi� de Madrid al pueblo.
Luisito parec�a que estaba bien, no ten�a tos ni fiebre; pero conservaba aquella
tendencia fantaseadora que le hac�a divagar y discurrir de una manera impropia de su
edad.
--Yo creo que no es cosa de que sig�is aqu� --dijo el padre.
--�Por qu� no? --pregunt� Andr�s.
--Margarita no puede vivir siempre metida en un rinc�n. A ti no te importa; pero a
ella s�.
--Que se vaya a Madrid por una temporada.
--�Pero t� crees que Luis no est� curado todav�a?
--No s�; pero me parece mejor que siga aqu�.
--Bueno; veremos a ver qu� se hace.
Margarita explic� a su hermano que su padre dec�a que no ten�an medios para
sostener as� dos casas.
--No tiene medios para esto; pero s� para gastar en el Casino --contest� Andr�s.
--Eso a ti no te importa --contest� Margarita enfadada.
--Bueno; lo que voy a hacer yo es ver si me dan una plaza de m�dico de pueblo y
llevar al chico.
Lo tendr� unos cuantos a�os en el campo, y luego que haga lo que quiera.
En esta incertidumbre, y sin saber si iban a quedarse o a marcharse, se present� en
la casa una se�ora de Valencia, prima tambi�n de don Pedro. Esta se�ora era una de esas
mujeres decididas y mandonas que les gusta disponerlo todo.
Do�a Julia decidi� que Margarita, Andr�s y Luisito fueran a pasar una temporada a
casa de los t�os. Ellos los recibir�an muy a gusto. Don Pedro encontr� la soluci�n muy
pr�ctica.
--�Qu� os parece? --pregunt� a Margarita y a Andr�s.
--A m�, lo que decid�is --contest� Margarita.
--A m� no me parece una buena soluci�n --dijo Andr�s.
--�Por qu�?
--Porque el chico no estar� bien.
--Hombre, el clima es igual --repuso el padre.
--S�; pero no es lo mismo vivir en el interior de una ciudad, entre calles estrechas, a
estar en el campo. Adem�s, que esos se�ores parientes nuestros, como solterones,
tendr�n una porci�n de chinchorrer�as y no les gustar�n los chicos.
--No, eso no. Es gente amable, y tienen una casa bastante grande para que haya
libertad.
--Bueno. Entonces probaremos.
Un d�a fueron todos a ver a los parientes. A Andr�s, s�lo tener que ponerse la
camisa planchada, le dej� de un humor endiablado.
Los parientes viv�an en un caser�n viejo de la parte antigua de la ciudad. Era una
casa grande, pintada de azul, con cuatro balcones, muy separados unos de otros, y
ventanas cuadradas encima.
El portal era espacioso y comunicaba con un patio enlosado como una plazoleta que
ten�a en medio un farol.
De este patio part�a la escalera exterior, ancha, de piedra blanca, que entraba en el
edificio al llegar al primer piso, pasando por un arco rebajado.
Llam� don Pedro, y una criada vestida de negro les pas� a una sala grande, triste y
oscura.
Hab�a en ella un reloj de pared alto, con la caja llena de incrustaciones, muebles
antiguos de estilo Imperio, varias cornucopias y un plano de Valencia de a principios
del siglo XVIII.
Poco despu�s sali� don Juan, el primo del padre de Hurtado, un se�or de cuarenta a
cincuenta a�os, que les salud� a todos muy amablemente y les hizo pasar a otra sala, en
donde un viejo, reclinado en ancha butaca, le�a un peri�dico.
La familia la compon�an tres hermanos y una hermana, los tres solteros. El mayor,
don Vicente, estaba enfermo de gota y no sal�a apenas; el segundo, don Juan, era
hombre que quer�a pasar por joven, de aspecto muy elegante y pulcro; la hermana, do�a
Isabel, ten�a el color muy blanco, el pelo muy negro y la voz lacrimosa.
Los tres parec�an conservados en una urna; deb�an estar siempre a la sombra en
aquellas salas de aspecto conventual.
Se trat� del asunto de que Margarita y sus hermanos pasaran all� una temporada, y
los solterones aceptaron la idea con placer.
Don Juan, el menor, ense�� la casa a Andr�s, que era extensa.
Alrededor del patio, una ancha galer�a encristalada le daba vuelta. Los cuartos
estaban pavimentados con azulejos relucientes y resbaladizos y ten�an escalones para
subir y bajar, salvando las diferencias de nivel. Hab�a un sinn�mero de puertas de
diferente tama�o. En la parte de atr�s de la casa, a la altura del primer piso de la calle
brotaba, en medio de un huertecillo sombr�o, un alt�simo naranjo.
Todas las habitaciones presentaban el mismo aspecto silencioso, algo moruno, de
luz velada.
El cuarto destinado para Andr�s y para Luisito era muy grande y daba enfrente de
los tejados azules de la torrecilla de una iglesia.
Unos d�as despu�s de la visita, se instalaron Margarita, Andr�s y Luis en la casa.
Andr�s estaba dispuesto a ir a un partido. Le�a en "El Siglo M�dico" las vacantes de
m�dicos rurales, se enteraba de qu� clase de pueblos eran y escrib�a a los secretarios de
los Ayuntamientos pidiendo informes.
Margarita y Luisito se encontraban bien con sus t�os; Andr�s, no; no sent�a ninguna
simpat�a por estos solterones, defendidos por su dinero y por su casa contra las
inclemencias de la suerte; les hubiera estropeado la vida con gusto.
Era un instinto un poco canalla, pero lo sent�a as�.
Luisito, que se vio mimado por sus t�os, dej� pronto de hacer la vida que
recomendaba Andr�s; no quer�a ir a tomar el sol ni a jugar a la calle; se iba poniendo
m�s exigente y melindroso.
La dictadura cient�fica que Andr�s pretend�a ejercer no se reconoc�a en la casa.
Muchas veces le dijo a la criada vieja que barr�a el cuarto que dejara abiertas las
ventanas para que entrara el sol; pero la criada no le obedec�a.
--�Por qu� cierra usted el cuarto? --le pregunt� una vez--. Yo quiero que est�
abierto. �Oye usted? La criada apenas sab�a castellano, y despu�s de una charla confusa
le contest� que cerraba el cuarto para que no entrara el sol.
--Si es que yo quiero precisamente eso --la dijo Andr�s--. �Usted ha o�do hablar
de los microbios? --Yo, no, se�or.
--�No ha o�do usted decir que hay unos g�rmenes..., una especie de cosas vivas que
andan por el aire y que producen las enfermedades?
--�Unas cosas vivas en el aire? Ser�n las moscas.
--S�; son como las moscas, pero no son las moscas.
--No; pues no las he visto.
--No, si no se ven; pero existen. Esas cosas vivas est�n en el aire, en el polvo, sobre
los muebles..., y esas cosas vivas, que son malas, mueren con la luz...
�Ha comprendido usted? --S�, s�, se�or.
--Por eso hay que dejar las ventanas abiertas... para que entre el sol.
Efectivamente; al d�a siguiente las ventanas estaban cerradas, y la criada vieja
contaba a las otras que el se�orito estaba loco, porque dec�a que hab�a unas moscas en el
aire que no se ve�an y que las mataba el sol.
IV.- Aburrimiento
Las gestiones para encontrar un pueblo adonde ir no dieron resultado tan
r�pidamente como Andr�s deseaba, y en vista de esto, para matar el tiempo, se decidi� a
estudiar las asignaturas del Doctorado. Despu�s marchar�a a Madrid y luego a cualquier
parte.
Luisito pasaba el invierno bien; al parecer estaba curado.
Andr�s no quer�a salir a la calle; sent�a una insociabilidad intensa. Le parec�a una
fatiga tener que conocer a nueva gente.
--Pero hombre, �no vas a salir? --le preguntaba Margarita.
--Yo no. �Para qu�? No me interesa nada de cuanto pasa fuera.
Andar por las calles le fastidiaba, y el campo de los alrededores de Valencia, a pesar
de su fertilidad, no le gustaba.
Esta huerta, siempre verde, cortada por acequias de agua turbia, con aquella
vegetaci�n jugosa y oscura, no le daba ganas de recorrerla.
Prefer�a estar en casa. All� estudiaba e iba tomando datos acerca de un punto de
psicof�sica que pensaba utilizar para la tesis del Doctorado.
Debajo de su cuarto hab�a una terraza sombr�a, musgosa, con algunos jarrones con
chumberas y piteras donde no daba nunca el sol.
All� sol�a pasear Andr�s en las horas de calor. Enfrente hab�a otra terraza donde
andaba de un lado a otro un cura viejo, de la iglesia pr�xima, rezando. Andr�s y el cura
se saludaban al verse muy amablemente.
Al anochecer, de esta terraza Andr�s iba a una azotea peque�a, muy alta, construida
sobre la linterna de la escalera.
All� se sentaba hasta que se hac�a de noche. Luisito y Margarita iban a pasear en
tartana con sus t�os.
Andr�s contemplaba el pueblo, dormido bajo la luz del sol y los crep�sculos
esplendorosos.
A lo lejos se ve�a el mar, una mancha alargada de un verde p�lido, separada en l�nea
recta y clara del cielo, de color algo lechoso en el horizonte.
En aquel barrio antiguo las casas pr�ximas eran de gran tama�o; sus paredes se
hallaban desconchadas, los tejados cubiertos de musgos verdes y rojos, con matas en los
aleros, de jaramagos amarillentos.
Se ve�an casas blancas, azules, rosadas, con sus terrados y azoteas; en las cercas de
los terrados se sosten�an barre�os con tierra, en donde las chumberas y las pitas
extend�an sus r�gidas y anchas paletas; en alguna de aquellas azoteas se ve�an montones
de calabazas surcadas y ventrudas, y de otras redondas y lisas.
Los palomares se levantaban como grandes jaulones ennegrecidos.
En el terrado pr�ximo de una casa, sin duda, abandonada, se ve�an rollos de esteras,
montones de cuerdas de estropajo, cacharros rotos esparcidos por el suelo; en otra
azotea aparec�a un pavo real que andaba suelto por el tejado, y daba unos gritos agudos
y desagradables.
Por encima de las terrazas y tejados aparec�an las torres del pueblo: el Miguelete,
rechoncho y fuerte; el cimborrio de la catedral, a�reo y delicado, y luego aqu� y all� una
serie de torrecillas, casi todas cubiertas con tejas azules y blancas que brillaban con
centelleantes reflejos.
Andr�s contemplaba aquel pueblo, casi para �l desconocido, y hac�a mil c�balas
caprichosas acerca de la vida de sus habitantes.
Ve�a abajo esta calle, esta rendija sinuosa, estrecha, entre dos filas de caserones. El
sol, que al mediod�a la cortaba en una zona de sombra y otra de luz, iba, a medida que
avanzaba la tarde, escalando las casas de una acera hasta brillar en los cristales de las
buhardillas y en los luceros, y desaparecer.
En la primavera, las golondrinas y los vencejos trazaban c�rculos caprichosos en el
aire, lanzando gritos agudos. Andr�s las segu�a con la vista. Al anochecer se retiraban.
Entonces pasaban algunos mochuelos y gavilanes. Venus comenzaba a brillar con m�s
fuerza y aparec�a J�piter. En la calle, un farol de gas parpadeaba triste y so�oliento...
Andr�s bajaba a cenar, y muchas veces por la noche volv�a de nuevo a la azotea a
contemplar las estrellas.
Esta contemplaci�n nocturna le produc�a como un flujo de pensamientos
perturbadores. La imaginaci�n se lanzaba a la carrera a galopar por los campos de la
fantas�a. Muchas veces el pensar en las fuerzas de la naturaleza, en todos los g�rmenes
de la tierra, del aire y del agua, desarroll�ndose en medio de la noche, le produc�a el
v�rtigo.
V.- Desde lejos
Al acercarse mayo, Andr�s le dijo a su hermana que iba a Madrid a examinarse del
Doctorado.
--�Vas a volver? --le pregunt� Margarita.
--No s�; creo que no.
--Qu� antipat�a le has tomado a esta casa y al pueblo. No me lo explico.
--No me encuentro bien aqu�.
--Claro. �Haces lo posible por estar mal! Andr�s no quiso discutir y se fue a
Madrid, se examin� de las asignaturas del Doctorado, y ley� la tesis que hab�a escrito en
Valencia.
En Madrid se encontraba mal; su padre y �l segu�an tan hostiles como antes.
Alejandro se hab�a casado y llevaba a su mujer, una pobre infeliz, a comer a su casa.
Pedro hac�a vida de mundano.
Andr�s, si hubiese tenido dinero, se hubiera marchado a viajar por el mundo; pero
no ten�a un cuarto. Un d�a ley� en un peri�dico que el m�dico de un pueblo de la
provincia de Burgos necesitaba un sustituto por dos meses.
Escribi�; le aceptaron. Dijo en su casa que le hab�a invitado un compa�ero a pasar
unas semanas en un pueblo. Tom� un billete de ida y vuelta, y se fue. El m�dico a quien
ten�a que sustituir era un hombre rico, viudo, dedicado a la numism�tica. Sab�a poco de
medicina, y no ten�a afici�n m�s que por la historia y las cuestiones de monedas.
--Aqu� no podr� usted lucirse con su ciencia m�dica --le dijo a Andr�s,
burlonamente--. Aqu�, sobre todo en verano, no hay apenas enfermos, algunos c�licos,
algunas enteritis, alg�n caso, poco frecuente, de fiebre tifoidea, nada.
El m�dico pas� r�pidamente de esta cuesti�n profesional, que no le interesaba, a sus
monedas, y ense�� a Andr�s la colecci�n; la segunda de la provincia. Al decir la
segunda suspiraba, dando a entender lo triste que era para �l hacer esta declaraci�n.
Andr�s y el m�dico se hicieron muy amigos. El numism�tico le dijo que si quer�a
vivir en su casa se la ofrec�a con mucho gusto, y Andr�s se qued� all� en compa��a de
una criada vieja.
El verano fue para �l delicioso; el d�a entero lo ten�a libre para pasear y para leer;
hab�a cerca del pueblo un monte sin �rboles, que llamaban el Teso, formado por
pedrizas, en cuyas junturas nac�an jaras, romeros y cantuesos. Al anochecer era aquello
una delicia de olor y de frescura.
Andr�s pudo comprobar que el pesimismo y el optimismo son resultados org�nicos
como las buenas o las malas digestiones. En aquella aldea se encontraba
admirablemente, con una serenidad y una alegr�a desconocidas para �l; sent�a que el
tiempo pasara demasiado pronto.
Llevaba mes y medio en este oasis, cuando un d�a el cartero le entreg� un sobre
manoseado, con letra de su padre. Sin duda, hab�a andado la carta de pueblo en pueblo
hasta llegar a aqu�l. �Qu� vendr�a all� dentro? Andr�s abri� la carta, la ley� y qued�
at�nito. Luisito acababa de morir en Valencia. Margarita hab�a escrito dos cartas a su
hermano, dici�ndole que fuera, porque el ni�o preguntaba mucho por �l; pero como don
Pedro no sab�a el paradero de Andr�s, no pudo remit�rselas.
Andr�s pens� en marcharse inmediatamente; pero al leer de nuevo la carta, ech� de
ver que hac�a ya ocho d�as que el ni�o hab�a muerto y estaba enterrado.
La noticia le produjo un gran estupor. El alejamiento, el haber dejado a su marcha a
Luisito sano y fuerte, le imped�a experimentar la pena que hubiese sentido cerca del
enfermo.
Aquella indiferencia suya, aquella falta de dolor, le parec�a algo malo. El ni�o hab�a
muerto; �l no experimentaba ninguna desesperaci�n. �Para qu� provocar en s� mismo un
sufrimiento in�til? Este punto lo debati� largas horas en la soledad.
Andr�s escribi� a su padre y a Margarita. Cuando recibi� la carta de su hermana,
pudo seguir la marcha de la enfermedad de Luisito. Hab�a tenido una meningitis
tuberculosa, con dos o tres d�as de un per�odo prodr�mico, y luego una fiebre alta que
hizo perder al ni�o el conocimiento; as� hab�a estado una semana gritando, delirando,
hasta morir en un sue�o.
En la carta de Margarita se trasluc�a que estaba destrozada por las emociones.
Andr�s recordaba haber visto en el hospital a un ni�o, de seis a siete a�os, con
meningitis; recordaba que en unos d�as qued� tan delgado que parec�a transl�cido, con
la cabeza enorme, la frente abultada, los l�bulos frontales como si la fiebre los
desuniera, un ojo bizco, los labios blancos, las sienes hundidas y la sonrisa de
alucinado. Este chiquillo gritaba como un p�jaro, y su sudor ten�a un olor especial,
como a rat�n, del sudor del tuberculoso.
A pesar de que Andr�s pretend�a representarse el aspecto de Luisito enfermo, no se
lo figuraba nunca atacado con la terrible enfermedad, sino alegre y sonriente como le
hab�a visto la �ltima vez, el d�a de la marcha.
Cuarta parte: Inquisiciones
I.- Plan filos�fico
Al pasar sus dos meses de sustituto, Andr�s volvi� a Madrid; ten�a guardados
sesenta duros, y como no sab�a qu� hacer con ellos, se los envi� a su hermana
Margarita.
Andr�s hac�a gestiones para conseguir un empleo, y mientras tanto iba a la
Biblioteca Nacional.
Estaba dispuesto a marcharse a cualquier pueblo si no encontraba nada en Madrid.
Un d�a se top� en la sala de lectura con Ferm�n Ibarra, el condisc�pulo enfermo, que
ya estaba bien, aunque andaba cojeando y apoy�ndose en un grueso bast�n.
Ferm�n se acerc� a saludar efusivamente a Hurtado.
Le dijo que estudiaba para ingeniero en Lieja, y sol�a volver a Madrid en las
vacaciones.
Andr�s siempre hab�a tenido a Ibarra como a un chico. Ferm�n le llev� a su casa y le
ense�� sus inventos, porque era inventor; estaba haciendo un tranv�a el�ctrico de
juguete y otra porci�n de artificios mec�nicos.
Ferm�n le explic� su funcionamiento y le dijo que pensaba pedir patentes por unas
cuantas cosas, entre ellas una llanta con trozos de acero para los neum�ticos de los
autom�viles.
A Andr�s le pareci� que su amigo desvariaba, pero no quiso quitarle las ilusiones.
Sin embargo, tiempo despu�s, al ver a los autom�viles con llantas de trozos de acero
como las que hab�a ideado Ferm�n, pens� que �ste deb�a tener verdadera inteligencia de
inventor.
.........................................................................................................
Andr�s, por las tardes, visitaba a su t�o Iturrioz. Se lo encontraba casi siempre en su
azotea leyendo o mirando las maniobras de una abeja solitaria o de una ara�a.
--�sta es la azotea de Epicuro --dec�a Andr�s riendo.
Muchas veces t�o y sobrino discutieron largamente. Sobre todo, los planes ulteriores
de Andr�s fueron los m�s debatidos.
Un d�a la discusi�n fue m�s larga y m�s completa:
--�Qu� piensas hacer? --le pregunt� Iturrioz.
--�Yo! Probablemente tendr� que ir a un pueblo de m�dico.
--Veo que no te hace gracia la perspectiva.
--No; la verdad. A m� hay cosas de la carrera que me gustan; pero la pr�ctica, no.
Si pudiese entrar en un laboratorio de fisiolog�a, creo que trabajar�a con entusiasmo.
--�En un laboratorio de fisiolog�a! �Si los hubiera en Espa�a!
--�Ah, claro!, si los hubiera.
Adem�s no tengo preparaci�n cient�fica. Se estudia de mala manera.
--En mi tiempo pasaba lo mismo --dijo Iturrioz--. Los profesores no sirven m�s
que para el embrutecimiento met�dico de la juventud estudiosa. Es natural. El espa�ol
todav�a no sabe ense�ar; es demasiado fan�tico, demasiado vago y casi siempre
demasiado farsante. Los profesores no tienen m�s finalidad que cobrar su sueldo y
luego pescar pensiones para pasar el verano.
--Adem�s falta disciplina.
--Y otras muchas cosas. Pero, bueno, �t� qu� vas a hacer? �No te entusiasma
visitar?
--No.
--�Y entonces qu� plan tienes?
--�Plan personal? Ninguno.
--Demonio. �Tan pobre est�s de proyectos?
--S�, tengo uno; vivir con el m�ximum de independencia. En Espa�a en general no
se paga el trabajo, sino la sumisi�n. Yo quisiera vivir del trabajo, no del favor.
--Es dif�cil. �Y como plan filos�fico? �Sigues en tus buceamientos?
--S�. Yo busco una filosof�a que sea primeramente una cosmogon�a, una hip�tesis
racional de la formaci�n del mundo; despu�s, una explicaci�n biol�gica del origen de la
vida y del hombre.
--Dudo mucho que la encuentres. T� quieres una s�ntesis que complete la
cosmolog�a y la biolog�a; una explicaci�n del Universo f�sico y moral. �No es eso?
--S�.
--�Y en d�nde has ido a buscar esa s�ntesis?
--Pues en Kant, y en Schopenhauer sobre todo.
--Mal camino --repuso Iturrioz--; lee a los ingleses; la ciencia en ellos va envuelta
en sentido pr�ctico. No leas esos metaf�sicos alemanes; su filosof�a es como un alcohol
que emborracha y no alimenta. �Conoces el "Leviathan" de Hobbes? Yo te lo prestar� si
quieres.
--No; �para qu�? Despu�s de leer a Kant y a Schopenhauer, esos fil�sofos
franceses e ingleses dan la impresi�n de carros pesados, que marchan chirriando y
levantando polvo.
--S�, quiz� sean menos �giles de pensamiento que los alemanes; pero en cambio no
te alejan de la vida.
--�Y qu�? --replic� Andr�s--. Uno tiene la angustia, la desesperaci�n de no saber
qu� hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido, sin br�jula, sin luz a
donde dirigirse. �Qu� se hace con la vida? �Qu� direcci�n se le da? Si la vida fuera tan
fuerte que le arrastrara a uno, el pensar ser�a una maravilla, algo como para el caminante
detenerse y sentarse a la sombra de un �rbol, algo como penetrar en un oasis de paz;
pero la vida es est�pida, sin emociones, sin accidentes, al menos aqu�, y creo que en
todas partes, y el pensamiento se llena de terrores como compensaci�n a la esterilidad
emocional de la existencia.
--Est�s perdido --murmur� Iturrioz--. Ese intelectualismo no te puede llevar a
nada bueno.
--Me llevar� a saber, a conocer. �Hay placer m�s grande que �ste? La antigua
filosof�a nos daba la magn�fica fachada de un palacio; detr�s de aquella magnificencia
no hab�a salas espl�ndidas, ni lugares de delicias, sino mazmorras oscuras. �se es el
m�rito sobresaliente de Kant; �l vio que todas las maravillas descritas por los fil�sofos
eran fantas�as, espejismos; vio que las galer�as magn�ficas no llevaban a ninguna parte.
--�Vaya un m�rito! --murmur� Iturrioz.
--Enorme. Kant prueba que son indemostrables los dos postulados m�s
trascendentales de las religiones y de los sistemas filos�ficos: Dios y la libertad. Y lo
terrible es que prueba que son indemostrables a pesar suyo.
--�Y qu�?
--�Y qu�! Las consecuencias son terribles; ya el universo no tiene comienzo en el
tiempo ni l�mite en el espacio; todo est� sometido al encadenamiento de causas y
efectos; ya no hay causa primera; la idea de causa primera, como ha dicho
Schopenhauer, es la idea de un trozo de madera hecho de hierro.
--A m� esto no me asombra.
--A m� s�. Me parece lo mismo que si vi�ramos un gigante que marchara al parecer
con un fin y alguien descubriera que no ten�a ojos. Despu�s de Kant el mundo es ciego;
ya no puede haber ni libertad ni justicia, sino fuerzas que obran por un principio de
causalidad en los dominios del espacio y del tiempo. Y esto tan grave no es todo; hay
adem�s otra cosa que se desprende por primera vez claramente de la filosof�a de Kant, y
es que el mundo no tiene realidad; es que ese espacio y ese tiempo y ese principio de
causalidad no existen fuera de nosotros tal como nosotros los vemos, que pueden ser
distintos, que pueden no existir...
--Bah. Eso es absurdo --murmur� Iturrioz--. Ingenioso si se quiere, pero nada
m�s.
--No; no s�lo no es absurdo, sino que es pr�ctico. Antes para m� era una gran pena
considerar el infinito del espacio; creer el mundo inacabable me produc�a una gran
impresi�n; pensar que al d�a siguiente de mi muerte el espacio y el tiempo seguir�an
existiendo me entristec�a, y eso que consideraba que mi vida no es una cosa envidiable;
pero cuando llegu� a comprender que la idea del espacio y del tiempo son necesidades
de nuestro esp�ritu, pero que no tienen realidad; cuando me convenc� por Kant que el
espacio y el tiempo no significan nada, por lo menos que la idea que tenemos de ellos
puede no existir fuera de nosotros, me tranquilic�. Para m� es un consuelo pensar que as�
como nuestra retina produce los colores, nuestro cerebro produce las ideas de tiempo, de
espacio y de causalidad.
Acabado nuestro cerebro, se acab� el mundo. Ya no sigue el tiempo, ya no sigue el
espacio, ya no hay encadenamiento de causas. Se acab� la comedia, pero
definitivamente.
Podemos suponer que un tiempo y un espacio sigan para los dem�s.
�Pero eso qu� importa si no es el nuestro, que es el �nico real?
--Bah, �Fantas�as! �Fantas�as! --dijo Iturrioz.
II.- Realidad de las cosas
--No, no, realidades --replic� Andr�s--. �Qu� duda cabe que el mundo que
conocemos es el resultado del reflejo de la parte de cosmos del horizonte sensible en
nuestro cerebro? Este reflejo unido, contrastado, con las im�genes reflejadas en los
cerebros de los dem�s hombres que han vivido y que viven, es nuestro conocimiento del
mundo, es nuestro mundo. �Es as�, en realidad, fuera de nosotros? No lo sabemos, no lo
podremos saber jam�s.
--No veo claro. Todo eso me parece poes�a.
--No; poes�a no. Usted juzga por las sensaciones que le dan los sentidos. �No es
verdad? --Cierto.
--Y esas sensaciones e im�genes las ha ido usted valorizando desde ni�o con las
sensaciones e im�genes de los dem�s. �Pero tiene usted la seguridad de que ese mundo
exterior es tal como usted lo ve? �Tiene usted la seguridad ni siquiera de que existe? --
S�.
--La seguridad pr�ctica, claro; pero nada m�s.
--Esa basta.
--No, no basta. Basta para un hombre sin deseo de saber, si no, �para qu� se
inventar�an teor�as acerca del calor o acerca de la luz? Se dir�a: hay objetos calientes y
fr�os, hay color verde o azul; no necesitamos saber lo que son.
--No estar�a mal que procedi�ramos as�. Si no, la duda lo arrasa, lo destruye todo.
--Claro que lo destruye todo.
--Las matem�ticas mismas quedan sin base.
--Claro. Las proposiciones matem�ticas y l�gicas son �nicamente las leyes de la
inteligencia humana; pueden ser tambi�n las leyes de la naturaleza exterior a nosotros,
pero no lo podemos afirmar. La inteligencia lleva como necesidades inherentes a ella,
las nociones de causa, de espacio y de tiempo, como un cuerpo lleva tres dimensiones.
Estas nociones de causa, de espacio y de tiempo son inseparables de la inteligencia, y
cuando �sta afirma sus verdades y sus axiomas "a priori", no hace m�s que se�alar su
propio mecanismo.
--�De manera que no hay verdad?
--S�; el acuerdo de todas las inteligencias en una misma cosa es lo que llamamos
verdad. Fuera de los axiomas l�gicos y matem�ticos, en los cuales no se puede suponer
que no haya unanimidad, en lo dem�s todas las verdades tienen como condici�n el ser
un�nimes.
--�Entonces son verdades porque son un�nimes? --pregunt� Iturrioz.
--No, son un�nimes, porque son verdades.
--Me da igual.
--No, no. Si usted me dice: la gravedad es verdad porque es una idea un�nime, yo
le dir� no; la gravedad es un�nime porque es verdad. Hay alguna diferencia. Para m�,
dentro de lo relativo de todo, la gravedad es una verdad absoluta.
--Para m� no; puede ser una verdad relativa.
--No estoy conforme --dijo Andr�s--. Sabemos que nuestro conocimiento es una
relaci�n imperfecta entre las cosas exteriores y nuestro yo; pero como esa relaci�n es
constante, en su tanto de imperfecci�n, no le quita ning�n valor a la relaci�n entre una
cosa y otra.
Por ejemplo, respecto al term�metro cent�grado: usted me podr� decir que dividir en
cien grados la diferencia de temperatura que hay entre el agua helada y el agua en
ebullici�n es una arbitrariedad, cierto; pero si en esta azotea hay veinte grados y en la
cueva quince, esa relaci�n es una cosa exacta.
--Bueno. Est� bien. Quiere decir que t� aceptas la posibilidad de la mentira inicial.
D�jame suponer la mentira en toda la escala de conocimientos. Quiero suponer que la
gravedad es una costumbre, que ma�ana un hecho cualquiera la desmentir�. �Qui�n me
lo va a impedir?
--Nadie; pero usted, de buena fe, no puede aceptar esa posibilidad. El
encadenamiento de causas y efectos es la ciencia. Si ese encadenamiento no existiera,
ya no habr�a asidero ninguno; todo podr�a ser verdad.
--Entonces vuestra ciencia se basa en la utilidad.
--No; se basa en la raz�n y en la experiencia.
--No, porque no pod�is llevar la raz�n hasta las �ltimas consecuencias.
--Ya se sabe que no, que hay claros. La ciencia nos da la descripci�n de una
falange de este mamuth, que se llama universo; la filosof�a nos quiere dar la hip�tesis
racional de c�mo puede ser este mamuth. �Que ni los datos emp�ricos ni los datos
racionales son todos absolutos? �Qui�n lo duda! La ciencia valora los datos de la
observaci�n; relaciona las diversas ciencias particulares, que son como islas exploradas
en el oc�ano de lo desconocido, levanta puentes de paso entre unas y otras, de manera
que en su conjunto tengan cierta unidad. Claro que estos puentes no pueden ser m�s que
hip�tesis, teor�as, aproximaciones a la verdad.
--Los puentes son hip�tesis y las islas lo son tambi�n.
--No, no estoy conforme. La ciencia es la �nica construcci�n fuerte de la
humanidad. Contra ese bloque cient�fico del determinismo, afirmado ya por los griegos,
�cu�ntas olas no han roto? Religiones, morales, utop�as; hoy todas esas peque�as
supercher�as del pragmatismo y de las ideas-fuerzas..., y sin embargo, el bloque
contin�a inconmovible, y la ciencia no s�lo arrolla estos obst�culos, sino que los
aprovecha para perfeccionarse.
--S� --contest� Iturrioz--; la ciencia arrolla esos obst�culos y arrolla tambi�n al
hombre.
--Eso en parte es verdad --murmur� Andr�s, paseando por la azotea.
III.- El �rbol de la ciencia y el �rbol de la vida
--Ya la ciencia para vosotros --dijo Iturrioz-- no es una instituci�n con un fin
humano, ya es algo m�s; la hab�is convertido en �dolo.
--Hay la esperanza de que la verdad, aun la que hoy es in�til, pueda ser �til ma�ana
--replic� Andr�s.
--�Bah! �Utop�a! �T� crees que vamos a aprovechar las verdades astron�micas
alguna vez?
--�Alguna vez? Las hemos aprovechado ya.
--�En qu�?
--En el concepto del mundo.
--Est� bien; pero yo hablaba de un aprovechamiento pr�ctico, inmediato. Yo en el
fondo estoy convencido de que la verdad en bloque es mala para la vida. Esa anomal�a
de la naturaleza que se llama la vida necesita estar basada en el capricho, quiz� en la
mentira.
--En eso estoy conforme --dijo Andr�s--. La voluntad, el deseo de vivir, es tan
fuerte en el animal como en el hombre. En el hombre es mayor la comprensi�n. A m�s
comprender, corresponde menos desear. Esto es l�gico, y adem�s se comprueba en la
realidad. La apetencia por conocer se despierta en los individuos que aparecen al final
de una evoluci�n, cuando el instinto de vivir languidece. El hombre, cuya necesidad es
conocer, es como la mariposa que rompe la cris�lida para morir. El individuo sano,
vivo, fuerte, no ve las cosas como son, porque no le conviene. Est� dentro de una
alucinaci�n. Don Quijote, a quien Cervantes quiso dar un sentido negativo, es un
s�mbolo de la afirmaci�n de la vida. Don Quijote vive m�s que todas las personas
cuerdas que le rodean, vive m�s y con m�s intensidad que los otros. El individuo o el
pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes como los antiguos dioses cuando se
aparec�an a los mortales. El instinto vital necesita de la ficci�n para afirmarse. La
ciencia entonces, el instinto de cr�tica, el instinto de averiguaci�n, debe encontrar una
verdad: la cantidad de mentira que es necesaria para la vida. �Se r�e usted?
--S�, me r�o, porque eso que t� expones con palabras del d�a, est� dicho nada menos
que en la Biblia.
--�Bah!
--S�, en el G�nesis. T� habr�s le�do que en el centro del para�so hab�a dos �rboles,
el �rbol de la vida y el �rbol de la ciencia del bien y del mal. El �rbol de la vida era
inmenso, frondoso, y, seg�n algunos santos padres, daba la inmortalidad. El �rbol de la
ciencia no se dice c�mo era; probablemente ser�a mezquino y triste. �Y t� sabes lo que
le dijo Dios a Ad�n?
--No recuerdo; la verdad.
--Pues al tenerle a Ad�n delante, le dijo: Puedes comer todos los frutos del jard�n;
pero cuidado con el fruto del �rbol de la ciencia del bien y del mal, porque el d�a que t�
comas su fruto morir�s de muerte. Y Dios, seguramente, a�adi�: Comed del �rbol de la
vida, sed bestias, sed cerdos, sed ego�stas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no
com�is del �rbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dar� una tendencia a mejorar
que os destruir�. �No es un consejo admirable?
--S�, es un consejo digno de un accionista del Banco --repuso Andr�s.
--�C�mo se ve el sentido pr�ctico de esa granujer�a sem�tica! --dijo Iturrioz--.
�C�mo olfatearon esos buenos jud�os, con sus narices corvas, que el estado de
conciencia pod�a comprometer la vida!
--Claro, eran optimistas; griegos y semitas ten�an el instinto fuerte de vivir,
inventaban dioses para ellos, un para�so exclusivamente suyo. Yo creo que en el fondo
no comprend�an nada de la naturaleza.
--No les conven�a.
--Seguramente no les conven�a. En cambio, los turanios y los arios del Norte
intentaron ver la naturaleza tal como es.
--�Y, a pesar de eso, nadie les hizo caso y se dejaron domesticar por los semitas del
Sur?
--�Ah, claro! El semitismo, con sus tres impostores, ha dominado al mundo, ha
tenido la oportunidad y la fuerza; en una �poca de guerras dio a los hombres un dios de
las batallas, a las mujeres y a los d�biles un motivo de lamentos, de quejas y de
sensibler�a.
Hoy, despu�s de siglos de dominaci�n sem�tica, el mundo vuelve a la cordura, y la
verdad aparece como una aurora p�lida tras de los terrores de la noche.
--Yo no creo en esa cordura --dijo Iturrioz-- ni creo en la ruina del semitismo. El
semitismo jud�o, cristiano o musulm�n, seguir� siendo el amo del mundo, tomar�
avatares extraordinarios. �Hay nada m�s interesante que la Inquisici�n, de �ndole tan
sem�tica, dedicada a limpiar de jud�os y moros al mundo? �Hay caso m�s curioso que el
de Torquemada, de origen jud�o?
--S�, eso define el car�cter sem�tico, la confianza, el optimismo, el oportunismo...
Todo eso tiene que desaparecer. La mentalidad cient�fica de los hombres del norte de
Europa lo barrer�.
--Pero, �d�nde est�n esos hombres? �D�nde est�n esos precursores?
--En la ciencia, en la filosof�a, en Kant sobre todo. Kant ha sido el gran destructor
de la mentira greco-sem�tica. �l se encontr� con esos dos �rboles b�blicos de que usted
hablaba antes y fue apartando las ramas del �rbol de la vida que ahogaban al �rbol de la
ciencia. Tras �l no queda, en el mundo de las ideas, m�s que un camino estrecho y
penoso: la Ciencia. Detr�s de �l, sin tener quiz� su fuerza y su grandeza, viene otro
destructor, otro oso del Norte, Schopenhauer, que no quiso dejar en pie los subterfugios
que el maestro sostuvo amorosamente por falta de valor. Kant pide por misericordia que
esa gruesa rama del �rbol de la vida, que se llama libertad, responsabilidad, derecho,
descanse junto a las ramas del �rbol de la ciencia para dar perspectivas a la mirada del
hombre. Schopenhauer, m�s austero, m�s probo en su pensamiento, aparta esa rama, y
la vida aparece como una cosa oscura y ciega, potente y jugosa sin justicia, sin bondad,
sin fin; una corriente llevada por una fuerza "x", que �l llama voluntad y que, de cuando
en cuando, en medio de la materia organizada, produce un fen�meno secundario, una
fosforescencia cerebral, un reflejo, que es la inteligencia. Ya se ve claro en estos dos
principios vida y verdad, voluntad e inteligencia.
--Ya debe haber fil�sofos y bi�filos --dijo Iturrioz.
--�Por qu� no? Fil�sofos y bi�filos. En estas circunstancias el instinto vital, todo
actividad y confianza, se siente herido y tiene que reaccionar y reacciona. Los unos, la
mayor�a literatos, ponen su optimismo en la vida, en la brutalidad de los instintos y
cantan la vida cruel, canalla, infame, la vida sin finalidad, sin objeto, sin principios y sin
moral, como una pantera en medio de una selva.
Los otros ponen el optimismo en la misma ciencia. Contra la tendencia agn�stica de
un Du Bois-Reymond que afirm� que jam�s el entendimiento del hombre llegar�a a
conocer la mec�nica del universo, est�n las tendecias de Berthelot, de Metchnikoff, de
Ram�n y Cajal en Espa�a, que supone que se puede llegar a averiguar el fin del hombre
en la Tierra. Hay, por �ltimo, los que quieren volver a las ideas viejas y a los viejos
mitos, porque son �tiles para la vida. �stos son profesores de ret�rica, de esos que
tienen la sublime misi�n de contarnos c�mo se estornudaba en el siglo XVIII despu�s
de tomar rap�, los que nos dicen que la ciencia fracasa y que el materialismo, el
determinismo, el encadenamiento de causa a efecto es una cosa grosera, y que el
espiritualismo es algo sublime y refinado. �Qu� risa! �Qu� admirable lugar com�n para
que los obispos y los generales cobren su sueldo y los comerciantes puedan vender
impunemente bacalao podrido! �Creer en el �dolo o en el fetiche es s�mbolo de
superioridad; creer en los �tomos, como Dem�crito o Epicuro, se�al de estupidez! Un
"aissaua" de Marruecos que se rompe la cabeza con un hacha y traga cristales en honor
de la divinidad, o un buen mandingo con su taparrabos, son seres refinados y cultos; en
cambio el hombre de ciencia que estudia la naturaleza es un ser vulgar y grosero. �Qu�
admirable paradoja para vestirse de galas ret�ricas y de sonidos nasales en la boca de un
acad�mico franc�s! Hay que re�rse cuando dicen que la ciencia fracasa. Tonter�a: lo que
fracasa es la mentira; la ciencia marcha adelante, arroll�ndolo todo.
--S�, estamos conformes, lo hemos dicho antes, arroll�ndolo todo. Desde un punto
de vista puramente cient�fico, yo no puedo aceptar esa teor�a de la duplicidad de la
funci�n vital: inteligencia a un lado, voluntad a otro, no.
--Yo no digo inteligencia a un lado y voluntad a otro --replic� Andr�s--, sino
predominio de la inteligencia o predominio de la voluntad. Una lombriz tiene voluntad e
inteligencia, voluntad de vivir tanta como el hombre, resiste a la muerte como puede; el
hombre tiene tambi�n voluntad e inteligencia, pero en otras proporciones.
--Lo que quiero decir es que no creo que la voluntad sea s�lo una m�quina de
desear y la inteligencia una m�quina de reflejar.
--Lo que sea en s�, no lo s�; pero a nosotros nos parece esto racionalmente. Si todo
reflejo tuviera para nosotros un fin, podr�amos sospechar que la inteligencia no es s�lo
un aparato reflector, una luna indiferente para cuando se coloca en su horizonte
sensible; pero la conciencia refleja lo que puede aprehender sin inter�s,
autom�ticamente y produce im�genes. Estas im�genes desprovistas de lo contingente
dejan un s�mbolo, un esquema que debe ser la idea.
--No creo en esa indiferencia autom�tica que t� atribuyes a la inteligencia. No
somos un intelecto puro, ni una m�quina de desear, somos hombres que al mismo
tiempo piensan, trabajan, desean, ejecutan... Yo creo que hay ideas que son fuerzas.
--Yo, no. La fuerza est� en otra cosa. La misma idea que impulsa a un anarquista
rom�ntico a escribir unos versos rid�culos y humanitarios, es la que hace a un
dinamitero poner una bomba. La misma ilusi�n imperialista tiene Bonaparte que
Lebaudy, el emperador del Sahara. Lo que les diferencia es algo org�nico.
--�Qu� confusi�n! En qu� laberinto nos vamos metiendo --murmur� Iturrioz.
--Sintetice usted nuestra discusi�n y nuestros distintos puntos de vista.
--En parte, estamos conformes.
T� quieres, partiendo de la relatividad de todo, darle un valor absoluto a las
relaciones entre las cosas.
--Claro, lo que dec�a antes; el metro en s�, medida arbitraria; los trescientos sesenta
grados de un c�rculo, medida tambi�n arbitraria; las relaciones obtenidas con el metro o
con el arco, exactas.
--No, �si estamos conformes! Ser�a imposible que no lo estuvi�ramos en todo lo
que se refiere a la matem�tica y a la l�gica; pero cuando nos vamos alejando de estos
conocimientos simples y entramos en el dominio de la vida, nos encontramos dentro de
un laberinto, en medio de la mayor confusi�n y desorden. En este baile de m�scaras, en
donde bailan millones de figuras abigarradas, t� me dices: Acerqu�monos a la verdad.
�D�nde est� la verdad? �Qui�n es ese enmascarado que pasa por delante de nosotros?
�Qu� esconde debajo de su capa gris? �Es un rey o un mendigo? �Es un joven
admirablemente formado o un viejo enclenque y lleno de �lceras? La verdad es una
br�jula loca que no funciona en este caos de cosas desconocidas.
--Cierto, fuera de la verdad matem�tica y de la verdad emp�rica que se va
adquiriendo lentamente, la ciencia no dice mucho. Hay que tener la probidad de
reconocerlo..., y esperar.
--�Y, mientras tanto, abstenerse de vivir, de afirmar? Mientras tanto no vamos a
saber si la Rep�blica es mejor que la Monarqu�a, si el Protestantismo es mejor o peor
que el Catolicismo, si la propiedad individual es buena o mala; mientras la Ciencia no
llegue hasta ah�, silencio.
--�Y qu� remedio queda para el hombre inteligente?
--Hombre, s�. T� reconoces que fuera del dominio de las matem�ticas y de las
ciencias emp�ricas existe, hoy por hoy, un campo enorme a donde todav�a no llegan las
indicaciones de la ciencia. �No es eso?
--S�.
--�Y por qu� en ese campo no tomar como norma la utilidad?
--Lo encuentro peligroso --dijo Andr�s--. Esta idea de la utilidad, que al principio
parece sencilla, inofensiva, puede llegar a legitimar las mayores enormidades, a
entronizar todos los prejuicios.
--Cierto, tambi�n, tomando como norma la verdad, se puede ir al fanatismo m�s
b�rbaro. La verdad puede ser un arma de combate.
--S�, false�ndola, haciendo que no lo sea. No hay fanatismo en matem�ticas, ni en
ciencias naturales. �Qui�n puede vanagloriarse de defender la verdad en pol�tica o en
moral? El que as� se vanagloria, es tan fan�tico como el que defiende cualquier sistema
pol�tico o religioso. La ciencia no tiene nada que ver con eso; ni es cristiana, ni es atea,
ni revolucionaria, ni reaccionaria.
--Pero ese agnosticismo, para todas las cosas que no se conocen cient�ficamente, es
absurdo, porque es antibiol�gico. Hay que vivir. T� sabes que los fisi�logos han
demostrado que, en el uso de nuestros sentidos, tendemos a percibir, no de la manera
m�s exacta, sino de la manera m�s econ�mica, m�s ventajosa, m�s �til. �Qu� mejor
norma de la vida que su utilidad, su engrandecimiento?
--No, no; eso llevar�a a los mayores absurdos en la teor�a y en la pr�ctica.
Tendr�amos que ir aceptando ficciones l�gicas: el libre albedr�o, la responsabilidad, el
m�rito; acabar�amos acept�ndolo todo, las mayores extravagancias de las religiones.
--No, no aceptar�amos m�s que lo �til.
--Pero para lo �til no hay comprobaci�n como para lo verdadero --replic�
Andr�s--. La fe religiosa para un cat�lico, adem�s de ser verdad, es �til; para un
irreligioso puede ser falsa y �til, y para otro irreligioso puede ser falsa e in�til.
--Bien, pero habr� un punto en que estemos todos de acuerdo, por ejemplo, en la
utilidad de la fe para una acci�n dada. La fe, dentro de lo natural, es indudable que tiene
una gran fuerza. Si yo me creo capaz de dar un salto de un metro, lo dar�; si me creo
capaz de dar un salto de dos o tres metros, quiz� lo d� tambi�n.
--Pero si se cree usted capaz de dar un salto de cincuenta metros, no lo dar� usted
por mucha fe que tenga.
--Claro que no; pero eso no importa para que la fe sirva en el radio de acci�n de lo
posible.
Luego la fe es �til, biol�gica; luego hay que conservarla.
--No, no. Eso que usted llama fe no es m�s que la conciencia de nuestra fuerza. �sa
existe siempre, se quiera o no se quiera. La otra fe conviene destruirla; dejarla es un
peligro; tras de esa puerta que abre hacia lo arbitrario una filosof�a basada en la utilidad,
en la comodidad o en la eficacia, entran todas las locuras humanas.
--En cambio, cerrando esa puerta y no dejando m�s norma que la verdad, la vida
languidece, se hace p�lida, an�mica, triste. Yo no s� qui�n dec�a: La legalidad nos mata;
como �l podemos decir: La raz�n y la ciencia nos apabullan. La sabidur�a del jud�o se
comprende cada vez m�s que se insiste en este punto: a un lado el �rbol de la ciencia, al
otro el �rbol de la vida.
--Habr� que creer que el �rbol de la ciencia es como el cl�sico manzanillo, que
mata a quien se acoge a su sombra --dijo Andr�s burlonamente.
--S�, r�ete.
--No, no me r�o.
IV.- Disociaci�n
--No s�, no s� --murmur� Iturrioz--. Creo que vuestro intelectualismo no os
llevar� a nada.
�Comprender? �Explicarse las cosas? �Para qu�? Se puede ser un gran artista, un
gran poeta, se puede ser hasta un matem�tico y un cient�fico y no comprender en el
fondo nada. El intelectualismo es est�ril. La misma Alemania, que ha tenido el cetro del
intelectualismo, hoy parece que lo repudia. En la Alemania actual casi no hay fil�sofos,
todo el mundo est� �vido de vida pr�ctica. El intelectualismo, el criticismo, el
anarquismo van de baja.
--�Y qu�? �Tantas veces han ido de baja y han vuelto a renacer! --contest� Andr�s.
--�Pero se puede esperar algo de esa destrucci�n sistem�tica y vengativa? --No es
sistem�tica ni vengativa. Es destruir lo que no se afirme de por s�; es llevar el an�lisis a
todo; es ir disociando las ideas tradicionales, para ver qu� nuevos aspectos toman; qu�
componentes tienen. Por la desintegraci�n electrol�tica de los �tomos van apareciendo
estos iones y electrones mal conocidos. Usted sabe tambi�n que algunos hist�logos han
cre�do encontrar en el protoplasma de las c�lulas granos que consideran como unidades
org�nicas elementales y que han llamado bioblastos. �Por qu� lo que est�n haciendo en
f�sica en este momento los Roentgen y los Becquerel y en biolog�a los Haeckel y los
Hertwing no se ha de hacer en filosof�a y en moral? Claro que en las afirmaciones de la
qu�mica y de la histolog�a no est� basada una pol�tica, ni una moral, y si ma�ana se
encontrara el medio de descomponer y de transmutar los cuerpos simples, no habr�a
ning�n papa de la ciencia cl�sica que excomulgara a los investigadores.
--Contra tu disociaci�n en el terreno moral, no ser�a un papa el que protestara, ser�a
el instinto conservador de la sociedad.
--Ese instinto ha protestado siempre contra todo lo nuevo y seguir� protestando;
�eso qu� importa? La disociaci�n anal�tica ser� una obra de saneamiento, una
desinfecci�n de la vida.
--Una desinfecci�n que puede matar al enfermo.
--No, no hay cuidado. El instinto de conservaci�n del cuerpo social es bastante
fuerte para rechazar todo lo que no puede digerir. Por muchos g�rmenes que se
siembren, la descomposici�n de la sociedad ser� biol�gica.
--�Y para qu� descomponer la sociedad? �Es que se va a construir un mundo nuevo
mejor que el actual? --S�, yo creo que s�.
--Yo lo dudo. Lo que hace a la sociedad malvada es el ego�smo del hombre, y el
ego�smo es un hecho natural, es una necesidad de la vida. �Es que supones que el
hombre de hoy es menos ego�sta y cruel que el de ayer? Pues te enga�as.
�Si nos dejaran!; el cazador que persigue zorras y conejos cazar�a hombres si
pudiera. As� como se sujeta a los patos y se les alimenta para que se les hipertrofie el
h�gado, tendr�amos a las mujeres en adobo para que estuvieran m�s suaves. Nosotros,
civilizados, hacemos jockeys como los antiguos monstruos, y si fuera posible les
quitar�amos el cerebro a los cargadores para que tuvieran m�s fuerza, como antes la
Santa Madre Iglesia quitaba los test�culos a los cantores de la Capilla Sixtina para que
cantasen mejor. �Es que t� crees que el ego�smo va a desaparecer? Desaparecer�a la
Humanidad. �Es que supones, como algunos soci�logos ingleses y los anarquistas, que
se identificar� el amor de uno mismo con el amor de los dem�s? --No; yo supongo que
hay formas de agrupaci�n social unas mejores que otras, y que se deben ir dejando las
malas y tomando las buenas.
--Esto me parece muy vago. A una colectividad no se le mover� jam�s dici�ndole:
Puede haber una forma social mejor. Es como si a una mujer se le dijera: Si nos unimos,
quiz� vivamos de una manera soportable. No, a la mujer y a la colectividad hay que
prometerles el para�so; esto demuestra la ineficacia de tu idea anal�tica y disociadora.
Los semitas inventaron un para�so materialista (en el mal sentido) en el principio del
hombre; el cristianismo, otra forma de semitismo, coloc� el para�so al final y fuera de la
vida del hombre y los anarquistas, que no son m�s que unos neocristianos; es decir,
neosemitas; ponen su para�so en la vida y en la tierra. En todas partes y en todas �pocas
los conductores de hombres son prometedores de para�sos.
--S�, quiz�; pero alguna vez tenemos que dejar de ser ni�os, alguna vez tenemos
que mirar a nuestro alrededor con serenidad.
�Cu�ntos terrores no nos ha quitado de encima el an�lisis! Ya no hay monstruos en
el seno de la noche, ya nadie nos acecha. Con nuestras fuerzas vamos siendo due�os del
mundo.
V.- La compa��a del hombre
--S�, nos ha quitado terrores --exclam� Iturrioz--; pero nos ha quitado tambi�n
vida. �S�, es la claridad la que hace la vida actual completamente vulgar! Suprimir los
problemas es muy c�modo; pero luego no queda nada. Hoy, un chico lee una novela del
a�o treinta, y las desesperaciones de Larra y de Espronceda, y se r�e; tiene la evidencia
de que no hay misterios.
La vida se ha hecho clara; el valor del dinero aumenta; el burguesismo crece con la
democracia.
Ya es imposible encontrar rincones po�ticos al final de un pasadizo tortuoso; ya no
hay sorpresas.
--Usted es un rom�ntico.
--Y t� tambi�n. Pero yo soy un rom�ntico pr�ctico. Yo creo que hay que afirmar el
conjunto de mentiras y verdades que son de uno hasta convertirlo en una cosa viva.
Creo que hay que vivir con las locuras que uno tenga, cuid�ndolas y hasta
aprovech�ndose de ellas.
--Eso me parece lo mismo que si un diab�tico aprovechara el az�car de su cuerpo
para endulzar su taza de caf�.
--Caricaturizas mi idea, pero no importa.
--El otro d�a le� en un libro --a�adi� Andr�s burlonamente-- que un viajero cuenta
que en un remoto pa�s los naturales le aseguraron que ellos no eran hombres, sino loros
de cola roja. �Usted cree que hay que afirmar las ideas hasta que uno se vea las plumas
y la cola? --S�; creyendo en algo m�s �til y grande que ser un loro, creo que hay que
afirmar con fuerza. Para llegar a dar a los hombres una regla com�n, una disciplina, una
organizaci�n, se necesita una fe, una ilusi�n, algo que aunque sea una mentira salida de
nosotros mismos parezca una verdad llegada de fuera. Si yo me sintiera con energ�a,
�sabes lo que har�a!
--�Qu�?
--Una milicia como la que invent� Loyola, con un car�cter puramente humano: La
Compa��a del Hombre.
--Aparece el vasco en usted.
--Quiz�.
--�Y con qu� fin iba usted a fundar esa compa��a?
--Esta compa��a tendr�a la misi�n de ense�ar el valor, la serenidad, el reposo; de
arrancar toda tendencia a la humildad, a la renunciaci�n, a la tristeza, al enga�o, a la
rapacidad, al sentimentalismo...
--La escuela de los hidalgos.
--Eso es, la escuela de los hidalgos.
--De los hidalgos ib�ricos, naturalmente. Nada de semitismo.
--Nada; un hidalgo limpio de semitismo; es decir, de esp�ritu cristiano, me
parecer�a un tipo completo.
--Cuando funde usted esa compa��a, acu�rdese usted de m�. Escr�bame usted al
pueblo.
--�Pero de veras te piensas marchar?
--S�; si no encuentro nada aqu�, me voy a marchar.
--�Pronto?
--S�, muy pronto.
--Ya me tendr�s al corriente de tu experiencia. Te encuentro mal armado para esa
prueba.
--Usted no ha fundado todav�a su compa��a...
--Ah, ser�a util�sima. Ya lo creo.
Cansados de hablar, se callaron. Comenzaba a hacerse de noche.
Las golondrinas trazaban c�rculos en el aire, chillando. Venus hab�a salido en el
poniente, de color anaranjado, y poco despu�s brillaba J�piter con su luz azulada. En las
casas comenzaban a iluminarse las ventanas. Filas de faroles iban encendi�ndose,
formando dos l�neas paralelas en la carretera de Extremadura. De las plantas de la
azotea, de los tiestos de s�ndalo y de menta llegaban r�fagas perfumadas...
Quinta parte: La experiencia en el pueblo
I.- De viaje
Unos d�as despu�s nombraban a Hurtado m�dico titular de Alcolea del Campo.
Era �ste un pueblo del centro de Espa�a, colocado en esa zona intermedia donde
acaba Castilla y comienza Andaluc�a. Era villa de importancia, de ocho a diez mil
habitantes; para llegar a ella hab�a que tomar la l�nea de C�rdoba, detenerse en una
estaci�n de la Mancha y seguir a Alcolea en coche.
En seguida de recibir el nombramiento, Andr�s hizo su equipaje y se dirigi� a la
estaci�n del Mediod�a. La tarde era de verano, pesada, sofocante, de aire seco y lleno de
polvo.
A pesar de que el viaje lo hac�a de noche, Andr�s supuso que ser�a demasiado
molesto ir en tercera, y tom� un billete de primera clase.
Entr� en el and�n, se acerc� a los vagones, y en uno que ten�a el cartel de no
fumadores, se dispuso a subir.
Un hombrecito vestido de negro, afeitado, con anteojos, le dijo con voz melosa y
acento americano:
--Oiga, se�or; este vag�n es para los no fumadores.
Andr�s no hizo el menor caso de la advertencia, y se acomod� en un rinc�n.
Al poco rato se present� otro viajero, un joven alto, rubio, membrudo, con las gu�as
de los bigotes levantadas hasta los ojos.
El hombre bajito, vestido de negro, le hizo la misma advertencia de que all� no se
fumaba.
--Lo veo aqu� --contest� el viajero algo molesto, y subi� al vag�n.
Quedaron los tres en el interior del coche sin hablarse; Andr�s, mirando vagamente
por la ventanilla, y pensando en las sorpresas que le reservar�a el pueblo.
El tren ech� a andar.
El hombrecito negro sac� una especie de t�nica amarillenta, se envolvi� en ella, se
puso un pa�uelo en la cabeza y se tendi� a dormir. El mon�tono golpeteo del tren
acompa�aba el soliloquio interior de Andr�s; se vieron a lo lejos varias veces las luces
de Madrid en medio del campo, pasaron tres o cuatro estaciones desiertas, y entr� el
revisor. Andr�s sac� su billete, el joven alto hizo lo mismo, y el hombrecito, despu�s de
quitarse su balandr�n, se registr� los bolsillos y mostr� un billete y un papel.
El revisor advirti� al viajero que llevaba un billete de segunda.
El hombrecito de negro, sin m�s ni m�s, se encoleriz�, y dijo que aquello era una
groser�a; hab�a avisado en la estaci�n su deseo de cambiar de clase; �l era un extranjero,
una persona acomodada, con mucha plata, s�, se�or, que hab�a viajado por toda Europa
y toda Am�rica, y s�lo en Espa�a, en un pa�s sin civilizaci�n, sin cultura, en donde no
se ten�a la menor atenci�n al extranjero, pod�an suceder cosas semejantes.
El hombrecito insisti� y acab� insultando a los espa�oles. Ya estaba deseando dejar
este pa�s, miserable y atrasado; afortunadamente, al d�a siguiente estar�a en Gibraltar,
camino de Am�rica.
El revisor no contestaba; Andr�s miraba al hombrecito, que gritaba descompuesto,
con aquel acento meloso y repulsivo, cuando el joven rubio, irgui�ndose, le dijo con voz
violenta:
--No le permito hablar as� de Espa�a. Si usted es extranjero y no quiere vivir aqu�,
v�yase usted a su pa�s pronto, y sin hablar, porque si no, se expone usted a que le echen
por la ventanilla, y voy a ser yo; ahora mismo.
--�Pero, se�or! --exclam� el extranjero--. Es que quieren atropellarme...
--No es verdad. El que atropella es usted. Para viajar se necesita educaci�n, y
viajando con espa�oles no se habla mal de Espa�a.
--Si yo amo a Espa�a y el car�cter espa�ol --exclam� el hombrecito--. Mi familia
es toda espa�ola. �Para qu� he venido a Espa�a si no para conocer a la madre patria?
--No quiero explicaciones. No necesito o�rlas --contest� el otro con voz seca, y se
tendi� en el div�n como para manifestar el poco aprecio que sent�a por su compa�ero de
viaje.
Andr�s qued� asombrado; realmente aquel joven hab�a estado bien.
�l, con su intelectualismo, pens� qu� clase de tipo ser�a el hombre bajito, vestido de
negro; el otro hab�a hecho una afirmaci�n rotunda de su pa�s y de su raza.
El hombrecito comenz� a explicarse, hablando solo. Hurtado se hizo el dormido.
Un poco despu�s de media noche llegaron a una estaci�n plagada de gente; una
compa��a de c�micos trasbordaba, dejando la l�nea de Valencia, de donde ven�an, para
tomar la de Andaluc�a. Las actrices, con un guardapolvo gris; los actores, con sombreros
de paja y gorritas, se acercaban todos como gente que no se apresura, que sabe viajar,
que considera el mundo como suyo. Se acomodaron los c�micos en el tren y se oy�
gritar de vag�n a vag�n:
--�Eh, Fern�ndez!, �d�nde est� la botella?
--�Molina, que la caracter�stica te llama!
--�A ver ese traspunte que se ha perdido! Se tranquilizaron los c�micos, y el tren
sigui� su marcha.
Ya al amanecer, a la p�lida claridad de la ma�ana, se iban viendo tierras de vi�a y
olivos en hilera.
Estaba cerca la estaci�n donde ten�a que bajar Andr�s. Se prepar�, y al detenerse el
tren salt� al and�n, desierto. Avanz� hacia la salida y dio la vuelta a la estaci�n.
Enfrente, hacia el pueblo, se ve�a una calle ancha, con unas casas grandes blancas y dos
filas de luces el�ctricas mortecinas. La luna, en menguante, iluminaba el cielo. Se sent�a
en el aire un olor como dulce a paja seca.
A un hombre que pas� hacia la estaci�n le dijo:
--�A qu� hora sale el coche para Alcolea? --A las cinco. Del extremo de esta
misma calle suele salir.
Andr�s avanz� por la calle, pas� por delante de la garita de consumos, iluminada,
dej� la maleta en el suelo y se sent� encima a esperar.
II.- Llegada al pueblo
Ya era entrada la ma�ana cuando la diligencia parti� para Alcolea.
El d�a se preparaba a ser ardoroso. El cielo estaba azul, sin una nube; el sol
brillante; la carretera marchaba recta, cortando entre vi�edos y alguno que otro olivar,
de olivos viejos y encorvados. El paso de la diligencia levantaba nubes de polvo.
En el coche no iba m�s que una vieja vestida de negro, con un cesto al brazo.
Andr�s intent� conversar con ella, pero la vieja era de pocas palabras o no ten�a
ganas de hablar en aquel momento.
En todo el camino el paisaje no variaba; la carretera sub�a y bajaba por suaves
lomas entre id�nticos vi�edos. A las tres horas de marcha apareci� el pueblo en una
hondonada. A Hurtado le pareci� grand�simo.
El coche tom� por una calle ancha de casas bajas, luego cruz� varias encrucijadas y
se detuvo en una plaza delante de un caser�n blanco, en uno de cuyos balcones se le�a:
Fonda de la Palma.
--�Usted parar� aqu�? --le pregunt� el mozo.
--S�, aqu�.
Andr�s baj� y entr� en el portal. Por la cancela se ve�a un patio, a estilo andaluz,
con arcos y columnas de piedra. Se abri� la reja y el due�o sali� a recibir al viajero.
Andr�s le dijo que probablemente estar�a bastante tiempo, y que le diera un cuarto
espacioso.
--Aqu� abajo le pondremos a usted --y le llev� a una habitaci�n bastante grande,
con una ventana a la calle.
Andr�s se lav� y sali� de nuevo al patio. A la una se com�a. Se sent� en una de las
mecedoras. Un canario, en su jaula, colgada del techo, comenz� a gorjear de una manera
estrepitosa.
La soledad, la frescura, el canto del canario hicieron a Andr�s cerrar los ojos y
dormir un rato.
Le despert� la voz del criado, que dec�a:
--Puede usted pasar a almorzar.
Entr� en el comedor. Hab�a en la mesa tres viajantes de comercio.
Uno de ellos era un catal�n que representaba f�bricas de Sabadell; el otro, un
riojano que vend�a tartratos para los vinos, y el �ltimo, un andaluz que viv�a en Madrid
y corr�a aparatos el�ctricos.
El catal�n no era tan petulante como la generalidad de sus paisanos del mismo
oficio; el riojano no se las echaba de franco ni de bruto, y el andaluz no pretend�a ser
gracioso.
Estos tres mirlos blancos del comisionismo eran muy anticlericales.
La comida le sorprendi� a Andr�s, porque no hab�a m�s que caza y carne. Esto,
unido al vino muy alcoh�lico, ten�a que producir una verdadera incandescencia interior.
Despu�s de comer, Andr�s y los tres viajantes fueron a tomar caf� al casino. Hac�a
en la calle un calor espantoso; el aire ven�a en r�fagas secas como salidas de un horno.
No se pod�a mirar a derecha y a izquierda; las casas, blancas como la nieve, rebozadas
de cal, reverberaban esta luz v�vida y cruel hasta dejarle a uno ciego.
Entraron en el casino. Los viajantes pidieron caf� y jugaron al domin�. Un
enjambre de moscas revoloteaba en el aire. Terminada la partida volvieron a la fonda a
dormir la siesta.
Al salir a la calle, la misma bofetada de calor le sorprendi� a Andr�s; en la fonda los
viajantes se fueron a sus cuartos. Andr�s hizo lo propio, y se tendi� en la cama
aletargado. Por el resquicio de las maderas entraba una claridad brillante, como una
l�mina de oro; de las vigas negras, con los espacios entre una y otra pintados de azul,
colgaban telas de ara�a plateadas. En el patio segu�a cantando el canario con su gorjeo
chill�n, y a cada paso se o�an campanadas lentas y tristes...
El mozo de la fonda le hab�a advertido a Hurtado, que si ten�a que hablar con
alguno del pueblo no podr�a verlo, por lo menos, hasta las seis. Al dar esta hora, Andr�s
sali� de casa y se fue a visitar al secretario del Ayuntamiento y al otro m�dico.
El secretario era un tipo un poco petulante, con el pelo negro rizado y los ojos
vivos. Se cre�a un hombre superior, colocado en un medio bajo.
El secretario brind� en seguida su protecci�n a Andr�s.
--Si quiere usted --le dijo-- iremos ahora mismo a ver a su compa�ero, el doctor
S�nchez.
--Muy bien, vamos.
El doctor S�nchez viv�a cerca, en una casa de aspecto pobre. Era un hombre grueso,
rubio, de ojos azules, inexpresivos, con una cara de carnero, de aire poco inteligente.
El doctor S�nchez llev� la conversaci�n a la cuesti�n de la ganancia, y le dijo a
Andr�s que no creyera que all�, en Alcolea, se sacaba mucho.
Don Tom�s, el m�dico arist�crata del pueblo, se llevaba toda la clientela rica. Don
Tom�s Solana era de all�; ten�a una casa hermosa, aparatos modernos, relaciones...
--Aqu� el titular no puede m�s que mal vivir --dijo S�nchez.
--�Qu� le vamos a hacer! --murmur� Andr�s--. Probaremos.
El secretario, el m�dico y Andr�s salieron de la casa para dar una vuelta.
Segu�a aquel calor exasperante, aquel aire inflamado y seco. Pasaron por la plaza,
con su iglesia llena de a�adidos y composturas, y sus puestos de cosas de hierro y
esparto. Siguieron por una calle ancha, de caserones blancos, con su balc�n central lleno
de geranios, y su reja, afiligranada, con una cruz de Calatrava en lo alto.
De los portales se ve�a el zagu�n con un z�calo azul y el suelo empedrado de
piedrecitas, formando dibujos. Algunas calles extraviadas, con grandes paredones de
color de tierra, puertas enormes y ventanas peque�as, parec�an de un pueblo moro. En
uno de aquellos patios vio Andr�s muchos hombres y mujeres de luto, rezando.
--�Qu� es esto? --pregunt�.
--Aqu� le llaman un rezo --dijo el secretario; y explic� que era una costumbre que
se ten�a de ir a las casas donde hab�a muerto alguno a rezar el rosario.
Salieron del pueblo por una carretera llena de polvo; las galeras de cuatro ruedas
volv�an del campo cargadas con montones de gavillas.
--Me gustar�a ver el pueblo entero; no me formo idea de su tama�o --dijo Andr�s.
--Pues subiremos aqu�, a este cerrillo --indic� el secretario.
--Yo les dejo a ustedes, porque tengo que hacer una visita --dijo el m�dico.
Se despidieron de �l, y el secretario y Andr�s comenzaron a subir un cerro rojo, que
ten�a en la cumbre una torre antigua, medio derruida.
Hac�a un calor horrible, todo el campo parec�a quemado, calcinado; el cielo
plomizo, con reflejos de cobre, iluminaba los polvorientos vi�edos, y el sol se pon�a tras
de un velo espeso de calina, a trav�s del cual quedaba convertido en un disco
blanquecino y sin brillo.
Desde lo alto del cerro se ve�a la llanura cerrada por lomas grises, tostada por el sol;
en el fondo, el pueblo inmenso se extend�a con sus paredes blancas, sus tejados de color
de ceniza, y su torre dorada en medio. Ni un boscaje, ni un �rbol, s�lo vi�edos y
vi�edos, se divisaban en toda la extensi�n abarcada por la vista; �nicamente dentro de
las tapias de algunos corrales una higuera extend�a sus anchas y oscuras hojas.
Con aquella luz del anochecer, el pueblo parec�a no tener realidad; se hubiera cre�do
que un soplo de viento lo iba a arrastrar y a deshacer como nube de polvo sobre la tierra
enardecida y seca.
En el aire hab�a un olor empireum�tico, dulce, agradable.
--Est�n quemando orujo en alguna alquitara --dijo el secretario.
Bajaron el secretario y Andr�s del cerrillo. El viento levantaba r�fagas de polvo en
la carretera; las campanas comenzaban a tocar de nuevo.
Andr�s entr� en la fonda a cenar, y sali� por la noche. Hab�a refrescado; aquella
impresi�n de irrealidad del pueblo se acentuaba.
A un lado y a otro de las calles, languidec�an las cansadas l�mparas de luz el�ctrica.
Sali� la luna; la enorme ciudad, con sus fachadas blancas, dorm�a en el silencio; en
los balcones centrales encima del port�n, pintado de azul, brillaban los geranios; las
rejas, con sus cruces, daban una impresi�n de romanticismo y de misterio, de tapadas y
escapatorias de convento; por encima de alguna tapia, brillante de blancura como un
t�mpano de nieve, ca�a una guirnalda de hiedra negra, y todo este pueblo, grande,
desierto, silencioso, ba�ado por la suave claridad de la luna, parec�a un inmenso
sepulcro.
III.- Primeras dificultades
Andr�s Hurtado habl� largamente con el doctor S�nchez, de las obligaciones del
cargo. Quedaron de acuerdo en dividir Alcolea en dos secciones, separadas por la calle
Ancha.
Un mes, Hurtado visitar�a la parte derecha, y al siguiente la izquierda. As�
conseguir�an no tener que recorrer los dos todo el pueblo.
El doctor S�nchez recab� como condici�n indispensable, el que si alguna familia de
la secci�n visitada por Andr�s quer�a que la visitara �l o al contrario, se har�a seg�n los
deseos del enfermo.
Hurtado acept�; ya sab�a que no hab�a de tener nadie predilecci�n por llamarle a �l;
pero no le importaba.
Comenz� a hacer la visita.
Generalmente, el n�mero de enfermos que le correspond�an no pasaba de seis o
siete.
Andr�s hac�a las visitas por la ma�ana; despu�s, en general, por la tarde no ten�a
necesidad de salir de casa.
El primer verano lo pas� en la fonda; llevaba una vida so�olienta; o�a a los viajantes
de comercio que en la mesa discurseaban y alguna que otra vez iba al teatro, una barraca
construida en un patio.
La visita por lo general, le daba pocos quebraderos de cabeza; sin saber por qu�,
hab�a supuesto los primeros d�as que tendr�a continuos disgustos; cre�a que aquella
gente manchega ser�a agresiva, violenta, orgullosa; pero no, la mayor�a eran sencillos,
afables, sin petulancia.
En la fonda, al principio se encontraba bien; pero se cans� pronto de estar all�. Las
conversaciones de los viajantes le iban fastidiando; la comida, siempre de carne y
sazonada con especias picantes, le produc�a digestiones pesadas.
--�Pero no hay legumbres aqu�? --le pregunt� al mozo un d�a.
--S�.
--Pues yo quisiera comer legumbres: jud�as, lentejas.
El mozo se qued� estupefacto, y a los pocos d�as le dijo que no pod�a ser; hab�a que
hacer una comida especial; los dem�s hu�spedes no quer�an comer legumbres; el amo
de la fonda supon�a que era una verdadera deshonra para su establecimiento poner un
plato de habichuelas o de lentejas.
El pescado no se pod�a llevar en el rigor del verano, porque no ven�a en buenas
condiciones. El �nico pescado fresco eran las ranas, cosa un poco c�mica como
alimento.
Otra de las dificultades era ba�arse; no hab�a modo. El agua de Alcolea era un lujo
y un lujo caro. La tra�an en carros desde una distancia de cuatro leguas, y cada c�ntaro
val�a diez c�ntimos. Los pozos estaban muy profundos; sacar el agua suficiente de ellos
para tomar un ba�o, constitu�a un gran trabajo; se necesitaba emplear una hora lo
menos. Con aquel r�gimen de carne y con el calor, Andr�s estaba constantemente
excitado.
Por las noches iba a pasear solo por las calles desiertas. A primera hora, en las
puertas de las casas, algunos grupos de mujeres y chicos sal�an a respirar. Muchas veces
Andr�s se sentaba en la calle Ancha en el escal�n de una puerta y miraba las dos filas de
luces el�ctricas que brillaban en la atm�sfera turbia. �Qu� tristeza! �Qu� malestar f�sico
le produc�a aquel ambiente! A principios de septiembre, Andr�s decidi� dejar la fonda.
S�nchez le busc� una casa. A S�nchez no le conven�a que el m�dico rival suyo, se
hospedara en la mejor fonda del pueblo; all� estaba en relaci�n con los viajeros, en sitio
muy c�ntrico; pod�a quitarle visitas. S�nchez le llev� a Andr�s a una casa de las afueras,
a un barrio que llamaban del Marrubial.
Era una casa de labor, grande, antigua, blanca, con el front�n pintado de azul y una
galer�a tapiada en el primer piso.
Ten�a sobre el portal un ancho balc�n y una reja labrada a una callejuela.
El amo de la casa era del mismo pueblo que S�nchez, y se llamaba Jos�; pero le
dec�an en burla en todo el pueblo, Pepinito. Fueron Andr�s y S�nchez a ver la casa, y el
ama les ense�� un cuarto peque�o, estrecho, muy adornado, con una alcoba en el fondo
oculta por una cortina roja.
--Yo quisiera --dijo Andr�s-- un cuarto en el piso bajo y a poder ser, grande.
--En el piso bajo no tengo --dijo ella-- m�s que un cuarto grande, pero sin
arreglar.
--Si pudiera usted ense�arlo.
--Bueno.
La mujer abri� una sala antigua y sin muebles con una reja afiligranada a la
callejuela que se llamaba de los Carretones.
--�Y este cuarto est� libre?
--S�.
--Ah, pues aqu� me quedo --dijo Andr�s.
--Bueno, como usted quiera; se blanquear�, se barrer� y se traer� la cama.
S�nchez se fue y Andr�s habl� con su nueva patrona.
--�Usted no tendr� una tinaja inservible? --le pregunt�.
--�Para qu�?
--Para ba�arme.
--En el corralillo hay una.
--Vamos a verla.
La casa ten�a en la parte de atr�s una tapia de adobes cubierta con bardales de ramas
que limitaba varios patios y corrales adem�s del establo, la tejavana para el carro, la
sarmentera, el lagar, la bodega y la almazara.
En un cuartucho que hab�a servido de tahona y que daba a un corralillo, hab�a una
tinaja grande cortada por la mitad y hundida en el suelo.
--�Esta tinaja me la podr� usted ceder a m�? --pregunt� Andr�s.
--S�, se�or; �por qu� no?
--Ahora, quisiera que me indicara usted alg�n mozo que se encargara de llenar
todos los d�as la tinaja; yo le pagar� lo que me diga.
--Bueno. El mozo de casa lo har�. �Y de comer? �Qu� quiere usted comer? �Lo
que comemos en casa?
--S�, lo mismo.
--�No quiere usted alguna otra cosa m�s? �Aves? �Fiambres?
--No, no. En tal caso, si a usted no le molesta, quisiera que en las dos comidas
pusieran un plato de legumbres.
Con estas advertencias, la nueva patrona crey� que su hu�sped, si no estaba loco, no
le faltaba mucho.
La vida en la casa le pareci� a Andr�s m�s simp�tica que en la fonda.
Por las tardes, despu�s de las horas de bochorno, se sentaba en el patio a hablar con
la gente de casa. La patrona era una mujer morena, de tez blanca, de cara casi perfecta;
ten�a un tipo de Dolorosa; ojos negr�simos y pelo brillante como el azabache.
El marido, Pepinito, era un hombre est�pido, con facha de degenerado, cara
juanetuda, las orejas muy separadas de la cabeza y el labio colgante. Consuelo, la hija
de doce o trece a�os, no era tan desagradable como su padre ni tan bonita como su
madre.
Con un primer detalle adjudic� Andr�s sus simpat�as y antipat�as en la casa.
Una tarde de domingo, la criada cogi� una cr�a de gorri�n en el tejado y la baj� al
patio.
--Mira, ll�valo al pobrecito al corral --dijo el ama--, que se vaya.
--No puede volar --contest� la criada, y lo dej� en el suelo.
En esto entr� Pepinito, y al ver al gorri�n se acerc� a una puerta y llam� al gato. El
gato, un gato negro con los ojos dorados, se asom� al patio. Pepinito entonces, asust� al
p�jaro con el pie, y al verlo revolotear, el gato se abalanz� sobre �l y le hizo arrancar un
quejido. Luego se escap� con los ojos brillantes y el gorri�n en la boca.
--No me gusta ver esto --dijo el ama.
Pepinito, el patr�n, se ech� a re�r con un gesto de pedanter�a y de superioridad del
hombre que se encuentra por encima de todo sentimentalismo.
IV.- La hostilidad m�dica
Don Juan S�nchez hab�a llegado a Alcolea hac�a m�s de treinta a�os de maestro
cirujano; despu�s, pasando unos ex�menes, se lleg� a licenciar. Durante bastantes a�os
estuvo, con relaci�n al m�dico antiguo, en una situaci�n de inferioridad, y cuando el
otro muri�, el hombre comenz� a crecerse y a pensar que ya que �l tuvo que sufrir las
chinchorrer�as del m�dico anterior, era l�gico que el que viniera sufriera las suyas.
Don Juan era un manchego ap�tico y triste, muy serio, muy grave, muy aficionado a
los toros.
No perd�a ninguna de las corridas importantes de la provincia, y llegaba a ir hasta
las fiestas de los pueblos de la Mancha baja y de Andaluc�a.
Esta afici�n bast� a Andr�s para considerarle como un bruto.
El primer rozamiento que tuvieron Hurtado y �l fue por haber ido S�nchez a una
corrida de Baeza.
Una noche llamaron a Andr�s del molino de la Estrella, un molino de harina que se
hallaba a un cuarto de hora del pueblo.
Fueron a buscarle en un cochecito.
La hija del molinero estaba enferma; ten�a el vientre hinchado, y esta hinchaz�n del
vientre se hab�a complicado con una retenci�n de orina.
A la enferma la visitaba S�nchez; pero aquel d�a, al llamarle por la ma�ana
temprano, dijeron en casa del m�dico que no estaba; se hab�a ido a los toros de Baeza.
Don Tom�s tampoco se encontraba en el pueblo.
El cochero fue explicando a Andr�s lo ocurrido, mientras animaba al caballo con la
fusta.
Hac�a una noche admirable; miles de estrellas resplandec�an soberbias, y de cuando
en cuando pasaba alg�n meteoro por el cielo. En pocos momentos, y dando algunos
barquinazos en los hoyos de la carretera, llegaron al molino.
Al detenerse el coche, el molinero se asom� a ver qui�n ven�a, y exclam�:
--�C�mo? �No estaba don Tom�s?
--No.
--�Y a qui�n traes aqu�?
--Al m�dico nuevo.
El molinero, iracundo, comenz� a insultar a los m�dicos. Era hombre rico y
orgulloso, que se cre�a digno de todo.
--Me han llamado aqu� para ver a una enferma --dijo Andr�s fr�amente--. �Tengo
que verla o no? Porque si no, me vuelvo.
--Ya, �qu� se va a hacer! Suba usted.
Andr�s subi� una escalera hasta el piso principal, y entr� detr�s del molinero en un
cuarto en donde estaba una muchacha en la cama y su madre cuid�ndola.
Andr�s se acerc� a la cama. El molinero sigui� renegando.
--Bueno. C�llese usted --le dijo Andr�s--, si quiere usted que reconozca a la
enferma.
El hombre se call�. La muchacha era hidr�pica, ten�a v�mitos, disnea y ligeras
convulsiones.
Andr�s examin� a la enferma; su vientre hinchado parec�a el de una rana, a la
palpaci�n se notaba claramente la fluctuaci�n del l�quido que llenaba el peritoneo.
--�Qu�? �Qu� tiene? --pregunt� la madre.
--Esto es una enfermedad del h�gado, cr�nica, grave --contest� Andr�s,
retir�ndose de la cama para que la muchacha no le oyera--; ahora la hidropes�a se ha
complicado con la retenci�n de orina.
--�Y qu� hay que hacer, Dios m�o? �O no tiene cura?
--Si se pudiera esperar, ser�a mejor que viniera S�nchez. �l debe conocer la marcha
de la enfermedad.
--�Pero se puede esperar? --pregunt� el padre con voz col�rica.
Andr�s volvi� a reconocer a la enferma; el pulso estaba muy d�bil; la insuficiencia
respiratoria, probablemente resultado de la absorci�n de la urea en la sangre, iba
aumentando; las convulsiones se suced�an con m�s fuerza. Andr�s tom� la temperatura.
No llegaba a la normal.
--No se puede esperar --dijo Hurtado, dirigi�ndose a la madre.
--�Qu� hay que hacer? --exclam� el molinero--. Obre usted...
--Habr�a que hacer la punci�n abdominal --repuso Andr�s, siempre hablando a la
madre--. Si no quieren ustedes que la haga yo...
--S�, s�, usted.
--Bueno; entonces ir� a casa, coger� mi estuche y volver�.
El mismo molinero se puso al pescante del coche. Se ve�a que la frialdad desde�osa
de Andr�s le irritaba. Fueron los dos durante el camino sin hablarse. Al llegar a su casa,
Andr�s baj�, cogi� su estuche, un poco de algod�n y una pastilla de sublimado.
Volvieron al molino.
Andr�s anim� un poco a la enferma, jabon� y friccion� la piel en el sitio de
elecci�n, y hundi� el tr�car en el vientre abultado de la muchacha. Al retirar el tr�car y
dejar la c�nula, manaba el agua, verdosa, llena de serosidades, como de una fuente a un
barre�o.
Despu�s de vaciarse el l�quido, Andr�s pudo sondar la vejiga, y la enferma comenz�
a respirar f�cilmente. La temperatura subi� en seguida por encima de la normal.
Los s�ntomas de la uremia iban desapareciendo. Andr�s hizo que le dieran leche a la
muchacha, que qued� tranquila.
En la casa hab�a un gran regocijo.
--No creo que esto haya acabado --dijo Andr�s a la madre--; se reproducir�,
probablemente.
--�Qu� cree usted que deb�amos hacer? --pregunt� ella humildemente.
--Yo, como ustedes, ir�a a Madrid a consultar con un especialista.
Hurtado se despidi� de la madre y de la hija. El molinero mont� en el pescante del
coche para llevar a Andr�s a Alcolea. La ma�ana comenzaba a sonre�r en el cielo; el sol
brillaba en los vi�edos y en los olivares; las parejas de mulas iban a la labranza, y los
campesinos, de negro, montados en las ancas de los borricos, les segu�an.
Grandes bandadas de cuervos pasaban por el aire.
El molinero fue sin hablar en todo el camino; en su alma luchaban el orgullo y el
agradecimiento; quiz� esperaba que Andr�s le dirigiera la palabra; pero �ste no despeg�
los labios. Al llegar a casa baj� del coche, y murmur�:
--Buenos d�as.
--�Adi�s!
Y los dos hombres se despidieron como dos enemigos.
Al d�a siguiente, S�nchez se le acerc� a Andr�s, m�s ap�tico y m�s triste que nunca.
--Usted quiere perjudicarme --le dijo.
--S� por qu� dice usted eso --le contest� Andr�s--; pero yo no tengo la culpa. He
visitado a esa muchacha, porque vinieron a buscarme, y la oper�, porque no hab�a m�s
remedio, porque se estaba muriendo.
--S�; pero tambi�n le dijo usted a la madre que fuera a ver a un especialista de
Madrid, y eso no va en beneficio de usted ni en beneficio m�o.
S�nchez no comprend�a que este consejo lo hubiera dado Andr�s por probidad, y
supon�a que era por perjudicarle a �l. Tambi�n cre�a que por su cargo ten�a un derecho a
cobrar una especie de contribuci�n por todas las enfermedades de Alcolea. Que el t�o
Fulano cog�a un catarro fuerte, pues eran seis visitas para �l; que padec�a un
reumatismo, pues pod�an ser hasta veinte visitas.
El caso de la chica del molinero se coment� mucho en todas partes e hizo suponer
que Andr�s era un m�dico conocedor de procedimientos modernos.
S�nchez, al ver que la gente se inclinaba a creer en la ciencia del nuevo m�dico,
emprendi� una campa�a contra �l. Dijo que era hombre de libros, pero sin pr�ctica
alguna, y que adem�s era un tipo misterioso, del cual no se pod�a uno fiar.
Al ver que S�nchez le declaraba la guerra francamente, Andr�s se puso en guardia.
Era demasiado esc�ptico en cuestiones de medicina para hacer imprudencias. Cuando
hab�a que intervenir en casos quir�rgicos, enviaba al enfermo a S�nchez que, como
hombre de conciencia bastante el�stica, no se alarmaba por dejarle a cualquiera ciego o
manco.
Andr�s casi siempre empleaba los medicamentos a peque�as dosis; muchas veces
no produc�an efecto; pero al menos no corr�a el peligro de una torpeza. No dejaba de
tener �xitos; pero �l se confesaba ingenuamente a s� mismo que, a pesar de sus �xitos,
no hac�a casi nunca un diagn�stico bien.
Claro que por prudencia no aseguraba los primeros d�as nada; pero casi siempre las
enfermedades le daban sorpresas; una supuesta pleures�a, aparec�a como una lesi�n
hep�tica; una tifoidea, se le transformaba en una gripe real.
Cuando la enfermedad era clara, una viruela o una pulmon�a, entonces la conoc�a �l
y la conoc�an las comadres de la vecindad, y cualquiera.
�l no dec�a que los �xitos se deb�an a la casualidad; hubiera sido absurdo; pero
tampoco los luc�a como resultado de su ciencia.
Hab�a cosas grotescas en la pr�ctica diaria; un enfermo que tomaba un poco de
jarabe simple, y se encontraba curado de una enfermedad cr�nica del est�mago; otro,
que con el mismo jarabe, dec�a que se pon�a a la muerte.
Andr�s estaba convencido de que en la mayor�a de los casos una terap�utica muy
activa no pod�a ser beneficiosa m�s que en manos de un buen cl�nico, y para ser un buen
cl�nico era indispensable, adem�s de facultades especiales, una gran pr�ctica.
Convencido de esto, se dedicaba al m�todo expectante.
Daba mucha agua con jarabe. Ya le hab�a dicho confidencialmente al boticario:
--Usted cobre como si fuera quinina.
Este escepticismo en sus conocimientos y en su profesi�n le daba prestigio.
A ciertos enfermos les recomendaba los preceptos higi�nicos, pero nadie le hac�a
caso.
Ten�a un cliente, due�o de unas bodegas, un viejo artr�tico, que se pasaba la vida
leyendo folletines.
Andr�s le aconsejaba que no comiera carne y que anduviera.
--Pero si me muero de debilidad, doctor --dec�a �l--. No como m�s que un
pedacito de carne, una copa de Jerez y una taza de caf�.
--Todo eso es mal�simo --dec�a Andr�s.
Este demagogo, que negaba la utilidad de comer carne, indignaba a la gente
acomodada... y a los carniceros.
Hay una frase de un escritor franc�s que quiere ser tr�gica y es enormemente
c�mica. Es as�: "Desde hace treinta a�os no se siente placer en ser franc�s." El vinatero
artr�tico deb�a decir: "Desde que ha venido este m�dico, no se siente placer en ser rico."
La mujer del secretario del Ayuntamiento, una mujer muy remilgada y redicha, quer�a
convencer a Hurtado de que deb�a casarse y quedarse definitivamente en Alcolea.
--Ya veremos --contestaba Andr�s.
V.- Alcolea del Campo
Las costumbres de Alcolea eran espa�olas puras, es decir, de un absurdo completo.
El pueblo no ten�a el menor sentido social; las familias se met�an en sus casas, como
los trogloditas en su cueva. No hab�a solidaridad; nadie sab�a ni pod�a utilizar la fuerza
de la asociaci�n. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no sal�an
m�s que los domingos a misa.
Por falta de instinto colectivo el pueblo se hab�a arruinado.
En la �poca del tratado de los vinos con Francia, todo el mundo, sin consultarse los
unos a los otros, comenz� a cambiar el cultivo de sus campos, dejando el trigo y los
cereales, y poniendo vi�edos; pronto el r�o de vino de Alcolea se convirti� en r�o de oro.
En este momento de prosperidad, el pueblo se agrand�, se limpiaron las calles, se
pusieron aceras, se instal� la luz el�ctrica...; luego vino la terminaci�n del tratado, y
como nadie sent�a la responsabilidad de representar el pueblo, a nadie se le ocurri�
decir: Cambiemos el cultivo; volvamos a nuestra vida antigua; empleemos la riqueza
producida por el vino en transformar la tierra para las necesidades de hoy. Nada.
El pueblo acept� la ruina con resignaci�n.
--Antes �ramos ricos --se dijo cada alcoleano--. Ahora seremos pobres. Es igual;
viviremos peor, suprimiremos nuestras necesidades.
Aquel estoicismo acab� de hundir al pueblo.
Era natural que as� fuese; cada ciudadano de Alcolea se sent�a tan separado del
vecino como de un extranjero. No ten�an una cultura com�n (no la ten�an de ninguna
clase); no participaban de admiraciones comunes: s�lo el h�bito, la rutina les un�a; en el
fondo, todos eran extra�os a todos.
Muchas veces a Hurtado le parec�a Alcolea una ciudad en estado de sitio. El sitiador
era la moral, la moral cat�lica. All� no hab�a nada que no estuviera almacenado y
recogido: las mujeres en sus casas, el dinero en las carpetas, el vino en las tinajas.
Andr�s se preguntaba: �Qu� hacen estas mujeres? �En qu� piensan? �C�mo pasan
las horas de sus d�as? Dif�cil era averiguarlo.
Con aquel r�gimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden admirable; s�lo
un cementerio bien cuidado pod�a sobrepasar tal perfecci�n.
Esta perfecci�n se consegu�a haciendo que el m�s inepto fuera el que gobernara. La
ley de selecci�n en pueblos como aqu�l se cumpl�a al rev�s. El cedazo iba separando el
grano de la paja, luego se recog�a la paja y se desperdiciaba el grano.
Alg�n burl�n hubiera dicho que este aprovechamiento de la paja entre espa�oles no
era raro. Por aquella selecci�n a la inversa, resultaba que los m�s aptos all� eran
precisamente los m�s ineptos.
En Alcolea hab�a pocos robos y delitos de sangre: en cierta �poca los hab�a habido
entre jugadores y matones; la gente pobre no se mov�a, viv�a en una pasividad l�nguida;
en cambio los ricos se agitaban, y la usura iba sorbiendo toda la vida de la ciudad.
El labrador, de humilde pasar, que durante mucho tiempo ten�a una casa con cuatro
o cinco parejas de mulas, de pronto aparec�a con diez, luego con veinte; sus tierras se
extend�an cada vez m�s, y �l se colocaba entre los ricos.
La pol�tica de Alcolea respond�a perfectamente al estado de inercia y desconfianza
del pueblo.
Era una pol�tica de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se
llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales, y los
Mochuelos conservadores.
En aquel momento dominaban los Mochuelos. El Mochuelo principal era el alcalde,
un hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves, que
suavemente iba llev�ndose todo lo que pod�a del municipio.
El cacique liberal del partido de los Ratones era don Juan, un tipo b�rbaro y
desp�tico, corpulento y forzudo, con unas manos de gigante; hombre, que cuando
entraba a mandar, trataba al pueblo en conquistador. Este gran Rat�n no disimulaba
como el Mochuelo; se quedaba con todo lo que pod�a, sin tomarse el trabajo de ocultar
decorosamente sus robos.
Alcolea se hab�a acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraba
necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repart�an el bot�n;
ten�an unos para otros un "tab�" especial, como el de los polinesios.
Andr�s pod�a estudiar en Alcolea todas aquellas manifestaciones del �rbol de la
vida, y de la vida �spera manchega: la expansi�n del ego�smo, de la envidia, de la
crueldad, del orgullo.
A veces pensaba que todo esto era necesario; pensaba tambi�n que se pod�a llegar
en la indiferencia intelectualista, hasta disfrutar contemplando estas expansiones,
formas violentas de la vida.
�Por qu� incomodarse, si todo est� determinado, si es fatal, si no puede ser de otra
manera?, se preguntaba. �No era cient�ficamente un poco absurdo el furor que le entraba
muchas veces al ver las injusticias del pueblo? Por otro lado: �no estaba tambi�n
determinado, no era fatal el que su cerebro tuviera una irritaci�n que le hiciera protestar
contra aquel estado de cosas violentamente? Andr�s discut�a muchas veces con su
patrona. Ella no pod�a comprender que Hurtado afirmase que era mayor delito robar a la
comunidad, al Ayuntamiento, al Estado, que robar a un particular.
Ella dec�a que no; que defraudar a la comunidad, no pod�a ser tanto como robar a
una persona. En Alcolea casi todos los ricos defraudaban a la Hacienda, y no se les ten�a
por ladrones.
Andr�s trataba de convencerla, de que el da�o hecho con el robo a la comunidad,
era m�s grande que el producido contra el bolsillo de un particular; pero la Dorotea no
se convenc�a.
--�Qu� hermosa ser�a una revoluci�n --dec�a Andr�s a su patrona--, no una
revoluci�n de oradores y de miserables charlatanes, sino una revoluci�n de verdad!
Mochuelos y Ratones, colgados de los faroles, ya que aqu� no hay �rboles; y luego lo
almacenado por la moral cat�lica, sacarlo de sus rincones y echarlo a la calle: los
hombres, las mujeres, el dinero, el vino; todo a la calle.
Dorotea se re�a de estas ideas de su hu�sped, que le parec�an absurdas.
Como buen epic�reo, Andr�s no ten�a tendencia alguna por el apostolado.
Los del Centro republicano le hab�an dicho que diera conferencias acerca de
higiene; pero �l estaba convencido de que todo aquello era in�til, completamente est�ril.
�Para qu�? Sab�a que ninguna de estas cosas hab�a de tener eficacia, y prefer�a no
ocuparse de ellas.
Cuando le hablaban de pol�tica, Andr�s dec�a a los j�venes republicanos.
--No hagan ustedes un partido de protesta. �Para qu�? Lo menos malo que puede
ser es una colecci�n de ret�ricos y de charlatanes; lo m�s malo es que sea otra banda de
Mochuelos o de Ratones.
--�Pero, don Andr�s! Algo hay que hacer.
--�Qu� van ustedes a hacer! �Es imposible! Lo �nico que pueden ustedes hacer es
marcharse de aqu�.
El tiempo en Alcolea le resultaba a Andr�s muy largo.
Por la ma�ana hac�a su visita; despu�s volv�a a casa y tomaba el ba�o.
Al atravesar el corralillo se encontraba con la patrona, que dirig�a alguna labor de la
casa; la criada sol�a estar lavando la ropa en una media tinaja, cortada en sentido
longitudinal que parec�a una canoa, y la ni�a correteaba de un lado a otro.
En este corralillo ten�an una sarmentera, donde se secaban las gavillas de
sarmientos, y montones de le�a de cepas viejas.
Andr�s abr�a la antigua tahona y se ba�aba. Despu�s iba a comer.
El oto�o todav�a parec�a verano; era costumbre dormir la siesta.
Estas horas de siesta se le hac�an a Hurtado pesadas, horribles.
En su cuarto echaba una estera en el suelo y se tend�a sobre ella, a oscuras. Por la
rendija de las ventanas entraba una l�mina de luz; en el pueblo dominaba el m�s
completo silencio; todo estaba aletargado bajo el calor del sol; algunos moscones
rezongaban en los cristales; la tarde bochornosa, era interminable.
Cuando pasaba la fuerza del d�a, Andr�s sal�a al patio y se sentaba a la sombra del
emparrado a leer.
El ama, su madre y la criada cos�an cerca del pozo; la ni�a hac�a encaje de bolillos
con hilos y unos alfileres clavados sobre una almohada; al anochecer regaban los tiestos
de claveles, de geranios y de albahacas.
Muchas veces ven�an vendedores y vendedoras ambulantes a ofrecer frutas,
hortalizas o caza.
--�Ave Mar�a Pur�sima! --dec�an al entrar. Dorotea ve�a lo que tra�an.
--�Le gusta a usted esto, don Andr�s? --le preguntaba Dorotea a Hurtado.
--S�, pero por m� no se preocupe usted --contestaba �l.
Al anochecer volv�a el patr�n.
Estaba empleado en unas bodegas, y conclu�a a aquella hora el trabajo.
Pepinito era un hombre petulante; sin saber nada, ten�a la pedanter�a de un
catedr�tico. Cuando explicaba algo bajaba los p�rpados, con un aire de suficiencia tal,
que a Andr�s le daban ganas de extrangularle.
Pepinito trataba muy mal a su mujer y a su hija; constantemente las llamaba
est�pidas, borricas, torpes; ten�a el convencimiento de que �l era el �nico que hac�a bien
las cosas.
--�Que este bestia tenga una mujer tan guapa y tan simp�tica, es verdaderamente
desagradable! --pensaba Andr�s.
Entre las man�as de Pepinito estaba la de pasar por tremendo.
Le gustaba contar historias de ri�as y de muertes. Cualquiera al o�rle hubiese cre�do
que se estaban matando continuamente en Alcolea; contaba un crimen ocurrido hac�a
cinco a�os en el pueblo, y le daba tales variaciones y lo explicaba de tan distintas
maneras, que el crimen se desdoblaba y se multiplicaba.
Pepinito era del Tomelloso, y todo lo refer�a a su pueblo. El Tomelloso, seg�n �l,
era la ant�tesis de Alcolea; Alcolea era lo vulgar, el Tomelloso lo extraordinario; que se
hablase de lo que se hablase, Pepinito le dec�a a Andr�s:
--Deb�a usted ir al Tomelloso.
All� no hay ni un �rbol.
--Ni aqu� tampoco --le contestaba Andr�s, riendo.
--S�. Aqu� algunos --replicaba Pepinito--. All� todo el pueblo est� agujereado por
las cuevas para el vino, y no crea usted que son modernas, no, sino antiguas. All� ve
usted tinajones grandes metidos en el suelo. All� todo el vino que se hace es natural;
malo muchas veces, porque no saben prepararlo, pero natural.
--�Y aqu�? --Aqu� ya emplean la qu�mica --dec�a Pepinito, para quien Alcolea era
un pueblo degenerado por la civilizaci�n--; tartratos, campeche, fuchsina, demonios le
echan �stos al vino.
Al final de septiembre, unos d�as antes de la vendimia, la patrona le dijo a Andr�s:
--�Usted no ha visto nuestra bodega? --No.
--Pues vamos ahora a arreglarla.
El mozo y la criada estaban sacando le�a y sarmientos, metidos durante todo el
invierno en el lagar; y dos alba�iles iban picando las paredes. Dorotea y su hija le
ense�aron a Hurtado el lagar a la antigua, con su viga para prensar, las chanclas de
madera y de esparto que se ponen los pisadores en los pies y los vendos para
sujet�rselas.
Le mostraron las piletas donde va cayendo el mosto y lo recogen en cubos, y la
moderna bodega capaz para dos cosechas con barricas y conos de madera.
--Ahora, si no tiene usted miedo, bajaremos a la cueva antigua --dijo Dorotea.
--Miedo, �de qu�? --�Ah! Es una cueva donde hay duendes, seg�n dicen.
--Entonces hay que ir a saludarlos.
El mozo encendi� un candil y abri� una puerta que daba al corral. Dorotea, la ni�a y
Andr�s le siguieron. Bajaron a la cueva por una escalera desmoronada. El techo
rezumaba humedad. Al final de la escalera se abr�a una b�veda que daba paso a una
verdadera catacumba h�meda, fr�a, largu�sima, tortuosa.
En el primer trozo de esta cueva hab�a una serie de tinajones empotrados a medias
en la pared; en el segundo, de techo m�s bajo, se ve�an las tinajas de Colmenar, altas,
enormes, en fila, y a su lado las hechas en el Toboso, peque�as, llenas de mugre, que
parec�an viejas gordas y grotescas.
La luz del candil, al iluminar aquel antro, parec�a agrandar y achicar
alternativamente el vientre abultado de las vasijas.
Se explicaba que la fantas�a de la gente hubiese transformado en duendes aquellas
�nforas vinarias, de las cuales, las ventrudas y abultadas tinajas tobose�as, parec�an
enanos; y las altas y airosas fabricadas en Colmenar ten�an aire de gigantes. Todav�a en
el fondo se abr�a un anchur�n con doce grandes tinajones. Este hueco se llamaba la Sala
de los Ap�stoles.
El mozo asegur� que en aquella cueva se hab�an encontrado huesos humanos, y
mostr� en la pared la huella de una mano que �l supon�a era de sangre.
--Si a don Andr�s le gustara el vino --dijo Dorotea--, le dar�amos un vaso de este
a�ejo que tenemos en la solera.
--No, no; gu�rdelo usted para las grandes fiestas.
D�as despu�s comenz� la vendimia. Andr�s se acerc� al lagar, y el ver aquellos
hombres sudando y agit�ndose en el rinc�n bajo de techo, le produjo una impresi�n
desagradable. No cre�a que esta labor fuera tan penosa.
Andr�s record� a Iturrioz, cuando dec�a que s�lo lo artificial es bueno, y pens� que
ten�a raz�n.
Las decantadas labores rurales, motivo de inspiraci�n para los poetas, le parec�an
est�pidas y bestiales. �Cu�nto m�s hermosa, aunque estuviera fuera de toda idea de
belleza tradicional, la funci�n de un motor el�ctrico, que no este trabajo muscular, rudo,
b�rbaro y mal aprovechado!
VI.- Tipos de casino
Al llegar el invierno, las noches largas y fr�as hicieron a Hurtado buscar un refugio
fuera de casa, donde distraerse y pasar el tiempo. Comenz� a ir al casino de Alcolea.
Este casino, "La Fraternidad", era un vestigio del antiguo esplendor del pueblo;
ten�a salones inmensos, mal decorados, espejos de cuerpo entero, varias mesas de billar
y una peque�a biblioteca con algunos libros.
Entre la generalidad de los tipos vulgares, oscuros, borrosos que iban al casino a
leer los peri�dicos y hablar de pol�tica, hab�a dos personajes verdaderamente
pintorescos.
Uno de ellos era el pianista; el otro, un tal don Blas Carre�o, hidalgo acomodado de
Alcolea.
Andr�s lleg� a intimar bastante con los dos.
El pianista era un viejo flaco, afeitado, de cara estrecha, larga y anteojos de gruesas
lentes. Vest�a de negro y accionaba al hablar de una manera un tanto afeminada. Era al
mismo tiempo organista de la iglesia, lo que le daba cierto aspecto eclesi�stico.
El otro se�or, don Blas Carre�o, tambi�n era flaco; pero m�s alto, de nariz aguile�a,
pelo entrecano, tez cetrina y aspecto marcial.
Este buen hidalgo hab�a llegado a identificarse con la vida antigua y a convencerse
de que la gente discurr�a y obraba como los tipos de las obras espa�olas cl�sicas, de tal
manera, que hab�a ido poco a poco arcaizando su lenguaje, y entre burlas y veras
hablaba con el alambicamiento de los personajes de Feliciano de Silva, que tanto
encantaba a Don Quijote.
El pianista imitaba a Carre�o y le ten�a como modelo. Al saludar a Andr�s, le dijo:
--Este mi se�or don Blas, querido y agareno amigo, ha tenido la dignaci�n de
presentarme a su merced como un hijo predilecto de Euterpe; pero no soy, aunque me
pesa, y su merced lo habr� podido comprobar con el array�n de su buen juicio, m�s que
un pobre, cuanto humilde aficionado al trato de las Musas, que labora con estas sus
torpes manos en amenizar las veladas de los socios, en las frigid�simas noches del
helado invierno.
Don Blas escuchaba a su disc�pulo sonriendo. Andr�s, al o�r a aquel se�or
expresarse as�, crey� que se trataba de un loco; pero luego vio que no, que el pianista
era una persona de buen sentido.
�nicamente ocurr�a, que tanto don Blas como �l, hab�an tomado la costumbre de
hablar de esta manera enf�tica y altisonante hasta familiarizarse con ella. Ten�an frases
hechas, que las empleaban a cada paso: el ascua de la inteligencia, la flecha de la
sabidur�a, el collar de perlas de las observaciones juiciosas, el jard�n del buen decir...
Don Blas le invit� a Hurtado a ir a su casa y le mostr� su biblioteca con varios
armarios llenos de libros espa�oles y latinos. Don Blas la puso a disposici�n del nuevo
m�dico.
--Si alguno de estos libros le interesa a usted, puede usted llev�rselo --le dijo
Carre�o.
--Ya aprovechar� su ofrecimiento.
Don Blas era para Andr�s un caso digno de estudio. A pesar de su inteligencia no
notaba lo que pasaba a su alrededor; la crueldad de la vida en Alcolea, la explotaci�n
inicua de los miserables por los ricos, la falta de instinto social, nada de esto para �l
exist�a, y si exist�a ten�a un car�cter de cosa libresca, serv�a para decir:
--Dice Scaligero... o: Afirma Huarte en su "Examen de ingenios"...
Don Blas era un hombre extraordinario, sin nervios; para �l no hab�a calor, ni fr�o,
placer ni dolor. Una vez dos socios del casino le gastaron una broma trascendental; le
llevaron a cenar a una venta y le dieron a prop�sito unas migas detestables, que parec�an
de arena, dici�ndole que eran las verdaderas migas del pa�s, y don Blas las encontr� tan
excelentes y las elogi� de tal modo y con tales hip�rboles, que lleg� a convencer a sus
amigos de su bondad. El manjar m�s insulso, si se lo daban diciendo que estaba hecho
con una receta antigua y que figuraba en "La Lozana Andaluza", le parec�a maravilloso.
En su casa gozaba ofreciendo a sus amigos sus golosinas.
--Tome usted esos melindres, que me han tra�do expresamente de Yepes...; esta
agua no la beber� usted en todas partes, es de la fuente del Maillo.
Don Blas viv�a en plena arbitrariedad; para �l hab�a gente que no ten�a derecho a
nada; en cambio otros lo merec�an todo. �Por qu�? Probablemente porque s�.
Dec�a don Blas que odiaba a las mujeres, que le hab�an enga�ado siempre; pero no
era verdad; en el fondo esta actitud suya serv�a para citar trozos de Marcial, de Juvenal,
de Quevedo...
A sus criados y labriegos don Blas les llamaba galopines, bellacos, follones, casi
siempre sin motivo, s�lo por el gusto de emplear estas palabras quijotescas.
Otra cosa que le encantaba a don Blas era citar los pueblos con sus nombres
antiguos: Est�bamos una vez en Alc�zar de San Juan, la antigua Alce... En Baeza, la
Biatra de Ptolomeo, nos encontramos un d�a...
Andr�s y don Blas se asombraban mutuamente. Andr�s se dec�a:
--�Pensar que este hombre y otros muchos como �l viven en esta mentira,
envenenados con los restos de una literatura, y de una palabrer�a amanerada es
verdaderamente extraordinario! En cambio, don Blas miraba a Andr�s sonriendo, y
pensaba: �Qu� hombre m�s raro! Varias veces discutieron acerca de religi�n, de pol�tica,
de la doctrina evolucionista. Estas cosas del darwinismo como dec�a �l, le parec�an a
don Blas cosas inventadas para divertirse. Para �l los datos comprobados no
significaban nada. Cre�a en el fondo que se escrib�a para demostrar ingenio, no para
exponer ideas con claridad, y que la investigaci�n de un sabio se echaba abajo con una
frase graciosa.
A pesar de su divergencia, don Blas no le era antip�tico a Hurtado.
El que s� le era antip�tico e insoportable era un jovencito, hijo de un usurero, que en
Alcolea pasaba por un prodigio, y que iba con frecuencia al casino. Este joven, abogado,
hab�a le�do algunas revistas francesas reaccionarias, y se cre�a en el centro del mundo.
Dec�a que �l contemplaba todo con una sonrisa ir�nica y piadosa.
Cre�a tambi�n que se pod�a hablar de filosof�a empleando los lugares comunes del
casticismo espa�ol, y que Balmes era un gran fil�sofo.
Varias veces el joven, que contemplaba todo con una sonrisa ir�nica y piadosa,
invit� a Hurtado a discutir; pero Andr�s rehuy� la discusi�n con aquel hombre que, a
pesar de su barniz de cultura, le parec�a de una imbecilidad fundamental.
Esta sentencia de Dem�crito, que hab�a le�do en la Historia del Materialismo de
Lange, le parec�a a Andr�s muy exacta. El que ama la contradicci�n y la verbosidad, es
incapaz de aprender nada que sea serio.
VII.- Sexualidad y pornograf�a
En el pueblo, la tienda de objetos de escritorio, era al mismo tiempo librer�a y
centro de suscripciones. Andr�s iba a ella a comprar papel y algunos peri�dicos.
Un d�a le choc� ver que el librero ten�a quince a veinte tomos con una cubierta en
donde aparec�a una mujer desnuda. Eran de estas novelas a estilo franc�s; novelas
pornogr�ficas, torpes, con cierto barniz psicol�gico hechas para uso de militares,
estudiantes y gente de poca mentalidad.
--�Es que eso se vende? --le pregunt� Andr�s al librero.
--S�; es lo �nico que se vende.
El fen�meno parec�a parad�jico y sin embargo era natural. Andr�s hab�a o�do a su
t�o Iturrioz que en Inglaterra, en donde las costumbres eran interiormente de una libertad
extraordinaria, libros, aun los menos sospechosos de libertinaje, estaban prohibidos, y
las novelas que las se�oritas francesas o espa�olas le�an delante de sus madres, all� se
consideraban nefandas.
En Alcolea suced�a lo contrario; la vida era de una moralidad terrible; llevarse a una
mujer sin casarse con ella, era m�s dif�cil que raptar a la Giralda de Sevilla a las doce
del d�a; pero en cambio se le�an libros pornogr�ficos de una pornograf�a grotesca por lo
trascendental.
Todo esto era l�gico. En Londres, al agrandarse la vida sexual por la libertad de
costumbres, se achicaba la pornograf�a; en Alcolea, al achicarse la vida sexual, se
agrandaba la pornograf�a.
--Qu� paradoja �sta de la sexualidad --pensaba Andr�s al ir a su casa--. En los
pa�ses donde la vida es intensamente sexual no existen motivos de lubricidad; en
cambio en aquellos pueblos como Alcolea, en donde la vida sexual era tan mezquina y
tan pobre, las alusiones er�ticas a la vida del sexo estaban en todo.
Y era natural, era en el fondo un fen�meno de compensaci�n.
VIII.- El dilema
Poco a poco y sin saber c�mo, se form� alrededor de Andr�s una mala reputaci�n;
se le consideraba hombre violento, orgulloso, mal intencionado, que se atra�a la
antipat�a de todos.
Era un demagogo, malo, da�ino, que odiaba a los ricos y no quer�a a los pobres.
Andr�s fue notando la hostilidad de la gente del casino y dej� de frecuentarlo.
Al principio se aburr�a.
Los d�as iban sucedi�ndose a los d�as y cada uno tra�a la misma desesperanza, la
seguridad de no saber qu� hacer, la seguridad de sentir y de inspirar antipat�a, en el
fondo sin motivo, por una mala inteligencia.
Se hab�a decidido a cumplir sus deberes de m�dico al pie de la letra.
Llegar a la abstenci�n pura, completa, en la peque�a vida social de Alcolea, le
parec�a la perfecci�n.
Andr�s no era de estos hombres que consideran el leer como un suced�neo de vivir;
�l le�a porque no pod�a vivir. Para alternar con esta gente del casino, est�pida y mal
intencionada, prefer�a pasar el tiempo en su cuarto, en aquel mausoleo blanqueado y
silencioso.
�Pero con qu� gusto hubiera cerrado los libros si hubiera habido algo importante
que hacer; algo como pegarle fuego al pueblo o reconstruirlo! La inacci�n le irritaba.
De haber caza mayor, le hubiera gustado marcharse al campo; pero para matar
conejos, prefer�a quedarse en casa.
Sin saber qu� hacer, paseaba como un lobo por aquel cuarto.
Muchas veces intent� dejar de leer estos libros de filosof�a. Pens� que quiz� le
irritaban. Quiso cambiar de lecturas. Don Blas le prest� una porci�n de libros de
historia. Andr�s se convenci� de que la historia es una cosa vac�a.
Crey� como Schopenhauer que el que lea con atenci�n "Los Nueve Libros de
Herodoto", tiene todas las combinaciones posibles de cr�menes, destronamientos,
hero�smos e injusticias, bondades y maldades que puede suministrar la historia.
Intent� tambi�n un estudio poco humano y trajo de Madrid y comenz� a leer un
libro de astronom�a, la Gu�a del Cielo de Klein, pero le faltaba la base de las
matem�ticas y pens� que no ten�a fuerza en el cerebro para dominar esto. Lo �nico que
aprendi� fue el plano estelar. Orientarse en ese infinito de puntos luminosos, en donde
brillan como dioses Arturus y Vega, Altair y Aldebar�n era para �l una voluptuosidad
algo triste; recorrer con el pensamiento esos cr�teres de la Luna y el mar de la
Serenidad; leer esas hip�tesis acerca de la V�a L�ctea y de su movimiento alrededor de
ese supuesto sol central que se llama Alci�n y que est� en el grupo de las Pl�yades, le
daba el v�rtigo.
Se le ocurri� tambi�n escribir; pero no sab�a por d�nde empezar, ni manejaba
suficientemente el mecanismo del lenguaje para expresarse con claridad.
Todos los sistemas que discurr�a para encauzar su vida dejaban precipitados
insolubles, que demostraban el error inicial de sus sistemas.
Comenzaba a sentir una irritaci�n profunda contra todo.
A los ocho o nueve meses de vivir as� excitado y aplanado al mismo tiempo,
empez� a padecer dolores articulares; adem�s el pelo se le ca�a muy abundantemente.
--Es la castidad --se dijo.
Era l�gico; era un neuroartr�tico. De chico, su artritismo se hab�a manifestado por
jaquecas y por tendencia hipocondr�aca. Su estado artr�tico se exacerbaba. Se iban
acumulando en el organismo las sustancias de desecho y esto ten�a que engendrar
productos de oxidaci�n incompleta, el �cido �rico sobre todo.
El diagn�stico lo consider� como exacto; el tratamiento era lo dif�cil.
Este dilema se presentaba ante �l. Si quer�a vivir con una mujer ten�a que casarse,
someterse. Es decir, dar por una cosa de la vida toda su independencia espiritual,
resignarse a cumplir obligaciones y deberes sociales, a guardar consideraciones a un
suegro, a una suegra, a un cu�ado; cosa que le horrorizaba.
Seguramente entre aquellas muchachas de Alcolea, que no sal�an m�s que los
domingos a la iglesia, vestidas como papagayos, con un mal gusto exorbitante, hab�a
algunas, quiz� muchas, agradables, simp�ticas. �Pero qui�n las conoc�a? Era casi
imposible hablar con ellas. Solamente el marido podr�a llegar a saber su manera de ser y
de sentir.
Andr�s se hubiera casado con cualquiera, con una muchacha sencilla; pero no sab�a
d�nde encontrarla. Las dos se�oritas que trataba un poco eran la hija del m�dico
S�nchez y la del secretario.
La hija de S�nchez quer�a ir monja; la del secretario era de una cursiler�a
verdaderamente venenosa; tocaba el piano muy mal, calcaba las laminitas del "Blanco y
Negro" y luego las iluminaba, y ten�a unas ideas rid�culas y falsas de todo.
De no casarse Andr�s pod�a transigir e ir con los perdidos del pueblo a casa de la
Fulana o de la Zutana, a estas dos calles en donde las mujeres de vida airada viv�an
como en los antiguos burdeles medievales; pero esta promiscuidad era ofensiva para su
orgullo. �Qu� m�s triunfo para la burgues�a local y m�s derrota para su personalidad si
se hubiesen contado sus devaneos? No; prefer�a estar enfermo.
Andr�s decidi� limitar la alimentaci�n, tomar s�lo vegetales y no probar la carne, ni
el vino, ni el caf�. Varias horas despu�s de comer y de cenar beb�a grandes cantidades
de agua. El odio contra el esp�ritu del pueblo le sosten�a en su lucha secreta, era uno de
esos odios profundos, que llegan a dar serenidad al que lo siente, un desprecio �pico y
altivo. Para �l no hab�a burlas, todas resbalaban por su coraza de impasibilidad.
Algunas veces pensaba que esta actitud no era l�gica. �Un hombre que quer�a ser de
ciencia y se incomodaba porque las cosas no eran como �l hubiese deseado! Era
absurdo. La tierra all� era seca; no hab�a �rboles, el clima era duro, la gente ten�a que ser
dura tambi�n.
La mujer del secretario del ayuntamiento y presidenta de la Sociedad del Perpetuo
Socorro, le dijo un d�a:
--Usted, Hurtado, quiere demostrar que se puede no tener religi�n y ser m�s bueno
que los religiosos.
--�M�s bueno, se�ora? --replic� Andr�s--. Realmente, eso no es dif�cil.
Al cabo de un mes del nuevo r�gimen, Hurtado estaba mejor; la comida escasa y
s�lo vegetal, el ba�o, el ejercicio al aire libre le iban haciendo un hombre sin nervios.
Ahora se sent�a como divinizado por su ascetismo, libre; comenzaba a vislumbrar ese
estado de "ataraxia", cantado por los epic�reos y los pirronianos.
Ya no experimentaba c�lera por las cosas ni por las personas.
Le hubiera gustado comunicar a alguien sus impresiones y pens� en escribir a
Iturrioz; pero luego crey� que su situaci�n espiritual era m�s fuerte siendo �l s�lo el
�nico testigo de su victoria.
Ya comenzaba a no tener esp�ritu agresivo. Se levantaba muy temprano, con la
aurora, y paseaba por aquellos campos llanos, por los vi�edos, hasta un olivar que �l
llamaba el tr�gico por su aspecto.
Aquellos olivos viejos, centenarios, retorcidos, parec�an enfermos atacados por el
t�tanos; entre ellos se levantaba una casa aislada y baja con bardales de cambroneras, y
en el v�rtice de la colina hab�a un molino de viento tan extraordinario, tan absurdo, con
su cuerpo rechoncho y sus brazos chirriantes, que a Andr�s le dejaba siempre
sobrecogido.
Muchas veces sal�a de casa cuando a�n era de noche y ve�a la estrella del
crep�sculo palpitar y disolverse como una perla en el horno de la aurora llena de
resplandores.
Por las noches, Andr�s se refugiaba en la cocina, cerca del fog�n bajo. Dorotea, la
vieja y la ni�a hac�an sus labores al amor de la lumbre y Hurtado charlaba o miraba
arder los sarmientos.
IX.- La mujer del t�o Garrota
Una noche de invierno, un chico fue a llamar a Andr�s; una mujer hab�a ca�do a la
calle y estaba muri�ndose.
Hurtado se emboz� en la capa, y de prisa, acompa�ado del chico, lleg� a una calle
extraviada, cerca de una posada de arrieros que se llamaba el Parador de la Cruz.
Se encontr� con una mujer privada de sentido, y asistida por unos cuantos vecinos
que formaban un grupo alrededor de ella.
Era la mujer de un prendero llamado el t�o Garrota; ten�a la cabeza ba�ada en
sangre y hab�a perdido el conocimiento.
Andr�s hizo que llevaran a la mujer a la tienda y que trajeran una luz; ten�a la vieja
una conmoci�n cerebral.
Hurtado le hizo una sangr�a en el brazo. Al principio la sangre negra, coagulada, no
sal�a de la vena abierta; luego comenz� a brotar despacio; despu�s m�s regularmente, y
la mujer respir� con relativa facilidad.
En este momento lleg� el juez con el actuario y dos guardias, y fue interrogando,
primero a los vecinos y despu�s a Hurtado.
--�C�mo se encuentra esta mujer? --le dijo.
--Muy mal.
--�Se podr� interrogarla?
--Por ahora, no; veremos si recobra el conocimiento.
--Si lo recobra av�seme usted en seguida. Voy a ver el sitio por donde se ha tirado y
a interrogar al marido.
La tienda era una prender�a repleta de trastos viejos que hab�a por todos los rincones
y colgaban del techo; las paredes estaban atestadas de fusiles y escopetas antiguas,
sables y machetes.
Andr�s estuvo atendiendo a la mujer hasta que �sta abri� los ojos y pareci� darse
cuenta de lo que le pasaba.
--Llamadle al juez --dijo Andr�s a los vecinos.
El juez vino en seguida.
--Esto se complica --murmur�--; luego pregunt� a Andr�s: �Qu�? �Entiende
algo?
--S�, parece que s�.
Efectivamente, la expresi�n de la mujer era de inteligencia.
--�Se ha tirado usted, o la han tirado a usted desde la ventana? --pregunt� el juez.
--�Eh! --dijo ella.
--�Qui�n la ha tirado?
--�Eh!
--�Qui�n la ha tirado?
--Garro... Garro... --murmur� la vieja haciendo un esfuerzo.
El juez y el actuario y los guardias quedaron sorprendidos.
--Quiere decir Garrota --dijo uno.
--S�, es una acusaci�n contra �l --dijo el juez--. �No le parece a usted, doctor?
--Parece que s�.
--�Por qu� le ha tirado a usted?
--Garro... Garro... --volvi� a decir la vieja.
--No quiere decir m�s sino que es su marido --afirm� un guardia.
--No, no es eso --repuso Andr�s--. La lesi�n la tiene en el lado izquierdo.
--�Y eso qu� importa? --pregunt� el guardia.
--C�llese usted --dijo el juez--. �Qu� supone usted, doctor?
--Supongo que esta mujer se encuentra en un estado de afasia. La lesi�n la tiene en
el lado izquierdo del cerebro; probablemente la tercera circunvoluci�n frontal, que se
considera como un centro del lenguaje, estar� lesionada. Esta mujer parece que
entiende, pero no puede articular m�s que esa palabra. A ver, preg�ntele usted otra cosa.
--�Est� usted mejor? --dijo el juez.
--�Eh!
--�Si est� usted ya mejor?
--Garro... Garro... --contest� ella.
--S�; dice a todo lo mismo --afirm� el juez.
--Es un caso de afasia o de sordera verbal --a�adi� Andr�s.
--Sin embargo..., hay muchas sospechas contra el marido --replic� el actuario.
Hab�an llamado al cura para sacramentar a la moribunda.
Le dejaron solo y Andr�s subi� con el juez. La prender�a del t�o Garrota ten�a una
escalera de caracol para el primer piso.
�ste constaba de un vest�bulo, la cocina, dos alcobas y el cuarto desde donde se
hab�a tirado la vieja. En medio de este cuarto hab�a un brasero, una badila sucia y una
serie de manchas de sangre que segu�an hasta la ventana.
--La cosa tiene el aspecto de un crimen --dijo el Juez.
--�Cree usted? --pregunt� Andr�s.
--No, no creo nada; hay que confesar que los indicios se presentan como en una
novela polic�aca para despistar a la opini�n. Esta mujer que se le pregunta qui�n la ha
tirado, y dice el nombre de su marido; esta badila llena de sangre; las manchas que
llegan hasta la ventana, todo hace sospechar lo que ya han comenzado a decir los
vecinos.
--�Qu� dicen?
--Le acusan al t�o Garrota, al marido de esta mujer. Suponen que el t�o Garrota y su
mujer ri�eron; que �l le dio con la badila en la cabeza; que ella huy� a la ventana a pedir
socorro, y que entonces �l, agarr�ndola de la cintura, la arroj� a la calle.
--Puede ser.
--Y puede no ser.
Abonaba esta versi�n la mala fama del t�o Garrota y su complicidad manifiesta en
las muertes de dos jugadores, el Ca�amero y el Pollo, ocurridas hac�a unos diez a�os
cerca de Daimiel.
--Voy a guardar esta badila --dijo el juez.
--Por si acaso no deb�an tocarla --repuso Andr�s--; las huellas pueden servirnos
de mucho.
El juez meti� la badila en un armario, lo cerr� y llam� al actuario para que lo
lacrase. Se cerr� tambi�n el cuarto y se guard� la llave.
Al bajar a la prender�a Hurtado y el juez, la mujer del t�o Garrota hab�a muerto.
El juez mand� que trajeran a su presencia al marido. Los guardias le hab�an atado
las manos.
El t�o Garrota era un hombre ya viejo, corpulento, de mal aspecto, tuerto, de cara
torva, llena de manchas negras, producidas por una perdigonada que le hab�an soltado
hac�a a�os en la cara.
En el interrogatorio se puso en claro que el t�o Garrota era borracho, y hablaba de
matar a uno o de matar a otro con frecuencia.
El t�o Garrota no neg� que daba malos tratos a su mujer; pero s� que la hubiese
matado. Siempre conclu�a diciendo:
--Se�or juez, yo no he matado a mi mujer. He dicho, es verdad, muchas veces que
la iba a matar; pero no la he matado.
El juez, despu�s del interrogatorio, envi� al t�o Garrota incomunicado a la c�rcel.
--�Qu� le parece a usted? --le pregunt� el Juez a Hurtado.
--Para m� es una cosa clara; este hombre es inocente.
El juez, por la tarde fue a ver al t�o Garrota a la c�rcel, y dijo que empezaba a creer
que el prendero no hab�a matado a su mujer.
La opini�n popular quer�a suponer que Garrota era un criminal. Por la noche el
doctor S�nchez asegur� en el casino que era indudable que el t�o Garrota hab�a tirado
por la ventana a su mujer, y que el juez y Hurtado tend�an a salvarle, Dios sabe por qu�;
pero que en la autopsia aparecer�a la verdad.
Al saberlo Andr�s fue a ver al juez y le pidi� nombrara a don Tom�s Solana, el otro
m�dico, como �rbitro para presenciar la autopsia, por si acaso hab�a divergencia entre el
dictamen de S�nchez y el suyo.
La autopsia se verific� al d�a siguiente por la tarde; se hizo una fotograf�a de las
heridas de la cabeza producidas por la badila y se se�alaron unos cardenales que ten�a la
mujer en el cuello.
Luego se procedi� a abrir las tres cavidades y se encontr� la fractura craneana, que
cog�a parte del frontal y del parietal y que hab�a ocasionado la muerte. En los pulmones
y en el cerebro aparecieron manchas de sangre, peque�as y redondas.
En la exposici�n de los datos de la autopsia estaban conformes los tres m�dicos; en
su opini�n, acerca de las causas de la muerte, diverg�an.
S�nchez daba la versi�n popular. Seg�n �l, la interfecta, al sentirse herida en la
cabeza por los golpes de la badila, corri� a la ventana a pedir socorro; all� una mano
poderosa la sujet� por el cuello, produci�ndole una contusi�n y un principio de asfixia
que se evidenciaba en las manchas petequiales de los pulmones y del cerebro, y
despu�s, lanzada a la calle, hab�a sufrido la conmoci�n cerebral y la fractura de cr�neo,
que le produjo la muerte. La misma mujer, en la agon�a, hab�a repetido el nombre del
marido indicando qui�n era su matador.
Hurtado dec�a primeramente que las heridas de la cabeza eran tan superficiales que
no estaban hechas por un brazo fuerte, sino por una mano d�bil y convulsa; que los
cardenales del cuello proced�an de contusiones anteriores al d�a de la muerte, y que
respecto a las manchas de sangre en los pulmones y en el cerebro no eran producidas
por un principio de asfixia, sino por el alcoholismo inveterado de la interfecta. Con
estos datos, Hurtado aseguraba que la mujer, en un estado alcoh�lico, evidenciado por el
aguardiente encontrado en su est�mago, y presa de man�a suicida, hab�a comenzado a
herirse ella misma con la badila en la cabeza, lo que explicaba la superficialidad de las
heridas, que apenas interesaban el cuero cabelludo, y despu�s, en vista del resultado
negativo para producirse la muerte, hab�a abierto la ventana y se hab�a tirado de cabeza
a la calle. Respecto a las palabras pronunciadas por ella, estaba claramente demostrado
que al decirlas se encontraba en un estado af�sico.
Don Tom�s, el m�dico arist�crata, en su informe hac�a equilibrios, y en conjunto no
dec�a nada.
S�nchez estaba en la actitud popular; todo el mundo cre�a culpable al t�o Garrota, y
algunos llegaban a decir que, aunque no lo fuera, hab�a que castigarlo, porque era un
desalmado capaz de cualquier fechor�a.
El asunto apasion� al pueblo; se hicieron una porci�n de pruebas; se estudiaron las
huellas frescas de sangre de la badila, y se vio no coincid�an con los dedos del prendero;
se hizo que un empleado de la c�rcel, amigo suyo, le emborrachara y le sonsacara. El t�o
Garrota confes� su participaci�n en las muertes del Pollo y del Ca�amero; pero afirm�
repetidas veces entre furiosos juramentos que no y que no. No ten�a nada que ver en la
muerte de su mujer, y aunque le condenaran por decir que no y le salvaran por decir que
s�, dir�a que no, porque esa era la verdad.
El juez, despu�s de repetidos interrogatorios, comprendi� la inocencia del prendero
y lo dej� en libertad.
El pueblo se consider� defraudado. Por indicios, por instinto, la gente adquiri� la
convicci�n de que el t�o Garrota, aunque capaz de matar a su mujer, no la hab�a matado;
pero no quiso reconocer la probidad de Andr�s y del juez. El peri�dico de la capital que
defend�a a los Mochuelos escribi� un art�culo con el t�tulo "�Crimen o suicidio?", en el
que supon�a que la mujer del t�o Garrota se hab�a suicidado; en cambio, otro peri�dico
de la capital, defensor de los Ratones, asegur� que se trataba de un crimen y que las
influencias pol�ticas hab�an salvado al prendero.
--Habr� que ver lo que habr�n cobrado el m�dico y el juez --dec�a la gente.
A S�nchez, en cambio, lo elogiaban todos.
--Ese hombre iba con lealtad.
--Pero no era cierto lo que dec�a --replicaba alguno.
--S�; pero �l iba con honradez.
Y no hab�a manera de convencer a la mayor�a de otra cosa.
X.- Despedida
Andr�s, que hasta entonces hab�a tenido simpat�a entre la gente pobre, vio que la
simpat�a se trocaba en hostilidad. En la primavera decidi� marcharse y presentar la
dimisi�n de su cargo.
Un d�a de mayo fue el fijado para la marcha; se despidi� de don Blas Carre�o y del
juez y tuvo un violento altercado con S�nchez, quien, a pesar de ver que el enemigo se
le iba, fue bastante torpe para recriminarle con acritud.
Andr�s le contest� rudamente y dijo a su compa�ero unas cuantas verdades un poco
explosivas.
Por la tarde, Andr�s prepar� su equipaje y luego sali� a pasear.
Hac�a un d�a tempestuoso con vagos rel�mpagos, que brillaban entre dos nubes. Al
anochecer comenz� a llover y Andr�s volvi� a su casa.
Aquella tarde Pepinito, su hija y la abuela hab�an ido al Maillo, un peque�o
balneario pr�ximo a Alcolea.
Andr�s acab� de preparar su equipaje. A la hora de cenar entr� la patrona en su
cuarto.
--�Se va usted de verdad ma�ana, don Andr�s?
--S�.
--Estamos solos; cuando usted quiera cenaremos.
--Voy a terminar en un momento.
--Me da pena verle a usted marchar. Ya le ten�amos a usted como de la familia.
--�Qu� se le va a hacer! Ya no me quieren en el pueblo.
--No lo dir� usted por nosotros.
--No, no lo digo por ustedes. Es decir, no lo digo por usted. Si siento dejar el
pueblo, es m�s que nada por usted.
--�Bah! Don Andr�s.
--Cr�alo usted o no lo crea, tengo una gran opini�n de usted. Me parece usted una
mujer muy buena, muy inteligente...
--�Por Dios, don Andr�s, que me va usted a confundir! --dijo ella riendo.
--Conf�ndase usted todo lo que quiera, Dorotea. Eso no quita para que sea verdad.
Lo malo que tiene usted...
--Vamos a ver lo malo... --replic� ella con seriedad fingida.
--Lo malo que tiene usted --sigui� diciendo Andr�s-- es que est� usted casada con
un hombre que es un idiota, un imb�cil petulante, que le hace sufrir a usted, y a quien yo
como usted le enga�ar�a con cualquiera.
--�Jes�s! �Dios m�o! �Qu� cosas me est� usted diciendo!
--Son las verdades de la despedida... Realmente yo he sido un imb�cil en no
haberle hecho a usted el amor.
--�Ahora se acuerda usted de eso, don Andr�s?
--S�, ahora me acuerdo. No crea usted que no lo he pensado otras veces; pero me ha
faltado decisi�n. Hoy estamos solos en toda la casa. �No?
--S�, estamos solos. Adi�s, don Andr�s; me voy.
--No se vaya usted, tengo que hablarle.
Dorotea, sorprendida del tono de mando de Andr�s, se qued�.
--�Qu� me quiere usted? --dijo.
--Qu�dese usted aqu� conmigo.
--Pero yo soy una mujer honrada, don Andr�s --replic� Dorotea con voz ahogada.
--Ya lo s�, una mujer honrada y buena, casada con un idiota. Estamos solos, nadie
habr�a de saber que usted hab�a sido m�a. Esta noche para usted y para m� ser�a una
noche excepcional, extra�a...
--S�, �y el remordimiento?
--�Remordimiento?
Andr�s, con lucidez, comprendi� que no deb�a discutir este punto.
--Hace un momento no cre�a que le iba a usted a decir esto. �Por qu� se lo digo?
No s�. Mi coraz�n palpita ahora como un martillo de fragua.
Andr�s se tuvo que apoyar en el hierro de la cama, p�lido y tembloroso.
--�Se pone usted malo? --murmur� Dorotea con voz ronca.
--No; no es nada.
Ella estaba tambi�n turbada, palpitante. Andr�s apag� la luz y se acerc� a ella.
Dorotea no resisti�. Andr�s estaba en aquel momento en plena inconsciencia...
Al amanecer comenz� a brillar la luz del d�a por entre las rendijas de las maderas.
Dorotea se incorpor�. Andr�s quiso retenerla entre sus brazos.
--No, no --murmur� ella con espanto, y levant�ndose r�pidamente huy� del cuarto.
Andr�s se sent� en la cama at�nito, asombrado de s� mismo.
Se encontraba en un estado de irresoluci�n completa; sent�a en la espalda como si
tuviera una plancha que le sujetara los nervios y ten�a temor de tocar con los pies el
suelo.
Sentado, abatido, estuvo con la frente apoyada en las manos, hasta que oy� el ruido
del coche que ven�a a buscarle. Se levant�, se visti� y abri� la puerta antes que
llamaran, por miedo al pensar en el ruido de la aldaba; un mozo entr� en el cuarto y
carg� con el ba�l y la maleta y los llev� al coche.
Andr�s se puso el gab�n y subi� a la diligencia, que comenz� a marchar por la
carretera polvorienta.
--�Qu� absurdo! �Qu� absurdo es todo esto! --exclam� luego--. Y se refer�a a su
vida y a esta �ltima noche tan inesperada, tan aniquiladora.
En el tren su estado nervioso empeor�. Se sent�a desfallecido, mareado. Al llegar a
Aranjuez se decidi� a bajar del tren. Los tres d�as que pas� aqu� tranquilizaron y
calmaron sus nervios.
Sexta parte: La experiencia en Madrid
I.- Comentario a lo pasado
A los pocos d�as de llegar a Madrid, Andr�s se encontr� con la sorpresa
desagradable de que se iba a declarar la guerra a los Estados Unidos. Hab�a alborotos,
manifestaciones en las calles, m�sica patri�tica a todo pasto.
Andr�s no hab�a seguido en los peri�dicos aquella cuesti�n de las guerras
coloniales; no sab�a a punto fijo de qu� se trataba. Su �nico criterio era el de la criada
vieja de la Dorotea, que sol�a cantar a voz en grito mientras lavaba, esta canci�n:
Parece mentira que por unos mulatos
Estemos pasando tan malitos ratos.
A Cuba se llevan la flor de la Espa�a
Y aqu� no se queda m�s que la morralla.
Todas las opiniones de Andr�s acerca de la guerra estaban condensadas en este
cantar de la vieja criada.
Al ver el cariz que tomaba el asunto y la intervenci�n de los Estados Unidos,
Andr�s qued� asombrado.
En todas partes no se hablaba m�s que de la posibilidad del �xito o del fracaso. El
padre de Hurtado cre�a en la victoria espa�ola; pero en una victoria sin esfuerzo; los
yanquis, que eran todos vendedores de tocino, al ver a los primeros soldados espa�oles,
dejar�an las armas y echar�an a correr. El hermano de Andr�s, Pedro, hac�a vida de
"sportman" y no le preocupaba la guerra; a Alejandro le pasaba lo mismo; Margarita
segu�a en Valencia.
Andr�s encontr� un empleo en una consulta de enfermedades del est�mago,
sustituyendo a un m�dico que hab�a ido al extranjero por tres meses.
Por la tarde Andr�s iba a la consulta, estaba all� hasta el anochecer, luego marchaba
a cenar a casa y por la noche sal�a en busca de noticias.
Los peri�dicos no dec�an m�s que necedades y bravuconadas; los yanquis no
estaban preparados para la guerra; no ten�an ni uniformes para sus soldados. En el pa�s
de las m�quinas de coser el hacer unos cuantos uniformes era un conflicto enorme,
seg�n se dec�a en Madrid.
Para colmo de ridiculez, hubo un mensaje de Castelar a los yanquis. Cierto que no
ten�a las proporciones bufo-grandilocuentes del manifiesto de V�ctor Hugo a los
alemanes para que respetaran Par�s; pero era bastante para que los espa�oles de buen
sentido pudieran sentir toda la vacuidad de sus grandes hombres.
Andr�s sigui� los preparativos de la guerra con una emoci�n intensa.
Los peri�dicos tra�an c�lculos completamente falsos. Andr�s lleg� a creer que hab�a
alguna raz�n para los optimismos.
D�as antes de la derrota encontr� a Iturrioz en la calle.
--�Qu� le parece a usted esto? --le pregunt�.
--Estamos perdidos.
--�Pero si dicen que estamos preparados?
--S�, preparados para la derrota. S�lo a ese chino, que los espa�oles consideramos
como el colmo de la candidez, se le pueden decir las cosas que nos est�n diciendo los
peri�dicos.
--Hombre, yo no veo eso.
--Pues no hay m�s que tener ojos en la cara y comparar la fuerza de las escuadras.
T�, f�jate; nosotros tenemos en Santiago de Cuba seis barcos viejos, malos y de poca
velocidad; ellos tienen veintiuno, casi todos nuevos, bien acorazados y de mayor
velocidad.
Los seis nuestros, en conjunto, desplazan aproximadamente veintiocho mil
toneladas; los seis primeros suyos sesenta mil. Con dos de sus barcos pueden echar a
pique toda nuestra escuadra; con veintiuno no van a tener sitio d�nde apuntar.
--�De manera que usted cree que vamos a la derrota?
--No a la derrota, a una cacer�a. Si alguno de nuestros barcos puede salvarse ser�
una gran cosa.
Andr�s pens� que Iturrioz pod�a enga�arse; pero pronto los acontecimientos le
dieron la raz�n.
El desastre hab�a sido como dec�a �l; una cacer�a, una cosa rid�cula.
A Andr�s le indign� la indiferencia de la gente al saber la noticia. Al menos �l hab�a
cre�do que el espa�ol, inepto para la ciencia y para la civilizaci�n, era un patriota
exaltado y se encontraba que no; despu�s del desastre de las dos peque�as escuadras
espa�olas en Cuba y en Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo;
aquellas manifestaciones y gritos hab�an sido espuma, humo de paja, nada.
Cuando la impresi�n del desastre se le pas�, Andr�s fue a casa de Iturrioz; hubo
discusi�n entre ellos.
--Dejemos todo eso, ya que afortunadamente hemos perdido las colonias --dijo su
t�o--, y hablemos de otra cosa. �Qu� tal te ha ido en el pueblo?
--Bastante mal.
--�Qu� te pas�? �Hiciste alguna barbaridad?
--No; tuve suerte. Como m�dico he quedado bien. Ahora, personalmente, he tenido
poco �xito.
--Cuenta, veamos tu odisea en esa tierra de Don Quijote.
Andr�s cont� sus impresiones en Alcolea. Iturrioz le escuch� atentamente.
--�De manera que all� no has perdido tu virulencia ni te has asimilado el medio?
--Ninguna de las dos cosas. Yo era all� una bacteridia colocada en un caldo
saturado de �cido f�nico.
--�Y esos manchegos son buena gente?
--S�, muy buena gente; pero con una moral imposible.
--Pero esa moral, �no ser� la defensa de la raza que vive en una tierra pobre y de
pocos recursos?
--Es muy posible; pero si es as�, ellos no se dan cuenta de este motivo.
--Ah, claro. �En d�nde un pueblo del campo ser� un conjunto de gente con
conciencia? �En Inglaterra, en Francia, en Alemania? En todas partes el hombre en su
estado natural es un canalla, idiota y ego�sta. Si ah� en Alcolea es una buena persona,
hay que decir que los alcoleanos son gente superior.
--No digo que no. Los pueblos como Alcolea est�n perdidos porque el ego�smo y el
dinero no est� repartido equitativamente; no lo tienen m�s que unos cuantos ricos; en
cambio entre los pobres no hay sentido individual. El d�a que cada alcoleano se sienta a
s� mismo y diga: no transijo, ese d�a el pueblo marchar� hacia adelante.
--Claro; pero para ser ego�sta hay que saber; para protestar hay que discurrir. Yo
creo que la civilizaci�n le debe m�s al ego�smo que a todas las religiones y utop�as
filantr�picas. El ego�smo ha hecho el sendero, el camino, la calle, el ferrocarril, el barco,
todo.
--Estamos conformes. Por eso indigna ver a esa gente, que no tiene nada que ganar
con la maquinaria social que, a cambio de cogerle al hijo y llevarlo a la guerra, no les da
m�s que miseria y hambre para la vejez, y que aun as� la defienden.
--Eso tiene una gran importancia individual, pero no social.
Todav�a no ha habido una sociedad que haya intentado un sistema de justicia
distributiva, y, a pesar de eso, el mundo, no digamos que marcha, pero al menos se
arrastra y las mujeres siguen dispuestas a tener hijos.
--Es imb�cil.
--Amigo, es que la naturaleza es muy sabia. No se contenta s�lo con dividir a los
hombres en felices y en desdichados, en ricos y pobres, sino que da al rico el esp�ritu de
la riqueza, y al pobre el esp�ritu de la miseria. T� sabes c�mo se hacen las abejas
obreros; se encierra a la larva en un alveolo peque�o y se le da una alimentaci�n
deficiente. La larva �sta se desarrolla de una manera incompleta; es una obrera, una
proletaria, que tiene el esp�ritu del trabajo y de la sumisi�n. As� sucede entre los
hombres, entre el obrero y el militar, entre el rico y el pobre.
--Me indigna todo esto --exclam� Andr�s.
--Hace unos a�os --sigui� diciendo Iturrioz-- me encontraba yo en la isla de Cuba
en un ingenio donde estaban haciendo la zafra.
Varios chinos y negros llevaban la ca�a en manojos a una m�quina con grandes
cilindros que la trituraba.
Contempl�bamos el funcionamiento del aparato, cuando de pronto vemos a uno de
los chinos que lucha arrastrado. El capataz blanco grita para que paren la m�quina.
El maquinista no atiende a la orden y el chino desaparece e inmediatamente sale
convertido en una s�bana de sangre y de huesos machacados. Los blancos que
presenci�bamos la escena nos quedamos consternados; en cambio los chinos y los
negros se re�an. Ten�an esp�ritu de esclavos.
--Es desagradable.
--S�, como quieras; pero son los hechos y hay que aceptarlos y acomodarse a ellos.
Otra cosa es una simpleza. Intentar andar entre los hombres, en ser superior, como t�
has querido hacer en Alcolea, es absurdo.
--Yo no he intentado presentarme como ser superior --replic� Andr�s con
viveza--. Yo he ido en hombre independiente. A tanto trabajo, tanto sueldo. Hago lo
que me encargan, me pagan, y ya est�.
--Eso no es posible; cada hombre no es una estrella con su �rbita independiente.
--Yo creo que el que quiere serlo lo es.
--Tendr� que sufrir las consecuencias.
--�Ah, claro! Yo estoy dispuesto a sufrirlas. El que no tiene dinero paga su libertad
con su cuerpo; es una onza de carne que hay que dar, que lo mismo le pueden sacar a
uno del brazo que del coraz�n. El hombre de verdad busca antes que nada su
independencia; se necesita ser un pobre diablo o tener alma de perro para encontrar
mala la libertad. �Que no es posible? �Que el hombre no puede ser independiente como
una estrella de otra? A esto no se puede decir m�s sino que es verdad,
desgraciadamente.
--Veo que vienes l�rico del pueblo.
--Ser� la influencia de las migas.
--O del vino manchego.
--No; no lo he probado.
--�Y quer�as que tuvieran simpat�a por ti y despreciabas el producto mejor del
pueblo? Bueno, �qu� piensas hacer?
--Ver si encuentro alg�n sitio donde trabajar.
--�En Madrid?
--S�, en Madrid.
--�Otra experiencia?
--Eso es, otra experiencia.
--Bueno, vamos ahora a la azotea.
II.- Los amigos
A principio de oto�o, Andr�s qued� sin nada que hacer. Don Pedro se hab�a
encargado de hablar a sus amigos influyentes, a ver si encontraban alg�n destino para su
hijo.
Hurtado pasaba las ma�anas en la Biblioteca Nacional, y por las tardes y noches
paseaba. Una noche, al cruzar por delante del teatro de Apolo, se encontr� con
Montaner.
--Chico, �cu�nto tiempo! --exclam� el antiguo condisc�pulo, acerc�ndosele.
--S�, ya hace algunos a�os que no nos hemos visto.
Subieron juntos la cuesta de la calle de Alcal�, y al llegar a la esquina de la de
Peligros, Montaner insisti� para que entraran en el caf� de Fornos.
--Bueno, vamos --dijo Andr�s.
Era s�bado y hab�a gran entrada; las mesas estaban llenas; los trasnochadores, de
vuelta de los teatros, se preparaban a cenar, y algunas busconas paseaban la mirada de
sus ojos pintados por todo el �mbito de la sala.
Montaner tom� �vidamente el chocolate que le trajeron, y despu�s le pregunt� a
Andr�s:
--�Y t�, qu� haces? --Ahora nada. He estado en un pueblo. �Y t�? �Concluiste la
carrera?
--S�, hace un a�o. No pod�a acabarla, por aquella chica que era mi novia. Me
pasaba el d�a entero hablando con ella; pero los padres de la chica se la llevaron a
Santander y la casaron all�. Yo entonces fui a Salamanca, y he estado hasta concluir la
carrera.
--�De manera que te ha convenido que casaran a la novia?
--En parte, s�. �Aunque para lo que me sirve el ser m�dico!
--�No encuentras trabajo?
--Nada. He estado con Julio Aracil.
--�Con Julio?
--S�.
--�De qu�?
--De ayudante.
--�Ya necesita ayudantes Julio?
--S�; ahora ha puesto una cl�nica. El a�o pasado me prometi� protegerme. Ten�a
una plaza en el ferrocarril, y me dijo que cuando no la necesitara me la ceder�a a m�.
--�Y no te la ha cedido?
--No; la verdad es que todo es poco para sostener su casa.
--�Pues qu� hace? �Gasta mucho?
--S�.
--Antes era muy ro�oso.
--Y sigue si�ndolo.
--�No avanza?
--Como m�dico poco, pero tiene recursos: el ferrocarril, unos conventos que visita;
es tambi�n accionista de "La Esperanza", una sociedad de �sas, de m�dico, botica y
entierro; y tiene participaci�n en una funeraria.
--�De manera que se dedica a la explotaci�n de la caridad?
--S�; ahora, adem�s, como te dec�a, tiene una cl�nica que ha puesto con dinero del
suegro. Yo he estado ayud�ndole; la verdad es que me ha cogido de primo; durante m�s
de un mes he hecho de alba�il, de carpintero, de mozo de cuerda y hasta de ni�era;
luego me he pasado en la consulta asistiendo a pobres, y ahora que la cosa empieza a
marchar, me dice Julio que tiene que asociarse con un muchacho valenciano que se
llama Nebot, que le ha ofrecido dinero, y que cuando me necesite me llamar�.
--En resumen, que te ha echado.
--Lo que t� dices.
--�Y qu� vas a hacer?
--Voy a buscar un empleo cualquiera.
--�De m�dico?
--De m�dico o de no m�dico. Me es igual.
--�No quieres ir a un pueblo?
--No, no; eso nunca. Yo no salgo de Madrid.
--Y los dem�s, �qu� han hecho? --pregunt� Andr�s--. �D�nde est� aquel Lamela?
--En Galicia. Creo que no ejerce, pero vive bien. De Ca�izo no s� si te acordar�s...
--No.
--Uno que perdi� curso en anatom�a.
--No, no me acuerdo.
--Si lo vieras, te acordar�as en seguida --repuso Montaner--. Pues este Ca�izo es
un hombre feliz; tiene un peri�dico de carnicer�a. Creo que es muy glot�n, y el otro d�a
me dec�a: "Chico, estoy muy contento; los carniceros me regalan lomo, me regalan
filetes...
Mi mujer me trata bien; me da langosta algunos domingos".
--�Qu� animal!
--De Ortega s� te acordar�s.
--�Uno bajito, rubio?
--S�.
--Me acuerdo.
--�se estuvo de m�dico militar en Cuba, y se acostumbr� a beber de una manera
terrible. Alguna vez le he visto y me ha dicho: "Mi ideal es llegar a la cirrosis alcoh�lica
y al generalato".
--De manera que nadie ha marchado bien de nuestros condisc�pulos.
--Nadie o casi nadie, quitando a Ca�izo con su peri�dico de carnicer�a, y con su
mujer que los domingos le da langosta.
--Es triste todo eso. Siempre en este Madrid la misma interinidad, la misma
angustia hecha cr�nica, la misma vida sin vida, todo igual.
--S�; esto es un pantano --murmur� Montaner.
--M�s que un pantano es un campo de ceniza. �Y Julio Aracil, vive bien?
--Hombre, seg�n lo que se entienda por vivir bien.
--Su mujer, �c�mo es?
--Es una muchacha vistosa, pero �l la est� prostituyendo.
--�Por qu�?
--Porque la va dando un aire de "cocotte". �l hace que se ponga trajes exagerados,
la lleva a todas partes; yo creo que �l mismo la ha aconsejado que se pinte. Y ahora
prepara el golpe final. Va a llevar a ese Nebot, que es un muchacho rico, a vivir a su
casa y va a ampliar la cl�nica. Yo creo que lo que anda buscando es que Nebot se
entienda con su mujer.
--�De veras?
--S�. Ha mandado poner el cuarto de Nebot en el mejor sitio de la casa, cerca de la
alcoba de su mujer.
--Demonio. �Es que no la quiere?
--Julio no quiere a nadie, se cas� con ella por su dinero. �l tiene una querida que es
una se�ora rica, ya vieja.
--�De manera que en el fondo, marcha?
--�Qu� s� yo! Lo mismo puede hundirse que hacerse rico.
Era ya muy tarde y Montaner y Andr�s salieron del caf� y cada cual se fue a su
casa.
A los pocos d�as Andr�s encontr� a Julio Aracil que entraba en un coche.
--�Quieres dar una vuelta conmigo? --le dijo Julio--. Voy al final del barrio de
Salamanca, a hacer una visita.
--Bueno.
Entraron los dos en el coche.
--El otro d�a vi a Montaner --le dijo Andr�s.
--�Te hablar�a mal de m�? Claro. Entre amigos es indispensable.
--S� parece que no est� muy contento de ti.
--No me choca. La gente tiene una idea est�pida de las cosas --dijo Aracil con voz
col�rica--.
No quisiera m�s que tratar con ego�stas absolutos, completos, no con gente
sentimental que le dice a uno con las l�grimas en los ojos:
Toma este pedazo de pan duro, al que no le puedo hincar el diente, y a cambio
conv�dame a cenar todos los d�as en el mejor hotel.
Andr�s se ech� a re�r.
--La familia de mi mujer es tambi�n de las que tienen una idea imb�cil de la vida
--sigui� diciendo Aracil--. Constantemente me est�n poniendo obst�culos.
--�Por qu�? --Nada. Ahora se les ocurre decir que el socio que tengo en la cl�nica,
le hace el amor a mi mujer y que no le debo tener en casa. Es rid�culo. �Es que voy a ser
un Otelo? No; yo le dejo en libertad a mi mujer. Concha no me ha de enga�ar. Yo tengo
confianza en ella.
--Haces bien.
--No s� qu� idea tienen de las cosas --sigui� diciendo Julio-- estas gentes
chapadas a la antigua, como dicen ellos. Porque yo comprendo un hombre como t� que
es un puritano. �Pero ellos! Que me presentara yo ma�ana y dijera:
Estas visitas, que he hecho a don Fulano o a do�a Zutana, no las he querido cobrar
porque, la verdad, no he estado acertado... �toda la familia me pondr�a de imb�cil hasta
las narices!
--�Ah! No tiene duda.
--Y si es as�, �a qu� se vienen con esas moralidades rid�culas?
--�Y qu� te pasa para necesitar socio? �Gastas mucho?
--Mucho; pero todo el gasto que llevo es indispensable. Es la vida de hoy que lo
exige. La mujer tiene que estar bien, ir a la moda, tener trajes, joyas... Se necesita
dinero, mucho dinero para la casa, para la comida, para la modista, para el sastre, para el
teatro, para el coche; yo busco como puedo ese dinero.
--�Y no te convendr�a limitarte un poco? --le pregunt� Andr�s.
--�Para qu�? �Para vivir cuando sea viejo? No, no; ahora mejor que nunca. Ahora
que es uno joven.
--Es una filosof�a; no me parece mal, pero vas a inmoralizar tu casa.
--A m� la moralidad no me preocupa --replic� Julio--. Aqu�, en confianza, te dir�
que una mujer honrada me parece uno de los productos m�s est�pidos y m�s amargos de
la vida.
--Tiene gracia.
--S�, una mujer que no sea algo coqueta no me gusta. Me parece bien que gaste,
que se adorne, que se luzca. Un marqu�s, cliente m�o, suele decir: Una mujer elegante
deb�a tener m�s de un marido. Al o�rle todo el mundo se r�e.
--�Y por qu�?
--Porque su mujer, como marido no tiene m�s que uno; pero, en cambio, amantes
tiene tres.
--�A la vez?
--S�, a la vez; es una se�ora muy liberal.
--Muy liberal y muy conservadora, si los amantes le ayudan a vivir.
--Tienes raz�n, se le puede llamar liberal-conservadora.
Llegaron a la casa del cliente.
--�Ad�nde quieres ir t�? --le pregunt� Julio.
--A cualquier lado. No tengo nada que hacer.
--�Quieres que te dejen en la Cibeles?
--Bueno.
--Vaya usted a la Cibeles y vuelva --le dijo Julio al cochero.
Se despidieron los dos antiguos condisc�pulos y Andr�s pens� que por mucho que
subiera su compa�ero no era cosa de envidiarle.
III.- Ferm�n Ibarra
Unos d�as despu�s, Hurtado se encontr� en la calle con Ferm�n Ibarra. Ferm�n
estaba desconocido; alto, fuerte, ya no necesitaba bast�n para andar.
--Un d�a de �stos me voy --le dijo Ferm�n.
--�A d�nde?
--Por ahora, a B�lgica; luego, ya ver�. No pienso estar aqu�; probablemente no
volver�.
--�No? --No. Aqu� no se puede hacer nada; tengo dos o tres patentes de cosas
pensadas por m�, que creo que est�n bien; en B�lgica me las iban a comprar, pero yo he
querido hacer primero una prueba en Espa�a, y me voy desalentado, descorazonado;
aqu� no se puede hacer nada.
--Eso no me choca --dijo Andr�s--, aqu� no hay ambiente para lo que t� haces.
--Ah, claro --repuso Ibarra--. Una invenci�n supone la recapitulaci�n, la s�ntesis
de las fases de un descubrimiento; una invenci�n es muchas veces una consecuencia tan
f�cil de los hechos anteriores, que casi se puede decir que se desprende ella sola sin
esfuerzo. �D�nde se va a estudiar en Espa�a el proceso evolutivo de un descubrimiento?
�Con qu� medios? �En qu� talleres? �En qu� laboratorios?
--En ninguna parte.
--Pero en fin, a m� esto no me indigna --a�adi� Ferm�n--, lo que me indigna es la
suspicacia, la mala intenci�n, la petulancia de esta gente... Aqu� no hay m�s que chulos
y se�oritos juerguistas. El chulo domina desde los Pirineos hasta C�diz...; pol�ticos,
militares, profesores, curas, todos son chulos con un yo hipertrofiado.
--S�, es verdad.
--Cuando estoy fuera de Espa�a --sigui� diciendo Ibarra-- quiero convencerme de
que nuestro pa�s no est� muerto para la civilizaci�n; que aqu� se discurre y se piensa,
pero cojo un peri�dico espa�ol y me da asco; no habla m�s que de pol�ticos y de toreros.
Es una verg�enza.
Ferm�n Ibarra cont� sus gestiones en Madrid, en Barcelona, en Bilbao. Hab�a
millonarios que le hab�an dicho que �l no pod�a exponer dinero sin base; que despu�s de
hechas las pruebas con �xito, no tendr�a inconveniente en dar dinero al cincuenta por
ciento.
--El capital espa�ol est� en manos de la canalla m�s abyecta --concluy� diciendo
Ferm�n.
Unos meses despu�s, Ibarra le escrib�a desde B�lgica, diciendo que le hab�an hecho
jefe de un taller y que sus empresas iban adelante.
IV.- Encuentro con Lul�
Un amigo del padre de Hurtado, alto empleado en Gobernaci�n, hab�a prometido
encontrar un destino para Andr�s. Este se�or viv�a en la calle de San Bernardo. Varias
veces estuvo Andr�s en su casa, y siempre le dec�a que no hab�a nada; un d�a le dijo:
--Lo �nico que podemos darle a usted es una plaza de m�dico de higiene que va a
haber vacante.
Diga usted si le conviene y, si le conviene, le tendremos en cuenta.
--Me conviene.
--Pues ya le avisar� a tiempo.
Este d�a, al salir de casa del empleado, en la calle Ancha esquina a la del Pez,
Andr�s Hurtado se encontr� con Lul�. Estaba igual que antes; no hab�a variado nada.
Lul� se turb� un poco al ver a Hurtado, cosa rara en ella.
Andr�s la contempl� con gusto.
Estaba con su mantillita, tan fina, tan esbelta, tan graciosa.
Ella le miraba, sonriendo un poco ruborizada.
--Tenemos mucho que hablar --le dijo Lul�--; yo me estar�a charlando con gusto
con usted, pero tengo que entregar un encargo. Mi madre y yo solemos ir los s�bados al
caf� de la Luna. �Quiere usted ir por all�?
--S�, ir�.
--Vaya usted ma�ana que es s�bado. De nueve y media a diez. No falte usted, �eh?
--No, no faltar�.
Se despidieron, y Andr�s, al d�a siguiente por la noche, se present� en el caf� de la
Luna.
Estaban do�a Leonarda y Lul� en compa��a de un se�or de anteojos, joven. Andr�s
salud� a la madre, que le recibi� secamente, y se sent� en una silla lejos de Lul�.
--Si�ntese usted aqu� --dijo ella haci�ndole sitio en el div�n.
Se sent� Andr�s cerca de la muchacha.
--Me alegro mucho que haya usted venido --dijo Lul�--; ten�a miedo de que no
quisiera usted venir.
--�Por qu� no hab�a de venir?
--�Como es usted tan as�!
--Lo que no comprendo es por qu� han elegido ustedes este caf�. �O es que ya no
viven all� en la calle del F�car?
--�Ca, hombre! Ahora vivimos aqu� en la calle del Pez. �Sabe usted qui�n nos
resolvi� la vida de plano?
--�Qui�n?
--Julio.
--�De veras?
--S�.
--Ya ve usted c�mo no es tan mala persona como usted dec�a.
--Oh, igual; lo mismo que yo cre�a o peor. Ya se lo contar� a usted. �Y usted qu�
ha hecho? �C�mo ha vivido? Andr�s cont� r�pidamente su vida y sus luchas en Alcolea.
--�Oh! �Qu� hombre m�s imposible es usted! --exclam� Lul�--. �Qu� lobo! El
se�or de los anteojos, que estaba de conversaci�n con do�a Leonarda, al ver que Lul�
no dejaba un momento de hablar con Andr�s, se levant� y se fue.
--Lo que es si a usted le importa algo por Lul�, puede usted estar satisfecho --dijo
do�a Leonarda con tono desde�oso y agrio.
--�Por qu� lo dice usted? --pregunt� Andr�s.
--Porque �sta le tiene a usted un cari�o verdaderamente raro. Y la verdad, no s� por
qu�.
--Yo tampoco s� que a las personas se les tenga cari�o por algo --replic� Lul�
vivamente--; se las quiere o no se las quiere; nada m�s.
Do�a Leonarda, con un moh�n despectivo, cogi� el peri�dico de la noche y se puso
a leerlo. Lul� sigui� hablando con Andr�s.
--Pues ver� usted c�mo nos resolvi� la vida Julio --dijo ella en voz baja--. Yo ya
le dec�a a usted que era un canalla que no se casar�a con Nin�. Efectivamente, cuando
concluy� la carrera comenz� a huir el bulto y a no aparecer por casa. Yo me enter�, y
supe que estaba haciendo el amor a una se�orita de buena posici�n. Llam� a Julio y
hablamos; me dijo claramente que no pensaba casarse con Nin�.
--�As�, sin ambages?
--S�; que no le conven�a; que ser�a para �l un engorro casarse con una mujer pobre.
Yo me qued� tranquila y le dije: Mira, yo quisiera que t� mismo fueras a ver a don
Prudencio y le advirtieras eso. �Qu� quieres que le advierta? --me pregunt� �l--. Pues
nada; que no te casas con Nin� porque no tienes medios; en fin, por las razones que me
has dado.
--Se quedar�a at�nito --exclam� Andr�s--, porque �l pensaba que el d�a que lo
dijera iba a haber un cataclismo en la familia.
--Se qued� helado, en el mayor asombro. Bueno, bueno --dijo--, ir� a verle y se lo
dir�. Yo le comuniqu� la noticia a mi madre, que pens� hacer algunas tonter�as, pero
que no las hizo; luego se lo dije a Nin�, que llor� y quiso tomar venganza. Cuando se
tranquilizaron las dos, le dije a Nin� que vendr�a don Prudencio y que yo sab�a que a
don Prudencio le gustaba ella y que la salvaci�n estaba en don Prudencio.
Efectivamente, unos d�as despu�s, vino don Prudencio en actitud diplom�tica; habl� de
que si Julio no encontraba destino, de que si no le conven�a ir a un pueblo... Nin� estuvo
admirable. Desde entonces, yo ya no creo en las mujeres.
--Esa declaraci�n tiene gracia --dijo Andr�s.
--Es verdad --replic� Lul�--, porque mire usted que los hombres son mentirosos,
pues las mujeres todav�a son m�s. A los pocos d�as don Prudencio se presenta en casa;
habla a Nin� y a mam�, y boda. Y all� le hubiera usted visto a Julio unos d�as despu�s en
casa, que fue a devolver las cartas a Nin�, con la risa del conejo cuando mam� le dec�a
con la boca llena que don Prudencio ten�a tantos miles de duros y una finca aqu� y otra
all�...
--Le estoy viendo a Julio con esa tristeza que le da pensar que los dem�s tienen
dinero.
--S�, estaba fren�tico. Despu�s del viaje de boda don Prudencio me pregunt�: --
�T� qu� quieres? �Vivir con tu hermana y conmigo o con tu madre?-- Yo le dije:
Casarme no me he de casar; estar sin trabajar tampoco me gusta; lo que preferir�a es
tener una tiendecita de confecciones de ropa blanca y seguir trabajando. --Pues nada, lo
que necesites d�melo. Y puse la tienda.
--�Y la tiene usted?
--S�; aqu� en la calle del Pez. Al principio mi madre se opuso, por esas tonter�as de
que si mi padre hab�a sido esto o lo otro. Cada uno vive como puede. �No es verdad?
--Claro. �Qu� cosa m�s digna que vivir del trabajo!
Siguieron hablando Andr�s y Lul� largo rato. Ella hab�a localizado su vida en la
casa de la calle del F�car, de tal manera que s�lo lo que se relacionaba con aquel
ambiente le interesaba. Pasaron revista a todos los vecinos y vecinas de la casa.
--�Se acuerda usted de aquel don Cleto el viejecito? --le pregunt� Lul�.
--S�; �qu� hizo?
--Muri� el pobre..., me dio una pena.
--�Y de qu� muri�?
--De hambre. Una noche entramos la Venancia y yo en su cuarto, y estaba
acabando, y �l dec�a con aquella vocecita que ten�a: --No, si no tengo nada; no se
molesten ustedes; un poco de debilidad nada m�s-- y se estaba muriendo.
A la una y media de la noche do�a Leonarda y Lul� se levantaron, y Andr�s las
acompa�� hasta la calle del Pez.
--�Vendr� usted por aqu�? --le dijo Lul�.
--S�; �ya lo creo!
--Algunas veces suele venir Julio tambi�n.
--�No le tiene usted odio?
--�Odio? M�s que odio siento por �l desprecio, pero me divierte, me parece
entretenido, como si viera un bicho malo metido debajo de una copa de cristal.
V.- M�dico de higiene
A los pocos d�as de recibir el nombramiento de m�dico de higiene y de comenzar a
desempe�ar el cargo, Andr�s comprendi� que no era para �l.
Su instinto antisocial se iba aumentando, se iba convirtiendo en odio contra el rico,
sin tener simpat�a por el pobre.
--�Yo que siento este desprecio por la sociedad --se dec�a a s� mismo--, teniendo
que reconocer y dar patentes a las prostitutas! �Yo que me alegrar�a que cada una de
ellas llevara una toxina que envenenara a doscientos hijos de familia! Andr�s se qued�
en el destino, en parte por curiosidad, en parte tambi�n para que el que se lo hab�a dado
no le considerara como un fatuo.
El tener que vivir en este ambiente le hac�a da�o.
Ya no hab�a en su vida nada sonriente, nada amable; se encontraba como un hombre
desnudo que tuviera que andar atravesando zarzas. Los dos polos de su alma eran un
estado de amargura, de sequedad, de acritud, y un sentimiento de depresi�n y de
tristeza.
La irritaci�n le hac�a ser en sus palabras violento y brutal.
Muchas veces a alguna mujer que iba al Registro le dec�a:
--�Est�s enferma?
--S�.
--�T� qu� quieres, ir al hospital o quedarte libre?
--Yo prefiero quedarme libre.
--Bueno. Haz lo que quieras; por m� puedes envenenar medio mundo; me tiene sin
cuidado.
En ocasiones, al ver estas busconas que ven�an escoltadas por alg�n guardia, riendo,
las increpaba:
--No ten�is odio siquiera.
Tened odio; al menos vivir�is m�s tranquilas.
Las mujeres le miraban con asombro. Odio, �por qu�?, se preguntar�a alguna de
ellas. Como dec�a Iturrioz: la naturaleza era muy sabia; hac�a el esclavo, y le daba el
esp�ritu de la esclavitud; hac�a la prostituta, y le daba el esp�ritu de la prostituci�n.
Este triste proletariado de la vida sexual ten�a su honor de cuerpo. Quiz�s lo tienen
tambi�n en la oscuridad de lo inconsciente las abejas obreras y los pulgones, que sirven
de vacas a las hormigas.
De la conversaci�n con aquellas mujeres sacaba Andr�s cosas extra�as.
Entre los due�os de las casas de lenocinio hab�a personas decentes: un cura ten�a
dos, y las explotaba con una ciencia evang�lica completa. �Qu� labor m�s cat�lica, m�s
conservadora pod�a haber, que dirigir una casa de prostituci�n! Solamente teniendo al
mismo tiempo una plaza de toros y una casa de pr�stamos pod�a concebirse algo m�s
perfecto.
De aquellas mujeres, las libres iban al registro, otras se somet�an al reconocimiento
en sus casas.
Andr�s tuvo que ir varias veces a hacer estas visitas domiciliarias.
En alguna de aquellas casas de prostituci�n distinguidas encontraba se�oritos de la
alta sociedad, y era un contraste interesante ver estas mujeres de cara cansada, llena de
polvos de arroz, pintadas, dando muestras de una alegr�a ficticia, al lado de gomosos
fuertes, de vida higi�nica, rojos, membrudos por el "sport".
Espectador de la iniquidad social, Andr�s reflexionaba acerca de los mecanismos
que van produciendo esas lacras: el presidio, la miseria, la prostituci�n.
--La verdad es que si el pueblo lo comprendiese --pensaba Hurtado--, se matar�a
por intentar una revoluci�n social, aunque �sta no sea m�s que una utop�a, un sue�o.
Andr�s cre�a ver en Madrid la evoluci�n progresiva de la gente rica que iba
hermose�ndose, fortific�ndose, convirti�ndose en casta; mientras el pueblo
evolucionaba a la inversa, debilit�ndose, degenerando cada vez m�s.
Estas dos evoluciones paralelas eran sin duda biol�gicas; el pueblo no llevaba
camino de cortar los jarretes de la burgues�a, e incapaz de luchar, iba cayendo en el
surco.
Los s�ntomas de la derrota se revelaban en todo. En Madrid, la talla de los j�venes
pobres y mal alimentados que viv�an en tabucos era ostensiblemente m�s peque�a que
la de los muchachos ricos, de familias acomodadas que habitaban en pisos exteriores.
La inteligencia, la fuerza f�sica, eran tambi�n menores entre la gente del pueblo que
en la clase adinerada. La casta burguesa se iba preparando para someter a la casta pobre
y hacerla su esclava.
VI.- La tienda de confecciones
Cerca de un mes tard� Hurtado en ir a ver a Lul�, y cuando fue se encontr� un poco
sorprendido al entrar en la tienda. Era una tienda bastante grande, con el escaparate
ancho y adornado con ropas de ni�o, gorritos rizados y camisas llenas de lazos.
--Al fin ha venido usted --le dijo Lul�.
--No he podido venir antes. Pero �toda esta tienda es de usted? --pregunt� Andr�s.
--S�.
--Entonces es usted capitalista; es usted una burguesa infame.
Lul� se ri� satisfecha; luego ense�� a Andr�s la tienda, la trastienda y la casa.
Estaba todo muy bien arreglado y en orden.
Lul� ten�a una muchacha que despachaba y un chico para los recados. Andr�s
estuvo sentado un momento. Entraba bastante gente en la tienda.
--El otro d�a vino Julio --dijo Lul�-- y hablamos mal de usted.
--�De veras?
--S�; y me dijo una cosa, que usted hab�a dicho de m�, que me incomod�.
--�Qu� le dijo a usted?
--Me dijo que usted hab�a dicho una vez, cuando era estudiante, que casarse
conmigo era lo mismo que casarse con un orangut�n. �Es verdad que ha dicho usted de
m� eso? �Conteste usted!
--No lo recuerdo; pero es muy posible.
--�Que lo haya dicho usted?
--S�.
--�Y qu� deb�a hacer yo con un hombre que paga as� la estimaci�n que yo le tengo?
--No s�.
--�Si al menos, en vez de orangut�n, me hubiera usted llamado mona!
--Otra vez ser�. No tenga usted cuidado.
Dos d�as despu�s, Hurtado volvi� a la tienda, y los s�bados se reun�a con Lul� y su
madre en el caf� de la Luna. Pronto pudo comprobar que el se�or de los anteojos
pretend�a a Lul�. Era aquel se�or un farmac�utico que ten�a la botica en la calle del Pez,
hombre muy simp�tico e instruido. Andr�s y �l hablaron de Lul�.
--�Qu� le parece a usted esta muchacha? --le pregunt� el farmac�utico.
--�Qui�n? �Lul�?
--S�.
--Pues es una muchacha por la que yo tengo una gran estimaci�n --dijo Andr�s.
--Yo tambi�n.
--Ahora, que me parece que no es una mujer para casarse con ella.
--�Por qu�?
--Es mi opini�n; a m� me parece una mujer cerebral, sin fuerza org�nica y sin
sensualidad, para quien todas las impresiones son puramente intelectuales.
--�Qu� s� yo! No estoy conforme.
Aquella misma noche Andr�s pudo ver que Lul� trataba demasiado desde�osamente
al farmac�utico.
Cuando se quedaron solos, Andr�s le dijo a Lul�:
--Trata usted muy mal al farmac�utico. Eso no me parece digno de una mujer como
usted, que tiene un fondo de justicia.
--�Por qu�?
--Porque no. Porque un hombre se enamore de usted, �hay motivo para que usted le
desprecie? Eso es una bestialidad.
--Me da la gana de hacer bestialidades.
--Habr�a que desear que a usted le pasara lo mismo, para que supiera lo que es estar
desde�ada sin motivo.
--�Y usted sabe si a m� me pasa lo mismo?
--No; pero me figuro que no.
Tengo demasiado mala idea de las mujeres para creerlo.
--�De las mujeres en general y de m� en particular?
--De todas.
--�Qu� mal humor se le va poniendo a usted, don Andr�s! Cuando sea usted viejo
no va a haber quien le aguante.
--Ya soy viejo. Es que me indignan esas necedades de las mujeres. �Qu� le
encuentra usted a ese hombre para desde�arle as�? Es un hombre culto, amable,
simp�tico, gana para vivir...
--Bueno, bueno; pero a m� me fastidia. Basta ya de esa canci�n.
VII.- De los focos de la peste
Andr�s sol�a sentarse cerca del mostrador. Lul� le ve�a sombr�o y meditabundo.
--Vamos, hombre, �qu� le pasa a usted? --le dijo Lul� un d�a que le vio m�s hosco
que de ordinario.
--Verdaderamente --murmur� Andr�s-- el mundo es una cosa divertida:
hospitales, salas de operaciones, c�rceles, casas de prostituci�n; todo lo peligroso tiene
su ant�doto; al lado del amor, la casa de prostituci�n; al lado de la libertad, la c�rcel.
Cada instinto subversivo, y lo natural es siempre subversivo, lleva al lado su gendarme.
No hay fuente limpia sin que los hombres metan all� las patas y la ensucien. Est� en su
naturaleza.
--�Qu� quiere usted decir con eso? �Qu� le ha pasado a usted? --pregunt� Lul�.
--Nada; este empleo sucio que me han dado, me perturba. Hoy me han escrito una
carta las pupilas de una casa de la calle de la Paz que me preocupa. Firman "Unas
desgraciadas".
--�Qu� dicen?
--Nada; que en esos burdeles hacen bestialidades. Estas "desgraciadas" que me
env�an la carta me dicen horrores. La casa donde viven se comunica con otra. Cuando
hay una visita del m�dico o de la autoridad, a todas las mujeres no matriculadas las
esconden en el piso tercero de la otra casa.
--�Para qu�?
--Para evitar que las reconozcan, para tenerlas fuera del alcance de la autoridad
que, aunque injusta y arbitraria, puede dar un disgusto a las amas.
--�Y esas mujeres vivir�n mal?
--Muy mal; duermen en cualquier rinc�n amontonadas, no comen apenas; les dan
unas palizas brutales; y cuando envejecen y ven que ya no tienen �xito, las cogen y las
llevan a otro pueblo sigilosamente.
--�Qu� vida! �Qu� horror! --murmur� Lul�.
--Luego todas estas amas de prost�bulo --sigui� diciendo Andr�s-- tienen la
tendencia de martirizar a las pupilas. Hay algunas que llevan un vergajo, como un cabo
de vara, para imponer el orden. Hoy he visitado una casa de la calle de Barcelona, en
donde el mat�n es un hombre afeminado a quien llaman el Cotorrita, que ayuda a la
celestina al secuestro de las mujeres. Este invertido se viste de mujer, se pone
pendientes, porque tiene agujeros en las orejas, y va a la caza de muchachas.
--Qu� tipo.
--Es una especie de halc�n. Este eunuco, por lo que me han contado las mujeres de
la casa, es de una crueldad terrible con ellas, y las tiene aterrorizadas. "Aqu� --me ha
dicho el Cotorrita-- no se da de baja a ninguna mujer". "�Por qu�?", le he preguntado
yo. "Porque no"; y me ha ense�ado un billete de cinco duros. Yo he seguido
interrogando a las pupilas y he mandado al hospital a cuatro.
Las cuatro estaban enfermas.
--�Pero esas mujeres no tienen alguna defensa?
--Ninguna, ni nombre, ni estado civil, ni nada. Las llaman como quieren; todas
responden a nombres falsos: Blanca, Marina, Estrella, �frica... En cambio, las celestinas
y los matones est�n protegidos por la polic�a, formada por chulos y por criados de
pol�ticos.
--�Vivir�n poco todas ellas? --dijo Lul�.
--Muy poco. Todas estas mujeres tienen una mortalidad terrible; cada ama de esas
casas de prostituci�n ha visto sucederse y sucederse generaciones de mujeres; las
enfermedades, la c�rcel, el hospital, el alcohol, va mermando esos ej�rcitos. Mientras la
celestina se conserva agarrada a la vida, todas esas carnes blancas, todos esos cerebros
d�biles y sin tensi�n van cayendo al pudridero.
--�Y c�mo no se escapan al menos?
--Porque est�n cogidas por las deudas. El burdel es un pulpo que sujeta con sus
tent�culos a estas mujeres bestias y desdichadas. Si se escapan las denuncian como
ladronas, y toda la canalla de curiales las condena. Luego estas celestinas tienen
recursos. Seg�n me han dicho en esa casa de la calle de Barcelona, hab�a hace d�as una
muchacha reclamada por sus padres desde Sevilla en el Juzgado, y mandaron a otra,
algo parecida f�sicamente a ella, que dijo al juez que ella viv�a con un hombre muy bien
y que no quer�a volver a su casa.
--�Qu� gente!
--Todo eso es lo que queda de moro y de jud�o en el espa�ol; el considerar a la
mujer como una presa, la tendencia al enga�o, a la mentira... Es la consecuencia de la
impostura sem�tica; tenemos la religi�n sem�tica, tenemos sangre semita. De ese
fermento malsano, complicado con nuestra pobreza, nuestra ignorancia y nuestra
vanidad, vienen todos los males.
--�Y esas mujeres son enga�adas de verdad por sus novios? --pregunt� Lul�, a
quien preocupaba m�s el aspecto individual que el social.
--No; en general no. Son mujeres que no quieren trabajar; mejor dicho, que no
pueden trabajar.
Todo se desarrolla en una perfecta inconsciencia. Claro que nada de esto tiene el
aire sentimental y tr�gico que se le supone. Es una cosa brutal, imb�cil, puramente
econ�mica, sin ning�n aspecto novelesco. Lo �nico grande, fuerte, terrible, es que a
todas estas mujeres les queda una idea de la honra como algo formidable suspendido
sobre sus cabezas. Una mujer ligera de otro pa�s, al pensar en su juventud seguramente
dir�: Entonces yo era joven, bonita, sana.
Aqu� dicen: Entonces no estaba deshonrada. Somos una raza de fan�ticos, y el
fanatismo de la honra es de los m�s fuertes. Hemos fabricado �dolos que ahora nos
mortifican.
--�Y eso no se pod�a suprimir? --dijo Lul�.
--�El qu�? --El que haya esas casas.
--�C�mo se va a impedir! Preg�ntele usted al se�or obispo de Trebisonda o al
director de la Academia de Ciencias Morales y Pol�ticas, o a la presidenta de la trata de
blancas, y le dir�n: Ah, es un mal necesario. Hija m�a, hay que tener humildad. No
debemos tener el orgullo de creer que sabemos m�s que los antiguos... Mi t�o Iturrioz,
en el fondo, est� en lo cierto cuando dice riendo que el que las ara�as se coman a las
moscas no indica m�s que la perfecci�n de la naturaleza.
Lul� miraba con pena a Andr�s cuando hablaba con tanta amargura.
--Deb�a usted dejar ese destino --le dec�a.
--S�; al fin lo tendr� que dejar.
VIII.- La muerte de Villas�s
Con pretexto de estar enfermo, Andr�s abandon� el empleo, y por influencia de
Julio Aracil le hicieron m�dico de "La Esperanza", sociedad para la asistencia
facultativa de gente pobre.
No ten�a en este nuevo cargo tantos motivos para sus indignaciones �ticas, pero en
cambio la fatiga era terrible; hab�a que hacer treinta y cuarenta visitas al d�a en los
barrios m�s lejanos; subir escaleras y escaleras, entrar en tugurios infames...
En verano sobre todo, Andr�s quedaba reventado. Aquella gente de las casas de
vecindad, miserable, sucia, exasperada por el calor, se hallaba siempre dispuesta a la
c�lera. El padre o la madre que ve�a que el ni�o se le mor�a, necesitaba descargar en
alguien su dolor, y lo descargaba en el m�dico. Andr�s algunas veces o�a con calma las
reconvenciones, pero otras veces se encolerizaba y les dec�a la verdad: que eran unos
miserables y unos cerdos; que no se levantar�an nunca de su postraci�n por su incuria y
su abandono.
Iturrioz ten�a raz�n: la naturaleza no s�lo hac�a el esclavo, sino que le daba el
esp�ritu de la esclavitud.
Andr�s hab�a podido comprobar en Alcolea como en Madrid que, a medida que el
individuo sube, los medios que tiene de burlar las leyes comunes se hacen mayores.
Andr�s pudo evidenciar que la fuerza de la ley disminuye proporcionalmente al
aumento de medios del triunfador. La ley es siempre m�s dura con el d�bil.
Autom�ticamente pesa sobre el miserable.
Es l�gico que el miserable por instinto odie la ley.
Aquellos desdichados no comprend�an todav�a que la solidaridad del pobre pod�a
acabar con el rico, y no sab�an m�s que lamentarse est�rilmente de su estado.
La c�lera y la irritaci�n se hab�an hecho cr�nicas en Andr�s; el calor, el andar al sol
le produc�an una sed constante que le obligaba a beber cerveza y cosas fr�as que le
estragaban el est�mago.
Ideas absurdas de destrucci�n le pasaban por la cabeza. Los domingos, sobre todo
cuando cruzaba entre la gente a la vuelta de los toros, pensaba en el placer que ser�a
para �l poner en cada bocacalle una media docena de ametralladoras y no dejar uno de
los que volv�an de la est�pida y sangrienta fiesta.
Toda aquella sucia morralla de chulos eran los que vociferaban en los caf�s antes de
la guerra, los que soltaron baladronadas y bravatas para luego quedarse en sus casas tan
tranquilos. La moral del espectador de corrida de toros se hab�a revelado en ellos; la
moral del cobarde que exige valor en otro, en el soldado en el campo de batalla, en el
histri�n, o en el torero en el circo. A aquella turba de bestias crueles y sanguinarias,
est�pidas y petulantes, le hubiera impuesto Hurtado el respeto al dolor ajeno por la
fuerza.
El oasis de Andr�s era la tienda de Lul�. All�, en la oscuridad y a la fresca, se
sentaba y hablaba.
Lul� mientras tanto cos�a, y si llegaba alguna compradora, despachaba.
Algunas noches Andr�s acompa�� a Lul� y a su madre al paseo de Rosales. Lul� y
Andr�s se sentaban juntos, y hablaban contemplando la hondonada negra que se
extend�a ante ellos.
Lul� miraba aquellas l�neas de luces interrumpidas de las carreteras y de los
arrabales, y fantaseaba suponiendo que hab�a un mar con sus islas, y que se pod�a andar
en lancha por encima de estas sombras confusas.
Despu�s de charlar largo rato volv�an en el tranv�a, y en la glorieta de San Bernardo
se desped�an estrech�ndose la mano.
Quitando estas horas de paz y de tranquilidad, todas las dem�s eran para Andr�s de
disgusto y de molestia...
Un d�a al visitar una guardilla de barrios bajos, al pasar por el corredor de una casa
de vecindad, una mujer vieja con un ni�o en brazos se le acerc� y le dijo si quer�a pasar
a ver a un enfermo.
Andr�s no se negaba nunca a esto, y entr� en el otro tabuco.
Un hombre demacrado, fam�lico, sentado en un camastro, cantaba y recitaba
versos. De cuando en cuando se levantaba en camisa e iba de un lado a otro tropezando
con dos o tres cajones que hab�a en el suelo.
--�Qu� tiene este hombre? --pregunt� Andr�s a la mujer.
--Est� ciego, y ahora parece que se ha vuelto loco.
--�No tiene familia? --Una hermana m�a y yo; somos hijas suyas.
--Pues por este hombre no se puede hacer nada --dijo Andr�s--. Lo �nico ser�a
llevarlo al hospital o a un manicomio. Yo mandar� una nota al director del hospital.
�C�mo se llama el enfermo?
--Villas�s, Rafael Villas�s.
--��ste es un se�or que hac�a dramas?
--S�.
Andr�s lo record� en aquel momento. Hab�a envejecido en diez o doce a�os de una
manera asombrosa; pero a�n la hija hab�a envejecido m�s. Ten�a un aire de
insensibilidad y de estupor que s�lo un aluvi�n de miserias puede dar a una criatura
humana.
Andr�s se fue de la casa pensativo.
--�Pobre hombre! --se dijo-- �Qu� desdichado! �Este pobre diablo, empe�ado en
desafiar a la riqueza, es extraordinario! �Qu� caso de hero�smo m�s c�mico! Y quiz� si
pudiera discurrir pensar�a que ha hecho bien; que la situaci�n lamentable en que se
encuentra es un timbre de gloria de su bohemia. �Pobre imb�cil!
Siete u ocho d�as despu�s, al volver a visitar al ni�o enfermo, que hab�a reca�do, le
dijeron que el vecino de la guardilla, Villas�s, hab�a muerto.
Los inquilinos de los cuartuchos le contaron que el poeta loco, como le llamaban en
la casa, hab�a pasado tres d�as y tres noches vociferando, desafiando a sus enemigos
literarios, riendo a carcajadas.
Andr�s entr� a ver al muerto. Estaba tendido en el suelo, envuelto en una s�bana. La
hija, indiferente, se manten�a acurrucada en un rinc�n. Unos cuantos desarrapados, entre
ellos uno melenudo, rodeaban el cad�ver.
--�Es usted el m�dico? --le pregunt� uno de ellos a Andr�s con impertinencia.
--S�; soy m�dico.
--Pues reconozca usted el cuerpo, porque creemos que Villas�s no est� muerto.
Esto es un caso de catalepsia.
--No digan ustedes necedades --dijo Andr�s.
Todos aquellos desarrapados, que deb�an ser bohemios, amigos de Villas�s, hab�an
hecho horrores con el cad�ver: le hab�an quemado los dedos con f�sforo para ver si
ten�a sensibilidad. Ni aun despu�s de muerto, al pobre diablo lo dejaban en paz.
Andr�s, a pesar de que ten�a el convencimiento de que no hab�a tal catalepsia, sac�
el estetoscopio y auscult� al cad�ver en la zona del coraz�n.
--Est� muerto --dijo.
En esto entr� un viejo de melena blanca y barba tambi�n blanca, cojeando, apoyado
en un bast�n. Ven�a borracho completamente. Se acerc� al cad�ver de Villas�s, y con
una voz melodram�tica grit�:
--�Adi�s, Rafael! �T� eras un poeta! �T� eras un genio! �As� morir� yo tambi�n!
�En la miseria!, porque soy un bohemio y no vender� nunca mi conciencia. No.
Los desarrapados se miraban unos a otros como satisfechos del giro que tomaba la
escena.
Segu�a desvariando el viejo de las melenas, cuando se present� el mozo del coche
f�nebre, con el sombrero de copa echado a un lado, el l�tigo en la mano derecha y la
colilla en los labios.
--Bueno --dijo hablando en chulo, ense�ando los dientes negros--. �Se va a bajar
el cad�ver o no? Porque yo no puedo esperar aqu�, que hay que llevar otros muertos al
Este.
Uno de los desarrapados, que ten�a un cuello postizo, bastante sucio, que le sal�a de
la chaqueta, y unos lentes, acerc�ndose a Hurtado le dijo con una afectaci�n rid�cula:
--Viendo estas cosas, dan ganas de ponerse una bomba de dinamita en el velo del
paladar.
La desesperaci�n de este bohemio le pareci� a Hurtado demasiado alambicada para
ser sincera, y dejando a toda esta turba de desarrapados en la guardilla sali� de la casa.
IX.- Amor, teor�a y pr�ctica
Andr�s divagaba, lo que era su gran placer, en la tienda de Lul�.
Ella le o�a sonriente, haciendo de cuando en cuando alguna objeci�n.
Le llamaba siempre en burla don Andr�s.
--Tengo una peque�a teor�a acerca del amor --le dijo un d�a �l.
--Acerca del amor deb�a usted tener una teor�a grande --repuso burlonamente
Lul�.
--Pues no la tengo. He encontrado que en el amor, como en la medicina de hace
ochenta a�os, hay dos procedimientos: la alopat�a y la homeopat�a.
--Expl�quese usted claro, don Andr�s --replic� ella con severidad.
--Me explicar�. La alopat�a amorosa est� basada en la neutralizaci�n. Los
contrarios se curan con los contrarios. Por este principio, el hombre peque�o busca
mujer grande, el rubio mujer morena y el moreno rubia. Este procedimiento es el
procedimiento de los t�midos; que desconf�an de s� mismos... El otro procedimiento...
--Vamos a ver el otro procedimiento.
--El otro procedimiento es el homeop�tico. Los semejantes se curan con los
semejantes. �ste es el sistema de los satisfechos de su f�sico. El moreno con la morena,
el rubio con la rubia. De manera que, si mi teor�a es cierta, servir� para conocer a la
gente.
--�S�?
--S�; se ve un hombre gordo, moreno y chato, al lado de una mujer gorda, morena y
chata, pues es un hombre petulante y seguro de s� mismo; pero el hombre gordo,
moreno y chato tiene una mujer flaca, rubia y nariguda, es que no tiene confianza en su
tipo ni en la forma de su nariz.
--De manera que yo, que soy morena y algo chata...
--No; usted no es chata.
--�Algo tampoco?
--No.
--Muchas gracias, don Andr�s.
Pues bien; yo que soy morena, y creo que algo chata, aunque usted diga que no, si
fuera petulante, me gustar�a ese mozo de la peluquer�a de la esquina, que es m�s moreno
y m�s chato que yo, y si fuera completamente humilde, me gustar�a el farmac�utico, que
tiene unas buenas napias.
--Usted no es un caso normal.
--�No?
--No.
--�Pues qu� soy?
--Un caso de estudio.
--Yo ser� un caso de estudio; pero nadie me quiere estudiar.
--�Quiere usted que la estudie yo, Lul�? Ella contempl� durante un momento a
Andr�s con una mirada enigm�tica, y luego se ech� a re�r:
--Y usted, don Andr�s, que es un sabio, que ha encontrado esas teor�as sobre el
amor, �qu� es eso del amor?
--�El amor?
--S�.
--Pues el amor, y le voy a parecer a usted un pedante, es la confluencia del instinto
fetichista y del instinto sexual.
--No comprendo.
--Ahora viene la explicaci�n.
El instinto sexual empuja el hombre a la mujer y la mujer al hombre,
indistintamente; pero el hombre que tiene un poder de fantasear, dice: esa mujer, y la
mujer dice: ese hombre. Aqu� empieza el instinto fetichista; sobre el cuerpo de la
persona elegida porque s�, se forja otro m�s hermoso y se le adorna y se le embellece, y
se convence uno de que el �dolo forjado por la imaginaci�n es la misma verdad. Un
hombre que ama a una mujer la ve en su interior deformada, y la mujer que quiere al
hombre le pasa lo mismo, lo deforma. A trav�s de una nube brillante y falsa, se ven los
amantes el uno al otro, y en la oscuridad r�e el antiguo diablo, que no es m�s que la
especie.
--�La especie! �Y qu� tiene que ver ah� la especie?
--El instinto de la especie es la voluntad de tener hijos, de tener descendencia. La
principal idea de la mujer es el hijo. La mujer instintivamente quiere primero el hijo;
pero la naturaleza necesita vestir este deseo con otra forma m�s po�tica, m�s sugestiva,
y crea esas mentiras, esos velos que constituyen el amor.
--�De manera que el amor en el fondo es un enga�o?
--S�; es un enga�o como la misma vida; por eso alguno ha dicho, con raz�n: una
mujer es tan buena como otra y a veces m�s; lo mismo se puede decir del hombre: un
hombre es tan bueno como otro y a veces m�s.
--Eso ser� para la persona que no quiere.
--Claro, para el que no est� ilusionado, enga�ado... Por eso sucede que los
matrimonios de amor producen m�s dolores y desilusiones que los de conveniencia.
--�De verdad cree usted eso?
--S�.
--�Y a usted qu� le parece que vale m�s, enga�arse y sufrir o no enga�arse nunca?
--No s�. Es dif�cil saberlo. Creo que no puede haber una regla general.
Estas conversaciones les entreten�an.
Una ma�ana, Andr�s se encontr� en la tienda con un militar joven hablando con
Lul�. Durante varios d�as lo sigui� viendo. No quiso preguntar qui�n era, y s�lo cuando
lo dej� de ver se enter� de que era primo de Lul�.
En este tiempo Andr�s empez� a creer que Lul� estaba displicente con �l. Quiz�
pensaba en el militar.
Andr�s quiso perder la costumbre de ir a la tienda de confecciones, pero no pudo.
Era el �nico sitio agradable donde se encontraba bien...
Un d�a de oto�o por la ma�ana fue a pasear por la Moncloa.
Sent�a esa melancol�a, un poco rid�cula, del solter�n. Un vago sentimentalismo
anegaba su esp�ritu al contemplar el campo, el cielo puro y sin nubes, el Guadarrama
azul como una turquesa.
Pens� en Lul� y decidi� ir a verla. Era su �nica amiga. Volvi� hacia Madrid, hasta
la calle del Pez, y entr� en la tiendecita.
Estaba Lul� sola, limpiando con el plumero los armarios.
Andr�s se sent� en su sitio.
--Est� usted muy bien hoy, muy guapa --dijo de pronto Andr�s.
--�Qu� hierba ha pisado usted, don Andr�s, para estar tan amable?
--Verdad. Est� usted muy bien.
Desde que est� usted aqu� se va usted humanizando. Antes ten�a usted una
expresi�n muy sat�rica, muy burlona, pero ahora no; se le va poniendo a usted una cara
m�s dulce. Yo creo que de tratar as� con las madres que vienen a comprar gorritos para
sus hijos se le va poniendo a usted una cara maternal.
--Y, ya ve usted, es triste hacer siempre gorritos para los hijos de los dem�s.
--�Qu� querr�a usted m�s que fueran para sus hijos? --Si pudiera ser; �por qu� no?
Pero yo no tendr� hijos nunca. �Qui�n me va a querer a m�?
--El farmac�utico del caf�, el teniente..., puede usted ech�rselas de modesta, y anda
usted haciendo conquistas...
--�Yo?
--Usted, s�.
Lul� sigui� limpiando los estantes con el plumero.
--�Me tiene usted odio, Lul�? --dijo Hurtado.
--S�; porque me dice usted tonter�as.
--Deme usted la mano.
--�La mano?
--S�.
--Ahora si�ntese usted a mi lado.
--�A su lado de usted?
--S�.
--Ahora m�reme usted a los ojos. Lealmente.
--Ya le miro a los ojos. �Hay m�s que hacer?
--�Usted cree que no la quiero a usted, Lul�?
--S�..., un poco..., ve usted que no soy una mala muchacha..., pero nada m�s.
--�Y si hubiera algo m�s? Si yo la quisiera a usted con cari�o, con amor, �qu� me
contestar�a usted?
--No; no es verdad. Usted no me quiere. No me diga usted eso.
--S�, s�; es verdad --y acercando la cabeza de Lul� a �l, la bes� en la boca.
Lul� enrojeci� violentamente, luego palideci� y se tap� la cara con las manos.
--Lul�, Lul� --dijo Andr�s--. �Es que la he ofendido a usted?
Lul� se levant� y pase� un momento por la tienda, sonriendo.
--Ve usted, Andr�s; esa locura, ese enga�o que dice usted que es el amor, lo he
sentido yo por usted desde que le vi.
--�De verdad?
--S�, de verdad.
--�Y yo ciego?
--S�; ciego, completamente ciego.
Andr�s tom� la mano de Lul� entre las suyas y la llev� a sus labios. Hablaron los
dos largo rato, hasta que se oy� la voz de do�a Leonarda.
--Me voy --dijo Andr�s, levant�ndose.
--Adi�s --exclam� ella, estrech�ndose contra �l--. Y ya no me dejes m�s, Andr�s.
Donde t� vayas, ll�vame.
S�ptima parte: La experiencia del hijo
I.- El derecho a la prole
Unos d�as m�s tarde Andr�s se presentaba en casa de su t�o.
Gradualmente llev� la conversaci�n a tratar de cuestiones matrimoniales, y despu�s
dijo:
--Tengo un caso de conciencia.
--�Hombre!
--S�. Fig�rese usted que un se�or a quien visito, todav�a joven, pero hombre
artr�tico, nervioso, tiene una novia, antigua amiga suya, d�bil y algo hist�rica.
Y este se�or me pregunta: �Usted cree que me puedo casar? Y yo no s� qu�
contestarle.
--Yo le dir�a que no --contest� Iturrioz--. Ahora, que �l hiciera despu�s lo que
quisiera.
--Pero hay que darle una raz�n.
--�Qu� m�s raz�n! �l es casi un enfermo, ella tambi�n, �l vacila..., basta; que no se
case.
--No, eso no basta.
--Para m� s�; yo pienso en el hijo; yo no creo como Calder�n, que el delito mayor
del hombre sea el haber nacido. Esto me parece una tonter�a po�tica. El delito mayor del
hombre es hacer nacer.
--�Siempre? �Sin excepci�n?
--No. Para m� el criterio es �ste: Se tienen hijos sanos a quienes se les da un hogar,
protecci�n, educaci�n, cuidados... podemos otorgar la absoluci�n a los padres; se tienen
hijos enfermos, tuberculosos, sifil�ticos, neurast�nicos, consideremos criminales a los
padres.
--�Pero eso se puede saber con anterioridad?
--S�, yo creo que s�.
--No lo veo tan f�cil.
--F�cil no es; pero s�lo el peligro, s�lo la posibilidad de engendrar una prole
enfermiza, deb�a bastar al hombre para no tenerla.
El perpetuar el dolor en el mundo me parece un crimen.
--�Pero puede saber nadie c�mo ser� su descendencia? Ah� tengo yo un amigo
enfermo, estropeado, que ha tenido hace poco una ni�a sana, fort�sima.
--Eso es muy posible. Es frecuente que un hombre robusto tenga hijos raqu�ticos y
al contrario; pero no importa. La �nica garant�a de la prole es la robustez de los padres.
--Me choca en un antiintelectualista como usted esa actitud tan de intelectual --
dijo Andr�s.
--A m� tambi�n me choca en un intelectual como t� esa actitud de hombre de
mundo. Yo te confieso, para m� nada tan repugnante como esa bestia prol�fica, que entre
vapores de alcohol va engendrando hijos que hay que llevar al cementerio o que si no
van a engrosar los ej�rcitos del presidio y de la prostituci�n. Yo tengo verdadero odio a
esa gente sin conciencia, que llena de carne enferma y podrida la tierra. Recuerdo una
criada de mi casa; se cas� con un idiota borracho, que no pod�a sostenerse a s� mismo
porque no sab�a trabajar. Ella y �l eran c�mplices de chiquillos enfermizos y tristes, que
viv�an entre harapos, y aquel idiota ven�a a pedirme dinero creyendo que era un m�rito
ser padre de su abundante y repulsiva prole.
La mujer, sin dientes, con el vientre constantemente abultado, ten�a una indiferencia
animal para los embarazos, los partos y las muertes de los ni�os. �Se ha muerto uno?
Pues se hace otro, dec�a c�nicamente. No, no debe ser l�cito engendrar seres que vivan
en el dolor.
--Yo creo lo mismo.
--La fecundidad no puede ser un ideal social. No se necesita cantidad, sino calidad.
Que los patriotas y los revolucionarios canten al bruto prol�fico, para m� siempre ser� un
animal odioso.
--Todo eso est� bien --murmur� Andr�s--; pero no resuelve mi problema. �Qu� le
digo yo a ese hombre? --Yo le dir�a: C�sese usted si quiere, pero no tenga usted hijos.
Esterilice usted su matrimonio.
--Es decir, que nuestra moral acaba por ser inmoral. Si Tolstoi le oyera, le dir�a: Es
usted un canalla de la facultad.
--�Bah! Tolstoi es un ap�stol y los ap�stoles dicen las verdades suyas, que
generalmente son tonter�as para los dem�s. Yo a ese amigo tuyo le hablar�a claramente;
le dir�a: �Es usted un hombre ego�sta, un poco cruel, fuerte, sano, resistente para el
dolor propio e incomprensivo para los padecimientos ajenos? �S�? Pues c�sese usted,
tenga usted hijos, ser� usted un buen padre de familia... Pero si es usted un hombre
impresionable, nervioso, que siente demasiado el dolor, entonces no se case usted, y si
se casa no tenga hijos.
Andr�s sali� de la azotea aturdido. Por la tarde escribi� a Iturrioz una carta
dici�ndole que el artr�tico que se casaba era �l.
II.- La vida nueva
A Hurtado no le preocupaban gran cosa las cuestiones de forma, y no tuvo ning�n
inconveniente en casarse en la iglesia, como quer�a do�a Leonarda. Antes de casarse
llev� a Lul� a ver a su t�o Iturrioz y simpatizaron.
Ella le dijo a Iturrioz.
--A ver si encuentra usted para Andr�s alg�n trabajo en que tenga que salir poco de
casa, porque haciendo visitas est� siempre de un humor mal�simo.
Iturrioz encontr� el trabajo, que consist�a en traducir art�culos y libros para una
revista m�dica que publicaba al mismo tiempo obras nuevas de especialidades.
--Ahora te dar�n dos o tres libros en franc�s para traducir --le dijo Iturrioz--; pero
vete aprendiendo el ingl�s, porque dentro de unos meses te encargar�n alguna
traducci�n en este idioma y entonces si necesitas te ayudar� yo.
--Muy bien. Se lo agradezco a usted mucho.
Andr�s dej� su cargo en la sociedad "La Esperanza". Estaba dese�ndolo; tom� una
casa en el barrio de Pozas, no muy lejos de la tienda de Lul�.
Andr�s pidi� al casero que de los tres cuartos que daban a la calle le hiciera uno, y
que no le empapelara el local que quedase despu�s, sino que lo pintara de un color
cualquiera.
Este cuarto ser�a la alcoba, el despacho, el comedor para el matrimonio. La vida en
com�n la har�an constantemente all�.
--La gente hubiera puesto aqu� la sala y el gabinete y despu�s se hubieran ido a
dormir al sitio peor de la casa --dec�a Andr�s.
Lul� miraba estas disposiciones higi�nicas como fantas�as, chifladuras; ten�a una
palabra especial para designar las extravagancias de su marido.
--�Qu� hombre m�s ide�tico! --dec�a.
Andr�s pidi� prestado a Iturrioz alg�n dinero para comprar muebles.
--�Cu�nto necesitas? --le dijo el t�o.
--Poco; quiero muebles que indiquen pobreza; no pienso recibir a nadie.
Al principio do�a Leonarda quiso ir a vivir con Lul� y con Andr�s; pero �ste se
opuso.
--No, no --dijo Andr�s--; que vaya con tu hermana y con don Prudencio. Estar�
mejor.
--�Qu� hip�crita! Lo que sucede es que no la quieres a mam�.
--Ah, claro. Nuestra casa ha de tener una temperatura distinta a la de la calle. La
suegra ser�a una corriente de aire fr�o. Que no entre nadie, ni de tu familia ni de la m�a.
--�Pobre mam�! �Qu� idea tienes de ella! --dec�a riendo Lul�.
--No; es que no tenemos el mismo concepto de las cosas; ella cree que se debe
vivir para fuera y yo no.
Lul�, despu�s de vacilar un poco, se entendi� con su antigua amiga y vecina la
Venancia y la llev� a su casa. Era una vieja muy fiel, que ten�a cari�o a Andr�s y a
Lul�.
--Si le preguntan por m� --le dec�a Andr�s--, diga usted siempre que no estoy.
--Bueno, se�orito.
Andr�s estaba dispuesto a cumplir bien en su nueva ocupaci�n de traductor.
Aquel cuarto aireado, claro, donde entraba el sol, en donde ten�a sus libros, sus
papeles, le daba ganas de trabajar.
Ya no sent�a la impresi�n de animal acosado, que hab�a sido en �l habitual. Por la
ma�ana tomaba un ba�o y luego se pon�a a traducir.
Lul� volv�a de la tienda y la Venancia les serv�a la comida.
--Coma usted con nosotros --le dec�a Andr�s.
--No, no.
Hubiera sido imposible convencer a la vieja de que se pod�a sentar a la mesa con
sus amos.
Despu�s de comer, Andr�s acompa�aba a Lul� a la tienda y luego volv�a a trabajar
en su cuarto.
Varias veces le dijo a Lul� que ya ten�an bastante para vivir con lo que ganaba �l,
que pod�an dejar la tienda; pero ella no quer�a.
--�Qui�n sabe lo que puede ocurrir? --dec�a Lul�--; hay que ahorrar, hay que estar
prevenidos por si acaso.
De noche a�n quer�a Lul� trabajar algo en la m�quina; pero Andr�s no se lo
permit�a.
Andr�s estaba cada vez m�s encantado de su mujer, de su vida y de su casa. Ahora
le asombraba c�mo no hab�a notado antes aquellas condiciones de arreglo, de orden y
de econom�a de Lul�.
Cada vez trabajaba con m�s gusto. Aquel cuarto grande le daba la impresi�n de no
estar en una casa con vecinos y gente fastidiosa, sino en el campo, en alg�n sitio lejano.
Andr�s hac�a sus trabajos con gran cuidado y calma. En la redacci�n de la revista le
hab�an prestado varios diccionarios cient�ficos modernos e Iturrioz le dej� dos o tres de
idiomas que le serv�an mucho.
Al cabo de alg�n tiempo, no s�lo ten�a que hacer traducciones, sino estudios
originales, casi siempre sobre datos y experiencias obtenidos por investigadores
extranjeros.
Muchas veces se acordaba de lo que dec�a Ferm�n Ibarra; de los descubrimientos
f�ciles que se desprenden de los hechos anteriores sin esfuerzo. �Por qu� no hab�a
experimentados en Espa�a cuando la experimentaci�n para dar fruto no exig�a m�s que
dedicarse a ella? Sin duda faltaban laboratorios, talleres para seguir el proceso evolutivo
de una rama de la ciencia; sobraba tambi�n un poco de sol, un poco de ignorancia y
bastante de la protecci�n del Santo Padre, que generalmente es muy �til para el alma,
pero muy perjudicial para la ciencia y para la industria.
Estas ideas, que hac�a tiempo le hubieran producido indignaci�n y c�lera, ya no le
exasperaban.
Andr�s se encontraba tan bien, que sent�a temores. �Pod�a durar esta vida tranquila?
�Habr�a llegado a fuerza de ensayos a una existencia no s�lo soportable, sino agradable
y sensata? Su pesimismo le hac�a pensar que la calma no iba a ser duradera.
--Algo va a venir el mejor d�a --pensaba-- que va a descomponer este bello
equilibrio.
Muchas veces se le figuraba que en su vida hab�a una ventana abierta a un abismo.
Asom�ndose a ella el v�rtigo y el horror se apoderaban de su alma.
Por cualquier cosa, con cualquier motivo, tem�a que este abismo se abriera de nuevo
a sus pies.
Para Andr�s todos los allegados eran enemigos; realmente la suegra, Nin�, su
marido, los vecinos, la portera, miraban el estado feliz del matrimonio como algo
ofensivo para ellos.
--No hagas caso de lo que te digan --recomendaba Andr�s a su mujer--. Un
estado de tranquilidad como el nuestro es una injuria para toda esa gente que vive en
una perpetua tragedia de celos, de envidias, de tonter�as. Ten en cuenta que han de
querer envenenarnos.
--Lo tendr� en cuenta --replicaba Lul�, que se burlaba de la grave recomendaci�n
de su marido.
Nin� algunos domingos, por la tarde, invitaba a su hermana a ir al teatro.
--�Andr�s no quiere venir? --preguntaba Nin�.
--No. Est� trabajando.
--Tu marido es un erizo.
--Bueno; dejadle.
Al volver Lul� por la noche contaba a su marido lo que hab�a visto. Andr�s hac�a
alguna reflexi�n filos�fica que a Lul� le parec�a muy c�mica, cenaban y despu�s de
cenar paseaban los dos un momento.
En verano, sal�an casi todos los d�as al anochecer. Al concluir su trabajo, Andr�s iba
a buscar a Lul� a la tienda, dejaban en el mostrador a la muchacha y se marchaban a
corretear por el Canalillo o la Dehesa de Amaniel.
Otras noches entraban en los cinemat�grafos de Chamber�, y Andr�s o�a entretenido
los comentarios de Lul�, que ten�an esa gracia madrile�a ingenua y despierta que no se
parece en nada a las groser�as est�pidas y amaneradas de los especialistas en
madrile�ismo.
Lul� le produc�a a Andr�s grandes sorpresas; jam�s hubiera supuesto que aquella
muchacha, tan atrevida al parecer, fuera �ntimamente de una timidez tan completa.
Lul� ten�a una idea absurda de su marido, lo consideraba como un portento.
Una noche que se les hizo tarde, al volver del Canalillo, se encontraron en un
callej�n sombr�o, que hay cerca del abandonado cementerio de la Patriarcal, con dos
hombres de mal aspecto. Estaba ya oscuro; un farol medio ca�do, sujeto en la tapia del
camposanto, iluminaba el camino, negro por el polvo del carb�n y abierto entre dos
tapias. Uno de los hombres se les acerc� a pedirles limosna de una manera un tanto
sospechosa.
Andr�s contest� que no ten�a un cuarto y sac� la llave de casa del bolsillo, que
brill� como si fuera el ca��n de un rev�lver.
Los dos hombres no se atrevieron a atacarles, y Lul� y Andr�s pudieron llegar a la
calle de San Bernardo sin el menor tropiezo.
--�Has tenido miedo, Lul�? --le pregunt� Andr�s.
--S�; pero no mucho. Como iba contigo...
--Qu� espejismo --pens� �l--, mi mujer cree que soy un H�rcules.
Todos los conocidos de Lul� y de Andr�s se maravillaban de la armon�a del
matrimonio.
--Hemos llegado a querernos de verdad --dec�a Andr�s--, porque no ten�amos
inter�s en mentir.
III.- En paz
Pasaron muchos meses y la paz del matrimonio no se turb�.
Andr�s estaba desconocido. El m�todo de vida, el no tener que sufrir el sol, ni subir
escaleras, ni ver miserias, le daba una impresi�n de tranquilidad, de paz.
Explic�ndose como un fil�sofo, hubiera dicho que la sensaci�n de conjunto de su
cuerpo, la "cenesthesia" era en aquel momento pasiva, tranquila, dulce. Su bienestar
f�sico le preparaba para ese estado de perfecci�n y de equilibrio intelectual, que los
epic�reos y los estoicos griegos llamaron "ataraxia", el para�so del que no cree.
Aquel estado de serenidad le daba una gran lucidez y mucho m�todo en sus
trabajos. Los estudios de s�ntesis que hizo para la revista m�dica tuvieron gran �xito. El
director le alent� para que siguiera por aquel camino. No quer�a ya que tradujera, sino
que hiciera trabajos originales para todos los n�meros.
Andr�s y Lul� no ten�an nunca la menor ri�a; se entend�an muy bien. S�lo en
cuestiones de higiene y alimentaci�n, ella no le hac�a mucho caso a su marido.
--Mira, no comas tanta ensalada --le dec�a �l.
--�Por qu�? Si me gusta.
--S�; pero no te conviene ese �cido. Eres artr�tica como yo.
--�Ah, tonter�as! --No son tonter�as.
Andr�s daba todo el dinero que ganaba a su mujer.
--A m� no me compres nada --le dec�a.
--Pero necesitas...
--Yo no. Si quieres comprar, compra algo para la casa o para ti.
Lul� segu�a con la tiendecita; iba y ven�a del obrador a su casa, unas veces de
mantilla, otras con un sombrero peque�o.
Desde que se hab�a casado estaba de mejor aspecto; como andaba m�s al aire libre
ten�a un color sano. Adem�s, su aire sat�rico se hab�a suavizado, y su expresi�n era m�s
dulce.
Varias veces desde el balc�n vio Hurtado que alg�n pollo o alg�n viejo hab�an
venido hasta casa, siguiendo a su mujer.
--Mira, Lul� --le dec�a--, ten cuidado; te siguen.
--�S�?
--S�; la verdad es que te est�s poniendo muy guapa. Vas a hacerme celoso.
--S�, mucho. T� ya sabes demasiado c�mo yo te quiero --replicaba ella-- . Cuando
estoy en la tienda, siempre estoy pensando: �Qu� har� aqu�l?
--Deja la tienda.
--No, no. �Y si tuvi�ramos un hijo? Hay que ahorrar.
�El hijo! Andr�s no quer�a hablar, ni hacer la menor alusi�n a este punto,
verdaderamente delicado; le produc�a una gran inquietud.
La religi�n y la moral vieja gravitan todav�a sobre uno --se dec�a--; no puede uno
echar fuera completamente el hombre supersticioso que lleva en la sangre la idea del
pecado.
Muchas veces, al pensar en el porvenir, le entraba un gran terror; sent�a que aquella
ventana sobre el abismo pod�a entreabrirse.
Con frecuencia, marido y mujer iban a visitar a Iturrioz, y �ste tambi�n a menudo
pasaba un rato en el despacho de Andr�s.
Un a�o, pr�ximamente despu�s de casados, Lul� se puso algo enferma; estaba
distra�da, melanc�lica y preocupada.
--�Qu� le pasa? �Qu� tiene? --se preguntaba Andr�s con inquietud.
Pas� aquella racha de tristeza, pero al poco tiempo volvi� de nuevo con m�s fuerza;
los ojos de Lul� estaban velados, en su rostro se notaban se�ales de haber llorado.
Andr�s, preocupado, hac�a esfuerzos para parecer distra�do; pero lleg� un momento
en que le fue imposible fingir que no se daba cuenta del estado de su mujer.
Una noche le pregunt� lo que le ocurr�a y ella, abraz�ndose a su cuello, le hizo
t�midamente la confesi�n de lo que le pasaba.
Era lo que tem�a Andr�s. La tristeza de no tener el hijo, la sospecha de que su
marido no quer�a tenerlo, hac�a llorar a Lul� a l�grima viva, con el coraz�n hinchado
por la pena.
�Qu� actitud tomar ante un dolor semejante? �C�mo decir a aquella mujer, que �l se
consideraba como un producto envenenado y podrido, que no deb�a tener descendencia?
Andr�s intent� consolarla, explicarse... Era imposible. Lul� lloraba, le abrazaba, le
besaba con la cara llena de l�grimas.
--�Sea lo que sea! --murmur� Andr�s.
Al levantarse Andr�s al d�a siguiente, ya no ten�a la serenidad de costumbre.
Dos meses m�s tarde, Lul�, con la mirada brillante, le confes� a Andr�s que deb�a
estar embarazada.
El hecho no ten�a duda. Ya Andr�s viv�a en una angustia continua. La ventana que
en su vida se abr�a a aquel abismo que le produc�a el v�rtigo, estaba de nuevo de par en
par.
El embarazo produjo en Lul� un cambio completo; de burlona y alegre, la hizo
triste y sentimental.
Andr�s notaba que ya le quer�a de otra manera; ten�a por �l un cari�o celoso e
irritado; ya no era aquella simpat�a afectuosa y burlona tan dulce; ahora era un amor
animal. La naturaleza recobraba sus derechos. Andr�s, de ser un hombre lleno de talento
y un poco "ide�tico", hab�a pasado a ser su hombre. Ya en esto, Andr�s ve�a el principio
de la tragedia. Ella quer�a que le acompa�ara, le diera el brazo, se sent�a celosa, supon�a
que miraba a las dem�s mujeres.
Cuando adelant� el embarazo, Andr�s comprob� que el histerismo de su mujer se
acentuaba.
Ella sab�a que estos des�rdenes nerviosos ten�an las mujeres embarazadas, y no le
daba importancia; pero �l temblaba.
La madre de Lul� comenz� a frecuentar la casa, y como ten�a mala voluntad para
Andr�s, envenenaba todas las cuestiones.
Uno de los m�dicos que colaboraba en la revista, un hombre joven, fue varias veces
a ver a Lul�.
Seg�n dec�a, se encontraba bien; sus manifestaciones hist�ricas no ten�an
importancia, eran frecuentes en las embarazadas. El que se encontraba cada vez peor era
Andr�s.
Su cerebro estaba en una tensi�n demasiado grande, y las emociones que cualquiera
pod�a sentir en la vida normal, a �l le desequilibraban.
--Ande usted, salga usted --le dec�a el m�dico.
Pero fuera de casa ya no sab�a qu� hacer.
No pod�a dormir, y despu�s de ensayar varios hipn�ticos se decidi� a tomar
morfina. La angustia le mataba.
Los �nicos momentos agradables de su vida eran cuando se pon�a a trabajar. Estaba
haciendo un estudio sint�tico de las aminas, y trabajaba con toda su fuerza para
olvidarse de sus preocupaciones y llegar a dar claridad a sus ideas.
IV.- Ten�a algo de precursor
Cuando lleg� el embarazo a su t�rmino, Lul� qued� con el vientre excesivamente
aumentado.
--A ver si tengo dos --dec�a ella riendo.
--No digas esas cosas --murmuraba Andr�s exasperado y entristecido.
Cuando Lul� crey� que el momento se acercaba, Hurtado fue a llamar a un m�dico
joven, amigo suyo y de Iturrioz, que se dedicaba a partos.
Lul� estaba muy animada y muy valiente. El m�dico le hab�a aconsejado que
anduviese, y a pesar de que los dolores le hac�an encogerse y apoyarse en los muebles,
no cesaba de andar por la habitaci�n.
Todo el d�a lo pas� as�. El m�dico dijo que los primeros partos eran siempre
dif�ciles, pero Andr�s comenzaba a sospechar que aquello no ten�a el aspecto de un
parto normal.
Por la noche, las fuerzas de Lul� comenzaron a ceder. Andr�s la contemplaba con
l�grimas en los ojos.
--Mi pobre Lul�, lo que est�s sufriendo --la dec�a.
--No me importa el dolor --contestaba ella--. �Si el ni�o viviera!
--Ya vivir�, �no tenga usted cuidado! --dec�a el m�dico.
--No, no; me da el coraz�n que no.
La noche fue terrible. Lul� estaba extenuada. Andr�s, sentado en una silla, la
contemplaba est�pidamente. Ella, a veces se acercaba a �l.
--T� tambi�n est�s sufriendo. �Pobre! --y le acariciaba la frente y le pasaba la
mano por la cara.
Andr�s, presa de una impaciencia mortal, consultaba al m�dico a cada momento; no
pod�a ser aquello un parto normal; deb�a de existir alguna dificultad; la estrechez de la
pelvis, algo.
--Si para la madrugada esto no marcha --dijo el m�dico-- veremos qu� se hace.
De pronto, el m�dico llam� a Hurtado.
--�Qu� pasa? --pregunt� �ste.
--Prepare usted los f�rceps inmediatamente.
--�Qu� ha ocurrido?
--La procidencia del cord�n umbilical. El cord�n est� comprimido.
Por muy r�pidamente que el m�dico introdujo las dos l�minas del f�rceps e hizo la
extracci�n, el ni�o sali� muerto.
Acababa de morir en aquel instante.
--�Vive? --pregunt� Lul� con ansiedad.
Al ver que no le respond�an, comprendi� que estaba muerto y cay� desmayada.
Recobr� pronto el sentido. No se hab�a verificado a�n el alumbramiento. La situaci�n
de Lul� era grave; la matriz hab�a quedado sin tonicidad y no arrojaba la placenta.
El m�dico dej� a Lul� que descansara. La madre quiso ver el ni�o muerto. Andr�s,
al tomar el cuerpecito sobre una s�bana doblada, sinti� una impresi�n de dolor
agud�simo, y se le llenaron los ojos de l�grimas.
Lul� comenz� a llorar amargamente.
--Bueno, bueno --dijo el m�dico--, basta; ahora hay que tener energ�a.
Intent� provocar la expulsi�n de la placenta, por la compresi�n, pero no lo pudo
conseguir. Sin duda estaba adherida. Tuvo que extraerla con la mano. Inmediatamente
despu�s, dio a la parturienta una inyecci�n de ergotina, pero no pudo evitar que Lul�
tuviera una hemorragia abundante.
Lul� qued� en un estado de debilidad grande; su organismo no reaccionaba con la
necesaria fuerza.
Durante dos d�as estuvo en este estado de depresi�n. Ten�a la seguridad de que se
iba a morir.
--Si siento morirme --le dec�a a Andr�s-- es por ti. �Qu� vas a hacer t�, pobrecito,
sin m�? --y le acariciaba la cara.
Otras veces era el ni�o lo que la preocupaba y dec�a:
--Mi pobre hijo. Tan fuerte como era. �Por qu� se habr� muerto, Dios m�o? Andr�s
la miraba con los ojos secos.
En la ma�ana del tercer d�a, Lul� muri�. Andr�s sali� de la alcoba extenuado.
Estaban en la casa do�a Leonarda y Nin� con su marido. Ella parec�a ya una jamona; �l
un chulo viejo lleno de alhajas. Andr�s entr� en el cuartucho donde dorm�a, se puso una
inyecci�n de morfina, y qued� sumido en un sue�o profundo.
Se despert� a media noche y salt� de la cama. Se acerc� al cad�ver de Lul�, estuvo
contemplando a la muerta largo rato y la bes� en la frente varias veces.
Hab�a quedado blanca, como si fuera de m�rmol, con un aspecto de serenidad y de
indiferencia, que a Andr�s le sorprendi�.
Estaba absorto en su contemplaci�n cuando oy� que en el gabinete hablaban.
Reconoci� la voz de Iturrioz, y la del m�dico; hab�a otra voz, pero para �l era
desconocida.
Hablaban los tres confidencialmente.
--Para m� --dec�a la voz desconocida-- esos reconocimientos continuos que se
hacen en los partos, son perjudiciales. Yo no conozco este caso, pero, �qui�n sabe?
quiz� esta mujer, en el campo, sin asistencia ninguna, se hubiera salvado.
La naturaleza tiene recursos que nosotros no conocemos.
--Yo no digo que no --contest� el m�dico que hab�a asistido a Lul�--; es muy
posible.
--�Es l�stima! --exclam� Iturrioz--. �Este muchacho ahora, marchaba tan bien!
Andr�s, al o�r lo que dec�an, sinti� que se le traspasaba el alma. R�pidamente, volvi� a
su cuarto y se encerr� en �l.
..........................................................................................................
........................................................................................................
Por la ma�ana, a la hora del entierro, los que estaban en la casa, comenzaron a
preguntarse qu� hac�a Andr�s.
--No me choca nada que no se levante --dijo el m�dico-- porque toma morfina.
--�De veras? --pregunt� Iturrioz.
--S�.
--Vamos a despertarle entonces --dijo Iturrioz.
Entraron en el cuarto. Tendido en la cama, muy p�lido, con los labios blancos,
estaba Andr�s.
--�Est� muerto! --exclam� Iturrioz.
Sobre la mesilla de noche se ve�a una copa y un frasco de aconitina cristalizada de
Duquesnel.
Andr�s se hab�a envenenado.
Sin duda, la rapidez de la intoxicaci�n no le produjo convulsiones ni v�mitos.
La muerte hab�a sobrevenido por par�lisis inmediata del coraz�n.
--Ha muerto sin dolor --murmur� Iturrioz--. Este muchacho no ten�a fuerza para
vivir. Era un epic�reo, un arist�crata, aunque �l no lo cre�a.
--Pero hab�a en �l algo de precursor --murmur� el otro m�dico.
@jgmy
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jgmy commented Apr 23, 2023

Pío Baroja y Nessi murió en 1956; por tanto, El árbol de la ciencia está protegida por Copyright en España hasta diciembre de 1956+80=diciembre de 2036, inclusive.
El hecho de que la obra esté en Dominio Público en Estados Unidos (por ejemplo, en Gutenberg.org) se debe a una interpretación trapacera de la ley norteamericana: puesto que se publicó en España, las ediciones escaneadas por Google no llevan una nota de Copyright en inglés (la llevan en español), y eso hace que las consideren "obras publicadas antes de 1940 sin nota de copyright o con copyright no renovado".

Dado que en tu perfil dices que vives en Sevilla, deberías tener cuidado porque la SGAE podría perseguirte.

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