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@otger
Last active December 28, 2016 15:56
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QueueTest
#!/usr/bin/python
# -*- coding: utf-8 -*-
import time
import threading
__author__ = 'otger'
class Pusher(object):
def __init__(self, q, b, filepath='./quijote.txt'):
self.q = q
self.b = b
self.filepath = filepath
self.wordcount = 0
self.t = threading.Thread(target=self.read)
def read(self):
with open(self.filepath, 'r', encoding='latin-1', errors='ignore') as f:
content = f.readlines()
content = [x.strip('\n') for x in content]
content = [x.strip().lower() for x in content if x]
for ch in [',', '.', '!', '¡', '?', '¿', ';', ')', '(']:
content = [x.replace(ch, '') for x in content]
self.b.wait()
for l in content:
for w in l.split():
self.q.put(w)
self.wordcount += 1
def start(self):
self.t.start()
class Puller(object):
def __init__(self, q, b):
self.q = q
self.b = b
self.wordcount = 0
self.words = {}
self.t = threading.Thread(target=self.pull)
self.exit = False
def start(self):
self.t.start()
def pull(self):
self.b.wait()
while self.exit is False:
try:
while True:
w = self.q.get(block=False, timeout=1)
if w not in self.words:
self.words[w] = 0
self.words[w] += 1
self.wordcount += 1
self.q.task_done()
except queue.Empty:
continue
class TimerClass(threading.Thread):
def __init__(self, target, interval, iterations=0):
threading.Thread.__init__(self)
self.event = threading.Event()
self.iterations = iterations
self.count = 1
self.interval = interval
self.target = target
def run(self):
while self.count != self.iterations and not self.event.is_set():
self.target()
self.event.wait(self.interval)
def stop(self):
self.event.set()
if __name__ == "__main__":
import queue
import operator
q = queue.Queue()
b = threading.Barrier(3)
pusher = Pusher(q, b)
start = time.time()
def print_status():
print('{0} - pusher_words: {1} - puller_words: {2} - queue: {3}'.format(time.time()-start,
pusher.wordcount,
puller.wordcount,
puller.q.qsize(),
))
puller = Puller(q, b)
timer = TimerClass(print_status, 0.5)
pusher.start()
puller.start()
timer.start()
b.wait()
start = time.time()
pusher.t.join()
puller.exit = True
puller.t.join()
timer.stop()
print(puller.words)
sorted_x = sorted(puller.words.items(), key=operator.itemgetter(1))
sorted_x.reverse()
print(sorted_x)
EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Miguel de Cervantes Saavedra
Cap�tulo primero
Que trata de la condici�n y ejercicio del famoso hidalgo D.
Quijote de la
Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que viv�a un hidalgo de los de
lanza en astillero, adarga antigua, roc�n flaco y galgo
corredor. Una olla de algo m�s vaca que carnero, salpic�n las
m�s noches, duelos y quebrantos los s�bados, lentejas los
viernes, alg�n palomino de a�adidura los domingos, consum�an las
tres partes de su hacienda. El resto della conclu�an sayo de
velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de
lo mismo, los d�as de entre semana se honraba con su vellori de
lo m�s fino. Ten�a en su casa una ama que pasaba de los
cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo
de campo y plaza, que as� ensillaba el roc�n como tomaba la
podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta
a�os, era de complexi�n recia, seco de carnes, enjuto de rostro;
gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que ten�a el
sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna
diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por
conjeturas veros�miles se deja entender que se llama Quijana;
pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la
narraci�n d�l no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos
que estaba ocioso (que eran los m�s del a�o) se daba a leer
libros de caballer�as con tanta afici�n y gusto, que olvid� casi
de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administraci�n
de su hacienda; y lleg� a tanto su curiosidad y desatino en
esto, que vendi� muchas hanegas de tierra de sembradura, para
comprar libros de caballer�as en que leer; y as� llev� a su casa
todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parec�an
tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva:
porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones
suyas, le parec�an de perlas; y m�s cuando llegaba a leer
aquellos requiebros y cartas de desaf�o, donde en muchas partes
hallaba escrito: la raz�n de la sinraz�n que a mi raz�n se hace,
de tal manera mi raz�n enflaquece, que con raz�n me quejo de la
vuestra fermosura, y tambi�n cuando le�a: los altos cielos que
de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se
fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la
vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perd�a el pobre
caballero el juicio, y desvel�base por entenderlas, y
desentra�arles el sentido, que no se lo sacara, ni las
entendiera el mismo Arist�teles, si resucitara para s�lo ello.
No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y
recib�a, porque se imaginaba que por grandes maestros que le
hubiesen curado, no dejar�a de tener el rostro y todo el cuerpo
lleno de cicatrices y se�ales; pero con todo alababa en su autor
aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y
darle fin al pie de la letra como all� se promete; y sin duda
alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y
continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que
era hombre docto graduado en Sig�enza), sobre cu�l hab�a sido
mejor caballero, Palmer�n de Inglaterra o Amad�s de Gaula; mas
maese Nicol�s, barbero del mismo pueblo, dec�a que ninguno
llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le pod�a
comparar, era don Galaor, hermano de Amad�s de Gaula, porque
ten�a muy acomodada condici�n para todo; que no era caballero
melindroso, ni tan llor�n como su hermano, y que en lo de la
valent�a no le iba en zaga. En resoluci�n, �l se enfrasc� tanto
en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en
claro, y los d�as de turbio en turbio, y as�, del poco dormir y
del mucho leer, se le sec� el cerebro, de manera que vino a
perder el juicio. Llen�sele la fantas�a de todo aquello que le�a
en los libros, as� de encantamientos, como de pendencias,
batallas, desaf�os, heridas, requiebros, amores, tormentas y
disparates imposibles, y asent�sele de tal modo en la
imaginaci�n que era verdad toda aquella m�quina de aquellas
so�adas invenciones que le�a, que para �l no hab�a otra historia
m�s cierta en el mundo.
Dec�a �l, que el Cid Ruy D�az hab�a sido muy buen
caballero; pero que no ten�a que ver con el caballero de la
ardiente espada, que de s�lo un rev�s hab�a partido por medio
dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo
del Carpio, porque en Roncesvalle hab�a muerto a Rold�n el
encantado, vali�ndose de la industria de H�rcules, cuando ahog�
a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Dec�a mucho
bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generaci�n
gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, �l solo era
afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos
de Montalb�n, y m�s cuando le ve�a salir de su castillo y robar
cuantos topaba, y cuando en Allende rob� aquel �dolo de Mahoma,
que era todo de oro, seg�n dice su historia. Diera �l, por dar
una mano de coces al traidor de Galal�n, al ama que ten�a y aun
a su sobrina de a�adidura.
En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el m�s
extra�o pensamiento que jam�s dio loco en el mundo, y fue que le
pareci� convenible y necesario, as� para el aumento de su honra,
como para el servicio de su rep�blica, hacerse caballero
andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a
buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que �l
hab�a le�do, que los caballeros andantes se ejercitaban,
deshaciendo todo g�nero de agravio, y poni�ndose en ocasiones y
peligros, donde acab�ndolos, cobrase eterno nombre y fama.
Imagin�base el pobre ya coronado por el valor de su brazo
por lo menos del imperio de Trapisonda: y as� con estos tan
agradables pensamientos, llevado del estra�o gusto que en ellos
sent�a, se di� priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo
primero que hizo, fue limpiar unas armas, que hab�an sido de sus
bisabuelos, que, tomadas de or�n y llenas de moho, luengos
siglos hab�a que estaban puestas y olvidadas en un rinc�n.
Limpi�las y aderez�las lo mejor que pudo; pero vi� que ten�an
una gran falta, y era que no ten�a celada de encaje, sino
morri�n simple; mas a esto supli� su industria, porque de
cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el
morri�n, hac�a una apariencia de celada entera. Es verdad que
para probar si era fuerte, y pod�a estar al riesgo de una
cuchillada, sac� su espada, y le di� dos golpes, y con el
primero y en un punto deshizo lo que hab�a hecho en una semana:
y no dej� de parecerle mal la facilidad con que la hab�a hecho
pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo torn� a hacer de
nuevo, poni�ndole unas barras de hierro por de dentro de tal
manera, que �l qued� satisfecho de su fortaleza; y, sin querer
hacer nueva experiencia de ella, la diput� y tuvo por celada
fin�sima de encaje. Fue luego a ver a su roc�n, y aunque ten�a
m�s cuartos que un real, y m�s tachas que el caballo de Gonela,
que tantum pellis, et ossa fuit, le pareci� que ni el Buc�falo
de Alejandro, ni Babieca el del Cid con �l se igualaban. Cuatro
d�as se le pasaron en imaginar qu� nombre le podr�a: porque,
seg�n se dec�a �l a s� mismo, no era raz�n que caballo de
caballero tan famoso, y tan bueno �l por s�, estuviese sin
nombre conocido; y as� procuraba acomod�rsele, de manera que
declarase quien hab�a sido, antes que fuese de caballero
andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en raz�n,
que mudando su se�or estado, mudase �l tambi�n el nombre; y le
cobrase famoso y de estruendo, como conven�a a la nueva orden y
al nuevo ejercicio que ya profesaba: y as� despu�s de muchos
nombres que form�, borr� y quit�, a�adi�, deshizo y torn� a
hacer en su memoria e imaginaci�n, al fin le vino a llamar
ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de
lo que hab�a sido cuando fue roc�n, antes de lo que ahora era,
que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto
nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso pon�rsele a s�
mismo, y en este pensamiento, dur� otros ocho d�as, y al cabo se
vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda dicho, tomaron
ocasi�n los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda
se deb�a llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron
decir. Pero acord�ndose que el valeroso Amad�s, no s�lo se hab�a
contentado con llamarse Amad�s a secas, sino que a�adi� el
nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llam�
Amad�s de Gaula, as� quiso, como buen caballero, a�adir al suyo
el nombre de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con
que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la
honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morri�n celada, puesto
nombre a su roc�n, y confirm�ndose a s� mismo, se di� a entender
que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien
enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era �rbol
sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Dec�ase �l: si yo por
malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me encuentro por
ah� con alg�n gigante, como de ordinario les acontece a los
caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto
por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, �no
ser� bien tener a qui�n enviarle presentado, y que entre y se
hinque de rodillas ante mi dulce se�ora, y diga con voz humilde
y rendida: yo se�ora, soy el gigante Caraculiambro, se�or de la
�nsula Malindrania, a quien venci� en singular batalla el jam�s
como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual
me mand� que me presentase ante la vuestra merced, para que la
vuestra grandeza disponga de m� a su talante? �Oh, c�mo se holg�
nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso, y m�s
cuando hall� a qui�n dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se
cree, que en un lugar cerca del suyo hab�a una moza labradora de
muy buen parecer, de quien �l un tiempo anduvo enamorado, aunque
seg�n se entiende, ella jam�s lo supo ni se di� cata de ello.
Llam�base Aldonza Lorenzo, y a esta le pareci� ser bien darle
t�tulo de se�ora de sus pensamientos; y busc�ndole nombre que no
desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de
princesa y gran se�ora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO,
porque era natural del Toboso, nombre a su parecer m�sico y
peregrino y significativo, como todos los dem�s que a �l y a sus
cosas hab�a puesto.
Cap�tulo segundo
Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el
ingenioso D. Quijote
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar m�s
tiempo a poner en efecto su pensamiento, apret�ndole a ello la
falta que �l pensaba que hac�a en el mundo su tardanza, seg�n
eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar,
sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que
satisfacer; y as�, sin dar parte a persona alguna de su
intenci�n, y sin que nadie le viese, una ma�ana, antes del d�a
(que era uno de los calurosos del mes de Julio), se arm� de
todas sus armas, subi� sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
celada, embraz� su adarga, tom� su lanza, y por la puerta falsa
de un corral, sali� al campo con grand�simo contento y alborozo
de ver con cu�nta facilidad hab�a dado principio a su buen
deseo. Mas apenas se vi� en el campo, cuando le asalt� un
pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la
comenzada empresa: y fue que le vino a la memoria que no era
armado caballero, y que, conforme a la ley de caballer�a, ni
pod�a ni deb�a tomar armas con ning�n caballero; y puesto qeu lo
fuera, hab�a de llevar armas blancas, como novel caballero, sin
empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase.
Estos pensamientos le hicieron titubear en su prop�sito;
mas pudiendo m�s su locura que otra raz�n alguna, propuso de
hacerse armar caballero del primero que topase, a imitaci�n de
otros muchos que as� lo hicieron, seg�n �l hab�a le�do en los
libros que tal le ten�an. En lo de las armas blancas pensaba
limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen m�s que
un armi�o: y con esto se quiet� y prosigui� su camino, sin
llevar otro que el que su caballo quer�a, creyendo que en
aquello consist�a la fuerza de las aventuras. Yendo, pues,
caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo
mismo, y diciendo: �Qui�n duda sino que en los venideros
tiempos, ciando salga a luz la verdadera historia de mis famosos
hechos, que el sabio que los escribiere, no ponga, cuando llegue
a contar esta mi primera salida tan de ma�ana, de esta manera?
"Apenas hab�a el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha
y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos,
y apenas los peque�os y pintados pajarillos con sus arpadas
lenguas hab�an saludado con dulce y meliflua armon�a la venida
de la rosada aurora que dejando la blanda cama del celoso
marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los
mortales se mostraba, cuando el famoso caballero D. Quijote de
la Mancha, dejando las ociosas plumas, subi� sobre su famoso
caballo Rocinante, y comenz� a caminar por el antiguo y conocido
campo de Montiel." (Y era la verdad que por �l caminaba) y
a�adi� diciendo: "dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde
saldr�n a luz las famosas haza�as m�as, dignas de entallarse en
bronce, esculpirse en m�rmoles y esculpirse en m�rmoles y
pintarse en tablas para memoria en lo futuro. �Oh t�, sabio
encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser
coronista de esta peregrina historia! Ru�gote que no te olvides
de mi buen Rocinante compa�ero eterno m�o en todos mis caminos y
carreras." Luego volv�a diciendo, como si verdaderamente fuera
enamorado: "�Oh, princesa Dulcinea, se�ora de este cautivo
coraz�n! Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y
reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer
ante la vuestra fermosura. Pl�gaos, se�ora, de membraros de este
vuestro sujeto coraz�n, que tantas cuitas por vuestro amor
padece."
Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de
los que sus libros le hab�an ense�ado, imitando en cuanto pod�a
su lenguaje; y con esto caminaba tan despaico, y el sol entraba
tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle
los sesos, si algunos tuviera. Casi todo aquel d�a camin� sin
acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba,
poerque quisiera topar luego, con quien hacer experiencia del
valor de su fuerte brazo.
Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino
fue la de Puerto L�pice; otros dicen que la de los molinos de
viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo
que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que �l
anduvo todo aquel d�a, y al anochecer, su roc�n y �l se hallaron
cansados y muertos de hambre; y que mirando a todas partes, por
ver si descubrir�a alg�n castillo o alguna majada de pastores
donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad,
vi� no lejos del camino por donde iba una venta, que fue como si
viera una estrella, que a los portales, si no a los alc�zares de
su redenci�n, le encaminaba. Di�se priesa a caminar, y lleg� a
ella a tiempo que anochec�a. Estaban acaso a la puerta dos
mujeres mozas, de estas que llaman del partido, las cuales iban
a Sevilla con unos arrieros, que en la venta aquella noche
acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo
cuanto pensaba, ve�a o imaginaba, le parec�a ser hecho y pasar
al modo de lo que hab�a le�do, luego que vi� la venta se le
represent� que era un castillo con sus cuatro torres y
chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadizo y
honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes
castillos se pintan.
Fuese llegando a la venta (que a �l le parec�a castillo), y
a poco trecho de ella detuvo las riendas a Rocinante, esperando
que alg�n enano se pusiese entre las almenas a dar se�al con
alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo; pero como
vi� que se tardaban, y que Rocinante se daba priesa por llegar a
la caballeriza, se lleg� a la puerta de la venta, y vi� a las
dos distra�das mozas que all� estaban, que a �l le parecieron
dos hermosas doncellas, o dos graciosas damas, que delante de la
puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedi� acaso
que un porquero, que andaba recogiendo de unos rastrojos una
manada de puercos (que sin perd�n as� se llaman), toc� un
cuerno, a cuya se�al ellos se recogen, y al instante se le
represent� a D. Quijote lo que deseaba, que era que alg�n enano
hac�a se�al de su venida, y as� con extra�o contento lleg� a la
venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de
aquella suerte armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo se
iban a entrar en la venta; pero Don Quijote, coligiendo por su
huida su miedo, alz�ndose la visera de papel�n y descubriendo su
seco y polvoso rostro, con gentil talante y voz reposada les
dijo: non fuyan las vuestras mercedes, nin teman desaguisado
alguno, ca a la �rden de caballer�a que profeso non toca ni
ata�e facerle a ninguno, cuanto m�s a tan altas doncellas, como
vuestras presencias demuestran.
Mir�banle las mozas y andaban con los ojos busc�ndole el
rostro que la mala visera le encubr�a; mas como se oyeron llamar
doncellas, cosa tan fuera de su profesi�n, no pudieron tener la
risa, y fue de manera, que Don Quijote vino a correrse y a
decirles: Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha
sandez adem�s la risa que de leve causa procede; pero non vos lo
digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el m�o
non es de al que de serviros.
El lenguaje no entendido de las se�oras, y el mal talle de
nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en �l el
enojo; y pasara muy adelante, si a aquel punto no saliera el
ventero, hombre que por ser muy gordo era muy pac�fico, el cual,
viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan
desiguales, como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no
estuvo en nada en acompa�ar a las doncellas en las muestras de
su contento; mas, en efecto, temiendo la m�quina de tantos
pertrechos, determin� de hablarle comedidamente, y as� le dijo:
si vuestra merced, se�or caballero, busca posada, am�n del lecho
(porque en esta venta no hay ninguno), todo lo dem�s se hallar�
en ella en mucha abundancia. Viendo Don Quijote la humildad del
alcaide de la fortaleza (que tal le pareci� a �l el ventero y la
venta), respondi�: para m�, se�or castellano, cualquiera cosa
basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear,
etc.
Pens� el hu�sped que el haberle llamado castellano hab�a
sido por haberle parecido de los senos de Castilla, aunque �l
era andaluz y de los de la playa de Sanl�car, no menos ladr�n
que Caco, ni menos maleante que estudiante o paje. Y as� le
respondi�: seg�n eso, las camas de vuestra merced ser�n duras
pe�as, y su dormir siempre velar; y siendo as�, bien se puede
apear con seguridad de hallar en esta choza ocasi�n y ocasiones
para no dormir en todo un a�o, cuanto m�s en una noche. Y
diciendo esto, fue a tener del estribo a D. Quijote, el cual se
ape� con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo
aquel d�a no se hab�a desayunado. Dijo luego al hu�sped que le
tuviese mucho cuidad de su caballo, porque era la mejor pieza
que com�a pan en el mundo.
Mir�le el ventero, y no le pareci� tan bueno como Don
Quijote dec�a, ni aun la mitad; y acomod�ndole en la
caballeriza, volvi� a ver lo que su hu�sped mandaba; al cual
estaban desarmando las doncellas (que ya se hab�an reconciliado
con �l), las cuales, aunque le hab�an quitado el peto y el
espaldar, jam�s supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni
quitarle la contrahecha celada, que tra�a atada con unas cintas
verdes, y era menester cortarlas, por no poderse queitar los
nudos; mas �l no lo quiso consentir en ninguna manera; y as� se
qued� toda aquella noche con la celada puesta, que era la m�s
graciosa y extra�a figura que se pudiera pensar; y al desarmarle
(como �l se imaginaba que aquellas tra�das y llevadas que le
desarmaban, eran algunas principales se�oras y damas de aquel
castillo), les dijo con mucho donaire:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido,
como fuera D. Quijote
cuando de su aldea vino;
doncellas curaban d�l,
princesas de su Rocino.
O Rocinante, que este es el nombre, se�oras m�as, de mi
caballo, y Don Quijote de la Mancha el m�o; que puesto que no
quisiera descubrirme fasta que las faza�as fechas en vuestro
servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al
prop�sito presente este romance viejo de Lanzarote, ha sido
causa que sep�is mi nombre antes de toda saz�n; pero tiempo
vendr� en que las vuestras se�or�as me manden, y yo obedezca, y
el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a o�r semejantes ret�ricas, no
respond�an palabra; s�lo le preguntaron si quer�a comer alguna
cosa. Cualquiera yantar�a yo, respondi� D. Quijote, porque a lo
que entiendo me har�a mucho al caso. A dicha acert� a ser
viernes aqu�l d�a, y no hab�a en toda la venta sino unas
raciones de un pescado, que en Castilla llaman abadejo, y en
Andaluc�a bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras
truchuela.
Pregunt�ronle si por ventura comer�a su merced truchuela,
que no hab�a otro pescado que darle a comer. Como haya muchas
truchuelas, respondi� D. Quijote, podr�n servir de una trueba;
porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos, que una
pieza de a ocho. Cuanto m�s, que podr�a ser que fuesen estas
truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el
cabrito que el cabr�n. Pero sea lo que fuere, venga luego, que
el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el
gobierno de las tripas. Pusi�ronle la mesa a la puerta de la
venta por el fresco, y tr�jole el hu�sped una porci�n de mal
remojado, y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento
como sus armas. Pero era materia de grande risa verle comer,
porque como ten�a puesta la celada y alzada la visera, no pod�a
poner nada en la boca con sus manos, si otro no se lo daba y
pon�a; y as� una de aquellas se�oras ser�a de este menester; mas
el darle de beber no fue posible, ni lo fuera si el ventero no
horadara una ca�a, y puesto el un cabo en la boca, por el otro,
le iba echando el vino. Y todo esto lo recib�a en paciencia, a
trueco de no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, lleg� acaso a la venta un castrador de
puercos, y as� como lleg� son� su silbato de ca�as cuatro o
cinco veces, con lo cual acab� de confirmar Don Quijote que
estaba en alg�n famoso castillo, y que le serv�an con m�sica, y
que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras
damas, y el ventero castellano del castillo; y con esto daba por
bien empleada su determinaci�n y salida. Mas lo que m�s le
fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no
se podr�a poner leg�timamente en aventura alguna sin recibir la
�rden de caballer�a.
Cap�tulo tercero
Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo D. Quijote en
armarse
caballero.
Y as�, fatigado de este pensamiento, abrevi� su venteril y
limitada cena, la cual acabada llam� al ventero, y encerr�ndose
con �l en la caballeriza, se hinc� de rodillas ante �l,
dici�ndole, no me levantar� jam�s de donde estoy, valeroso
caballero, fasta que la vuestra cortes�a, me otorgue un don que
pedirle quiero, el cual redundar� en alabanza vuestra y en pro
del g�nero humano. El ventero que vi� a su hu�sped a sus pies, y
oy� semejantes razones, estaba confuso mir�ndole, sin saber qu�
hacerse ni decirle, y porfiaba con �l que se levantase; y jam�s
quiso, hasta que le hubo de decir que �l le otorgaba el don que
le ped�a. No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra,
se�or m�o, respondi� D. Quijote; y as� os digo que el don que os
he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que
ma�ana, en aquel d�a, me hab�is de armar caballero, y esta noche
en la capilla de este vuestro castillo velar� las armas; y
ma�ana, como tengo dicho, se cumplir� lo que tanto deseo, para
poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo
buscando las aventuras en pro de los menesterosos, como est� a
cargo de la caballer�a y de los caballeros andantes, como yo
soy, cuyo deseo a semejantes faza�as es inclinado. El ventero,
que como est� dicho, era un poco socarr�n, y ya ten�a algunos
barruntos de la falta de juicio de su hu�sped, acab� de creerlo
cuando acab� de o�r semejantes razones, y por tener que re�r
aquella noche, determin� seguirle el humor; as� le dijo que
andaba muy acertado en lo qeu deseaba y ped�a, y que tal
prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan
principales como �l parec�a, y como su gallarda presencia
mostraba, y que �l ansimesmo, en los a�os de su mocedad se hab�a
dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del
mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los
percheles de M�laga, islas de Riar�n, comp�s de Sevilla,
azoguejo de Segovia, la olivera de Valencia, rondilla de
Granada, playa de Sanl�car, potro de C�rdoba, y las ventillas de
Toledo, y otras diversas partes donde hab�a ejercitado la
ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos
tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas
doncellas, y enga�ando a muchos pupilos, y finalmente, d�ndose a
conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda
Espa�a; y que a lo �ltimo se hab�a venido a recoger a aquel su
castillo, donde viv�a con toda su hacienda y con las ajenas,
recogiendo en �l a todos los caballeros andantes de cualquiera
calidad y condici�n que fuesen, s�lo por la mucha afici�n que
les ten�a, y porque partiesen con �l de su shaberes en pago de
su buen deseo. D�jole tambi�n que en aquel su castillo no hab�a
capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba
derribada para hacerla de nuevo; pero en caso de necesidad �l
sab�a que se pod�an velar donde quiera, y que aquella noche las
podr�a velar en un patio del castillo; que a la ma�ana, siendo
Dios servido, se har�an las debidas ceremonias de manera que �l
quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser m�s
en el mundo. Pregunt�le si tra�a dineros: respondi� Don Quijote
que no tra�a blanca, porque �l nunca hab�a le�do en las
historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese
tra�do. A esto dijo el ventero que se enga�aba: que puesto caso
que en las historias no se escrib�a, por haberles parecido a los
autores de ellas que no era menester escribir una cosa tan clara
y tan necesaria de traerse, como eran dineros y camisas limpias,
no por eso se hab�a de creer que no los trajeron; y as� tuviese
por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes (de
que tantos libros est�n llenos y atestados) llevaban bien
erradas las bolsas por lo que pudiese sucederles, y que asimismo
llevaban camisas y una arqueta peque�a llena de ung�entos para
curar las heridas que recib�an, porque no todas veces en los
campos y desiertos, donde se combat�an y sal�an heridos, hab�a
quien los curase, si ya no era que ten�an alg�n sabio encantador
por amigo que luego los socorr�a, trayendo por el aire, en
alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua
de tal virtud, que en gustando alguna gota de ella, luego al
punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno
no hubiesen tenido; mas que en tanto que esto no hubiese,
tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus
escuderos fuesen prove�dos de dineros y de otras cosas
necesarias, como eran hilas y ung�entos para curarse; y cuando
suced�a que los tales caballeros no ten�an escuderos (que eran
pocas y raras veces), ellos mismos lo llevaban todo en unas
alforjas muy sutiles, que casi no se parec�an a las ancas del
caballo, como que era otra cosa de m�s importancia; porque no
siendo por ocasi�n semejante, esto de llevar alforjas no fue muy
admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por
consejo (pues a�n se lo pod�a mandar como a su ahijado, que tan
presto lo hab�a de ser), que no caminase de all� adelante sn
dineros y sin las prevenciones referidas, y que ver�a cu�n bien
se hallaba con ellas cuando menos se pensase. Prometi�le don
Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y
as� se di� luego orden como velase las armas en un corral
grande, que a un lado de la venta estaba, y recogi�ndolas Don
Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo
estaba, y embrazando su adarga, asi� de su lanza, y con gentil
continente se comenz� a pasear delante de la pila; y cuando
comenz� el paseo, comenzaba a cerrar la noche.
Cont� el ventero a todos cuantos estaban en la venta la
locura de su hu�sped, la vela de las armas y la armaz�n de
caballer�a que esperaba. Admir�ndose de tan extra�o g�nero de
locura, fu�ronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con
sosegado adem�n, unas veces se paseaba, otras arrimado a su
lanza pon�a los ojos en las armas sin quitarlos por un buen
espacio de ellas. Acab� de cerrar la noche; pero con tanta
claridad de la luna, que pod�a competir con el que se le
prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hac�a era bien
visto de todos.
Antoj�sele en esto a uno de los arrieros que estaban en la
venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas
de Don Quijote, que estaban sobre la pila, el cual, vi�ndole
llegar, en voz alta le dijo: �Oh t�, quienquiera que seas,
atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del m�s
valeroso andante que jam�s se ci�� espada, mira lo que haces, y
no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu
atrevimiento! No se cur� el arriero de estas razones (y fuera
mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes,
trabando de las correas, las arroj� gran trecho de s�, lo cual
visto por Don Quijote, alz� los ojos al cielo, y puesto el
pensamiento (a lo que pareci�) en su se�ora Dulcinea, dijo:
acorredme, se�ora m�a, en esta primera afrenta que a este
vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este
primero trance vuestro favor y amparo: y diciendo estas y otras
semejantes razones, soltando la adarga, alz� la lanza a dos
manos y di� con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que
le derrib� en el suelo tan maltrecho, que, si secundara con
otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto,
recogi� sus armas, y torn� a pasearse con el mismo reposo que
primero. Desde all� a poco, sin saberse lo que hab�a pasado
(porque a�n estaba aturdido el arriero), lleg� otro con la misma
intenci�n de dar agua a sus mulos; y llegando a quitar las armas
para desembarazar la pila, sin hablar Don Quijote palabra, y sin
pedir favor a nadie, solt� otra vez la adarga, y alz� otra vez
la lanza, y sin hacerla pedazos hizo m�s de tres la cabeza del
segundo arriero, porque se la abri� por cuatro. Al ruido acudi�
toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto
Don Quijote, embraz� su adarga, y puesta mano a su espada, dijo:
�Oh, se�ora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado
coraz�n m�o, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza
a este tu cautivo caballero, que tama�a aventura est�
atendiendo! Con esto cobr� a su parecer tanto �nimo, que si le
acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie
atr�s. Los compa�eros de los heridos que tales los vieron,
comenzaron desde lejos a llover piedras sobre Don Quijote, el
cual lo mejor que pod�a se reparaba con su adarga y no se osaba
apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba
voces que le dejasen, porque ya les hab�a dicho como era loco, y
que por loco se librar�a, aunque los matase a todos. Tambi�n Don
Quijote las daba mayores, llam�ndolos de alevosos y traidores, y
que el se�or del castillo era un foll�n y mal nacido caballero,
pues de tal manera consent�a que se tratasen los andantes
caballeros, y que si �l hubiera recibido la orden de caballer�a,
que �l le diera a entender su alevos�a; pero de vosotros, soez y
baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y
ofendedme en cuanto pudi�redes, que vosotros ver�is el pago que
llev�is de vuestra sandez y demas�a. Dec�a esto con tanto br�o y
denuedo, que infundi� un terrible temor en los que le acomet�an;
y as� por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron
de tirar, y �l dej� retirar a los heridos, y torn� a la vela de
sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su hu�sped,
y determin� abreviar y darle la negra orden de caballer�a luego,
antes que otra desgracia sucediese; y as�, lleg�ndose a �l se
disculp� de la insolencia que aquella gente baja con �l hab�a
usado, sin que �l supiese cosa alguna; pero que bien castigado
quedaban de su atrevimiento. D�jole, como ya le hab�a dicho, que
en aquel castillo no hab�a capilla, y para lo que restaba de
hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado
caballero consist�a en la pescozada y en el espaldarazo, seg�n
�l ten�a noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en
mitad de un campo se pod�a hacer; y que ya hab�a cumplido con lo
que tocaba al elar de las armas, que con solas dos horas de vela
se cumpl�a, cuanto m�s que �l hab�a estado m�s de cuatro.
Todo se lo crey� Don Quijote, y dijo que �l estaba all�
pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad
que pudiese; porque si fuese otra vez acometido, y se viese
armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo,
excepto aquellas que �l le mandase, a quien por su respeto
dejar�a. Advertido y medroso de esto el castellano, trajo luego
un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los
arrieros, y con un cabo de vela que le tra�a un muchacho, y con
las dos ya dichas doncellas, se vino a donde Don Quijote estaba,
al cual mand� hincar de rodillas, y leyendo en su manual como
que dec�a alguna devota oraci�n, en mitad de la leyenda alz� la
mano, y di�le sobre el cuello un buen golpe, y tras �l con su
misma espada un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre
dientes como que rezaba. Hecho esto, mand� a una de aquellas
damas que le ci�ese la espada, la cual lo hizo con mucha
desenvoltura y discreci�n, porque no fue menester poca para no
reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las
proezas que ya hab�an visto del novel caballero les ten�a la
risa a raya. Al ce�irle la espada dijo la buena se�ora: Dios
haga a vuestra merced muy venturoso caballero, y le d� ventura
en lides. Don Quijote le pregunt� como se llamaba, porque �l
supiese de all� adelante a qui�n quedaba obligado por la merced
recibida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que
alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondi� con mucha
humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un
remend�n, natural de Toledo, que viv�a a las tendillas de Sancho
Bienaya, y que donde quiera que ella estuviese le servir�a y le
tendr�a por se�or. Don Quijote le replic� que por su amor le
hiciese merced, que de all� en adelante se pusiese don, y se
llamase do�a Tolosa. Ella se lo prometi�; y la otra le calz� la
espuela, con la cual le pas� casi el mismo coloquio que con la
de la espada. Pregunt�le su nombre, y dijo que se llamaba la
Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a
la cual tambi�n rog� Don Quijote que se pusiese don, y se
llamase do�a Molinera, ofreci�ndole nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta all� nunca
vistas ceremonias, no vi� la hora Don Quijote de verse a caballo
y salir buscando las aventuras; y ensillando luego a Rocinante,
subi� en �l, y abrazando a su hu�sped, le dijo cosas tan
extra�as, agradeci�ndole la merced de haberle armado caballero,
que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya
fuera de la venta, con no menos ret�ricas, aunque con m�s breves
palabras, respondi� a las suyas, y sin pedirle la costa de la
posada, le dej� ir a la buena hora.
Cap�tulo cuarto
De lo que le sucedi� a nuestro caballero cuando sali� de la
venta
La del alba ser�a cuando Don Quijote sali� de la venta, tan
contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado
caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo.
Mas vini�ndole a la memoria los consejos de su hu�sped acerca de
las prevenciones tan necesarias que hab�a de llevar consigo, en
especial la de los dineros y camisas, determin� volver a su casa
y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de
recibir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos,
pero muy a prop�sito para el oficio escuderil de la caballer�a.
Con este pensamiento gui� a Rocinante hacia su aldea, el cual
casi conociendo la querencia, con tanta gana comenz� a caminar,
que parec�a que no pon�a los pies en el suelo. No hab�a andado
mucho, cuando le pareci� que a su diestra mano, de la espesura
de un bosque que all� estaba, sal�an unas voces delicadas, como
de persona que se quejaba; y apenas las hubo o�do, cuando dijo:
gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto
me pone ocasiones delante, donde yo pueda cumplir con lo que
debo a mi profesi�n, y donde pueda coger el fruto de mis buenos
deseos: estas voces sin duda son de alg�n menesteroso o
menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda: y volviendo las
riendas encamin� a Rocinante hacia donde le pareci� que las
voces sal�an; y a pocos pasos que entr� por el bosque, vi� atada
una yegua a una encina, y atado en otra un muchacho desnudo de
medio cuerpo arriba, de edad de quince a�os, que era el que las
voces daba y no sin causa, porque le estaba dando con una
pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le
acompa�aba con una reprensi�n y consejo, porque dec�a: la lengua
queda y los ojos listos. Y el muchacho respond�a: no lo har�
otra vez, se�or m�o; por la pasi�n de Dios, que no lo har� otra
vez, y yo prometo de tener de aqu� adelante m�s cuidado con el
hato. Y viendo Don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
descort�s caballero, mal parece tomaros con quien defender no se
puede; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza, (que
tambi�n ten�a una lanza arrimada a la encina, adonde estaba
arrendada la yegua) que yo os har� conocer ser de cobardes lo
que est�is haciendo.
El labrador, que vi� sobre s� aquella figura llena de
armas, blandiendo la lanza sobre su rostro, t�vose por muerto, y
con buenas palabras respondi�: se�or caballero, este muchacho
que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar
una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es
tan descuidado que cada d�a me falta una, y porque castigo su
descuido o bellaquer�a, dice que lo hago de miserable, por no
pagarle la soldada que le debo, y en Dios y en mi �nima que
miente. �Miente, delante de m�, ruin villano? dijo Don Quijote.
Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a
parte con esta lanza: pagadle luego sin m�s r�plica; si no, por
el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto:
desatadlo luego. El labrador baj� la cabeza, y sin responder
palabra desat� a su criado, al cual pregunt� Don Quijote que
cu�nto le deb�a su amo. El dijo que nueve meses, a siete reales
cada mes. Hizo la cuenta Don Quijote, y hall� que montaban
sesenta y tres reales, y d�jole al labrador que al momento los
desembolsase, si no quer�a morir por ello. Respondi� el medroso
villano, que por el paso en que estaba y juramento que hab�a
hecho (y a�n no hab�a jurado nada), que no eran tantos, porque
se le hab�a de descontar y recibir en cuenta tres pares de
zapatos que le hab�a dado, y un real de dos sangr�as que le
hab�an hecho estando enfermo. Bien est� todo eso, replic� Don
Quijote; pero qu�dense los zapatos y las sangr�as por los azotes
que sin culpa le hab�is dado, que si �l rompi� el cuero de los
zapatos que vos pag�steis, vos le hab�is rompido el de su
cuerpo, y si le sac� el barbero sangre estando enfermo, vos en
sanidad se la hab�is sacado; as� que por esta parte no os debe
nada. El da�o est�, se�or caballero, en que no tengo aqu�
dineros: v�ngase Andr�s conmigo a mi casa, que yo se los pagar�
un real sobre otro.
�Irme yo con �l, dijo el muchacho, m�s? �Mal a�o! No,
se�or, ni por pienso, porque en vi�ndose solo me desollar� como
a un San Bartolom�. No har� tal, replic� Don Quijote; basta que
yo se lo mande para que me tenga respeto, y con que �l me lo
jure por la ley de caballer�a que ha recibido, le dejar� ir
libre y asegurar� la paga. Mire vuestra merced, se�or, lo que
dice, dijo el muchacho, que este mi amo no es caballero, ni ha
recibido orden de caballer�a alguna, que es Juan Haldudo el
rico, vecino del Quintanar. Importa poco eso, respondi� Don
Quijote, que Haldudos puede haber caballeros, cuanto m�s que
cada uno es hijo de sus obras. As� es verdad, dijo Andr�s; pero
este mi amo, �de qu� obras es hijo, pues me niega mi soldada y
mi sudor y trabajo? No niego, hermano Andr�s, respondi� el
labrador, y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro, por
todas las �rdenes de caballer�as hay en el mundo, de pagaros,
como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados. Del
sahumerio os hago gracia, dijo Don Quijote, d�dselos en reales,
que con esto me contento; y mirad que lo cumpl�is como lo hab�is
jurado; si no, por el mismojuramento os juro de volver a
buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar aunque os
escond�is m�s que una lagartija. Y si quer�is saber qui�n os
manda esto, para quedar con m�s veras obligado a cumplirlo,
sabed que yo soy el valeroso Don Quijote de la Mancha, el
desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os
parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena
pronunciada.
Y en diciendo esto pic� a su Rocinante, y en breve espacio
se apart� de ellos. Sigui�le el labrador con los ojos, y cuando
vi� que hab�a traspuesto el bosque y que ya no parec�a, volvi�se
a su criado Andr�s y d�jole: Venid ac�, hijo m�o, que os quiero
pagar lo que os debo, como aquel desfacedor de agravios me dej�
mandado. Eso juro yo, dijo Andr�s, y como que andar� vuestra
merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen
caballero, que mil a�os viva, que seg�n es de valeroso y de buen
jue, vive Roque, que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que
dijo. Tambi�n lo juro yo, dijo el labrador; pero por lo mucho
que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la
paga. Y asi�ndolo del brazo, le torn� a atar a la encina, donde
le di� tantos azotes, que le dej� por muerto. Llamad, se�or
Andr�s, ahora, dec�a el labrador, al desfacedor de agravios,
ver�is c�mo no desface aqueste, aunque creo que no est� acabado
de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos
tem�ades.
Pero al fin le desat�, y le di� licencia que fuese a buscar
a su juez para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andr�s se
parti� algo mohino, jurando de ir a buscar al valeroso Don
Quijote de la Mancha, y contarle punto por punto lo que hab�a
pasado, y que se lo hab�a de pagar con setenas, pero con todo
esto, �l se parti� llorando y su amo se qued� riendo.
Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso Don
Quijote, el cual, content�simo de lo sucedido, pareci�ndole que
hab�a dado felic�simo y alto principio a sus caballer�as, con
gran satisfacci�n de s� mismo iba caminando hacia su aldea,
diciendo a media voz: Bien te puedes llamar dichosas sobre
cuantas hoy viven en la tierra, oh sobre las bellas, bella
Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte tener sujeto y
rendido a toda tu voluntad y talante a un tan valiente y tan
nombrado caballero, como lo es y ser� Don Quijote de la Mancha,
el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibi� la orden de
caballer�a, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que
form� la sinraz�n y cometi� la crueldad; hoy quit� el l�tigo de
la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasi�n
valpuleaba a aquel delicado infante. En esto lleg� a un camino
que en cuatro se divid�a, y luego se le vino a la imaginaci�n
las encrucijadas donde los caballeros andantes se pon�an a
pensar cu�l camino de aquellos tomar�an; y por imitarlos, estuvo
un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien pensado solt� la
rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del roc�n la suya, el
cual sigui� su primer intento, que fue el irse camino de su
caballeriza, y habiendo andado como dos millas, descubri� Don
Quijote un gran tropel de gente que, como despu�s se supo, eran
unos mercaderes toledanos, que iban a comprar a Murcia. Eran
seis, y ven�an con sus quitasoles, con otros cuatro criados a
caballo y tres mozos de mulas a pie.
Apenas les divis� Don Quijote, cuando se imagin� ser cosa
de nueva aventura, y por imitar en todo, cuanto a �l le parec�a
posible, los pasos que hab�a le�do en su s libros, le pareci�
venir all� de molde uno que pensaba hacer; y as� con gentil
continente y denuedo se afirm� bien en los estribos, apret� la
lanza, lleg� la adarga al pecho, y puesto en la mitad del camino
estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen (que
ya �l por tales los ten�a y juzgaba); y cuando llegaron a trecho
que se pudieron ver y o�r, levant� Don Quijote la voz, y con
adem�n arrogante dijo: todo el mundo se tenga, si todo el mundo
no confiesa que no hay en el mundo todo doncella m�s hermosa que
la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Par�ronse los mercaderes al son de estas razones, y al ver
la estra�a figura del que las dec�a, y por la figura y por ellas
luego echaron de ver la locura de su due�o, mas quisieron ver
despacio en qu� paraba aquella confesi�n que se les ped�a; y uno
de ellos, que era un poco burl�n y muy mucho discreto, le dijo:
se�or caballero, nosotros no conocemos qui�n es esa buena se�ora
que dec�s; mostr�dnosla, que si ella fuere de tanta hermosura
como signific�is, de buena gana y sin apremio alguno
confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida. Si
os la mostrara, replic� Don Quijote, �qu� hici�rades vosotros en
confesar una verdad tan notoria? La importancia est� en que sin
verla lo hab�is de creer, confesar, afirmar, jurar y defender;
donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia:
que ahora veng�is uno a uno, como pide la orden de caballer�a,
ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de
vuestra ralea, aqu� os aguardo y espero, confiado en la raz�n
que de mi parte tengo. Se�or caballero, replic� el mercader,
suplico a vuestra merced en nombre de todos estos pr�ncipes que
aqu� estamos, que, porque no carguemos nuestras conciencias,
confesando una cosa por nosotros jam�s vista ni o�da, y m�s
siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del
Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de
mostrarnos alg�n retrato de esa se�ora, aunque sea tama�o como
un grano de trigo, que por el hilo se sacar� el ovillo, y
quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merce
quedar� contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su
parte, que aunque su retrato nos muestre que es turerta de un
ojo, y que del otro le mana bermell�n y piedra azufre, con todo
eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo
que quisiere. No le mana, canalla infame, respondi� Don Quijote
encendido en c�lera, no le mana, digo, eso que dec�s, sino �mbar
y algalia entre algodones, y no es tuerta ni corcobada, sino m�s
derecha que un huso de Guadarrama; pero vosotros pagar�is la
grande blasfemia que hab�is dicho contra tama�a beldad, como es
la de mi se�ora. Y en diciendo esto, arremeti� con la lanza baja
contra el que lo hab�a dicho, con tanta furia y enojo, que si la
buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara
Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cay� Rocinante, y
fue rodando su amo una buena pieza por el campo, y queri�ndose
levantar, jam�s pudo: tal embarazo le causaba la lanza, espuelas
y celada, con el peso de las antiguas armas. Y entre tanto que
pugnaba por levantarse y no pod�a, estaba diciendo: non fuy�is,
gente cobarde, gente cautiva, atended que no por culpa m�a, sino
de mi caballo, estoy aqu� tendido. Un mozo de mulas de los que
all� ven�an, que no deb�a de ser muy bien intencionado, oyendo
decir al pobre ca�do tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin
darle la respuesta en las costillas. Y lleg�ndose a �l, tom� la
lanza, y despu�s de haberla hecho pedazos, con uno de ellos
comenz� a dar a nuestro Don Quijote tantos palos, que a despecho
y pesar de sus armas le moli� como cibera. D�banle voces sus
amos que no le diese tanto, y que le dejase; pero estaba ya el
mozo picado, y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el
resto de su c�lera; y acudiendo por los dem�s trozos de la
lanza, los acab� de deshacer sobre el miserable ca�do, que con
toda aquella tempestad de palos que sobre �l lov�a, no cerraba
laboca, amenazando al cielo y a la tierra y a los malandrines,
que tal le parec�an. Cans�se el mozo, y los mercaderes siguieron
su camino, llevando que contar en todo �l del pobre apaleado, el
cual, despu�s que se vi� solo, torn� a probar si pod�a
levantarse; pero, si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, �c�mo
lo har�a molido y casi deshecho? Y a�n se ten�a por dichoso,
pareci�ndole que aquella era propia desgracia de caballeros
andantes, y toda la atribu�a a la falta de su caballo; y no era
posible levantarse, seg�n ten�a abrumado todo el cuerpo.
Cap�tulo quinto
Donde se prosigue la narraci�n de la desgracia de nuestro
caballero
Viendo, pues, que en efecto no pod�a menearse, acord� de
acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en alg�n paso de
sus libros, y tr�jole su c�lera a la memoria aquel de Baldovinos
y del marqu�s de Mantua, cuando Carloto le dej� herido en la
monta�a... historia sabida de los ni�os, no ignorada de los
mozos, celebrada y aun cre�da de viejos, y con todo esto no m�s
verdadera que los milagros de Mahoma. Esta, pues, le pareci� a
�l que le ven�a de molde para el paso en que se hallaba, y as�
con muestras de grande sentimiento, se comenz� a volcar por la
tierra, y a decir con debilitado aliento lo mismo que dicen
dec�a el herido caballero del bosque:
�Donde est�is, se�ora m�a,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, se�ora,
o eres falsa y desleal.
Y de esta manera fue prosiguiendo el romance hasta aquellos
versos que dicen:
Oh noble marqu�s de Mantua,
mi t�o y se�or Carnal.
Y quiso la suerte que cuando lleg� a este verso acert� a
pasar por all� un labrador de su mismo lugar, y vecino suyo, que
ven�a de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo
aquel hombre all� tendido, se lleg� a �l y le pregunt� que qui�n
era y qu� mal sent�a que tan tristemente se quejaba. Don Quijote
crey� sin duda que aquel era el marqu�s de Mantua su t�o, y as�
no le respondi� otra cosa sino fue proseguir en su romance,
donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo
del Emperante con su esposa, todo de la misma manera que el
romance lo canta. El labrador estaba admirado oyendo aquellos
disparates, y quit�ndole la visera, que ya estaba hecha pedazos
de los palos, le limpi� el rostro que lo ten�a lleno de polvo; y
apenas le hubo limpiado, cuando le conoci� y le dijo: se�or
Quijada (que as� se deb�a de llamar cuando �l ten�a juicio, y no
hab�a pasado de hidalgo sosegado a caballero andante) �qui�n ha
puesto a vuestra merced de esta suerte? Pero �l, segu�a con su
romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo
mejor que pudo le quit� el peto y espaldar, para ver si ten�a
alguna herida; pero no vi� sangre ni se�al alguna. Procur�
levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subi� sobre su
jumento, por parecerle caballer�a m�s sosegada. Recogi� las
armas hasta las astillas de la lanza, y li�las sobre Rocinante,
al cual tom� de la rienda, y del cabestro al asno, y se encamin�
hacia su pueblo, bien pensativo de o�r los disparates que Don
Quijote dec�a; y no menos iba Don Quijote, que de puro molido y
quebrantado no se pod�a tener sobre el borrico, y de cuando en
cuando daba unos suspiro que los pon�a en el cielo, de modo que
de nuevo oblig� a que el labrador le preguntase le dijese qu�
mal sent�a; y no parece sino que el diablo le tra�a a la memoria
los cuentos acomodados a sus sucesos, porque en aquel punto,
olvid�ndose de Baldovinos, se acord� del moro Abindarr�ez cuando
el alcaide de Antequera Rodrigo de Narv�ez le prendi�, y llev�
cautivo a su alcaid�a. De suerte que cuando el labrador le
volvi� a preguntar c�mo estaba y qu� sent�a, le respondi� las
mismas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respond�a a
Rodrigo de Narv�ez, del mismo modo que �l hab�a le�do la
historia en la Diana de Jorge de Montemayor, donde se escribe;
aprovech�ndose de ella tan de prop�sito que el labrador se iba
dando al diablo de o�r tanta m�quina de necedades; por donde
conoci� que su vecino estaba loco, y d�base priesa a llegar al
pueblo, por excusar el enfado que Don Quijote le causaba con su
larga arenga. Al cabo de lo cual dijo; sepa vuestra merced,
se�or Don Rodrigo de Narv�ez, que esta hermosa Jarifa, que he
dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he
hecho, hago y har� los m�s famosos hechos de caballer�as que se
han visto, vean, ni ver�n en el mundo.
A esto respondi� el labrador: mire vuestra merced, se�or,
�pecador de m�! que yo no soy don Rodrigo de Narv�ez, ni el
marqu�s de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra
merced es Baldominos, ni Abindarr�ez, sino el honrado hidalgo
del se�or Quijada; yo s� quien soy, respondi� Don Quijote, y s�
que puedo ser, no s�lo los que he dicho, sino todos los doce
Pares de Francia, y a�n todos los nueve de la fama, pues a todas
las haza�as que ellos todos juntos y cada uno de por s�
hicieron, se aventajar�n las m�as.
En estas pl�ticas y otras semejantes llegaron al lugar a la
hora que anochec�a; pero el labrador aguard� a que fuese algo
m�s noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero.
Llegada, pues, la hora que le pareci�, entr� en el pueblo y en
casa de Don Quijote, la cual hall� toda alborotada, y estaban en
ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de
Don Quijote, que estaba dici�ndoles su ama a voces: �qu� le
parece a vuestra merced, se�or licenciado, Pero P�rez, que as�
se llamaba el cura, de la desgracia de mi se�or? Seis d�as ha
que no parecen �l, ni el roc�n, ni la adarga, ni la lanza, ni
las armas. �Desventurada de m�! que me doy a entender, y as� es
ello la verdad como nac� para morir, que estos malditos libros
de caballer�as que �l tiene, y suele leer tan de ordinario, le
han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle o�do decir
muchas veces hablando entre s�, que quer�a hacerse caballero
andante, e irse a buscar las aventuras por esos mundos.
Encomendados sean a Satan�s y a Barrab�s tales libros, que as�
han echado a perder el m�s delicado entendimiento que hab�a en
toda la Mancha. La sobrina dec�a lo mismo, y a�n dec�a m�s:
sepa, se�or maese Nicol�s, que este era el nombre del barbero,
que muchas veces le aconteci� a mi se�or t�o estarse leyendo en
estos desalmados libros de desventuras dos d�as con sus noches:
al cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos, y pon�a
mano a la espada, y andaba a cuchilladas con las paredes; y
cuando estaba muy cansado, dec�a que hab�a muerto a cuatro
gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio
dec�a que era sangre de las feridas que hab�a recibido en la
batalla; y beb�ase luego un gan jarro de agua fr�a, y quedaba
sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una precios�sisma
bebida que le hab�a tra�do el sabio Esquife, un grande
encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que
no avis� a vuestras mercedes de los disparates de mi se�or t�o,
para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y
quemaran todos estos descomulgados libros (que tiene muchos),
que bien merecen ser abrasados como si fuesen de herejes. Esto
digo yo tambi�n, dijo el cura, y a fe que no se pase el d�a de
ma�ana sin que de ellos no se haga auto p�blico, y sean
condenados al fuego, porque no den ocasi�n a quien los leyere de
hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y Don Quijote, con que
acab� de entender el labrador la enfermedad de su vecino, y as�
comenz� a decir a voces: abran vuestras mercedes al se�or
Baldovinos y al se�or marqu�s de Mantua, que viene mal ferido, y
al se�or moro Abindarr�ez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo
de Narv�ez, alcaide de Antequera. A estas voces salieron todos,
y como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y t�o,
que a�n no se hab�a apeado del jumento, porque no pod�a,
corrieron a abrazarle. El dijo: t�nganse todos, que vengo mal
ferido por la culpa de mi caballo; ll�venme a mi lecho, y
ll�mese si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate
mis feridas. Mirad en hora mala, dijo a este punto el ama, si me
dec�a a m� bien mi coraz�n del pie que cojeaba mi se�or. Suba
vuestra merced en buena hora, que sin que venga esa Urganda le
sabremos aqu� curar. Malditos, digo, sean otra vez y otras
ciento estos libros de caballer�a que tal han parado a vuestra
merced.
Llev�ronle luego a la cama, y cat�ndole las feridas, no le
hallaron ninguna; y �l dijo que todo era molimiento, por haber
dado una gran ca�da con Rocinante, su caballo, combati�ndose con
diez jayanes, los m�s desaforados y atrevidos que pudieran
fallar en gran parte de la tierra. Ta, Ta, dijo el cura;
�jayanes hay en la danza? para m� santiguada, que yo los queme
ma�ana antes de que llegue la noche. Hici�ronle a Don Quijote
mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa, sino que
le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que m�s le
importaba. H�zose as�, y el cura se inform� muy a la larga del
labrador, del modo que hab�a hallado a Don Quijote. El se lo
cont� todo con los disparates que al hallarle y al traerle hab�a
dicho, que fue poner m�s deseo en el licenciado de hacer lo que
el otro d�a hizo, que fue llevar a su amigo el barbero maese
Nicol�s, con el cual se vino a casa de Don Quijote.
Cap�tulo sexto
Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero
hicieron en la
librer�a de nuestro ingenioso hidalgo
El cual a�n todav�a dorm�a. Pidi� las llaves a la sobrina
del aposento donde estaban los libros autores del da�o, y ella
se las di� de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el ama
con ellos, y hallaron m�s de cien cuerpos de libros grandes muy
bien encuadernados, y otros peque�os; y as� como el ama los vi�,
volvi�se a salir del aposento con gran priesa, y torn� luego con
una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: tome vuestra
merced, se�or licenciado; roc�e este aposento, no est� aqu�
alg�n encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos
encanten en pena de la que les queremos dar ech�ndolos del
mundo. Caus� risa al licenciado la simplicidad del ama, y mand�
al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para
ver de qu� trataban, pues pod�a ser hallar algunos que no
mereciesen castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay para
qu� perdonar a ninguno, porque todos han sido los da�adores,
mejor ser� arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un
rimero de ellos, y pegarles fuego, y si no, llevarlos al corral,
y all� se har� la hoguera, y no ofender� el humo. Lo mismo dijo
el ama: tal era la gana que las dos ten�an de la muerte de
aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer
siquiera los t�tulos. Y el primero que maese Nicol�s le di� en
las manos, fue los cuatro de Amad�s de Gaula, y dijo el cura:
parece cosa de misterio esta, porque, seg�n he o�do decir, este
libro fue el primero de caballer�as que se imprimi� en Espa�a, y
todos los dem�s han tomado principio y origen de este; y as� me
parece que como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos
sin excusa alguna condenar al fuego. No, se�or, dijo el barbero,
que tambi�n he o�do decir que es el mejor de todos los libros
que de este g�nero se han compuesto, y as�, como a �nico en su
arte, se debe perdonar. As� es verdad, dijo el cura, y por esa
raz�n se le otorga la vida por ahora. Veamos ese otro que est�
junto a �l. Es, dijo el barbero, Las sergas de Esplandi�n, hijo
leg�timo de Amad�s de Gaula. Pues es verdad, dijo el cura, que
no le ha de valer al hijo la bondad del padre; tomad, se�ora am,
abrid esa ventana y echadle al corral, y d� principio al mont�n
de la hoguera que se ha de hacer. H�zolo as� el ama con mucho
contento, y el bueno de Esplandi�n fue volando al corral,
esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
Adelante, dijo el cura. Este que viene, dijo el barbero, es
Amad�s de Grecia, y aun todos los de este lado, a lo que creo,
son del mismo linaje de Amad�s. Pues vayan todos al corral, dijo
el cura, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al
pastor Darinel, y a sus �glogas, y a las endiabladas y revueltas
razones de su autor, quemara con ellos al padre que me engendr�,
si anduviera en figura de caballero andante. De ese parecer soy
yo, dijo el barbero. Y aun yo, a�adi� la sobrina. Pues as� es,
dijo el ama, vengan, y al corral con ellos. Di�ronselos, que
eran muchos, y ella ahorr� la escalera, y di� con ellos por la
ventana abajo. �Qui�n es ese tonel? dijo el cura. Este es,
respondi� el barbero, Don Olicante de Laura. El autor de ese
libro, dijo el cura, fue el mismo que compuso a Jard�n de
Flores, y en verdad que no sepa determinar cu�l de los dos
libros es m�s verdadero, o por decir mejor, menos mentiroso;
solo s� decir que este ir� al corral por disparatado y
arrogante. Este que sigue es Florismarte de Hircania, dijo el
barbero. �Ah� est� el se�or Florismarte? replic� el cura. Pues a
fe que ha de parar presto en el corral a pesar de su extra�o
nacimiento y so�adas aventuras, que no da lugar a otra cosa la
dureza y sequedad de su estilo; al corral con �l, y con ese
otro, se�ora ama. Que me place, se�or m�o, respondi� ella... y
con mucha alegr�a ejecutaba lo que era mandado. Este es El
caballero Platir, dijo el barbero. Antiguo libro es ese, dijo el
cura, y no hallo en �l cosa que merezca venia; acompa�e a los
dem�s sin r�plica... Y as� fue hecho. Abri�se otro libro, y
vieron que ten�a por t�tulo El caballero de la Cruz. Por nombre
tan santo como este libro tiene, se pod�a perdonar su
ignorancia; mas tambi�n se suele decir tras la cruz est� el
diablo: vaya al fuego. Tomando el barbero otro libro, dijo: Este
es Espejo de Caballer�as. Ya conozco a su merced, dijo el cura:
ah� anda el se�or Reinaldos del Montalban con sus amigos y
compa�eros, m�s ladrones que Caco, y los doce Pares con el
verdadero historiador Turpin; y en verdad que estoy por
condenarlos no m�s que a destierro perpetuo, siquiera porque
tienen parte de la invenci�n del famoso Mato Boyardo, de donde
tambi�n teji� su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto, al
cual, si aqu� le hallo, ya que habla en otra lengua que la suya,
no le guardar� respeto alguno; pero si habla en su idioma, le
pondr� sobre mi cabeza. Pues yo le tengo en italiano, dijo el
barbero, mas no le entiendo. Ni aun fuera bien que vos le
entendi�rais, respondi� el cura; y aqu� le perdon�ramos al se�or
capit�n, que no le hubiera tra�do a Espa�a, y hecho castellano;
que le quit� mucho de su natural valor, y lo mismo har�n todos
aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra
lengua, que por mucho cuidado que pongan y habilidad que
muestren, jam�s llegar�n al punto que ellos tienen en su primer
nacimiento. Digo, en efecto, que este libro y todos los que se
hallaren, que tratan de estas cosas de Francia, se echen y
depositen en un pozo seco, hasta que con m�s acuerdo se vea lo
que se ha de hacer de ellos, exceptuando a un Bernardo del
Carpio, que anda por ah�, y a otro llamado Roncesvalles, que
estos, en llegando a mis manos, han de estar en las del alma, y
de ellas en las del fuego, sin remisi�n alguna. Todo lo confirm�
el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por
entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la
verdad, que no dir�a otra cosa por todas las del mundo. Y
abriendo otro libro, vi� que era Palmer�n de Oliva, y junto a �l
estaba otro que se llamaba Palmer�n de Inglaterra, lo cual,
visto por el licenciado, dijo: esa oliva se haga luego rajas y
se queme, que aun no queden de ella las cenizas, y esa palma de
Inglaterra se guarde y se conserve como cosa �nica, y se haga
para ella otra caja como la que hall� Alejandro en los despojos
de Dar�o, que la diput� para guardar en ellas las obras del
poeta Homero. Este libro, se�or compadre, tiene autoridad por
dos cosas: la una porque �l por s� es muy bueno, y la otra,
porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas
las aventuras del castillo de Miraguarda son bon�simas y de
grande artificio, las razones cortesanas y claras que guardan y
miran el decoro del que habla, con mucha propiedad y
entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, se�or
maese Nicol�s, que este y Amad�s de Gaula queden libres del
fuego, y todos los dem�s, sin hacer m�s cala y cata, perezcan.
No, se�or compadre, replic� el Barbero, que este que aqu� tengo
es el afamado Don Belian�s. Pues ese, replic� el cura, con la
segunda y tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de
ruibarbo para purgar la demasiada c�lera suya, y es menester
quitarles todo aquello del castillo de la fama, y otras
impertinencias de m�s importancia, para lo cual se les da
t�rmino ultramarino, y como se enmendaren, as� se usar� con
ellos de misericordia o de justicia; y en tanto tenedlos vos,
compadre, en vuestra casa; mas no lo dej�is leer a ninguno. Que
me place, respondi� el barbero, y sin querer cansarse m�s en
leer libros de caballer�as, mand� al ama que tomase todos los
grandes, y diese con ellos en el corral. No lo dijo a tonta ni a
sorda, sin o a quien ten�a m�s gana de quemarlos que de echar
una tela por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de
una vez, los arroj� por la ventana. Por tomar muchos juntos se
le cay� uno a los pies del barbero, que le tom� gana de ver de
qui�n era, y vi� que dec�a: Historia del famoso caballero
Tirante el Blanco. V�lame Dios dijo el cura, dando una gran voz;
�que aqu� est� Tirante Blanco! D�dmele ac�, compadre, que hago
cuenta que he hallado en �l un tesoro de contento y una mina de
pasatiempos. Aqu� est� don Kirieleison de Montalv�n, valeroso
caballero, y su hermano Tom�s de Montalv�n y el caballero
Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con
Alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los
amores y embustes de la viuda Reposada, y la se�ora emperatriz
enamorada de Hip�lito su escudero. D�goos verdad, se�or
compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo;
aqu� comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y
hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que
todos los dem�s libros de este g�nero carecen. Con todo eso, os
digo que merec�a el que lo compuso, pues no hizo tantas
necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los
d�as de su vida. Llevadle a casa y leedle, y ver�is que es
verdad cuanto de �l os he dicho. As� ser�, respondi� el barbero;
pero �qu� haremos de estos peque�os libros que quedan? Estos,
dijo el cura, no deben de ser de caballer�as, sino de poes�a; y
abriendo uno, vi� que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y
dijo (creyendo que todos los dem�s eran del mismo g�nero:) estos
no merecen ser quemados como los dem�s, porque no hacen ni har�n
el da�o que los de caballer�as han hecho, que son libros de
entretenimiento, sin perjuicio de tercero. �Ay, se�or!, dijo la
sobrina. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los
dem�s, porque no ser�a mucho que habiendo sanado mi se�or t�o de
la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de
hacerse pastor, y andarse por los bosques y prados cantando y
ta�endo, y lo que ser�a peor, hacerse poeta, que, seg�n dicen,
es enfermedad incurable y pegadiza. Verdad dice esta doncella,
dijo el cura, y ser� bien, quitarle a nuestro amigo este
tropiezo y ocasi�n de delante. Y pues comenzamos por la Diana de
Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite
todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua
encantada, y casi todos los versos mayores, y qu�desele en hora
buena la prosa y la honra de ser primero en semejantes libros.
Este que se sigue, dijo el barbero, es la Diana llamada Segunda
del Salmantino; y este otro, que tiene el mismo nombre, cuyo
autor es Gil Polo. Pues la del Salmantino, respondi� el cura,
acompa�e y acreciente el n�mero de los condenados al corral, y
la de Gil Polo se guarde como si fuera del mismo Apolo; y pase
adelante, se�or compadre, y d�monos priesa, que se va haciendo
tarde. Este libro es, dijo el barbero abriendo otro, los diez
libros de Fortuna de Amor, compuesto por Antonio de Lofraso,
poeta sardo. Por las �rdenes que recib�, dijo el cura, que desde
que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan
gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha compuesto, y
que por su camino es el mejor y el m�s �nico de cuantos de este
g�nero han salido a la luz del mundo; y el que no le ha le�do
puede hacer cuenta que no ha le�do jam�s cosa de gusto. D�dmele
ac�, compadre, que precio m�s de haberle hallado, que si me
dieran una sotana de raja de Florencia. P�sole aparte con
grand�simo gusto, y el Barbero prosigui� diciendo: Estos que
siguen son el Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desenga�o de
Zelos. Pues no hay m�s que hacer, dijo el cura, sino
entreg�rselos al brazo seglar del ama, y no se me pregunte el
porqu�, que ser�a nunca acabar. Este que viene es el Pastor de
Filida. No es ese pastor, dijo el cura, sino muy discreto
cortesano; gu�rdese como joya preciosa. Este grande que aqu�
viene se intitula, dijo el barbero, Tesoro de varias poes�as.
Como ellas no fueran tantas, dijo el cura, fueran m�s estimadas;
menester es que este libro se escarde y limpie de algunas
bajezas que entre sus grandezas tiene; gu�rdese, porque su autor
es amigo m�o, y por respeto de otras m�s heroicas y levantadas
obras que ha escrito. Este es, sigui� el barbero, el Cancionero
de L�pez Maldonado. Tambi�n el autor de ese libro, replic� el
cura, es grande amigo m�o, y sus versos en su boca admiran a
quien los oye, y tal es la suavidad de la voz con que los canta,
que encanta; algo largo es en las �glogas, pero nunca lo bueno
fue mucho, gu�rdese con los escogidos. Pero �qu� libro es ese
que est� junto a �l? La Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el
barbero. Muchos a�os ha que es grande amigo m�o ese Cervantes, y
s� que es m�s versado en desdichas que en versos. Su libro tiene
algo de buena invenci�n, propone algo y no concluye nada. Es
menester esperar la segunda parte que promete; quiz� con la
enmienda alcanzar� del todo la misericordia que ahora se le
niega; y entre tanto que esto se v�, tenedle recluso en vuestra
posada, se�or compadre. Que me place, respondi� el barbero; y
aqu� vienen tres todos juntos: la Araucana de don Alonso de
Ercilla; la Austr�ada de don Juan Rufo, jurado de C�rdoba y el
Montserrat de Crist�bal de Virues, poeta valenciano. Todos estos
tres libros, dijo el cura, son los mejores que en verso heroico,
en lengua castellana est�n escritos, y pueden competir con los
m�s famosos de Italia: gu�rdense como las m�s ricas prendas de
poes�a que tiene Espa�a. Cans�se el cura de ver m�s libros, y
as� a carga cerrada, quiso que todos los dem�s se quemasen; pero
ya ten�a abierto uno el barbero que se llamaba Las l�grimas de
Ang�lica. Llor�ralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, si
tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los
famosos poetas del mundo, no s�lo de Espa�a, y fue felic�simo en
la traducci�n de algunas f�bulas de Ovidio.
Cap�tulo s�ptimo
De la segunda salida de nuestro buen caballero D. Quijote
de la Mancha
Estando en esto, comenz� a dar voces Don Quijote, diciendo:
aqu�, aqu�, valerosos caballeros, aqu� es menester mostrar la
fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan
lo mejor del torneo. Por acudir a este ruido y estruendo no se
pas� adelante con el escrutinio de los dem�s libros que
quedaban, y as� se cree que fueron al fuego sin ser vistos ni
o�dos, la Carolea y Le�n de Espa�a, con los Hechos del
emperador, compuestos por don Luis de Avila, que sin duda deb�an
de estar entre los que quedaban, y quiz�, si el cura los viera,
no pasaran por tan rigurosa sentencia. Cuando llegaron a Don
Quijote, ya �l estaba levantado de la cama, y prosegu�a en sus
voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas
partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido.
Abraz�ronse con �l, y por fuerza le volvieron al lecho; y
despu�s que hubo sosegado un poco, volvi�ndose a hablar con el
cura, le dijo: por cierto, se�or Arzobispo Turpin, que es gran
mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar tan sin m�s ni
m�s llevar la victoria de este torneo a los caballeros
cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez, en
los tres d�as antecedentes. Calle vuestra merced, se�or
compadre, dijo el cura, que Dios ser� servido que la suerte se
mude, y que lo que hoy se pierde se gane ma�aa; y atienda
vuestra merced a su salud por ahora, que me parece que debe de
estar demasiadamente cansado, si ya no es que est� mal ferido.
Ferido no, dijo Don Quijote; pero molido y quebrantado no hay
duda en ello, porque aquel astardo de don Rold�n me ha molido a
palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve
que yo solo soy el opuesto de sus valent�as; mas no me llamar�a
yo Reinaldos de Montalb�n, si en levant�ndome de este lecho no
me lo pagare, a pesar de todos sus encantamientos; y por ahora
tr�igame de yantar, que s� que es lo que m�s me har� al caso, y
qu�dese lo del vengarme a mi cargo. Hici�ronlo as�, di�ronle de
comer, y qued�se otra vez dormido, y ellos admirados de su
locura.
Aquella noche quem� y abras� el ama cuantos libros hab�a en
el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder, que
merec�an guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permiti� su
suerte y la pereza del escrutinador, y as� se cumpli� el refr�n
en ellos, de que pagan a veces justos por pecadores. Uno de los
remedios que el cura y el barbero dieron por entonces para el
mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de
los libros, porque cuando se levantase no los hallase (quiz�
quitando la causa cesar�a el efecto), y que dijesen que uun
encantador se los hab�a llevado, y el aposento y todo. Y as� fue
hecho con mucha presteza. De all� a dos d�as se levant� Don
Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como
no hallaba el aposento donde le hab�a dejado, andaba de una a
otra parte busc�ndole. Llegaba adonde sol�a tener la puerta, y
tent�bala con las manos, y volv�a y revolv�a los ojos sin decir
palabra; pero al cabo de una buena pieza, pregunt� a su ama que
hac�a qu� parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya
estaba bien advertida de lo que hab�a de responder, le dijo:
�qu� aposento, o qu� anda buscando vuestra merced? Ya no hay
aposento ni libros en esta casa porque todo se lo llev� el mismo
diablo. No era el diablo, replic� la sobrina, sino un encantador
que vino sobre una nube una noche despu�s del d�a que vuestra
merced de aqu� se parti�, y ape�ndose de una sierpe en que ven�a
caballero, entr� en el aposento; y no s� lo que hizo dentro, que
a cabo de poca pieza sali� volando por el tejado, y dej� la casa
llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho,
no vimos libros ni aposento alguno; s�lo se nos acuerda muy bien
a m� y al ama, que al tiempo de partirse aquel mal viejo, dijo
en altas voces, que por enemistad secreta que ten�a al due�o de
aquellos libros y aposento, dejaba hecho el da�o en aquella casa
que despu�s se ver�a; dijo tambi�n qeu se llamaba el sabio
Mu�at�n. Frist�n dir�a, dijo Don Quijote. No s�, respondi� el
ama, si se llamaba Frest�n o Frit�n; s�lo s� que acab� en ton su
nombre. As� es, dijo Don Quijote, que ese es un sabio
encantador, grande enemigo m�o, que me tiene ojeriza porque
sabe, por sus artes y letras, que tengo de venir, andando los
tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien
�l favorece, y le tengo de vencer sin que �l lo pueda estorbar,
y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y
m�ndole yo, qu� mal podr� �l contradecir ni evitar lo que por el
cielo est� ordenado. �Qui�n duda de eso? dijo la sobrina. Pero
�qui�n le mete a vuestra merced, se�or t�o, en esas pendencias?
�No ser� mejor estarse pac�fico en su casa, y no irse por el
mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van
por lana y vuelven trasquilados? �Oh, sobrina m�a, respondi� Don
Quijote, y cu�n mal que est�s en la cuenta! Primero que a m� me
trasquilen, tendr� peladas y quitadas las barbas a cuantos
imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello. No quisieron
las dos replicarle m�s, porque vieron que se le encend�a la
c�lera. Es, pues, el caso que �l estuvo quince d�as en casa muy
sosegado, sin dar muestras de querer secundar sus primeros
devaneos, en los cuales d�as pas� gracios�simos cuentos con sus
dos compadres el cura y el barbero, sobre que �l dec�a que la
cosa de que m�s necesidad ten�a el mundo era de caballeros
andantes, y de que en �l se resucitase la caballer�a andantesca.
El cura algunas veces le contradec�a y otras conced�a, porque si
no guardaba este artificio, no hab�a poder averiguarse con �l.
En este tiempo solicit� Don Quijote a un labrador vecino suyo,
hombre de bien (si es que ese t�tulo se puede dar al que es
pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resoluci�n, tanto
le dijo, tanto le persuadi� y prometi�, que el pobre villano se
determin� de salir con �l y servirle de escudero. Dec�ale entre
otras cosas Don Quijote, que se dispusiese a ir con �l de buena
gana, porque tal vez le pod�a suceder aventura que ganase en
qu�tame all� esas pajas, alguna �nsula, y le dejase a �l por
gobernador de ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho
Panza (que as� se llamaba el labrador) dej� su mujer e hijos, y
asent� por escudero de su vecino. Di� luego Don Quijote orden en
buscar dineros; y vendiendo una cosa, y empe�ando otra, y
malbarat�ndolas todas, alleg� una razonable cantidad. Acomod�se
asimismo de una rodela que pidi� prestada a un su amigo, y
pertrechando a su rota celada lo mejor que pudo, avis� a su
escudero Sancho del d�a y la hora que pensaba ponerse en camino,
para que �l se acomodase de lo que viese que m�s le era
menester; sobre todo, le encarg� que llevase alforjas. El dijo
que s� llevar�a, y que asimismo pensaba llevar un asno que ten�a
muy bueno, porque �l no estaba ducho a andar mucho a pie. En lo
del asno repar� un poco Don Quijote, imaginando si se le
acordaba si alg�n caballero andante hab�a traido escudero
caballero asnalmente; pero nunca le vino alguno a la memoria;
mas con todo esto, determin� que le llevase, con presupuesto de
acomodarle de m�s honrada caballer�a en habiendo ocasi�n para
ello, quit�ndole el caballo al primer descort�s caballero que
topase. Provey�se de camisas y de las dem�s cosas que �l pudo,
conforme al consejo que el ventero le hab�a dado.
Todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus
hijos y mujer, ni Don Quijote de su ama y sobrina, una noche se
salieron del lugar sin que persona los viese, en la cual
caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que
no los hallar�an aunque les buscasen. Iba Sancho Panza sobre su
jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con
mucho deseo de verse ya gobernador de la �nsula que su amo le
hab�a prometido. Acert� Don Quijote a tomar la misma derrota y
camino que el que �l hab�a antes tomado en su primer viaje, que
fue por el Campo de Montiel, por el cual caminaba con menos
pesadumbre que la vez pasada, porque por ser la hora de lama�ana
y herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo
en esto Sancho Panza a su amo: mire vuestra merced, se�or
caballero andante, que no se le olvide lo que de la �nsula me
tiene prometido, que yo la sabr� gobernar por grande que sea. A
lo cual le respondi� Don Quijote: has de saber, amigo Sancho
Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes
antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las �nsulas o
reinos que ganaban; y yo tengo determinado de que por m� no
falte tan agradecida usanza; antes pienso aventajarme en ella,
porque ellos algunas veces, y quiz� las m�s, esperaban a que sus
escuderos fuesen viejos, y ya despu�s de hartos de servir, y de
llevar malos d�as y peores noches, les daban alg�n t�tulo de
conde; o por lo menos de marqu�s de alg�n valle o provincia de
poco m�s o menos; pero si t� vives y yo vivo, bien podr�a ser
que antes de seis d�as ganase yo tal reino, que tuviese otros a
�l adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de
uno de ellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos
acontecen a los tales caballeros, por modos tan nunca vistos ni
pensados, que con facilidad te podr�a dar a�n m�s de lo que te
prometo. De esa manera, respondi� Sancho Panza, si yo fuese rey
por alg�n milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos
Juana Guti�rrez, mi oislo, vendr�a a ser reina y mis hijos
infantes. �Pues qui�n lo duda? respondi�n Don Quijote. Yo lo
dudo, respondi� Sancho Panza, porque tengo para m� que aunque
lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentar�a bien
sobre la cabeza de Mari Guti�rrez. Sepa, se�or, que no vale dos
maraved�s para reina; condesa le caer� mejor, y a�n Dios y
ayuda. Encomi�ndalo t� a Dios, Sancho, respondi� Don Quijote,
que �l le dar� lo que m�s le conventa; pero no apoques tu �nimo
tanto que te vengas a contentar con menos que con ser
adelantado. No har�, se�or m�o, respondi� Sancho, y m�s teniendo
tan principal amo en vuestra merced, que me sabr� dar todo
aquello que me est� bien y yo pueda llevar.
Cap�tulo octavo
Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la
espantable y
jam�s imaginada aventura de los molinos de viento, con
otros sucesos
dignos de felice recordaci�n
En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento
que hay en aquel campo, y as� como Don Quijote los vi�, dijo a
su escudero: la ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo
que acert�ramos a desear; porque ves all�, amigo Sancho Panza,
donde se descubren treinta o poco m�s desaforados gigantes con
quien pienso hacer batalla, y quitarles a todos las vidas, con
cuyos despojos comenzaremos a enriquecer: que esta es buena
guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de
sobre la faz de la tierra. �Qu� gigantes? dijo Sancho Panza.
Aquellos que all� ves, respondi� su amo, de los brazos
largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas. Mire
vuestra merced, respondi� Sancho, que aquellos que all� se
parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en
ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento
hacen andar la piedra del molino. Bien parece, respondi� Don
Quijote, que no est�s cursado en esto de las aventuras; ellos
son gigantes, y si tienes miedo qu�tate de ah�, y ponte en
oraci�n en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y
desigual batalla. Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo
Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le
daba, advirti�ndole que sin duda alguna eran molinos de viento,
y no gigantes aquellos que iba a acometer. Pero �l iba tan
puesto en que eran gigantes, que ni o�a las voces de su escudero
Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que
eran; antes iba diciendo en voces altas: non fuyades, cobardes y
viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Levant�se en esto un poco de viento y las grandes aspas
comenzaron a moverse, lo cual visto por Don Quijote, dijo: pues
aunque mov�is m�s brazos que los del gigante Briareo, me lo
hab�is de pagar.
Y en diciendo esto, y encomend�ndose de todo coraz�n a su
se�ora Dulcinea, pidi�ndole que en tal trance le socorriese,
bien cubierto de su rodela, con la lanza en ristre, arremeti� a
todo el galope de Rocinante, y embisti� con el primer molino que
estaba delante; y d�ndole una lanzada en el aspa, la volvi� el
viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llev�ndose
tras s� al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho
por el campo. Acudi� Sancho Panza a socorrerle a todo el correr
de su asno, y cuando lleg�, hall� que no se pod�a menear, tal
fue el golpe que dio con �l Rocinante. �V�lame Dios! dijo
Sancho; �no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que
hac�a, que no eran sino molinos de viento, y no los pod�a
ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza? Calla,
amigo Sancho, respondi� Don Quijote, que las cosas de la guerra,
m�s que otras, est�n sujetas a continua mudanza, cuanto m�s que
yo pienso, y es as� verdad, que aquel sabio Frest�n, que me rob�
el aposento y los libros, ha vuelto estos gigantes en molinos
por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad
que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas
artes contra la voluntad de mi espada. Dios lo haga como puede,
respondi� Sancho Panza. Y ayud�ndole a levantar, torn� a subir
sobre Rocinante, que medio despaldado estaba; y hablando en la
pasada aventura, siguieron el camino del puerto L�pice, porque
all� dec�a Don Quijote que no era posible dejar de hallarse
muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino
que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza y dici�ndoselo
a su escudero, dijo: yo me acuerdo haber le�do que un caballero
espa�ol, llamado Diego P�rez de Vargas, habi�ndosele en una
batalla roto la espada, desgaj� de una encina un pesado ramo o
tronco, y con �l hizo tales cosas aquel d�a, y machac� tantos
moros, que le qued� por sobrenombre Machuca, y as� �l, como sus
descendientes, se llamaron desde aquel d�a en adelante Vargas y
Machuca. Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble
que se me depare, pienso desgajar otro tronco tal y bueno como
aquel, que me imagino y pienso hacer con �l tales haza�as, que
t� te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a
verlas, y aser testigo de cosas que apenas podr�n ser cre�das. A
la mano de Dios, dijo Sancho, yo lo creo todo as� como vuestra
merced lo dice; pero ender�cese un poco, que parece que va de
medio lado, y debe de ser del molimiento de la ca�da. As� es la
verdad, respondi� Don Quijote; y si no me quejo del dolor, es
porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida
alguna, aunque se le salgan las tripas por ella. Si eso es as�,
no tengo yo que replicar, respondi� Sancho; pero sabe Dios si yo
me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le
doliera. De m� s� decir, que me he de quejar del m�s peque�o
dolor que tenga, si ya no se entiende tambi�n con los escuderos
de los caballeros andantes eso del no quejarse.
No se dej� de re�r Don Quijote de la simplicidad de su
escudero; y as� le declar� que pod�a muy bien quejarse, como y
cuando quisiese, sin gana o con ella, que hasta entonces no
hab�a le�do cosa en contrario en la orden de caballer�a. D�jole
Sancho que mirase que era hora de comer. Respondi�le su amo que
por entonces no le hac�a menester; que comiese �l cuando se le
antojase. Con esta licencia se acomod� Sancho lo mejor que pudo
sobre su jumento, y sacando de las alforjas lo que en ellas
hab�a puesto, iba caminando y comiendo detr�s de su amo muy
despacio, y de cuando en cuando empinaba la bota con tanto
gusto, que le pudiera envidiar el m�s regalado bodegonero de
M�laga. Y en tanto que �l iba de aquella manera menudeando
tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le
hubiese hecho, ni ten�a por ning�n trabajo, sino por mucho
descanso, andar buscando las aventuras por peligrosas que
fuesen. En resoluci�n, aquella noche la pasaron entre unos
�rboles, y del uno de ellos desgaj� Don Quijote un ramo seco,
que casi le pod�a servir de lanza, y puso en �l el hierro que
quit� de la que se le hab�a quebrado. Toda aquella noche no
durmi� Don Quijote, pensando en su se�ora Dulcinea, por
acomodarse a lo que hab�a le�do en sus libros, cuando los
caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y
despoblados, entretenidos en las memorias de sus se�oras.
No la pas� as� Sancho Panza, que como ten�a el est�mago
lleno, y no de agua de chicoria, de un sue�o se la llev� toda, y
no fueran parte para despertarle, si su amo no le llamara, los
rayos del sol que le daban en el rostro, ni el canto de las
aves, que muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo d�a
saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y hall�la algo
m�s flaca que la noche antes, y afligi�sele el coraz�n por
parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su
falta. No quiso desayunarse Don Quijote porque como est� dicho,
dio en sustentarse de sabrosas memorias.
Tornaron a su comenzado camino del puerto L�pice, y a hora
de las tres del d�a le descubrieron. Aqu�, dijo en vi�ndole Don
Quijote, podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta
los codos en esto que llaman aventuras, mas advierte que, aunque
me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano
a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me
ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes
ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es
l�cito ni concedido por las leyes de caballer�a que me ayudes,
hasta que seas armado caballero. Por cierto, se�or, respondi�
Sancho, que vuestra merced ser� muy bien obedecido en esto, y
m�s que yo de m�o me soy pac�fico y enemigo de meterme en ruidos
y pendencias; bien es verdad que en lo que tocare a defender mi
persona no tendr� mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas
y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere
agraviarle. No digo yo menos, respondi� Don Quijote; pero en
esto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus
naturales �mpetus. Digo que s� lo har�, respondi� Sancho, y que
guardar� ese precepto tan bien como el d�a del domingo. Estando
en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden
de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran m�s
peque�as dos mulas en que ven�an. Tra�an sus anteojos de camino
y sus quitasoles. Detr�s de ellos ven�a un coche con cuatro o
cinco de a caballo que les acompa�aban, y dos mozos de mulas a
pie. Ven�a en el coche, como despu�s se supo, una se�ora
vizca�na que ia a Sevilla, donde estaba su marido que pasaba a
las Indias con muy honroso cargo. No ven�an los frailes con
ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divis� Don
Quijote, cuando dijo a su escudero: o yo me enga�o, o esta ha de
ser la m�s famosa aventura que se haya visto, porque aquellos
bultos negros que all� parecen, deben ser, y son sin duda,
algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel
coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poder�o.
Peor ser� esto que los molinos de viento, dijo Sancho. Mire
se�or, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe
de ser de alguna gente pasajera: mire que digo que mire bien lo
que hace, no sea el diablo que le enga�e. Ya te he dicho,
Sancho, respondi� Don Quijote, que sabes poco de achaques de
aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo ver�s. Y
diciendo esto se adelant�, y se puso en la mitad del camino por
donde los frailes ven�an, y en llegando tan cerca que a �l le
pareci� que le pod�an o�r lo que dijese, en alta voz dijo: gente
endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas
princesas que en ese coche llev�is forzadas, si no, aparej�os a
recibir presta muerte por justo castigo de vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados,
as� de la figura de Don Quijote, como de sus razones; a las
cuales respondieron: se�or caballero, nosotros no somos
endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito,
que vamos a nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen
o no ningunas forzadas princesas. Para conmigo no hay palabras
blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla, dijo Don
Quijote. Y sin esperar m�s respuesta, pic� a Rocinante, y la
lanza baja arremeti� contra el primer fraile con tanta furia y
denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula, �l le
hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun mal ferido si no
cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que
trataban a su compa�ero, puso piernas al castillo de su buena
mula, y comenz� a correr por aquella campa�a m�s ligero que el
mismo viento. Sancho Panza que vio en el suelo al fraile,
ape�ndose ligeramente de su asno, arremeti� a �l y le comenz� a
quitar los h�bitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes, y
pregunt�ronle que por qu� le desnudaba. Respondi�les Sancho que
aquello le tocaba a �l leg�timamente, como despojos de la
batalla que su se�or Don Quijote hab�a ganado. Los mozos, que no
sab�an de burla, ni entend�an aquello de despojos ni batallas,
viendo que ya Don Quijote estaba desviado de all�, hablando con
las que en el coche ven�an, arremetieron con Sancho, y dieron
con �l en el suelo; y sin dejarle pelo en las barbas le molieron
a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido:
y sin detenerse un punto, torn� a subir el fraile, todo temeroso
y acobardado y sin color en el rostro y cuando se vio a caballo
pic� tras su compa�ero, que un buen espacio de all� le estaba
aguardando, y esperando en qu� paraba aquel sobresalto; y sin
querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron
su camino haci�ndose m�s cruces que si llevaran el diablo a las
espaldas. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la
se�ora del coche, dici�ndole: la vuestra fermosura, se�ora m�a,
puede facer de su persona lo que m�s le viniera en talante,
porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo
derribada por este mi fuerte brazo; y porque no pen�is por saber
el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo Don
Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo
de la sin par y hermosa do�a Dulcinea del Toboso; y en pago del
beneficio que de m� hab�is recibido o quiero otra cosa sino que
volv�is al Toboso, y que de mi parte os present�is ante esta
se�ora, y le dig�is lo que por vuestra libertad he fecho. Todo
esto que Don Quijote dec�a, escuchaba un escudero de los que el
coche acompa�aban, que era vizca�no; el cual, viendo que no
quer�a dejar pasar el coche adelante, sino que dec�a que luego
hab�a de dar la vuelta al Toboso, se fue para Don Quijote, y
asi�ndole de la lanza le dijo en mala lengua castellana, y peor
vizca�na, de esta manera: anda, caballero, que mal andes; por el
Dios que cri�me, que si no dejas coche, as� te matas como est�s
ah� vizca�no. Entendi�le muy bien Don Quijote, y con mucho
sosiego le respondi�: si fueras caballero, como no lo eres, ya
yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replic� el vizca�no: �yo no caballero? juro a Dios tan
mientes como cristiano; si lanza arrojas y espada sacas, el agua
cu�n presto ver�s que el gato llevas; vizca�no por tierra,
hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes, que mira si
otra dices cosa. Ahora lo veredes, dijo Agraves, respondi� Don
Quijote; y arrojando la lanza en el suelo, sac� su espada y
embraz� su rodela, y arremeti� al vizca�no con determinaci�n de
quitarle la vida.
El vizca�no, que as� le vio venir, aunque quisiera apearse
de la mula, que por ser de las malas de alquiler, no hab�a que
fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero
av�nole bien que se hall� junto al coche, de donde pudo tomar
una almohada que le sirvi� de escudo, y luego fueron el uno para
el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La dem�s gente
quisiera ponerlos en paz; mas no pudo, porque dec�a el vizca�no
en sus mal trabadas razones, que si no le dejaban acabar su
batalla, que �l mismo hab�a de matar a su ama y a toda la gente
que se lo estorbase. La se�ora del coche, admirada y temerosa de
lo que ve�a, hizo al cochero que se desviase de all� alg�n poco,
y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el
discurso de la cual dio el vizca�no una gran cuchillada a Don
Quijote encima de un hombro por encima de la rodela, que a
d�rsela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote,
que sinti� la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran
voz, diciendo: �oh se�ora de mi alma, Dulcinea, flor de la
fermosura, socorred a este vuestro caballero, que por satisfacer
a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla! El
decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su
rodela, y el arremeter al vizca�no, todo fue en un tiempo,
llevando determinaci�n de aventurarlo todo a la de un solo
golpe. El vizca�no, que as� le vio venir contra �l, bien
entendi� por su denuedo su coraje, y determin� hacer lo mismo
que Don Quijote: y as� le aguard� bien cubierto de su almohada,
sin poder rodear la mula a una ni a otra parte, que ya de puro
cansada, y no hecha a semejantes ni�er�as, no pod�a dar un paso.
Ven�a, pues, como se ha dicho, Don Quijote contra el cauto
vizca�no con la espada en alto, con determinaci�n de abrirle por
medio, y el vizca�no le aguardaba asimismo, levantada la espada
y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban
temerosos y colgados de lo que hab�a de suceder de aquellos
tama�os golpes con que se amenazaban, y la se�ora del coche y
las dem�s criadas suyas estaban haciendo mil votos y
ofrecimientos a todas las im�genes y casas de devoci�n de
Espa�a, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan
grande peligro en que se hallaban. Pero est� el da�o de todo
esto, que en este punto y t�rmino deja el autor de esta historia
esta batalla, disculp�ndose que no hall� m�s escrito destas
haza�as de Don Quijote, de las que deja referidas. Bien es
verdad que el segundo autor de esta obra no quiso creer que tan
curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni
que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha
que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos
papeles que de este famoso caballero tratasen; y as�, con esta
imaginaci�n, no se desesper� de hallar el fin de esta apacible
historia, el cual, si�ndole el cielo favorable, le hall� del
modo que se contar� en el siguiente cap�tulo.
Cap�tulo noveno
Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el
gallardo vizca�no y
el valiente manchego tuvieron
Dejamos en el anterior cap�tulo al valeroso vizca�no y al
famoso Don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de
descargar dos furibundos fendientes, tales que si en lleno se
acertaban, por lo menos se dividir�an y hender�an de arriba
abajo, y abrir�an como una granada, y que en aquel punto tan
dudoso par� y qued� destroncada tan sabrosa historia, sin que
nos diese noticia su autor d�nde se podr�a hallar lo que de ella
faltaba. Caus�me esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber
leido tan poco, se volv�a en disgustos de pensar el mal camino
que se ofrec�a para hallar lo mucho que a mi parecer faltaba de
tan sabroso cuento. Pareci�me cosa imposible y fuera de toda
buena costumbre, que a tan buen caballero le hubiese faltado
alg�n sabio que tomara a cargo en escribir sus nunca vistas
haza�as; cosa que no falt� a ninguno de los caballeros andantes,
de los que dicen las gentes que van a sus aventuras: porque cada
uno de ellos ten�a uno o dos sabios como de molde, que no
solamente escrib�an sus hechos, sino que pintaban sus m�s
m�nimos pensamientos y ni�er�as por m�s escondidas que fuesen; y
no hab�a de ser tan desdichado tan buen caballero, que le
faltase a �l lo que sobr� a Platir y a otros semejantes. Y as�
no pod�a inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese
quedado manca y estropeada, y echada la culpa a la malignidad
del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual o
la ten�a oculta o consumida. Por otra parte, me parec�a que pues
entre sus libros se hab�an hallado tan modernos como Desenga�o
de celos, y Ninfas y pastores de Henares, que tamb�en su
historia deb�a de ser moderna, y que ya que no estuviese
escrita, estar�a en la memoria de la gente de su aldea y de las
a ellas circunvecinas. Esta imaginaci�n me tra�a confuso y
deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros
de nuestro famoso espa�ol Don Quijote de la Mancha, luz y espejo
de la caballer�a manchega, y el primero que en nuestra edad y en
estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de
las andantes armas, y el de desfacer agravios, socorrer viudas,
amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y
palafrenes, y con toda su virginidad a cuestas, de monte en
monte y de valle en valle; que si no era que alg�n foll�n, o
alg�n villano de hacha y capellina, o alg�n descomunal gigante
las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que al cabo de
ochenta a�os, que en todos ellos no durmi� un d�a debajo de
tejado, se fue tan entera a la sepultura como la madre que la
hab�a parido. Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos
es digno nuestro gallardo Don Quijote de continuas y memorables
alabanzas, y aun a m� no se me deben negar, por el trabajo y
diligencia que puse en buscar el fin de esta agradable historia;
aunque bien s� que si el cielo, el caso y la fortuna no me
ayudaran, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y gusto,
que bien casi dos horas podr� tener el que con atenci�n la
leyere. Pas�, pues, el hallarla en esta manera: estando yo un
d�a en el Alcan� de Toledo, lleg� un muchacho a vender unos
cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como soy aficionado
a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de
esta mi natural inclinaci�n tom� un cartapacio de los que el
muchacho vend�a; vile con caracteres que conoc� ser ar�bigos, y
puesto que, aunque los conoc�a, no los sab�a leer, anduve
mirando si parec�a por all� alg�n morisco aljamiado que los
leyese; y no fue muy dificultoso hallar int�rprete semejante,
pues aunque le buscara de otra mejor y m�s antigua lengua le
hallara. En fin, la suerte me depar� uno, que dici�ndole mi
deseo, y poni�ndole el libro en las manos le abri� por medio, y
leyendo un poco en �l se comenz� a re�r: pregunt�le que de qu�
se re�a, y respondi�me que de una cosa que ten�a aquel libro
escrita en la margen por anotaci�n. D�jele que me la dijese, y
�l sin dejar la risa dijo: est�, como he dicho, aqu� en el
margen escrito esto: esta Dulcinea del Toboso, tantas veces, en
esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar
puercos que otra mujer de toda la Mancha. Cuando yo o� decir
Dulcinea del Toboso, qued� at�nito y suspenso, porque luego se
me represent� que aquellos cartapacios conte�an la historia de
Don Quijote. con esta imaginaci�n le di priesa que leyese el
principio; y haci�ndolo as�, volviendo de improviso el ar�bigo
en castellano, dijo que dec�a: Historia de Don Quijote de la
Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador ar�bigo.
Mucha discreci�n fue menester para disimular el contento
que recib� cuando lleg� a mis o�dos el t�tulo del libro; y
salte�ndosele al sedero, compr� al muchacho todos los papeles y
cartapacios por medio real, que si �l tuviera discreci�n, y
supiera que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar
m�s de seis reales de la compra. Apart�me luego con el morisco
por el claustro de la iglesia mayor, y rogu�le me volviese
aquellos cartapacios, todos los que trataban de Don Quijote, en
lengua castellana, sin quitarles ni a�adirles nada, ofreci�ndole
la paga que �l quisiese. Content�se con dos arrobas de pasas y
dos fanegas de trigo, y prometi� de traducirlos bien y
fielmente, y con mucha brevedad, pero yo, por facilitar m�s el
negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le traje a
mi casa, donde en poco m�s de mes y medio la tradujo toda del
mismo modo que aqu� se refiere. Estaba en el primer cartapacio
pintada muy al natural la batalla de Don Quijote con el
vizca�no, puestos en la misma postura que la historia cuenta,
levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de
la almohada, y la mula del vizca�no tan al vivo, que estaba
mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Ten�a a los pies
el vizca�no un t�tulo que dec�a: Don Sancho de Azpeitia que sin
duda deb�a de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba
otro, que dec�a: Don Quijote: estaba Rocinante maravillosamente
pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto
espinazo, tan h�tico confirmado, que mostraba bien al
descubierto con cu�nta advertencia y propiedad se le hab�a
puesto el nombre de Rocinante. Junto a �l estaba Sancho Panza,
que te�a del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro
r�tulo, que dec�a: Sancho Zancas; y deb�a de ser que ten�a, a lo
que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto, y
las zancas largas, y por esto se le debi� de poner nombre de
Panza y Zancas, que con estos dos sobrenombres se le llama
algunas veces la historia. Otras algunas menudencias hab�a que
advertir; pero todas son de poca importancia y que no hacen al
caso a la verdadera relaci�n de la historia, que ninguna es mala
como sea verdadera.
Si a esta se le puede poner alguna objeci�n acerca de su
verdad, no podr� ser otra sino haber sido su autor ar�bigo,
siendo muy propio de los de aquella naci�n ser mentirosos aunque
por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber
quedado falto en ella que demasiado: y as� me parece a m�, pues
cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de
tan buen caballero, parece que de industria las pasa en
silencio; cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser
los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y
que ni el inter�s ni el miedo, el rencor ni la afici�n, no les
haga torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia,
�mula del tiempo, dep�sito de las acciones, testigo de lo
pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo
porvenir. En esta s� que se hallar� todo lo que se acertare a
desear en la m�s apacible; y si algo bueno en ella faltare, para
m� tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por
falta del sujeto.
En fin, su segunda parte siguiendo la traducci�n,
continuaba de esta manera: puestas y levantadas en alto las
cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes,
no parec�a sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y
al abismo: tal era el denuedo y continente que ten�an. Y el
primero que fue a descargar el golpe fue el col�rico vizca�no,
el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia, que a no
volv�rsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera
bastante para dar fin a su rigurosa contienda, y a todas las
aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para
mayores cosas le ten�a guardado, torci� la espada de su
contrario, de modo que aunque le acert� en el hombro izquierdo,
no le hizo otro da�o qeu desarmarle todo aquel lado, llev�ndole
de camino gran parte de la celada con la mitad de la oreja, que
todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dej�ndole muy
maltrecho. �V�lame Dios, y qui�n ser� aquel que buenamente pueda
contar ahora la rabia que entr� en el coraz�n de nuestro
manchego, vi�ndose parar de aquella manera! No se diga m�s, sino
que fue de manera que se alz� de nuevo en los estribos, y
apretando m�s la espada en las dos manos, con tal furia descarg�
sobre el vizca�no, acert�ndole de lleno sobre la almohada y
sobre la cabeza, que sin ser parte tan buena defensa, como si
cayera sobre �l una monta�a, comenz� a echar sangre por las
narices, y por la boca, y por los o�dos, y a dar muestras de
caer de la mula abajo, de donde cayera sin duda, si no se
abrazara con el cuello; pero con todo eso sac� los pies de los
estribos, y luego solt� los brazos, y la mula espantada del
terrible golpe dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio
con su due�o en tierra. Est�baselo con mucho sosiego mirando Don
Quijote, y como lo vio caer, salt� de su caballo y con mucha
ligereza se lleg� a �l, y poni�ndole la punta de la espada en
los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortar�a la
cabeza.
Estaba el vizca�no tan turbado que no pod�a responder
palabra, y �l lo pasara mal, seg�n estaba ciego Don Quijote, si
las se�oras del coche, que hasta entonces con gran desmayo
hab�an mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le
pidieran con mucho encarecimiento les hiciera tan grande merced
y favor de perdonar la vida a aquel su escudero; a lo cual Don
Quijote respondi� con mucho entono y gravedad: por cierto,
fermosas se�oras, yo soy muy contento de hacer lo que me ped�s;
mas ha de ser con una condici�n y concerto, y es que este
caballero ma ha de prometer de ir al lugar del Toboso, y
presentarse de mi parte ante la sin par do�a Dulcinea, para que
ella haga de �l lo que m�s fuere de su voluntad. Las temerosas y
desconsoladas se�oras, sin entrar en cuenta de lo que Don
Quijote ped�a, y sin preguntar qui�n Dulcinea fuese, le
prometieron que el escudero har�a todo aquello que de su parte
le fuese mandado: pues en fe de esa palabra, yo no le har� m�s
da�o, puesto que me lo ten�a bien merecido.
Parte primera: Cap�tulo d�cimo
De los graciosos razonamientos que pasaron entre D. Quijote
y Sancho
Panza su escudero.
Ya en este tiempo se hab�a levantado Sancho Panza algo
maltratado de los mozos de los frailes, y hab�a estado atento a
la batalla de su se�or Don Quijote, y rogaba a Dios en su
coraz�n fuese servido de darle victoria y que en ella ganase
alguna �nsula de donde le hiciese gobernador, como se lo hab�a
prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo
volv�a a subir sobre Rocinante, lleg� a tenerle el estribo, y
antes que subiese se hinc� de rodillas delante de �l, y
asi�ndole de la mano, se la bes� y le dijo: sea vuestra merced
servido, se�or Don Quijote m�o, de darme el gobierno de la
�nsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado, que por
grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal
y tan bien como otro que haya gobernado �nsulas en el mundo. A
lo cual respondi� Don Quijote: advertid, hermano Sancho, que
esta aventura, y las a estas semejantes, no son aventuras de
�nsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra
cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos; tened
paciencia, que aventuras se ofrecer�n, donde no solamente os
pueda hacer gobernador, sino m�s adelante. Agradeci�selo mucho
Sancho, y bes�ndole otra vez la mano y la falda de la loriga, le
ayud� a subir sobre Rocinante, y �l subi� sobre su asno, y
comenz� a seguir a su se�or, que a paso tirado, sin despedirse
ni hablar m�s con las del coche, se entr� por un bosque que all�
junto estaba.
Segu�ale Sancho a todo trote de su jumento; pero caminaba
tanto Rocinante, que, vi�ndose quedar atr�s, le fue forzoso dar
voces a su amo, que se aguardase. H�zolo as� Don Quijote,
teniendo las riendas a Rocinante hasta que llegase su cansado
escudero, el cual en llegando le dijo: par�ceme, se�or, que
ser�a acertado irnos a retraer a alguna iglesia, que, seg�n
qued� maltrecho aquel con quien combatisteis, no ser� mucho que
den noticia del caso a la Santa Hermandad, y nos prendan; y a fe
que si lo hacen, que primero que salgamos de la c�rcel, que nos
ha de sudar el hopo. Calla, dijo Don Quijote. �Y d�nde has visto
t� o le�do jam�s que caballero andante haya sido puesto ante la
justicia, por m�s homicidios que haya cometido? Yo no s� nada de
omecillos, respondi� Sancho, ni en mi vida le cat� a ninguno;
s�lo s� que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean
en el campo, y en esotro no me entremeto. Pues no tengas pena,
amigo, respondi� Don Quijote, que yo te sacar� de las manos de
los caldeos, cuanto m�s de las de la Hermandad. Pero dime por tu
vida: �has t� visto m�s valeroso caballero que yo en todo lo
descubierto de la tierra? �Has le�do en historias otro que tenga
ni haya tenido m�s br�o en acometer, m�s aliento en el
perseverar, m�s destreza en el herir, ni m�s ma�a en el
derribar? La verdad sea, respondi� Sancho, que yo no he le�do
ninguna historia jam�s, porque ni s� leer ni escribir; mas lo
que osar� apostar es que m�s atrevido amo que vuestra merced yo
no le he servido en todos los d�as de mi vida, y quiera Dios que
estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le
ruego a vuestra merced es que se cure, que se le va mucha sangre
de esa oreja, que aqu� traigo hilas y un poco de ung�ento blanco
en las alforjas.
Todo esto fuera bien escusado, respondi� Don Quijote, si a
m� se me acordara de hacer una redoma del b�lsamo de Fierabr�s,
que con s�lo una gota se ahorraran tiempo y medicinas. �Qu�
redoma y qu� b�lsamo es ese? dijo Sancho Panza. De un b�lsamo,
respondi� Don Quijote, de quien tengo la receta en la memoria,
con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay que
pensar morir de ferida alguna; y as�, cuando yo le haga y te le
d�, no tienes m�s que hacer sino que cuando vieres que en alguna
batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces
suele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere
ca�do en el suelo, y con mucha sutileza, antes que la sangre se
hiele, la pondr�s sobre la otra mitad que quedare en la silla,
advirtiendo de encajallo igualmente y al justo. Luego me dar�s a
beber solos dos tragos del b�lsamo que he dicho, y ver�sme
quedar m�s sano que una manzana. Si eso hay, dijo Panza, yo
renuncio desde aqu� el gobierno de la prometida �nsula, y no
quiero otra cosa en pago de mis muchos y buenos servicios, sino
que vuestra merced me dj� la receta de ese estremado licor, que
para m� tengo que valdr� la onza donde quiera m�s de dos reales,
y no he menester yo m�s para pasar esta vida honrada y
descansadamente; pero es de saber ahora si tiene mucha costa el
hacella. Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres,
respondi� Don Quijote. �Pecador de m�! replic� Sancho. �Pues a
qu� aguarda vuestra merced a hacelle y a ense��rmele? Calla,
amigo, respondi� Don Quijote, que mayores secretos pienso
ense�arte, y mayores mercedes hacerte; y por ahora cur�monos,
que la oreja me duele m�s de lo que yo quisiera.
Sac� Sancho de las alforjas hilas y ung�ento; mas cuando
Don Quijote lleg� a ver rota su celada, pens� perder el juicio,
y puesta la mano en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo:
yo hago juramento al criador de todas las cosas, y a los santos
cuatro Evangelios, donde m�s largamente est�n escritos, de hacer
la vida que hizo el grande marqu�s de Mantua, cuando jur� de
vengar la muerte de su sobrino Baldovinos, que fue de no comer
pan a manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas, que,
aunque de ellas no me acuerdo, las doy aqu� por espresadas,
hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto Sancho, le dijo: advierta vuestra merced, se�or Don
Quijote, que si el caballero cumpli� lo que se le dej� ordenado
de irse a presentar ante mi se�ora Dulcinea del Toboso, ya habr�
cumplido con lo que deb�a, y no merece otra pena si no comete
nuevo delito. Has hablado y apuntado muy bien, repondi� Don
Quijote; y as� anulo el juramento en lo que toca a tomar de �l
nueva venganza; pero h�gole y conf�rmole de nuevo de hacer la
vida que he dicho, hasta tanto que quite por fuerza otra celada
tal y tan buena como esta a alg�n caballero; y no pienses,
Sancho, que as�, a humo de pajas, hago esto, que bien tengo a
quien imitar en ello, que esto mismo pas� al pie de la letra
sobre el yelmo del Mambrino, que tan caro le cost� a Sacripante.
Que d� al diablo vuestra merced tales juramentos, se�or m�o,
replic� Sancho, que son muy en da�o de la salud y muy en
perjuicio de la conciencia. Si no, d�game ahora si acaso en
muchos d�as no topamos hombre armado con celada, �qu� hemos de
hacer? �Hase de cumplir el juramento a despecho de tantos
inconvenientes e incomodidades, como ser� el dormir vestido, y
el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que conten�a el
juramento de aquel loco viejo del marqu�s de Mantua, que vuestra
merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien que por
todos estos caminos no andan hombres armados sino arrieros y
carreteros, que no s�lo no traen celadas, pero quiz� no las han
o�do nombrar en todos los d�as de su vida. Enga�aste en eso,
dijo Don Quijote, porque no habremos estado dos horas por estas
encrucijadas, cuando veamos m�s armados que los que vinieron
sobre Albraca a la conquista de Ang�lica la Bella. Alto, pues;
sea as�, dijo Sancho y a Dios prazga que nos suceda bien, y que
se llegue ya el tiempo de ganar esa �nsula, que tan cara me
cuesta, y mu�rame yo luego. Ya te he dicho, Sancho, que no te d�
eso cuidado alguno, que cuando faltare �nsula, ah� est� el reino
de Dinamarca, o el de Sobradisa, que te vendr�n como anillo al
dedo, y m�s que, por ser en tierra firme, te debes de alegrar.
Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas
alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de alg�n
castillo donde alojemos esta noche, y hagamos el b�lsamo que te
he dicho, porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la
oreja.
Aqu� trayo una cebolla y un poco de queso, y no s� cu�ntos
mendrugos de pan, dijo Sancho; pero no son manjares que
pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced. Que mal
lo entiendes, respondi� Don Quijote: h�gote saber, Sancho, que
es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y ya que
coman, sea de aquello que hallaren m�s a mano: y esto se te
hiciera cierto, si hubieras le�do tantas historias como yo, que
aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha
relaci�n de que los caballeros andantes comiesen, si no era
acaso, y en algunos suntuosos banquetes que les hac�an, y los
dem�s d�as se los pasaban en flores. Y aunque se deja entender
que no pod�an pasar sin comer y sin hacer todos los otros
menesteres naturales, porque en efecto eran hombres como
nosotros, has de entender tambi�n que, andando lo m�s del tiempo
de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que
su m�s ordinaria comida ser�a de viandas r�sticas, tales como
las que t� ahora me ofreces: as� que, Sancho amigo, no te
congoje lo que a m� me da gusto, ni quieras t� hacer mundo
nuevo, ni sacar la caballer�a andante de sus quicios. Perd�neme
vuestra merced, dijo Sancho, que como yo no s� leer ni escribir,
como otra vez he dicho, no s� ni he ca�do en las reglas de la
profesi�n caballeresca; y de aqu� adelante yo proveer� las
alforjas de todo g�nero de fruta seca para vuestra merced, que
es caballero, y para m� las proveer�, pues no lo soy, de otras
cosas vol�tiles y de m�s sustancia. No digo yo, Sancho, replic�
Don Quijote, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer
otra cosa que esas frutas que dices; sino que su m�s ordinario
sustento deb�a ser de ellas, y de algunas yerbas que hallaban en
los campos, que ellos conoc�an, y yo tambi�n conozco. Virtud es,
respondi� Sancho, conocer esas yerbas, que seg�n yo me voy
imaginando, alg�n d�a ser� menester usar de ese conocimiento.
Y sacando en esto lo que dijo que tra�a, comieron los dos
en buena paz y compa��a; pero deseosos de buscar donde alojar
aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre y seca
comida. Subieron luego a caballo, y di�ronse priesa por llegar a
poblado, antes que anocheciese; pero falt�les el sol y la
esperanza de alcanzar lo que deseaban junto a unas chozas de
unos cabreros, y as� determinaron de pasar all� la noche que
cuanto fue de pesadumbre para Sancho no llegar a poblado, fue de
contento para su amo dormirla al cielo descubierto, por
parecerle que cada vez que esto le suced�a era hacer un acto
posesivo que facilitaba la prueba de su caballer�a.
Parte primera: Cap�tulo und�cimo
De lo que sucedi� a Don Quijote con unos cabreros
Fue recogido de los cabreros con buen �nimo, y habiendo Sancho
lo mejor que pudo acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue
tras el olor que desped�an de s� ciertos tasajos de cabra que
hirviendo al fuego en un caldero estaban; y aunque �l quisiera
en aquel mismo punto ver si estaban en saz�n de trasladarlos del
caldero al est�mago, lo dej� de hacer porque los cabreros los
quitaron del fuego, y tendiendo por el suelo unas pieles de
ovejas, aderezaron con mucha priesa su r�stica mesa, y
convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo
que ten�an. Sent�ronse a la redonda de las pieles seis de ellos,
que eran los que en la majada hab�a, habiendo primero con
groseras ceremonias rogado a Don Quijote que se sentase sobre un
dornajo que vuelto al rev�s le pusieron. Sent�se Don Quijote, y
qued�base Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Vi�ndole en pie su amo, le dijo: porque veas, Sancho, el
bien que en s� encierra la andante caballer�a, y cu�n a pique
est�n los que en cualquiera ministerio de ella se ejercitan, de
venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero
que aqu� a mi lado, y en compa��a de esta buena gente, te
sientes, y que seas una misma cosa conmigo que soy tu amo y
natural se�or, que comas en mi plato y bebas por donde yo
bebiere; porque de la caballer�a andante se puede decir lo mismo
que del amor que se dice, que todas las cosas iguala. �Gran
merced! dijo Sancho; pero s� decir a vuestra merced, que como yo
tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comer�a en pie y a
mis solas, como sentado a par de un emperador. Y a�n si va a
decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rinc�n sin
melindres sin respetos, aunque sea pan y cebolla, que los
gallipavos de otras mesas, donde me sea forzoso mascar despacio,
beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me
viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad
traen consigo. As� que, se�or m�o, estas honras que vuestra
merced quiere darme, por ser ministro y adherente de la
caballer�a andante, como lo soy siendo escudero de vuestra
merced, convi�rtalas en otras cosas que me sean de m�s c�modo y
provecho; que estas, aunque las doy por bien recibidas, las
renuncio para desde aqu� al fin del mundo. Con todo eso, te has
de sentar, porque a quien se humilla Dios le ensalza. Y
asi�ndole por el brazo, le forz� a que junto a �l se sentase. No
entend�an los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de
caballeros andantes, y no hac�an otra cosa que comer y callar y
mirar a sus hu�spedes, que con mucho donaire y gana embaulaban
tasajo como pu�o. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre
las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente
pusieron un medio queso, m�s duro que si fuera hecho de
argamasa. No estaba en esto ocioso el cuerno, porque andaba a la
redonda tan a menudo, ya lleno, ya vac�o, como arcaduz de noria,
que con facilidad vaci� un zaque de dos que estaban de
manifiesto. Despu�s que Don Quijote hubo bien satisfecho su
est�mago, tom� un pu�o de bellotas en la mano, y mir�ndolas
atentamente, solt� la voz a semejantes razones:
�Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los
antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el
oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se
alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque
entonces los que en ella viv�an ignoraban etas dos palabras de
tuyo y m�o!
Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie
le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar
otro traajo que lzar la mano, y alcanzarle de las robustas
encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y
sazonado ruto. Las claras fuentes y corrientes r�os, en
magn�fica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les
ofrec�an. En las quiebras de las pe�as y en lo hueco de los
�rboles formaban su rep�blica las sol�citas y discretas abejas,
ofreciendo a cualquiera mano sin inter�s alguno la f�rtil
cosecha de su dulc�simo trabajo. Los valientes alcornoques
desped�an de s�, sin otro artificio que el de su cortes�a, sus
anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las
casas sobre r�sticas estacas, sustentadas no m�s que para
defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces,
todo amistad, todo concordia: a�n no se hab�a atrevido la pesada
reja del corvo arado a abrir ni visitar las entra�as piadosas de
nuestra primera madre, que ella sin ser forzada, ofrec�a por
todas partes de su f�rtil y espacioso seno lo que pudiese
hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la
pose�an. Entonces s� que andaban las simples y hermosas
zagalejas de valle en valle, y de otero en otero, en trenza y en
cabello, sin m�s vestidos de aquellos que eran menester para
cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido
siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se
usan, a quien la p�rpura de Tiro y la por tantos modos
martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas de verdes
lampazos y hiedra entretejidas, con lo que quiz� iban tan
pomposas y compuestas, como van ahora nuestras cortesanas con
las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les
ha mostrado. Entonces se decoraban los conceptos amorosos del
alma simple y sencillamente, del mismo modo y manera que ella
los conceb�a, sin buscar artificioso rodeo de palabras para
encarecerlos. No hab�an la fraude, el enga�o ni la malicia
mezcl�dose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en
sus propios t�rminos, sin que la osasen turbar ni ofender los
del favor y los del inter�s, que tanto ahora la menoscaban,
turban y persiguen. La ley del encaje a�n no se hab�a sentado en
el entendimiento del juez, porque entonces no hab�a qu� juzgar
ni qui�n fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban,
como tengo dicho, por donde quiera, solas y se�oras, sin temor
que la ajena desenvoltura y lascivo intento las menoscabasen, y
su perdici�n nac�a de su gusto y propia voluntad. Y ahora en
estos nuestros detestables siglos no est� segura ninguna, aunque
la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque
all� por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita
solicitud, se les entra la amorosa pestilencia, y les hace dar
con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando
m�s los tiempos y creciendo m�s la malicia, se instituy� la
orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas,
amparar las viudas y socorrer a los hu�rfanos y a los
menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, aquien
agradezco el agasajo y buen acogimiento que hac�is a m� y a mi
escudero; que aunque por ley natural est�n todos los que viven
obligados a favorecer a los caballeros andantes, todav�a por
saber que, sin saber vosotros esta obligaci�n, me acog�steis y
regal�steis, es raz�n que con la voluntad a m� posible os
agradezca la vuestra.
Toda esta larga arenga (que se pudiera muy bien excusar)
dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron le
trujeron a la memoria la edad dorada, y antoj�sele hacer aquel
in�til razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle
palabra, embobados y suspensos le estuvieron escuchando. Sancho
asimismo callaba, y com�a bellotas y visitaba muy amenudo el
segundo zaque, que porque se enfriase el vino lo ten�an colgado
de un alcornoque. M�s tard� en hablar Don Quijote que en acabar
la cena, al fin de la cual uno de los cabreros dijo: para que
con m�s veras pueda vuestra merced decir, se�or caballero
andante, que le agasajamos con pronta y buena voluntad, queremos
darle solaz y contento con hacer que cante un compa�ero nuestro,
que no tardar� mucho en estar aqu�, el cual es un zagal muy
entendido y muy enamorado, y que sobre todo sabe leer y
escribir, y es m�sico de un rabel, que no hay m�s que desear.
Apenas hab�a el cabrero acabado de decir esto, cuando lleg� a
sus o�dos el son del rabel y de all� a poco lleg� el que le
ta��a, que era un mozo de hasta veintid�s a�os, de muy buena
gracia. Pregunt�ronle sus compa�eros si hab�a cenado, y
respondiendo que s�, el que hab�a hecho los ofrecimientos le
dijo: de esa manera, Antonio, bien podr�s hacernos placer de
cantar un poco, porque vea este se�or hu�sped que tenemos, que
tambi�n por los montes y selvas hay quien sepa de m�sica.
H�mosle dicho tus buenas habilidades, y deseamos que las
muestres y nos saques verdaderos; y as� te ruego por tu vida que
te sientes y cantes el romance de tus amores, que te compuso el
beneficiado tu t�o, que en el pueblo ha parecido muy bien. Que
me place, dijo el mozo; y sin hacerse m�s de rogar, se sent� en
el tronco de una desmochada encina, y templando su rabel, de
all� a poco, con muy buena gracia, comenz� a cantar, diciendo de
esta manera:
ANTONIO
Yo s�, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni a�n con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amor�os.
Porque s� que eres sabida,
en que me quieres me afirmo,
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma,
y el blanco pecho de risco.
M�s all�, entre sus reproches
y honest�simos desv�os
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abal�nzase al se�uelo
mi fe que nunca ha podido
ni menguar por no llamado
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortes�a,
de la que tienes colijo
que al fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque, si has mirado en ello,
m�s de una vez habr�s visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mismo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las m�sicas te pinto,
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho,
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas mal quisto.
Teresa del Berrocal,
yo alab�ndote, me dijo:
Tal piensa que adora un �ngel,
y viene a adorar a un jimio.
Merced a los mucho dijes
y a los cabellos postizos,
y a hip�critas hermosuras
que enga�an al amor mismo.
Desment�la, y enoj�se,
volvi� por ella su primo,
desafi�me, y ya sabes,
lo que yo hice y �l hizo.
No te quiero yo a mont�n,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barragan�a,
que m�s bueno es mi designio.
Coyundas tiene la iglesia,
que son lazadas de sirgo,
pon tu cuello en la gamella,
ver�s c�mo pongo yo el m�o.
Donde no, desde aqu� juro
por el santo m�s bendito,
de no salir destas tierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto, y aunque Don
Quijote le rog� que algo m�s cantase, no lo consinti� Sancho
Panza, porque estaba m�s para dormir que para o�r canciones. Y
as� dijo a su amo: bien puede vuestra merced acomodarse desde
luego a donde ha de pasar esta noche, que el trabajo de estos
buenos hombres tienen todo el d�a no permite que pasen las
noches cantando. Ya te entiendo, Sancho, respondi� Don Quijote,
que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden m�s
recompensa de sue�o que de m�sica. A todos nos sabe bien,
bendito sea Dios, respondi� Sancho. No lo lo niego, replic� Don
Quijote; pero acom�date t� donde quisieres, que los de mi
profesi�n mejor parecen velando que durmiendo; pero con todo eso
ser�a bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va
doliendo m�s de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le
mandaba; y viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no
tuviese pena, que �l pondr�a remedio con que f�cilmente se
sanase; y tomando algunas hojas de romero, de mucho que por all�
hab�a, las masc� y las mezcl� con un poco de sal, y
aplic�ndoselas a la oreja, se las vend� muy bien, asegur�ndole
que no hab�a menester otra medicina. Y as� fue la verdad.
Parte primera: Cap�tulo duod�cimo
De lo que cont� un cabrero a los que estaban con Don
Quijote
Estando en esto lleg� otro mozo de los que les tra�an de la
aldea el bastimento, y dijo: �sab�is lo que pasa en el lugar,
compa�eros? �c�mo lo podemos saber? respondi� uno de ellos. Pues
sabed, prosigui� el mozo, que muri� esta ma�ana aquel famoso
pastor estudiante llamado Gris�stomo, y se murmura que ha muerto
de amores de aquella endiablada moza de la aldea, la hija de
Guillermo el rico, aquella que se anda en h�bito de pastora por
esos andurriales. Por Marcela dir�s, dijo uno. Por esa digo,
respondi� el cabrero; y es lo bueno, que mand� en su testamento
que le enterrasen en el campo como si fuera moro, y que sea al
pie de la pe�a donde est� la fuente del alcornoque, porque
seg�n es fama (y �l dicen que lo dijo) aquel lugar es adonde �l
la vio la vez primera. Y tambi�n mand� otras cosas tales, que
los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir ni es bien
que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual
responde aquel gran su amigo Ambrosio el estudiante, que
tambi�n se visti� de pastor con �l, que se ha de cumplir todo
sin faltar nada como lo dej� mandado Gris�stomo, y sobre esto
anda el pueblo alborotado, mas a lo que se dice, en fin se har�
lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren, y
ma�ana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho;
y tengo para m� que ha de ser cosa muy de ver, a lo menos yo no
dejar� de ir a verla, si supiese no volver ma�ana al lugar.
Todos haremos lo mismo, respondieron los cabreros, y echaremos
suertes a quien ha de quedar a guardar las cabras de todos.
Bien dices Pedro, dijo uno de ellos, aunque no ser� menester
usar de esa diligencia, que yo me quedar� por todos; y no lo
atribuyas a virtud y a poca curiosidad m�a, sino a que no me
deja andar el garrancho que el otro d�a me pas� este pie. Con
todo esto, te lo agradecemos, respondi� Pedro.
Y Don Quijote rog� a Pedro le dijese qu� muerto era aquel y
qu� pastora aquella. A lo cual Pedro respondi�, que lo que
sab�a era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un
lugar que estaba en aquellas sierras, el cual hab�a sido
estudiante muchos a�os en Salamanca, al cabo de los cuales
hab�a vuelto a su lugar con opini�n de muy sabio y muy le�do.
Principalmente dec�an que sab�a la ciencia de las estrellas, y
de lo que pasaban all� en el cielo el sol y la luna, porque
puntualmente nos dec�a el cris del sol y de la luna. Eclipse se
llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares
mayores, dijo Don Quijote. Mas Pedro, no reparando en ni�er�as,
prosigui� su cuento, diciendo: asimesmo adivinaba cuando hab�a
de ser el a�o abundante o estil. Est�ril quer�is decir, amigo,
dijo Don Quijote. Est�ril, o estil, respondi� Pedro, todo se
sale all�. Y digo que, con esto que dec�a, se hicieron su padre
y sus amigos que le daban cr�dito muy ricos, porque hac�an lo
que �l les aconsejaba, dici�ndoles: sembrad este a�o cebada, no
trigo; en este pod�is sembrar garbanzos, y no cebada; el que
viene ser� de guilla de aceite; los tres siguientes no se
coger� gota. Esa ciencia se llama Astrolog�a, dijo Don Quijote.
No s� yo c�mo se llama, replic� Pedro, mas s� que todo esto
sab�a y a�n m�s. Finalmente no pasaron muchos meses despu�s que
vino de Salamanca, cuando un d�a remaneci� vestido de pastor
con su cayado y pellico, habi�ndose quitado los h�bitos largos
que como escolar tra�a, y juntamente se visti� con �l de pastor
otro su grande amigo llamado Ambrosio, que hab�a sido su
compa�ero en los estudios. Olvid�baseme decir c�mo Gris�stomo
el difunto fue grande hombre de componer coplas, tanto que �l
hac�a los villancicos para la noche del Nacimiento del Se�or, y
los autos para el d�a de Dios, que los representaban los mozos
de nuestro pueblo, y todos dec�an que eran por el cabo. Cuando
los del lugar vieron tan de improviso vestidos de pastores a
los dos escolares, quedaron admirados y no pod�an adivinar la
causa que les hab�a movido a hacer tan extra�a mudanza. Ya en
este tiempo era muerto el padre de nuestro Gris�stomo, y �l
qued� heredado en mucha cantidad de hacienda, ans� en muebles
como en ra�ces, y en no peque�a cantidad de ganado mayor y
menor, y en gran cantidad de dineros: de todo lo cual qued� el
mozo se�or desoluto; y en verdad que todo lo merec�a, que era
muy buen compa�ero y caritativo y amigo de los buenos, y ten�a
una cara como una bendici�n. Despu�s se vino a entender que el
haberse mudado de traje no hab�a sido por otra cosa que por
andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora Marcela
que nuestro zagal nombr� denantes, de la cual se hab�a enamorado
el difunto de Gris�stomo. Y qui�roos decir ahora, porque es bien
que lo sep�is, qu�n es esta rapaza; quiz� y aun sin quiz� no
habr�is o�do semejante cosa en todos los d�as de vuestra vida,
aunque viv�is m�s a�os que sarna. Decid Sarra, replic� Don
Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del
cabrero. Harto vive la sarna, respondi� Pedro; y si es, se�or,
que me hab�is de andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no
acabaremos en un a�o. Perdonad, amigo, dijo Don Quijote, que
por haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije; pero
vos respond�steis muy bien, porque vive m�s sarna que Sarra, y
proseguid vuestra historia, que no os replicar� m�s en nada.
Digo, pues, se�or de mi alma, dijo el cabrero, que en
nuestra aldea hubo un labrador a�n m�s rico que el padre de
Gris�stomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios,
am�n de las muchas y grandes riquezas, una hija, de cuyo parto
muri� su madre, que fue la m�s honrada mujer que hubo en todos
estos contornos; no parece sino que ahora la veo con aquella
cara, que del un cabo ten�a el sol y del otro la luna, y sobre
todo hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe
de estar su �nima a la hora de hora gozando de Dios en el otro
mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer muri� su marido
Guillermo, dejando a su hija Marcela muchacha y rica en poder
de un t�o suyo, sacerdote, y beneficiado en nuestro lugar.
Creci� la ni�a con tanta belleza, que nos hac�a acordar de la
de su madre, que la tuvo muy grande, y con todo esto se juzgaba
que le hab�a de pasar la de la hija; y as� fue, que cuando
lleg� a edad de catorce a quince a�os, nadie la miraba que no
bendec�a a Dios, que tan hermosa la hab�a criado, y los m�s
quedaban enamorados y perdidos por ella. Guard�bala su t�o con
mucho recato y con mucho encerramiento, pero con todo esto, la
fama de su mucha hermosura se extendi� de manera, que as� por
ella, como por sus muchas riquezas, no solamente de los de
nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas a la redonda, y de
los mejores de ellos, era rogado, solicitado e importunado su
t�o se la diese por mujer. Mas �l, que a las derechas es buen
cristiano, aunque quisiera casarla luego, as� como la v�a de
edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a
la ganancia y granjer�a que le ofrec�a el tener la hacienda de
la moza, dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en
m�s de un corrillo en el pueblo en alabanza del buen sacerdote.
Que quiero que sepa, se�or andante, que en estos lugares cortos
de todo se trata y de todo se murmura; y tened para vos, como
yo tengo para m�, que debe de ser demasiadamente bueno el
cl�rigo que obliga a sus feligreses a que digan bien d�l,
especialmente en las aldeas.
As� es la verdad, dijo Don Quijote, y proseguid adelante,
que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le cont�is con
mucha gracia.
La del Se�or no me falte, que es la que hace al caso. Y en
lo dem�s, sabr�is que aunque el t�o propon�a a la sobrina, y le
dec�a las calidades de cada uno, en particular de los muchos
que por mujer la ped�an, rog�ndole que se casase y escogiese a
su gusto, jam�s ella respondi� otra cosa sino que por entonces
no quer�a casarse, y que por ser tan muchacha no se sent�a
h�bil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que
daba al parecer justas excusas, dejaba el t�o de importunarla,
y esperaba que entrase algo m�s en edad y ella supiese escoger
compa��a a su gusto. Porque dec�a �l, y dec�a muy bien, que no
hab�an de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad.
Pero h�telo aqu�, cuando no me cato, que remanece un d�a la
melindrosa Marcela hecha pastora; y sin ser parte su t�o ni
todos los del pueblo que se lo desaconsejaban, dio en irse al
campo con las dem�s zagalas del lugar, y dio en guardar su
mesmo ganado. Y as� como ella sali� en p�blico, y su hermosura
se vio al descubierto, no os sabr� buenamente decir cu�ntos
ricos mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje de
Gris�stomo, y la andan requebrando por estos campos. Uno de los
cuales, como ya est� dicho, fue nuestro difunto, del cual
dec�an que la dejaba de querer y la adoraba. Y no se piense que
porque Marcela se puso en aquella libertad y vida tan suelta, y
de tan poco o de ning�n recogimiento, que por eso ha dado
indicio, ni por semejas, que venga en menoscabo de su
honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con que
mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno
se ha alabado, ni con verdad se podr� alabar, que le haya dado
alguna peque�a esperanza de alcanzar su deseo. Que puesto que
no huye ni es esquiva de la compa��a y conversaci�n de los
pastores, y los trata cort�s y amigablemente, en llegando a
descubrirle su intenci�n cualquiera dellos, aunque sea tan
justa y santa como la del matrimonio, los arroja de s� como con
un trabuco. Y con esta manera de condici�n hace m�s da�o en
esta tierra que por si ella entrara la pestilencia, porque su
afabilidad y hermosura atraen los corazones de los que la
tratan a servirla y a amarla; pero su desd�n y desenga�o los
conduce a t�rminos de desesperarse, y as� no saben qu� decirle
sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros t�tulos
a este semejantes, que bien la calidad de su condici�n
manifiestan; y si aqu� estuvi�redes, se�ores, alg�n d�a,
ver�ades resonar estas sierras y estos valles con los lamentos
de los desenga�ados que la siguen. No est� muy lejos de aqu� un
sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay
ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el
nombre de Marcela, y encima de alguna una corona grabada en el
mesmo �rbol, como si m�s claramente dijera su amante que
Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura humana. Aqu�
suspira un pastor, all� se queja otro, acull� se oyen amorosas
canciones, ac� desesperadas endechas. Cual hay que pasa todas
las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o
pe�asco, y all�, sin plegar los llorosos ojos, embebecido y
trasportado en sus pensamientos, le halla el sol a la ma�ana; y
cual hay que sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad
del ardor de la m�s enfadosa siesta del verano tendido sobre la
ardiente arena, env�a sus quejas al piadoso cielo; y deste y de
aquel, y de aquellos y destos, libre y desenfadadamente triunfa
la hermosa Marcela. Y todos los que la conocemos estamos
esperando en qu� ha de parar su altivez, y qui�n ha de ser el
dichoso que ha de venir a dome�ar condici�n tan terrible, y
gozar de hermosura tan extremada. Por ser todo lo que he
contado tan averiguada verdad, me doy a entender que tambi�n lo
es la que nuestro zagal dijo que se dec�a de la causa de la
muerte de Gris�stomo. Y as� os aconsejo, se�or, que no dej�is
de hallaros ma�ana a su entierro, que ser� muy de ver, porque
Gris�stomo tiene muchos amigos, y no est� deste lugar a aquel
donde manda enterrarse media legua.
En cuidado me lo tengo, dijo Don Quijote, y agrad�zcoos el
gusto que me hab�is dado con la narraci�n de tan sabroso
cuento. �Oh! replic� el cabero. Aun no s� yo la mitad de los
casos sucedidos a los amantes de Marcela; mas podr�a ser que
ma�ana top�semos en el camino alg�n pastor que nos lo dijese; y
por ahora bien ser� que os vais a dormir debajo de techado,
porque el sereno os podr�a da�ar la herida, puesto que es tal
la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de
contrario accidente.
Sancho Panza que ya daba al diablo el tanto hablar del
cabrero, solicit� por su parte que su amo se entrase a dormir
en la choza de Pedro. H�zolo as� y todo lo m�s de la noche se
la pas� en memorias de su se�ora Dulcinea, a imitaci�n de los
amantes de Marcela. Sancho Panza se acomod� entre Rocinante y
su jumento, y durmi�, no como enamorado desfavorecido, sino
como hombre molido a coces.
Parte primera: Cap�tulo d�cimotercero
Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros
sucesos
Mas apenas comenz� a descubrirse el d�a por los balcones
del Oriente, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron
y fueron a despertar a Don Quijote, y a decille si estaba
todav�a con prop�sito de ir a ver el famoso entierro de
Gris�stomo, y que ellos le har�an compa��a. Don Quijote, que
otra cosa no deseaba, se levant� y mand� a Sancho que ensillase
y enalbardase al momento, lo cual �l hizo con mucha diligencia,
y con la misma se pusieron luego todos en camino.
Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando al cruzar
de una senda vieron venir hacia ellos hasta seis pastores
vestidos con pellicos negros, y coronadas las cabezas con
guirnaldas de cipr�s y de amarga adelfa. Tra�a cada uno un
grueso bast�n de acebo en la mano; ven�an con ellos asimismo dos
gentiles hombres de a caballo tan bien aderezados de camino, con
otros tres mozos de a pie que los acompa�aban.
En lleg�ndose a juntar se saludaron cort�smente, y
pregunt�ndose los unos a los otros d�nde iban, supieron que
todos se encaminaban al lugar del entierro, y as� comenzaron a
caminar todos juntos. Uno de los de a caballo, hablando con su
compa�ero le dijo: - Par�ceme, se�or Vivaldo, que habemos de dar
por bien empleada la tardanza que hici�remos en ver este famoso
entierro que no podr� dejar de ser famoso, seg�n estos pastores
nos han contado extra�ezas, as� del muerto pastor como de la
pastora homicida. As� me lo parece a m�, respondi� Vivaldo, y no
digo yo hacer tardanza de un d�a, pero de cuatro la hiciera a
trueco de verle. Pregunt�les Don Quijote qu� era lo que hab�an
o�do de Marcela y de Gris�stomo. El caminante dijo que aquella
madrugada hab�an encontrado con aquellos pastores, y que por
haberles visto en aquel tan triste traje les hab�an preguntado
la ocasi�n por que iban de aquella manera; que uno dellos se lo
cont�, contando las eztra�ezas y hermosura de una pastora
llamada Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con
la muerte de aquel Gris�stomo a cuyo entierro iban. Finalmente,
�l cont� lo que Pedro a Don Quijote hab�a contado.
Ces� esta pl�tica y comenz�se otra, preguntando el que se
llamaba Vivaldo a Don Quijote, qu� era la ocasi�n que le mov�a a
andar armado de aquella manera por tierra tan pac�fica. A lo
cual respondi� Don Quijote: - La profesi�n de mi ejercicio no
consiente ni permite que yo ande de otra manera; el buen paso,
el regalo y el reposo all� se inventaron para los blandos
cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas s�lo se
inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama
caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el
menor de todos. Apenas oyeron esto, cuando todos le tuvieron por
loco, y por averiguarlo m�s y ver qu� g�nero de locura era el
suyo, le torn� a preguntar Vivaldo qu� quer�a decir caballeros
andantes. - �No han vuestras mercedes le�do, respondi� Don
Quijote, los anales e historias de Inglaterra, donde se tratan
las famosas faza�as del rey Arturo, que continuamente en nuestro
romance castellano llamamos el rey Art�s, de quien es tradici�n
antigua y com�n en todo aquel reino de la Gran Breta�a, que este
rey no muri�, sino que por arte de encantamiento se convirti� en
cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a
cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probar� que desde
aquel tiempo a este haya ning�n ingl�s muerto cuervo alguno?
Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella famosa
orden de caballer�a de los caballeros de la Tabla Redonda, y
pasaron sin faltar un punto los amores que all� se cuentan de
Don lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siend medianera
dellos y sabidora aquella tan honrada dua�a Quita�ona, de donde
naci� aquel famoso romance, y tan decantado en nuestra Espa�a
de:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido,
como lo fue Lanzarote
cuando de Breta�a vino;
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y
fuertes fechos. Pues desde entonces, de mano en mano fue aquella
orden de caballer�a extendi�ndose y dilat�ndose por muchas y
diversas partes del mundo; y en ella fueron famosos y conocidos
por sus fechos el valiente Amad�s de Gaula con todos sus hijos y
nietos hasta la quinta generaci�n, y el valeroso Felixmarte de
Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y
casi que en nuestros d�as vimos y comunicamos y o�mos al
invencible y valeroso caballero don Belian�s de Grecia. Esto,
pues, se�ores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la
orden de su caballer�a, en la cual, como otra vez he dicho, yo,
aunque pecador, he hecho profesi�n, y lo mismo que profesaron
los caballeros referidos, profeso yo; y as� me voy por estas
soledades y despoblados buscando las aventuras, con �nimo
deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la m�s peligrosa
que la suerte me depare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los
caminantes que era Don Quijote falto de juicio, y del g�nero de
locura que se�oreaba, de lo cual recibieron la misma admiraci�n
que recib�an todos aquellos qeu de nuevo ven�an en conocimiento
della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre
condici�n, por pasar sin pesadumbre el poco camino qeu dec�an
que les faltaba a llegar a la sierra del entierro, quiso darle
ocasi�n a que pasase m�s adelante con sus disparates. Y as� le
dijo: par�ceme, se�or caballero andante, que vuestra merced ha
profesado una de las m�s estrechas profesiones que hay en la
tierra, y tengo para m� que a�n la de los frailes cartujos no es
tan estrecha. Tan estrecha bien pod�a ser, respondi� nuestro Don
Quijote; pero tan necesaria en el mundo, no estoy en dos dedos
de ponello en duda. Porque si va a decir verdad, no hace menos
el soldado que pone en ejecuci�n lo que su capit�n le manda, que
el mismo capit�n que se lo ordena. Quiero decir, que los
religiosos con toda paz y sosiego piden al cielo el bien de la
tierra; pero los soldados y cablleros ponemos en ejecuci�n lo
que ellos piden, defendi�ndola con el valor de nuestros brazos y
filos de nuestras espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo
abierto, puesto por blanco de los insufribles rayos del sol en
el verano, y de los erizados hielos del invierno. As� que somos
ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en
ello su justicia. Y como las cosas de la guerra, y las a ellas
tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecuci�n sino
sudando, afanando y trabajando excesivamente, s�guese que
aquellos que la profesan tienen sin duda mayor trabajo que
aquellos que en sosegada paz y reposo est�n rogando a Dios
favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa
por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante
como el de encerrado religioso; s�lo quiero inferir, por lo que
yo padezco, que sin duda es m�s trabajoso y aporreado, y m�s
hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso, porque no hay
duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha mala
ventura en el discurso de su vida. Y si algunos subieron a ser
emperadores por el valor de su brazo, a fe que les cost� buen
porqu� de su sangre y de su sudor; y que as� a los que tal grado
subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran,
que ellos quedar�n bien defraudados de sus deseos y bien
enga�ados de sus esperanzas.
De ese parecer estoy yo, replic� el caminante; pero una
cosa entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros
andantes, y es que cuando se ven en ocasi�n de acometer una
grande y peligrosa aventura, en que se ve manifiesto peligro de
perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se
acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano est�
obligado a hacer en peligros semejantes; antes se encomiendan a
sus damas con tanta gana y devoci�n, como si ellas fueran su
Dio: cosa que me parece que huele algo a gentilidad.
Se�or, respondi� Don Quijote, eso no puede ser menos en
ninguna manera, y caer�a en mal caso el caballero andante que
otra cosa hiciese; que ya est� en uso y costumbre en la
caballer�a andantesca que el caballero andante, que al acometer
alg�n gran fecho de armas tuvise su se�ora delante, vuelva a
ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos
le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si
nadie le oye, est� obligado a decir algunas palabras entre
dientes, en que de todo coraz�n se le encomiende, y desto
tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de
entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios, que
tiempo y lugar les queda para hacello en el discurso de la obra.
Con todo eso, replic� el caminante, me queda un escr�pulo, y es
que muchas veces he le�do que se traban palabras entre dos
andantes caballeros, y de una en otra se les viene a encender la
c�lera, y a volver los caballos, y a tomar una buena pieza del
campo, y luego sin m�s ni m�s, a todo el correr dellos se
vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida se encomiendan a
sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno
cae por las ancas del caballo pasado con lalanza del contrario
de parte a parte, y al otro le aviene tambi�n que a no tenerse a
las crines del suyo no pudiera dejar de venir al suelo; y no s�
yo c�mo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el
discurso de esta tan celebrada obra; mejor fuera que las
palabras que en la carrera gast� encomend�ndose a su dama, las
gastara en lo que deb�a, y estaba obligado como cristiano;
cuanto m�s que yo tengo para m� que no todos los caballeros
andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son
enamorados.
Eso no puede ser, respondi� Don Quijote: digo que no puede
ser que haya caballero andante sin dama, porque tan propio y tan
natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener
estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde
se halle caballero andante sin amores, y por el mismo caso que
estuviese sin ellos, no ser�a tenido por leg�timo caballero,
sino por bastardo, y que entr� en la fortaleza de la caballer�a
dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y
ladr�n. Como todo eso dijo el caminante, me parece, si mal no me
acuerdo, haber le�do que don Galaor, hermano del valeroso Amad�s
de Gaula, nunca tuvo dama se�alada a quien pudiese encomendarse,
y con todo esto no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y
famoso caballero. A lo cual respondi� nuestro Don Quijote:
Se�or, una golondrina sola no hace verano; cuanto m�s que yo s�
que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera de
aquello de querer a todas bien, cuantas bien le parec�an, era
condici�n natural a quien no pod�a ir a la mano. Pero en
resoluci�n, averiguado est� muy bien que �l ten�a una sola a
quien le hab�a hecho se�ora de su voluntad; a la cual se
encomendabaq muy a menudo y muy secretamente, porque se preci�
de secreto caballero.
Luego si es de esencia que todo caballero andante haya de
ser enamorado, dijo el caminante, bien se puede creer que
vuestra merced lo es, pues de la profesi�n, y si es que vuestra
merced no se precia de ser tan secreto como Don Galaor, con las
veras que puedo, le suplico, en nombre de toda esta compa��a y
en el m�o, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su
dama, que ella se tendr� por dichosa de que todo el mundo sepa
que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced
parece. Aqu� dio un gran suspiro Don Quijote y dijo: yo no podr�
afirmar si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa
que yo la sirvo; s�lo s� decir, respondiendo a lo que con tanto
comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea, su patria el
Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad por lo menos ha de ser
princesa, pues es reina y se�ora m�a; su hermosura sobrehumana,
pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y
quim�ricos atributos de belleza qeu los poetas dan a sus damas;
que sus cabellos son oro, su frente campos el�seos, sus cejas
arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios
corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, m�rmol su
pecho, marfil sus manos, su blacura nieve; y las partes que a la
vista humana encubri� la honestidad son tales, seg�n yo pienso y
entiendo, que sola la discreta consideraci�n puede encarecerlas
y no compararlas. El linaje, prosapia y alcurnia querr�amos
saber, replic� Vivaldo. A lo cual respondi�n Don Quijote: no es
de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los
modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y Requesens de
Catalu�a, ni menos de los Rebellas y Villenovas de Valencia, y
Palafoxes Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas,
Foces y Gurreas de Arag�n; Cerdas, Manriques, Mendozas y
Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y Meneses de Portugal;
pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno,
tal que puede dar generoso principio a las m�s ilustres familias
de los venideros siglos; y no se me replique en esto, si no
fuere con las condiciones que puso Cerbino al pie del trofeo de
las armas de Orlando, que dec�a:
Nadie las mueva
que estar no pueda
con Rold�n a prueba.
Aunque el m�o es de los Cachopines de Laredo, respondi� el
caminante, no le osar� yo poner con el del Toboso de la Mancha
puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no
ha llegado a mis o�dos. Como ese no habr� llegado, replic� Don
Quijote.
Con gran atenci�n iban escuchando todos los dem�s la
pl�tica de los dos, y aun hasta los mismos cabreros y pastores
conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro Don Quijote.
Sancho Panza pensaba que cuanto su amo dec�a era verdad,
sabiendo �l qui�n era, habi�ndole conocido desde su nacimiento;
y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda
Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa
hab�a llegado jam�s a su noticia, aunque viv�a tan cerca del
Toboso.
En estas pl�ticas iban cuando vieron que por la quiebra que
dos altas monta�as hac�an, bajaban hasta veinte pastores, todos
con pellicos de negra lana vestidos, y coronados con guirnaldas
que, a lo que despu�s pareci�, eran cual de tejo y cual de
cipr�s. Entre seis dellos tra�an unas andas, cubiertas de mucha
diversidad de flores y de ramos. Lo cual, visto por uno de los
cabreros, dijo: aquellos que all� vienen son los que traen el
cuerpo de Gris�stomo, y el pie de aquella monta�a es el lugar
donde �l mand� que le enterrasen. Por eso se dieron priesa a
llegar, y fue a tiempo que ya los que ven�an hab�an puesto las
andas en el suelo, y cuatro dellos con agudos picos, estaban
cavando la sepultura a un lado de una dura pe�a. Recibi�ronse
los unos y los otros cort�smente, y luego, Don Quijote, y los
que con �l ven�an, se pusieron a mirar las andas, y en ellas
vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, y vestido como
pastor, de edad al parecer de treinta a�os; y aunque muerto,
mostraba que vivo hab�a sido de rostro hermoso y de disposici�n
gallarda. Alrededor d�l ten�a en las mismas andas algunos libros
y muchos papeles abiertos y cerrados; y as� los que estos
miraban como los que abr�an la sepultura, y todos los dem�s que
all� hab�a, guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de
los que al muerto trujeron dijo a otro: mirad bien, Ambrosio, si
es este el lugar que Gris�stomo dijo, ya que quer�is que tan
puntualmente se cumpla lo que dej� mandado en su testamento.
Esto es, repondi� Ambrosio, que muchas veces en �l me cont� mi
desdichado amigo la historia de su desventura. All� me dijo �l
que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje
humano, y all� fue tambi�n donde la primera vez le declar� su
pensamiento tan honesto como enamorado, y all� fue la �ltima vez
donde Marcela le acab� de desenga�ar y desde�ar; de suerte que
puso fin a la tragedia de su miserable vida y aqu�, en memoria
de tantas desdichas, quiso �l que le depositasen en las entra�as
del eterno olvido. Y volvi�ndose a Don Quijote y a los
caminantes, prosigui� diciendo: ese cuerpo, se�ores, que con
piadosos ojos est�is mirando, fue depositario de un alma en
quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ese es el
cuerpo de Gris�stomo, que fue �nico en el ingenio, s�lo en la
cortes�a, extremo en la gentileza, f�nix en la amistad,
magn�fico sin tasa, grave sin presunci�n, alegre sin bajeza, y
finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo
en todo lo que fue sr desdichado. Quiso bien, fue aborrecido;
ador�, fue desde�ado; rog� a una fiera, importun� a un m�rmol,
corri� tras el viento, dio voces a la soledad, sirvi� a la
ingratitud, de quien alcanz� por premio ser despojo de la muerte
en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una
pastora, a quien �l procuraba eternizar para que viviera en la
memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien estos
papeles que est�is mirando, si �l no me hubiera mandado que los
entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
De mayor rigor y crueldad usar�is vos con ellos, dijo Vivaldo,
que su mismo due�o, pues no es justo ni acertado que se cumpla
la voluntad de quien lo ordena y afuera de todo razonable
discurso; y no le tuviera bueno Augusto C�sar, si consintiera
que se pusiera en ejecuci�n lo que el divino Mantuano dej� en su
testamento mandado. As� que, se�or Ambrosio, ya que deis el
cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no quer�is dar sus escritos
al olvido; que si �l orden� como agraviado, no es bien que vos
cumpl�is como indiscreto, antes haced, dando la vida a estos
papeles, que la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que
sirva de ejemplo en los tiempos que est�n por venir a los
vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes
despe�aderos; que ya s� yo y los que aqu� venimos la historia
deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la
amistad vuestra y la ocasi�n de su muerte, y lo que dej� mandado
al acabar de la vida: de la cual lamentable historia se puede
sacar cuanta haya sido la crueldad de Marcela, el amor de
Gris�stomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que
tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el
desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la
muerte de Gris�stomo, y que en este lugar hab�a de ser
enterrado, y as� de curiosidad y de l�stima dejamos nuestro
derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que
tanto nos hab�a lastimado en o�llo; y en pago desta l�stima y
del deseo que en nosotros naci� de remedialla si pudi�ramos, os
rogamos, oh discreto Ambrosio, a lo menos yo os lo suplico de mi
parte, que dejando de abrasar estos papeles, me dej�is llevar
algunos dellos. Y sin aguardar que el pastor respondiese, alarg�
la mano y tom� algunos de los que m�s cerca estaban. Viendo lo
cual Ambrosio, dijo: por cortes�a consentir� que os qued�is,
se�or, con los que ya hab�is tomado; pero pensar que dejar� de
quemar los que quedan es pensamiento vano. Vivaldo, que deseaba
ver lo que los papeles dec�an, abri� luego el uno dellos, y vio
que ten�a por t�tulo: Canci�n desesperada. Oy�lo Ambrosio y
dijo: ese es el �ltimo papel que escribi� el desdichado y porque
ve�is, se�or, en el t�rmino que le ten�an sus desventuras,
leedle de modo que se�is o�do, ue bien os dar� lugar a ello el
que se tardare en abrir la sepultura. Eso har� yo de muy buena
gana, dijo Vivaldo. Y como todos los circunstantes ten�an el
mismo deseo, se pusieron a la redonda, y �l, leyendo en voz
clara, vio que as� dec�a:
no al concertado son, sino al ruido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvar�o,
por gusto m�o sale y tu despecho.
El rugir del le�n, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
Bbaladro de alg�n monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar inestable:
Del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sensible arrullar, el triste canto
del enviudado buho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
Salgan con la doliente �nima fuera,
mezclados en un son de tal manera
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en m� se halla
para contarla pide nuevos modos.
De tanta confusi�n, no las arenas
del padre Tajo oir�n los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas:
que all� se esparcir�n mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas;
O ya en oscuros valles o en esquivas
playas desnudas de contrato humano,
o adonde el sol jam�s mostr� su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre,
de fieras que alimenta el Nislo llano:
Que puestos en los p�ramos desiertos
los ecos roncos de mi mal inciertos
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados
ser�n llevados por el ancho mundo.
Mata un desd�n, aterrada paciencia
o verdadera o falsa una sospecha;
mata los celos con rigor tan fuerte;
Desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte;
mas yo, �milagro nunca visto! vivo
celoso, ausente, desde�ado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto:
y en el olvido en quien mi fuego avivo.
Y entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza;
ni yo desesperado la procuro,
antes por extremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
�Pu�dese por ventura en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor m�s ciertas?
�Tengo, si el duro celo est� delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
�Qui�n no abrir� de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desd�n, y las sospechas
�Oh amarga conversi�n! verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
�Oh en el reino de amor fieros tiranos
celos! ponedme un hierro en estas manos.
Dam, desd�n, una torcida soga.
�Mas ay de m�! que con cruel victoria
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin, y porque nunca espere,
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estar� en mi fantas�a:
Dir� que va acertado el que bien quiere
y que es m�s libre el alma m�s rendida
a la de amor antigua tiran�a.
Dir� que la enemiga siempre m�a,
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que en fe de los males que nos hace
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y con esta opini�n y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofrecer� a los vientos cuerpo y alma
sin lauro o palma de futuros bienes.
T�, que con tantas sinrazones muestras
la raz�n que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco;
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del coraz�n profunda llaga,
de c�mo alegre a tu rigor me ofrezco;
Si por dicha conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas,
que no quiero que en nada satisfagas
al darte de mi alma los despojos.
Antes con risa en la ocasi�n funesta
descubre que el fin m�o fue tu fiesta.
Mas gran simpleza es avisarte desto,
pues s� que est� tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, es tiempo ya, del hondo abismo
t�ntalo con su sed, S�sifo venga
con el peso terrible de su canto.
Ticio traiga un buitre, y asimismo
con su rueda Egi�n no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto.
Y todos juntos su mortal quebranto
traslaen en mi pecho, y en voz baja
(si y a un desesperado son debidas)
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil mostruos
lleven en doloroso contrapunto,
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canci�n desesperada, no te quejes
cuando mi triste compa��a dejes;
antes, pues, que la causa do naciste
con mi desdicha aumenta su ventura,
aun en la sepultura no est�s triste.
Bien les pareci� a los que escuchado hab�an la canci�n de
Gris�stomo, puesto, que el que la ley� dijo que no le parec�a
que conformaba con la relaci�n que �l hab�a o�do del recato y
bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Gris�stomo de
celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen
cr�ditto y buena fama de Marcela, a lo cual respondi� Ambrosio,
como aquel que sab�a bien los m�s escondidos pensamientos de su
amigo; para que, se�or, os satisfag�is desa duda, es bien que
sep�is que cuando este desdichado escribi� esta canci�n estaba
ausente de Marcela, de quien se hab�a ausentado por su voluntad,
por ver si usaba con �l la ausencia de sus ordinarios fueros; y
como al enamorado ausente no hay cosa que no lo fatigue, ni
temor que no le d� alcance, as� le fatigaban a Gris�stomo los
celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran
verdaderas; y con esto queda en su punto la verdad que la fama
pregona de la bondad de Marcela; la cual fuera de ser cruel y un
poco arrogante, y un mucho desde�osa, la misma envidia ni debe
ni puede ponerle falta alguna. As� es la verdad, respondi�
Vivaldo; y queriendo leer otro papel de loos que hab�a reservado
del fuego, lo estorb� una maravillosa visi�n (que tal parec�a
ella) que improvisamente se les ofreci� a los ojos, y fue que,
por cima de la pe�a donde se cavaba la sepultura, pareci� la
pastora Marcela tan hermosa, que pasaba a su fama en hermosura.
Los que hasta entonces no la hab�an visto la miraban con
admiraci�n y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a
verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la hab�an
visto. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de
�nimo indignado, le dijo: �vienes a ver por ventura, oh fiero
basilisco destas monta�as, si con tu presencia vierten sangre
las heridas deste miserable a quien tu crueldad quit� la vida; o
vienes a ufanarte en las crueles haza�as de tu condici�n, o a
ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de
su abrasada Roma, o a pisar arrogante este desdichado cad�ver,
como la ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos presto a lo
que vienes, o qu� es aquello de que m�s gustas, que por saber yo
que los pensamientos de Gris�stomo jam�s dejaron de obedecerte
en vida, har� que, aun �l muerto, te obedezcan los de todos
aquellos que se llamaron sus amigos.
No vengo, oh Ambrosio, a ninguna cosa de las que has dicho,
respondi� Marcela, sino a volver por m� misma, y a dar a
entender cu�n fuera de raz�n van todos aquellos que de sus penas
y de la muerte de Gris�stomo me culpan. Y as� ruego a todos los
que aqu� est�is me est�is atentos, que no ser� menester mucho
tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los
discretos. H�zome el cielo, seg�n vosotros dec�s, hermosa, y de
tal manera, que sin ser poderosos a otra cosa, a que me am�is os
mueve mi hermosura, y por el amor que me mostr�is dec�s y aun
quer�is que est� yo obligada a amaros. Yo conozco con el natural
entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es
amable; mas no alcanzo que por raz�n de eser amado, est�
obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama; y
m�s que podr�a acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo,
y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir
qui�rote por hermosa, hazme de amar aunque sea feo. Pero puesto
caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de
correr iguales los deseos, que no todas las hermosuras enamoran,
que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si
todas las bellezas enamorasen y rindiesen, ser�a un andar las
voluntades confusas y descaminadas sin saber en cu�l hab�an de
parar, porque siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos
hab�an de ser los deseos; y seg�n yo he o�do decir, el verdadero
amor no se divide, y ha de ser voluntario y no forzoso. Siendo
esto as�, como yo creo que lo es, �por qu� quer�is que rinda mi
voluntad por fuerza, obligada no m�s de que dec�s que me quer�is
bien? Sino, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera
fea, �fuera justo que me quejara de vosotros porque no me
am�bades? Cuanto m�s que hab�is de considerar que yo no escog�
la hermosura que tengo, que tal cual es, el cielo me la dio de
gracia sin yo pedirla ni escogella; y as� como la v�bora no
merece ser culpada por la ponzo�a que tiene, puesto que con ella
mata, por hab�rsela dado naturaleza, tampoco yo merrezco ser
reprendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta
es como el fuego apartado, o como la espada aguda, que ni �l
quema, ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y
las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo,
aunque lo sea, no debe parecer hermoso; pues si la honestidad es
una de las virtudes que al cuerpo y alma m�s adornan y
hermosean, �por qu� la ha de perder la que es amada por hermosa,
por corresponder a la intenci�n de aqu�l que por solo su gusto
con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? Yo
nac� libre, y para poder libre escog� la soledad de los campos;
los �rboles destas monta�as son mi compa��a, las claras aguas
destos arroyos mis espejos; con los �rboles y con las aguas
comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado, y
espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he
desenga�ado con las palabras; y si los deseos se sustentan con
esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Gris�stomo, ni a otro
alguno, el fin de ninguno dellos, bien se puede decir que no es
obra m�a que antes le mat� su porf�a que mi crueldad; y si me
hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto
estaba obligada a corresponder a ellos, digo que cuando en ese
mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubri� la
bondad de su intenci�n, le dije yo que la m�a era vivir en
perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi
recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si �l con todo
este desenga�o quiso porfiar contra la esperanza y navegar
contra el viento, �qu� mucho que se anegase en la mitad del
golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le
contentara, hiciera contra mi mejor intenci�n y prosupuesto.
Porfi� desenga�ado, desesper� sin ser aborrecido: mirad ahora si
ser� raz�n que de su pena se me d� a m� la culpa. Qu�jese el
enga�ado, desesp�rese aqu�l a quien le faltaron las prometidas
esperanzas, confiese el qeu yo llamare, uf�nese el qeu yo
admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo
no prometo, enga�o, llamo, ni admito. El cielo aun hasta ahora
no ha querido que yo llame por destino, y el pensar que tengo
que amar por elecci�n es excusado. Este general desenga�o sirva
a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho, y
enti�ndase de aqu� adelante, que si alguno por m� muriere, no
muere de celoso ni desdichado, porque a quien a nadie quiere, a
ninguno debe dar celos, que los desenga�os no se han de tomar en
cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, d�jeme
como cosa perjudicial y mala: el que me llama ingrata, no me
sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me
siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y
esta desconocida, ni los buscar�, servir�, conocer�, ni seguir�,
en ninguna manera. Que si a Gris�stomo mat� su impaciencia y
arrojado deseo, �por qu� se ha de culpar mi honesto proceder y
recato? Si yo conservo mi limpieza con la compa��a de los
�rboles, �por qu� ha de querer que la pierda, el que quiera que
la tenga, con los hombres� Yo, como sab�is, tengo riquezas
propias, y no codicio las ajenas: tengo libre condici�n, y no
gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no enga�o a
este, ni solicito a aquel, ni me burlo con uno, ni me entretengo
con el otro. La conversaci�n honesta de las zagalas destas
aldeas, y el cuidado de mis cabras me entretiene; tienen mis
deseos por t�rmino estas monta�as, y si de aqu� salen, es a
contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma,
a su morada primera.
Y en diciendo esto, sin querer o�r respuesta alguna, volvi�
las espaldas y se entr� por lo m�s cerrado de un monte que all�
cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreci�n como de
su hermosura, a todos los que all� estaban.
Y algunos dieron muestras (de aquellos que de la poderosa
flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos) de
quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desenga�o que
hab�an o�do. Lo cual visto por Don Quijote, pareci�ndole qeu
all� ven�a bien usar de su caballer�a socorriendo a las
doncellas menesterosas, puesta la mano en el pu�o de su espada,
en altas e inteligibles voces, dijo: ninguna persona, de
cualquier estado y condici�n que sea, se atreva a seguir a la
hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignaci�n m�a.
Ella ha mostrado con claras razones la poca o ninguna culpa que
ha tenido en la muerte de Gris�stomo, y cu�n ajena vive de
condescender con los deseos de ninguno de sus amantes, a cuya
causa es justo qeu en lugar de ser seguida y perseguida, sea
honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra
que en �l ella es sola la que con tan honesta intenci�n vive. O
ya que fuese por las amenazas de Don Quijote, o porque Ambrosio
les dijo que concluyesen con lo que a su buen amigo deb�an,
ninguno de los pastores se movi� ni apart� de all�, hasta que,
acabada la sepultura, y abrasados los papeles de Gris�stomo,
pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas l�grimas de los
circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa pe�a, en
tanto que se acababa una losa que, seg�n Ambrosio dijo, pensaba
mandar hacer un epitafio, que hab�a de decir de esta manera:
Yace aqu� de un amador
el m�sero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Muri� a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiran�a de amor.
Luego esparcieron por encima de la sepultura muchas flores
y ramos, y dando todos el p�same a su amigo Ambrosio se
despidieron d�l. Lo mismo hicieron Vivaldo y su compa�ero, y Don
Quijote se despidi� de sus hu�spedes y de los caminantes, los
cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar
tan acomodado a hallar aventuras que en cada calle y tras cada
esquina se ofrecen m�s que en otro alguno. Don Quijote les
agradeci� el aviso y el �nimo que mostraban de hacerle merced, y
dijo que por entonces no quer�a ni deb�a ir a sevilla, hasta que
hubiese despojado todas aquellas sierras de ladrones
malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo
su buena determinaci�n, no quisieron los caminantes
importunarles m�s, sino torn�ndose a despedir de nuevo, le
dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les falt� de qu�
tratar, as� de la historia de Marcela y Gris�stomo, como de las
locuras de Don Quijote; el cual determin� de ir a buscar a la
pastora Marcela, y ofrecerle todo lo que �l pod�a en su
servicio. Mas no le avino como �l pensaba, seg�n se cuenta en el
discurso desta verdadera historia.
Parte primera: Cap�tulo decimoquinto
Donde se cuenta la desgraciada aventura que se top� Don
Quijote en
topar con unos desalmados yang�eses
Cuanta el sabio Cide Hamete Benengeli, que as� como Don
Quijote se despidi� de sus hu�spedes y de todos los que se
hallaron al entierro del pastor Gris�stomo, �l y su escudero se
entraron por el mismo bosque donde vieron que se hab�a entrado
la pastora Marcela, y habiendo andado m�s de dos horas por �l,
busc�ndola por todas partes sin poder hallarla, vinieron a
parar a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corr�a
un arroyo apacible y fresco, tanto que convid� y forz� a pasar
all� las horas de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya a
entrar. Ape�ronse Don Quijote y Sancho, y dejando al jumento y
a Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que all�
hab�a, dieron saco a las alforjas, y sin ceremonia alguna, en
buena paz y compa��a, amo y mozo comieron lo que en ellas
hallaron. No se hab�a curado Sancho de echar sueltas a
Rocinante, seguro de que le conoc�a por tan manso y tan poco
rijoso que todas las yeguas de la dehesa de C�rdoba no le
hicieran tomar mal siniestro. Orden�, pues, la suerte y el
diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle
paciendo una manada de jacas galicianas de unos arrieros
yang�eses, de los cuales es costumbre sestear con su recua en
lugares y sitios de yerba y agua; y aquel donde acert� a
hallarse Don Quijote era muy a prop�sito de los yang�eses.
Sucedi�, pues, que a Rocinante le vino en deseo de
refocilarse con las se�oras jacas, y saliendo, as� como las
oli�, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia a su
due�o, tom� un trotillo algo pacadillo, y se fue a comunicar su
necesidad con ellas; mas ellas, que a lo que pareci�, deb�an de
tener m�s gana de pacer que de �l, recibi�ronle con las
herraduras y con los dientes, de tal manera que a poco espacio
se le rompieron las cinchas, y qued� sin silla en pelota; pero
lo que �l debi� m�s de sentir fue que viendo los arrieros la
fuerza que a sus yeguas se les hac�a, acudieron con estacas, y
tantos palos le dieron, que le derribaron mal parado en el
suelo. Ya en esto Don Quijote y Sancho, que la paliza de
Rocinante hab�an visto, llegaban hijadeando, y dijo Don Quijote
a Sancho: A lo que veo, amigo Sancho, estos no son caballeros,
sino gente soez y de baja ralea; d�golo, porque bien me puedes
ayudar a tomar la debida venganza del agravio que delante de
nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante. �Qu� diablos de
venganza hemos de tomar, respondi� Sancho, si estos son m�s de
veinte, y nosotros no m�s de dos, y aun quiz� no somos sino uno
y medio? Yo valgo por ciento, respondi� Don Quijote. Y sin
hacer m�s discursos, ech� mano a su espada y arremeti� a los
yang�eses, y lo mismo hizo Sancho Panza, incitado y movido del
ejemplo de su amo; y a las primeras dio Don Quijote una
cuchillada a uno que le abri� un sayo de cuero de que ven�a
vestido con gran parte de la espalda. Los yang�eses que se
vieron maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo ellos
tantos, acudieron a sus estacas; y cogiendo a los dos en medio,
comenzaron a menudear sobre ellos con grande ah�nco y
vehemencia; verdad es que el segundo toque dieron con Sancho en
el suelo, y lo mismo le avino a Don Quijote, sin que le valiese
su destreza y buen �nimo; quiso su ventura que viniese a caer a
los pies de Rocinante, que a�n no se hab�a levantado: donde se
echa de ver la furia con que machacan estacas puestas en manos
r�sticas y enojadas.
Viendo, pues, los yang�eses el mal recado que hab�an hecho,
con la mayor presteza que pudieron cargaron su recua y
siguieron su camino, dejando a los dos aventureros de mala
traza y de peor talante. El primero que se resinti� fue Sancho
Panza, y hall�ndose junto a su se�or, con voz enferma y
lastimada dijo: Se�or Don Quijote, �ah, Se�or Don Quijote! �Qu�
quieres, Sancho hermano? respondi� Don Quijote con el mismo
tono afeminado y doliente que Sancho. Querr�a, si fuese
posible, respondi� Sancho Panza, que vuestra merced me diese
dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene
vuestra merced ah� a mano; quiz� ser� de provecho para los
quebrantamientos de huesos, como lo es para las feridas. Pues a
tenerla yo aqu�, desgraciado yo, �qu� nos faltaba? respondi�
Don Quijote. Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero
andante, que antes que pasasen dos d�as, si la fortuna no
ordena otra cosa, la tengo de tener en mi poder, o mal me han
de andar las manos. �Pues en cu�ntos le parece a vuestra merced
que podremos mover los pies? replic� Sancho Panza. De m� s�
decir, dijo el molido caballero Don Quijote, que no sabr� poner
t�rmino a esos d�as; mas yo no tengo la culpa de todo, que no
hab�a de poner mano a la espada contra hombres que no fuesen
armados caballeros como yo; y as� creo que en pena de haber
pasado las leyes de la caaller�a ha permitido el dios de las
batallas que se me diese este castigo; por lo cual, hermano
Sancho, conviene que est�s advertido en esto que ahora te dir�,
porque importa mucho a la salud de entrambos; y es que, cuando
veas que semejante canalla nos hace alg�n agravio, no aguardes
a que yo ponga mano a la espada para ellos, porque no lo har�
en ninguna manera, sino pon t� mano a tu espada y cast�galos
muy a tu sabor, que si en su ayuda y defensa acudieren
caballeros, yo te sabr� defender y ofendellos con todo mi
poder, que ya habr�s visto por mil se�ales y experiencias hasta
d�nde se extiende el valor de este mi fuerte brazo. Tal qued�
de arrogante el pobre se�or con el vencimiento del valiente
vizca�no. Mas no le pareci� tan bien a Sancho Panza el aviso de
su amo, que dejase de responder, diciendo: Se�or, yo soy hombre
pac�fico, manso, sosegado, y s� disimular cualquiera injuria,
porque tengo mujer e hijos que sustentar y criar; as� que s�ale
a vuestra merced tambi�n de aviso, pues no puede ser mandato,
que en ninguna manera pondr� mano a la espada, ni contra
villano, ni contra caballero, y que desde aqu� para delante de
Dedios perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer, ora
me los haya hecho o haga, o haya de hacer persona alta o baja,
rico o pobre, hidalgo o pechero, sin exceptuar estado ni
condici�n alguna.
Lo cual o�do por su amo, le respondi�: Quisiera tener
aliento para poder hablar un poco descansado, y que el dolor
que tengo en esta costilla se apacara tanto cuanto, para darte
a entender, Panza, en el error en que est�s. Ven ac�, pecador:
si el viento de la fortuna, hasta ahora tan contrario, en
nuestro favor se vuelve, llen�ndonos las velas del deseo para
que seguramente y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna
de las �nsulas que te tengo prometida, �qu� ser�a de ti si,
gan�ndola yo, te hiciese se�or della? Pues lo vendr�s a
imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener
valor ni intenci�n de vengar tus injurias y defender tu
se�or�a; porque has de saber que en los reinos y provincias
nuevamente conquistados, nunca est�n tan quietos los �nimos de
sus naturales, ni tan de parte del nuevo se�or, que no se tenga
temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo
las cosas y volver como dicen, a probar ventura; y as� es
menester que el nuevo posesor tenga entendimiento para saber
gobernar, y valor para ofender y defenderse en cualquier
acontecimiento. En este que ahora nos ha acontecido, respondi�
Sancho, quisiera yo tener este entendimiento y ese valor que
vuestra merced dice; mas yo le juro a fe de pobre hombre, que
m�s estoy para bizma que para pl�ticas. Mire vuestra merced si
se puede levantar y ayudaremos a Rocinante, aunque no lo
merece, porque �l fue la causa principal de todo este
molimiento; jam�s tal cre� de Rocinante, que le ten�a por
persona casta y tan pac�fica como yo. En fin, bien dicen que es
menester mucho tiempo para venir a conocer las personas, y que
no hay cosa segura en esta vida. �Qui�n dijera que tras de
aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a
aquel desdichado andante, hab�a de venir por la posta y en
seguimiento suyo esta tan grande tempestad de palos que ha
descargado sobre nuestras espaldas? Aun las tuyas, Sancho,
replic� Don Quijote, deben de estar hechas a semejantes
nublados; pero las m�as, criadas entre sinabafas y holandas,
claro est� que sentir�n m�s el dolor de esta desgracia; y si no
fuese porque imagino, qu� digo imagino; s� muy cierto que todas
estas incomodidades son muy anejas al ejercicio de las armas,
aqu� me dejar�a morir de puro enojo. A esto replic� el
escudero: Se�or, ya que estas desgracias son de la cosecha de la
caballer�a, d�game vuestra merced si suceden muy a menudo, o si
tienen sus tiempos limitados en que acaecen; porque me parece a
m� que a dos cosechas quedaremos in�tiles para la tercera, si
Dios por su infinita misericordia no nos socorre. S�bete, amigo
Sancho, respondi� Don Quijote, que la vida de los caballeros
andantes est� sujeta a mil peligros y desventuras, y ni m�s ni
menos est� en potencia propincua de ser los caballeros andantes
reyes y emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en
muchos y diversos caballeros de cuyas historias yo tengo entera
noticia. Y pudi�rate contar ahora, si el dolor me diera lugar,
de algunos que s�lo por el valor de su brazo han subido a los
altos grados que he contado, y estos mismos se vieron antes y
despu�s en diversas calamidades y miserias, porque el valeroso
Amad�s de Gaula se vi� en poder de su mortal enemigo Arcal�us
el encantador, de quien se tiene por averiguado que le dio,
teni�ndole preso, m�s de doscientos azotes con las riendas de
su caballo, atado a una columna de un patio; y aun hay un autor
secreto y de no poco cr�dito que dice, que habiendo cogido al
caballero del Febo con una cierta trampa que se le hundi�
debajo de los pies en un cierto castillo, al caer se hall� en
una honda sima debajo de la tierra, atado de pies y manos, y
all� le echaron una destas que llaman melecinas de agua de
nieve y arena, de lo que lleg� muy al cabo, y si no fuera
socorrido en aquella gran cuita de un sabio grande amigo suyo,
lo pasara muy mal el pobre caballero...
Parte primera: Cap�tulo decimosexto
De lo que le sucedi� al ingenioso hidalgo en la venta que
�l
imaginaba ser castillo.
El ventero que vi� a Don Quijote atravesado en el asno,
pregunt� a Sancho qu� mal tra�a. Sancho le respondi� que no era
nada, sino que hab�a dado una ca�da de una pe�a abajo, y que
ten�a algo brumadas las costillas. Ten�a el ventero por mujer a
una, no de la condici�n que suelen tener las de semejante trato,
porque naturalmente era caritativa y se dol�a de las calamidades
de sus pr�jimos, y as� acudi� luego a curar a Don Quijote, e
hizo que una hija suya doncella, muchacha y de muy buen parecer,
la ayudase a curar a su hu�sped. Serv�a a la venta asimismo una
moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma,
del un ojo tuerta, y del otro no muy sana: verdad es que la
gallard�a del cuerpo supl�a las dem�s faltas; no ten�a siete
palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que alg�n tanto
le cargaban, la hac�an mirar al suelo m�s de lo que ella
quisiera. Esta gentil moza, pues, ayud� a la doncella, y las dos
hicieron una muy mala cama a Don Quijote en un caramanch�n, que
otros tiempos daba manifiestos indicios que hab�a servido de
pajar muchos a�os, en el cual tambi�n alojaba un arriero que
ten�a su cama hecha un poco m�s all� de la de nuestro Don
Quijote, y aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos,
hac�a mucha ventaja a la de Don Quijote, que s�lo conten�a
cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales bancos, y un
colch�n que en lo sutil parec�a colcha, lleno de bodoques, que a
no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la
dureza semejaban de guijarro, y dos s�banas hechas de cuero de
adarga, y una frazada cuyos hilos, si se quisieran contar, no se
perdiera uno solo en la cuenta. En esta maldita cama se acost�
Don Quijote; luego la ventera y su hija le emplastaron de arriba
a abajo, alumbr�ndoles Maritornes, que as� se llamaba la
asturiana, y como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado
a partes a Don Quijote, dijo que aquellos m�s parec�an golpes
que ca�da.
No fueron golpes, dijo Sancho, sino que la pe�a ten�a
muchos picos y tropezones, y que que cada uno hab�a hecho su
cardenal. Y tambi�n le dijo: Haga vuestra merced, se�ora, de
manera que queden algunas estopas, que no faltar� quien las haya
menester, que tambi�n me duelen a m� un poco los lomos. �De esa
manera, respondi� la ventera, tambi�n deb�steis vos de caer? No
ca�, dijo Sancho Panza, sino que de el sobresalto que tom� de
ver caer a mi amo, de tal manera me duele a m� el cuerpo, que me
parece que me han dado mil palos. Bien podr�a ser eso, dijo la
doncella, que a m� me ha acontecido muchas veces so�ar que ca�a
de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al suelo y
cuando despertaba del sue�o hallarme tan molida y quebrantada
como si verdaderamente hubiera ca�do. Ah� est� el toque, se�ora,
respondi� Sancho Panza, que yo sin so�ar nada, sino estando m�s
despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales
que mi se�or Don Quijote.
�C�mo se llama este caballero? pregunt� la asturiana
Maritornes. Don Quijote de la Mancha, respondi� Sancho Panza, y
es caballero aventurero y de los mejores y m�s fuertes que de
luengos tiempos ac� se han visto en el mundo. �Qu� es caballero
aventurero? replic� la moza. �Tan nueva sois en el mundo que no
lo sabeis vos? respondi� Sancho Panza: Pues sabed, hermana m�a,
que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve
apaleado y emperador; hoy est� la m�s desdichada criatura del
mundo y la m�s menesterosa, y ma�ana tendr� dos o tres coronas
de reinos que dar a su escudero. Pues �c�mo vos, siendo de este
tan buen se�or, dijo la ventera, no ten�is a lo que parece
siquiera algun condado? A�n es temprano, respondi� Sancho,
porque no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras, y
hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea, y tal vez
hay que se busca una cosa y se halla otra; verdad es que si mi
se�or Don Quijote sana de esta herida o ca�da, y yo quedo
contrecho della, no trocar�a mis esperanzas con el mejor t�tulo
de Espa�a.
Todas estas pl�ticas estaba escuchando muy atento Don
Quijote, y sent�ndose en el lecho como pudo, tomando de la mano
a la ventera, le dijo: Creedme, fermosa se�ora, que os podeis
llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi
persona, que es tal, que si no la alabo es por lo que suele
decirse, que la alabanza propia envilece, pero mi escudero os
dir� quien soy; s�lo os digo que tendr� eternamente escrito en
mi memoria el servicio que me habedes fecho para agradec�roslo
mientras la vida me durase; y pluguiera a los altos cielos que
el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y
los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes,
que los de esta fermosa doncella fueran se�ores de mi libertad.
Confusas estaban la ventera y su hija, y la buena de
Maritornes, oyendo las razones del andante caballero, que as�
las entend�an como si hablara en griego; aunque bien alcanzaron
que todas se encaminaban a ofrecimientos y requiebros: y como no
usadas a semejante lenguaje, mir�banle y admir�banse, y
parec�ales otro hombre de los que se usaban; y agradeci�ndoles
con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron, y la
asturiana Maritornes cur� a Sancho, que no menos lo hab�a
menester que su amo. Hab�a el arriero concertado con ella que
aquella noche se refocilar�an juntos, y ella le hab�a dado su
palabra de que en estando sosegados los hu�spedes, y durmiendo
sus amos, le ir�a a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le
mandase. Y cu�ntase de esta buena moza, que jam�s di� semejantes
palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y
sin testigo alguno, porque presum�a muy de hidalga, y no ten�a
por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta;
porque dec�a ella que desgracias y malos sucesos la hab�an
tra�do a aquel estado. El duro, estrecho, apocado y fementido
lecho de Don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado
establo; y luego junto a �l hizo el suyo Sancho, que s�lo
conten�a una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser
de angeo tundido que de lana; suced�a a estos dos lechos el del
arriero, fabricado, como se ha dicho de las enjalmas y de todo
el adorno de los dos mejores mulos que tra�a, aunque eran doce,
lucios, muy gordos y famosos, porque era uno de los ricos
arrieros de Ar�valo, seg�n lo dice el autor de esta historia,
que de este arriero hace particular menci�n, porque le conoc�a
muy bien, y a�n quieren decir que era algo pariente suyo.
Fuera de que Cide Hamete Benengeli fue historiador muy
curioso y puntual en todas cosas, y �chase bien de ver, pues las
que quedan referidas con ser tan m�nimas y tan raras, no las
quiso pasar en silencio, de donde podr�n tomar ejemplo los
historiadores graves que nos cuentan las acciones tan corta y
sucintamente, que apenas nos llegan a los labios, dej�ndose en
el tintero, ya por descu�do, por malicia o ignorancia, lo m�s
sustancial de la obra. Bien haya mil veces el autor de
"Tablante", de "Ricamonte", y aquel del otro libro donde se
cuentan los hechos del "Conde Tomillas", �y con qu� puntualidad
lo describen todo! Digo, pues, que despu�s de haber visitado el
arriero a su recua y d�dole el segundo pienso, se tendi� en sus
enjalmas y se di� a esperar a su puntual�sima Maritornes. Ya
estaba Sancho bizmado y acostado, y aunque procuraba dormir no
lo consent�a el dolor de sus costillas; y Don Quijote con el
dolor de las suyas ten�a los ojos abiertos como liebre.
Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no hab�a
otra luz que la daba una l�mpara, que colgada en medio del
portal ard�a. Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que
siempre nuestro caballero tra�a de los sucesos que a cada paso
se cuentan en los libros, autores de su desgracia, le trujo a la
imaginaci�n una de las extra�as locuras que buenamente
imaginarse pueden; y fue que el se imagin� haber llegado a un
famoso castillo (que, como se ha dicho, castillos eran a su
parecer todas las ventas donde alojaba), y que la hija del
ventero lo era del se�or del castillo, la cual, vencida de su
gentileza, se hab�a enamorado de �l y prometido que aquella
noche a furto de sus padres vendr�a a yacer con �l una buena
pieza; y teniendo toda esta quimera, que �l se hab�a fabricado,
por firme y valedera, se comenz� a acuitar y a pensar en el
peligroso trance en que su honestidad se hab�a de ver, y propuso
en su coraz�n de no cometer alevos�a a su se�ora Dulcinea del
Toboso, aunque la misma reina Ginebra con su dama Quinta�ona se
le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se lleg� el tiempo y
la hora (que para �l fue menguada) de la venida de la asturiana,
la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una
albanega de fustan, con t�citos y atentados pasos, entr� en el
aposento donde los tres alojaban en busca del arriero; pero
apenas lleg� a la puerta cuando Don Quijote la sinti�, y
sent�ndose en la cama a pesar de sus bizmas, y con dolor de sus
costillas, tendi� los brazos para recibir a su fermosa doncella
la asturiana, que toda recogida y callando iba con las manos
adelante buscando a su querido. Top� con los brazos de Don
Quijote, el cual la asi� fuertemente de una mu�eca, y tir�ndola
hacia s�, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar
sobre la cama, tent�le la camisa y ella era de arpillera, a �l
le pareci� ser de fin�simo y delgado cendal. Tra�a en las
mu�ecas unas cuentas de vidrio; pero a �l le dieron vislumbres
de preciosas piedras orientales; los cabellos que en alguna
manera tiraban a crines, �l los marc� por hebras de lucid�simo
oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo sol oscurec�a; y el
aliento que, sin duda alguna ol�a a ensalada fiambre y
trasnochada, a �l pareci� que arrojaba de su boca un olor suave
y arom�tico; y finalmente, �l la pint� en su imaginaci�n de la
misma traza y modo que lo hab�a le�do en sus libros de la otra
princesa que vino a ver al mal ferido caballero vencido de sus
amores, con todos los adornos que aqu� van puestos; y era tanta
la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni
otras cosas que tra�a en s� la buena doncella, no le
desenga�aban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no
fuera arriero; antes le parec�a que ten�a en sus brazos a la
diosa de la hermosura; y teni�ndola bien asida, con voz amorosa
y baja le comenz� a decir: Quisiera hallarme en t�rminos,
fermosa y alta se�ora, de poder pagar tama�a merced como la que
con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho; pero ha
querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos,
ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado, que
aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera
imposible; y m�s que se a�ade a esta imposibilidad otra mayor,
que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del
Toboso, �nica se�ora de mis m�s escondidos pensamientos; que si
�sto no hubiera de por medio, no fuera yo tan s�ndio caballero
que dejara pasar en blanco la venturosa ocasi�n en que vuestra
gran bondad me ha puesto.
Maritornes estaba congojad�sima y trasudando de verse tan
asida de Don Quijote, y sin entender, ni estar atenta a las
razones que le dec�a, procuraba sin hablar palabra desasirse. El
bueno del arriero, a quien ten�an despiertos sus malos deseos,
desde el punto que entr� su coima por la puerta, la sinti�,
estuvo atentamente escuchando todo lo que Don Quijote dec�a, y
celoso de que la asturiana le hubiese faltado a la palabra por
otro, se fu� llegando m�s al lecho de Don Quijote, y est�vose
quedo hasta ver en que paraban aquellas razones que �l no pod�a
entender; pero como vi� que la moza forcejeaba por desasirse, y
Don Quijote trabajaba por tenerla, pareci�ndole mal la burla,
enarbol� el brazo en alto, y descarg� tan terrible pu�ada sobre
las estrechas quijadas del enamorado caballero, que le ba�� toda
la boca en sangre, y no contento con esto se le subi� encima de
las costillas, y con los pi�s m�s que de trote se las pase�
todas de cabo a cabo. El lecho, que era un poco endeble y de no
firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la a�adidura del arriero,
di� consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despert� el ventero,
y luego imagin� que deb�an de ser pendencias de Maritornes,
porque habi�ndola llamado a voces no respond�a. Con esta
sospecha se levant�, y encendiendo un candil, se fu� hacia donde
hab�a sentido la pelea. La moza, viendo que su amo ven�a, y que
era de condici�n terrible, toda medrosica y alborotada se acogi�
a la cama de Sancho Panza, que a�n dorm�a, y all� se acurruc� y
se hizo un ovillo. El ventero entr� diciendo: �Ad�nde estas
puta? A buen seguro que son tus cosas �stas. En esto despert�
Sancho, y sinti�ndo aquel bulto casi encima de s�, pens� que
ten�a la pesadilla, y comenz� a dar pu�adas a una y otra parte,
y entre otras alcanz� con no s� cu�ntas a Maritornes, la cual,
sentida del dolor, echando a rodar la honestidad, dio el retorno
a Sancho con tantas, que a su despecho le quit� el sue�o; el
cual, vi�ndose tratar de aquella manera y sin saber de qui�n,
alz�ndose como pudo, se abraz� con Maritornes, y comenzaron
entre los dos la m�s re�ida y graciosa escaramuza del mundo.
Viendo, pues, el arriero a la lumbre del candil del ventero
cual andaba su dama, dejando a Don Quijote, acudi� a dalle el
socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero; pero con intenci�n
diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo sin duda
que ella sola era la ocasi�n de toda aquella armon�a. Y as� como
suele decirse, el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda
al palo, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a
�l, el ventero a la moza y todos menudeaban con tanta priesa,
que no daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se
le apag� el candil, y como quedaron a oscuras, d�banse tan sin
compasi�n todos a bulto, que a do quiera que pon�an la mano no
dejaban cosa sana.
Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero de
los que llaman de la Santa Hermandad vieja de Toledo, el cual,
oyendo asimismo el extra�o estruendo de la pelea, asi� de su
media vara y de la caja de lata de sus t�tulos, y entr� a
oscuras en el aposento diciendo: T�ngase a la justicia, t�ngase
a la Santa Hermandad. Y el primero con qui�n top� fu� con el
apu�eado de Don Quijote, que estaba en su derribado lecho,
tendido boca arriba, sin sentido alguno; y ech�ndole, a tiento,
mano a las barbas, no cesaba de decir: Favor a la justicia...
Pero viendo que el que ten�a asido no se bull�a ni se meneaba,
se di� a entender que estaba muerto, y que los que all� dentro
estaban eran sus matadores, y con esta sospecha reforz� la voz,
diciendo: Ci�rrese la puerta de la venta, miren que no se vaya
nadie, que han muerto aqu� a un hombre.
Esta voz sobresalt� a todos, y cada cual dej� la pendencia
en el grado que le tom� la voz. Retir�se el ventero a su
aposento, el arriero a sus enjalmas, la moza a su rancho; s�lo
los desventurados Don Quijote y Sancho no se pudieron mover de
donde estaban. Solt� en esto el cuadrillero la barba de Don
Quijote, y sali� a buscar luz para buscar y prender los
delincuentes; mas no la hall�, porque el ventero de industria
hab�a muerto la l�mpara cuando se retir� a su estancia, y fuele
preciso acudir a la chimenea, donde con mucho trabajo y tiempo
encendi� el cuadrillero otro candil.
Parte primera: Cap�tulo decimos�ptimo
Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo
Don Quijote y
su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta, que por
su mal
pens� que era castillo
Hab�a ya vuelto en este tiempo de su parasismo Don Quijote,
y con el mismo tono de voz que el d�a antes hab�a llamado a su
escudero cuando estaba tendido en el val de las estacas, le
comenz� a llamar diciendo: �Sancho amigo, duermes? �Duermes,
amigo Sancho? Qu� tengo de dormir, pesia a m�, respondi� Sancho
lleno de pesadumbre y de despecho, que no parece sino que todos
los diablos han andado conmigo esta noche. Pu�deslo creer as�
sin duda, respondi� Don Quijote, porque o yo s� poco, o este
castillo es encantado, porque has de saber... mas esto que ahora
quiero decirte, hasme de jurar que lo tendras secreto hasta
despu�s de mi muerte. S� juro, respondi� Sancho.
D�golo, respondi� Don Quijote, porque soy enemigo de que se
quite la honra a nadie. Digo que s� juro, torn� a decir Sancho,
que lo callar� hasta despu�s de los d�as de vuestra merced, y
plega a Dios que lo pueda descubrir ma�ana. �Tan malas obras te
hago, Sancho, respondi� Don Quijote, que me querr�as ver muerto
con tanta brevedad? No es por eso, respondi� Sancho, sino que
soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querr�a que se me
pudriesen de guardadas. Sea por lo que fuere, dijo Don Quijote,
que m�s f�o de tu amor y de tu cortes�a; y as� has de saber que
esta noche me ha sucedido una de las m�s extra�as aventuras que
yo sabr� encarecer, y por cont�rtela en breve, sabr�s que poco
ha que a m� vino la hija del se�or de este castillo, que es la
m�s apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se
puede hallar. �Qu� te podr�a decir del adorno de su persona!
�Qu� de su gallardo entendimiento! �Qu� de otras cosas ocultas,
que por guardar la fe que debo a mi se�ora Dulcinea del Toboso,
dejar� pasar intactas y en silencio! S�lo te quiero decir, que
envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me hab�a puesto
en las manos, o quiz� (y esto es lo m�s cierto) que, como tengo
dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con
ella en dulc�simos y amorosos�mos coloquios, sin que yo la
viese, ni supiese por d�nde ven�a, vino una mano pegada a alg�n
brazo de alg�n descomunal gigante, y asent�ndome una pu�ada en
las quijadas, tal que las tengo todas ba�adas en sangre, y
despu�s me moli� de tal suerte, que estoy peor que ayer cuando
los arrieros por demas�as de Rocinante nos hicieron el agravio
que sabes; por donde conjeturo: que el tesoro de la fermosura de
esta doncella le debe de guardar alg�n encantado moro, y no debe
de ser para m�.
Ni para m� tampoco, respondi� Sancho, porque m�s de
cuatrocientos moros me han aporreado de manera que el molimiento
de las estacas fue tortas y pan pintado; pero d�game, se�or,
�c�mo llama a esta buena y rara aventura, habiendo quedado de
ella cual quedamos? A�n vuestra merced menos mal, pues tuvo en
sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho; pero yo
�qu� tuve sino los mayores porrazos que pienso recibir en toda
mi vida? Desdichado de m� y de la madre que me pari�, que no soy
caballero andante ni lo pienso ser jam�s, y de todas las
malandanzas me cabe la mayor parte. �Luego tambi�n est�s t�
aporreado? respondi� Don Quijote. �No le he dicho que s�, pese a
mi linaje? dijo Sancho. No tengas penas, amigo, dijo Don
Quijote, que yo har� ahora el b�lsamo precioso, con que
sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Acab� en esto de encender el candil el cuadrillero, y entr�
a ver el que pensaba que era muerto, y as� como le vi� entrar
Sancho, vi�ndole venir en camisa y con su pa�o a la cabeza y
candil en la mano y con una muy mala cara, pregunt� a su amo:
Se�or, �si ser� este a dicha el moro encantado que nos vuelve a
castigar si se dej� algo en el tintero? No puede ser el moro,
respondi� Don Quijote, porque los encantados no se dejan ver de
nadie. Si no se dejan ver, d�janse sentir, dijo Sancho; si no
d�ganlo mis espaldas. Tambi�n lo podr�an decir las m�as,
respondi� Don Quijote; pero no es bastante indicio eso para
creer que �ste que se ve sea el encantado moro.
Lleg� el cuadrillero, y como los hall� hablando en tan
sosegada conversaci�n qued� suspenso. Bien es verdad que Don
Quijote se estaba boca arriba sin poderse menear de puro molido
y emplastado. Lleg�se a �l el cuadrillero y d�jole: Pues �c�mo
va buen hombre? Hablara yo m�s bien criado, respondi� Don
Quijote, si fuera que vos; ��sase en esta tierra hablar desa
suerte a los caballeros andantes, majadero?
El cuadrillero que se vio tratar tan mal de un hombre de
tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y alzando el candil con todo
su aceite di� a Don Quijote con �l en la cabeza, de suerte que
le dej� muy bien descalabrado; y como todo qued� a oscuras,
sali�se luego, y Sancho Panza dijo: Sin duda, se�or, que este es
el moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y
para nosotros s�lo guarda las pu�adas y los candilazos. As� es,
respondi� Don Quijote, y no hay que hacer caso destas cosas de
encantamientos, ni para qu� tomar c�lera ni enojo con ellas, que
como son invisibles y fant�sticas, no hallaremos de qui�n
vengarnos, aunque m�s lo procuremos.Lev�ntate, Sancho, si
puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me
d� un poco de aceite, vino, sal y romero, para hacer el
salut�fero b�lsamo, que en verdad que creo que lo he bien
menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que
esta fantasma me ha dado.
Levant�se Sancho con harto dolor de sus huesos, y fu� a
oscuras donde estaba el ventero, y encontr�ndose con el
cuadrillero, que estaba escuchando en qu� paraba su enemigo, le
dijo: Se�or, quien quiera que seais, hacednos merced y beneficio
de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester
para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la
tierra, el cual yace en aquella cama mal ferido por las manos
del encantado moro que est� en esta venta. Cuando el cuadrillero
tal oy�, t�vole por hombre falto de seso; y porque ya comenzaba
a amanecer, abri� la puerta de la venta, y llamando al ventero,
le dijo lo que aquel buen hombre quer�a. El ventero le provey�
de cuanto quiso, y Sancho se lo llev� a Don Quijote, que estaba
con las manos en la cabeza quej�ndose del dolor del candilazo,
que no le hab�a hecho m�s mal que levantarle dos chichones algo
crecidos, y lo que �l pensaba que era sangre, no era sino sudor
que sudaba con la congoja de la pasada tormenta. En resoluci�n,
�l tom� sus simples, de los cuales hizo un compuesto
mezcl�ndolos todos y coci�ndolos un buen espacio hasta que le
pareci� que estaban en su punto. Pidi� luego alguna redoma para
echallo, y como no la hubo en la venta, se resolvi� de ponello
en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le
hizo grata donaci�n; y luego dijo sobre la alcuza m�s de ochenta
Pater Noster y otras tantas Ave Mar�as, Salves y Credos, y cada
palabra acompa�aba una cruz a modo de bendici�n; a todo lo cual
se hallaron presentes Sancho, el ventero y el cuadrillero, que
ya el arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio
de sus machos.
Hecho esto, quis� �l mismo hacer luego la experiencia de la
virtud de aquel precioso b�lsamo que �l se imaginaba; y as� se
bebi� de lo que no pudo caber en la alcuza, y quedaba en la olla
donde se hab�a cocido casi media azumbre, y apenas lo acab� de
beber cuando comenz� a vomitar de manera que no le qued� cosa en
el est�mago, y con las ansias y agitaci�n del v�mito le di� un
sudor copios�simo, por lo cual mand� que lo arropasen y le
dejasen solo. Hici�ronlo as�, y qued�se dormido m�s de tres
horas, al cabo de las cuales despert�, y se sinti� aliviad�simo
del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento, que se
tuvo por sano, y verdaderamente crey� que hab�a acertado con el
b�lsamo de Fierabr�s, y que con aquel remedio pod�a acometer
desde all� adelante sin temor alguno cualesquiera ri�as,
batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen. Sancho Panza,
que tambi�n tuvo a milagro la mejor�a de su amo, le rog� que le
diese a �l lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad.
Concedi�selo Don Quijote, y �l tom�ndola a dos manos con buena
fe y mejor talante, se la ech� a pechos, y se envas� bien poco
menos que su amo. Es, pues, el caso que el est�mago del pobre
Sancho no deb�a de ser tan delicado como el de su amo, y as�
primero que vomitase le dieron tantas ansias y bascas con tantos
trasudores y desmayos, que �l pens� bien y verdaderamente que
era llegada su �ltima hora, y vi�ndose tan afligido y
acongojado, maldec�a el b�lsamo y el ladr�n que se lo hab�a
dado. Vi�ndole as� Don Quijote le dijo: Yo creo, Sancho, que
todo este mal te viene de no ser armado caballero, porque tengo
para m� que este licor no debe de aprovechar a los que no lo
son. Si eso sab�a vuestra merced, replic� Sancho, mal haya yo y
toda mi parentela, �para qu� consinti� que lo gustase?
En esto hizo su operaci�n el brevaje, y comenz� el pobre
escudero a desaguarse por entrambas canales con tanta priesa que
la estera de enea, sobre quien se hab�a vuelto a echar, ni la
manta de angeo con que se cubr�a fueron m�s de provecho; sudaba
y trasudaba con tales parasismos y accidentes, que no solamente
�l, sino todos pensaban que se le acababa la vida. Dur�le esta
borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales no
qued� como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se pod�a
tener; pero Don Quijote, que, como se ha dicho, se sinti�
aliviado y sano, quiso partirse luego a buscar aventuras,
pareci�ndole que todo el tiempo que all� se tardaba era
quit�rsele al mundo y a los en �l menesterosos de su favor y
amparo, y m�s con la seguridad y confianza que llevaba en su
b�lsamo; y as� forzado deste deseo, �l mismo ensill� a
Rocinante, y enalbard� al jumento de su escudero, a qui�n
tambi�n ayud� a vestir y subir en el asno; p�sose luego a
caballo, y lleg�nose a un rinc�n de la venta, y asi� de un
lanz�n que all� estaba para que le sirviese de lanza.
Est�banle mirando todos cuanto hab�a en la venta, que
pasaban de m�s de veinte personas; mir�bale tambi�n la hija del
ventero; y �l tambi�n no quitaba los ojos della, y de cuando en
cuando arrojaba un suspiro, que parec�a que le arrancaba de lo
profundo de sus entra�as, y todos pensaban que deb�a de ser del
dolor que sent�a en las costillas, a lo menos pens�banlo
aquellos que la noche antes le hab�an visto bizmar. Ya que
estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta de la venta
llam� al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo: Muchas
y muy grandes son las mercedes, se�or alcaide, que en este
vuestro castillo he recibido, y qued� obligad�simo a
agradec�roslas todos los d�as de mi vida; si os las puedo pagar
en haceros vengado de alg�n soberbio que os haya fecho alg�n
agravio, sabed que mi oficio no es otro sino valer a los que
poco pueden, vengar a los que reciben tuertos, y castigar
alevos�as; recorred vuestra memoria, y si hallais alguna cosa de
este jaez que encomendarme, no hay sino decilla, que yo os
prometo por la orden de caballer�a que recib�, de faceros
satisfecho y pagado a toda vuestra voluntad.
El ventero le respondi� con el mismo sosiego: Se�or
caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue
ning�n agravio, porque yo s� tomar la venganza que me parece
cuando se me hacen; s�lo he menester que vuestra merced me pague
el gasto que ha hecho esta noche en la venta, as� de la paja y
cebada de sus dos bestias, como de la cena y camas. �Luego venta
es �sta? replic� Don Quijote. Y muy honrada, respondi� el
ventero. Enga�ado he vivido hasta aqu�, respondi� Don Quijote,
que en verdad que pens� que era castillo, y no malo, pero, pues
es as� que no es castillo sino venta, lo que se podr� hacer por
ahora es que perdoneis por la paga, que yo no puedo contravenir
a la orden de los caballeros andantes, de los cuales s� cierto
(sin que hasta ahora haya le�do cosa en contrario) que jam�s
pagaron posada, ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque
se les debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que
se les hiciere, en pago del insufrible trabajo que padecen
buscando las aventuras de noche y de d�a, en invierno y en
verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre, con calor y con
fr�o, sujetos a todas las inclemencias del cielo, y a todos los
inc�modos de la tierra.
Poco tengo yo que ver con eso, respondi� el ventero:
P�gueseme a m� lo que se me debe, y dej�monos de cuentos ni de
caballer�as, que yo no tengo cuenta con otra cosa que con cobrar
mi hacienda. Vos sois un sandio y mal hostelero, respondi� Don
Quijote. Y poniendo piernas a Rocinante, y terciando su lanz�n,
se sali� de la venta sin que nadie le detuviese; y �l, sin mirar
si le segu�a su escudero, se along� un buen trecho. El ventero,
que le vio ir, y que no le pagaba, acudi� a cobrar de Sancho
Panza, el cual dijo, que pues su se�or no hab�a querido pagar,
que tampoco �l pagar�a, porque siendo �l escudero de caballero
andante como era, la misma regla y raz�n corr�a por �l como por
su amo en no pagar cosa alguna en los mesones y ventas.
Amohin�se mucho desto el ventero, y amenaz�le que si no le
pagaba, lo cobrar�a de modo que le pesase. A lo cual Sancho
respondi�, que por la ley de caballer�a que su amo hab�a
recibido, no pagar�a un solo cornado aunque le costase la vida,
porque no hab�a de perder por �l la buena y antigua usanza de
los caballeros andantes, ni se hab�an de quejar de los escuderos
de los tales que estaban por venir al mundo, reproch�ndole el
quebrantamiento de tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho, que entre la
gente que estaba en la venta se hallasen cuatro perailes de
Segovia, tres agujeros del potro de C�rdoba, y dos vecinos de la
heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y
juguetona; los cuales casi como instigados y movidos de un mismo
esp�ritu, se llegaron a Sancho, y ape�ndole del asno, uno dellos
entr� por la manta de la cama del hu�sped, y ech�ndole en ella
alzaron los ojos y vieron que el techo era algo m�s bajo de lo
que hab�an menester para su obra y determinaron salirse al
corral, que ten�a por l�mite el cielo, y all� puesto Sancho en
mitad de la manta, comenzaron a levantarla en alto y a holgarse
con �l como un perro por carnastolendas. Las voces que el m�sero
manteado daba fueron tantas, que llegaron a los o�dos de su amo,
el cual, deteni�ndose a escuchar atentamente, crey� que alguna
nueva aventura le ven�a, hasta que claramente conoci� que el que
gritaba era su escudero, y volviendo las riendas, con un penado
golpe lleg� a la venta, y hall�ndola cerrada, la rode� por ver
si hallaba por donde entrar; pero no hubo entrado a las paredes
del corral, que no eran muy altas, cuando vi� el mal juego que
se le hac�a a su escudero.
Vi�le bajar y subir por el aire con tanta gracia y
presteza, que si la c�lera le dejara, tengo para m� que se
riera. Prob� a subir desde el caballo a las bardas; pero estaba
tan molido y quebrantado, que a�n apearse no pudo, y as� desde
encima del caballo comenz� a decir tantos denuestos y baldones a
los que a Sancho manteaban, que no es posible acertar a
escribillos; mas no por esto cesaban ellos de su risa y de su
obra, ni el volador Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con
amenazas, ya con ruegos; mas todo aprovechaba poco, ni aprovech�
hasta que de puro cansados le dejaron. Traj�ronle all� su asno,
y subi�ronle encima, le arroparon con su gab�n, y la compasiva
de Maritornes, vi�ndole tan fatigado, le pareci� ser bien
socorrelle con un jarro de agua, y as� se le trujo del pozo por
ser m�s fr�a. Tom�le Sancho, y llev�ndole a la boca, se par� a
las voces que su amo le daba, diciendo: Hijo Sancho, no bebas
agua, hijo, no la bebas que te matar�; ves, aqu� tengo el
sant�simo b�lsamo, y ense��bale la alcuza del brevaje, que con
dos gotas que de �l bebas sanar�s sin duda.
A estas voces volvi� Sancho los ojos como de trav�s, y dijo
con otras mayores: �Por dicha h�sele olvidado a vuestra merced
como yo no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las
entra�as que me quedaron de anoche? Gu�rdese su licor con todos
los diablos, y d�jeme a m�; y el acabar de decir �sto y el
comenzar a beber todo fue uno; mas como al primer trago vi� que
era agua, no quiso pasar adelante, y rog� a Maritornes que se le
trujese de vino; y as� lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo
pag� de su mismo dinero, porque en efecto se dice de ella que,
aunque estaba en aquel trato, ten�a unas sombras y lejos de
cristiana. As� como bebi� Sancho, di� de los carca�os a su asno,
y abri�ndole la puerta de la venta de par en par, se sali� della
muy contento de no haber pagado nada, y de haber salido con su
intenci�n, aunque hab�a sido a costa de sus acostumbrados
fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el ventero se
qued� con sus alforjas en pago de lo que se le deb�a; mas Sancho
no las echo menos, seg�n sali� turbado. Quiso el ventero
atrancar bien la puerta as� como le vi� fuera; mas no lo
consintieron los manteadores, que era gente que, aunque Don
Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la
Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.
Parte primera: Cap�tulo decimooctavo
Donde se cuentan las razones que pas� Sancho Panza con su
se�or Don
Quijote con otras aventuras dignas de ser contadas.
Lleg� Sancho a su amo marchito y desmayado, tanto que no
pod�a arrear a su jumento. Cuando as� le vi� Don Quijote, le
dijo: Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o
venta es encantado sin duda, porque aquellos que tan atrozmente
tomaron pasatiempo contigo, �qu� pod�an ser sino fantasmas y
gente del otro mundo? Y confirmo �sto, por haber visto que
cuando estuve por las bardas del corral mirando los actos de tu
triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, ni menos
pude apearme de Rocinante, porque me deb�an de tener encantado;
que te juro por la fe de quien soy, que si pudiera subir o
apearme, que yo te hubiera vengado de manera que aquellos
follones y malandrines se acordaran de la burla para siempre,
aunque en ello supiera contravenir a las leyes de caballer�a,
que como ya muchas veces te he dicho, no consienten que
caballero ponga mano contra quien no lo sea, si no fuere en
defensa de su propia vida y persona en caso de urgente y gran
necesidad.
Tambi�n me vengara yo si pudiera, dijo Sancho, fuera o no
fuera armado caballero; pero no pude, aunque tengo para m� que
aquellos que se holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres
encantados, como vuestra merced dice, sino hombres de carne y de
hueso como nosotros y todos, seg�n los o� nombrar cuando me
volteaban, ten�an sus nombres, que el uno se llamaba Pedro
Mart�nez, y el otro Tenorio Hern�ndez, y el ventero o� que se
llamaba Juan Palomeque el Zurdo; as� que, se�or, el no poder
saltar las bardas del corral, ni apearse del caballo, en �l
estuvo que en encantamientos; y lo que yo saco en limpio de todo
�sto, es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo al
cabo nos han de traer a tantas desventuras, que no sepamos cu�l
es nuestro pie derecho; y lo que ser�a mejor y m�s acertado,
seg�n mi poco entendimiento, fuera el volvernos a nuestro lugar,
ahora que es tiempo de la siega, y de entender en la hacienda,
dej�ndonos de andar de ceca en meca y de zoca en colodra como
dicen.
�Qu� poco sabes, Sancho, respondi� Don Quijote, de achaque
de caballer�a: calla y ten paciencia, que d�a vendr� donde veas
por vista de ojos cu�n honrosa cosa es andar en este oficio.
Sino dime: �qu� mayor contento puede haber en el mundo, o qu�
gusto puede igualarse al de vencer una batalla, y al de triunfar
de su enemigo? Ninguno, sin duda alguna. As� debe de ser,
respondi� Sancho, puesto que yo no lo s�; s�lo s� que despu�s
que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es (que yo no
hay para qu� me cuenten en tan honroso n�mero) jam�s hemos
vencido batalla alguna, si no fue la del vizca�no, y a�n de
aquella sali� vuestra merced con media oreja y media celada
menos; que despu�s ac� todo ha sido palos y m�s palos, pu�adas y
m�s pu�adas, llevando yo de ventaja el manteamiento, y haberme
sucedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme,
para saber hasta d�nde llega el gusto del vencimiento del
enemigo, como vuestra merced dice.
Esa es la pena que yo tengo, y la que t� debes tener,
Sancho, respondi� Don Quijote; pero de aqu� en adelante yo
procurar� haber a las manos alguna espada hecha con tal
maestr�a, que al que la trujere consigo no le puedan hacer
ning�n g�nero de encantamientos; y a�n podr�a ser que me
deparase la ventura aquella de Amad�s, cuando se llamaba el
"Caballero de la Ardiente Espada", que fue una de las mejores
espadas que tuvo caballero en el mundo; porque, fuera de que
ten�a la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no hab�a
armadura, por fuerte y encantada que fuese, que se le parase
delante. Yo soy tan venturoso, dijo Sancho, que cuando eso
fuese, y vuestra merced viniese a hallar semejante espada, s�lo
vendr�a a servir y aprovechar a los armados caballeros como el
b�lsamo, y a los escuderos que se los papen duelos. No temas
eso, Sancho, dijo Don Quijote, que mejor lo har� el cielo
contigo.
En estos coloquios iban Don Quijote y su escudero, cuando
vio Don Quijote que por el camino que iban ven�a hacia ellos una
grande y espesa polvareda, y en vi�ndola se volvi� a Sancho, y
le dijo: Este es el d�a, oh Sancho, en el cual se ha de ver el
bien que me tiene guardado mi suerte; este es el d�a, digo, en
que se ha de mostrar tanto como en otro alguno el valor de mi
brazo, y en que tengo de hacer obras que queden escritas en el
libro de la fama por todos los venideros siglos. �Ves aquella
polvareda que all� se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de
un copios�simo ej�rcito que de diversas e innumerables gentes
compuesto, por all� viene marchando. A esa cuenta, dos deben de
ser, dijo Sancho, porque desta parte contraria se levanta
asimesmo otra semejante polvareda. Volvi� a mirarla Don Quijote,
y vi� que as� era la verdad; y alegr�ndose sobremanera, pens�
sin duda alguna que eran dos ej�rcitos que ven�an a embestirse y
a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura, porque
ten�a a todas horas y momentos llena la fantas�a de aquellas
batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores, desaf�os,
que en los libros de caballer�a se cuentan; y todo cuanto
hablaba, pensaba o hac�a, era encaminado a cosas semejantes, y a
la polvareda que hab�a visto la levantaban dos grandes manadas
de ovejas y carneros, que por el mismo camino de dos diferentes
partes ven�an, las cuales con el polvo no se echaron de ver
hasta que llegaron cerca; y con tanto ah�nco afirmaba Don
Quijote que eran ej�rcito, que Sancho le vino a creer, y a
decirle: Se�or, �pues qu� hemos de hacer nosotros? �Qu�? dijo
Don Quijote. Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos;
y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente lo
conduce y gu�a el gran emperador Alifanfaron, se�or de la grande
isla Trapobana; este otro, que a mis espaldas marcha, es el de
su enemigo el rey de los Garamantas, Pentapolin del arremangado
brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho
desnudo.
Pues �por qu� se quieren tan mal estos dos se�ores?
pregunt� Sancho. Qui�rense mal, respondi� Don Quijote, porque
este Alifanfaron es un furibundo pagano, y est� enamorado de la
hija de Pentapolin, que es una muy hermosa y adem�s agraciada
se�ora, y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al
rey pagano si no deja primero la ley de su falso profeta Mahoma,
y se vuelve a la suya. Para mis barbas, dijo Sancho, si no hace
muy bien Pentapolin, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere.
En eso har�s lo que debes, Sancho, dijo Don Quijote, porque para
entrar en batallas semejantes no requiere ser armado caballero.
Bien se me alcanza eso, respondi� Sancho; pero �d�nde pondremos
a este asno, que estemos ciertos de hallarle despu�s de pasada
la refriega, porque al entrar en ella en semejante caballer�a no
creo que est� en uso hasta ahora? As� es verdad, dijo Don
Quijote; lo que puedes hacer d�l es dejarle a sus aventuras,
ahora se pierda o no, porque ser�n tanto los caballos que
tendremos despu�s que salgamos vencedores, que a�n corre peligro
Rocinante no le trueque por otro; pero est�me atento y mira, que
te quiero dar cuenta de los caballeros m�s principales que en
estos dos ej�rcitos vienen, y para que mejor los veas y los
notes, retir�monos a aquel altillo que all� se hace, de donde se
deben descubrir los dos ej�rcitos.
Hici�ronlo as� y pusi�ronse sobre una loma, desde la cual
se ve�an bien las dos manadas que a Don Quijote se le hicieron
ej�rcito, si las nubes del polvo que levantaban no les turbara y
cegara la vista; pero con todo esto, viendo en su imaginaci�n lo
que no ve�a ni hab�a, con voz levantada comenz� a decir: Aquel
caballero que all� ves de las armas jaldes, que trae en el
escudo un le�n coronado rendido a los pies de una doncella, es
el valeroso Laurcalco, se�or de la Puente de Plata. El otro de
las armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres
coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran
duque de Quirocia. El otro de los miembros gigantes que est� a
su derecha mano, es el nunca medroso Brandabarbaran de Boliche,
se�or de las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de
serpiente, y tiene por escudo una puerta, que seg�n es fama, es
una de las del templo que derrib� Sanson cuando con su muerte se
veng� de sus enemigos. Pero vuelve los ojos a estotra parte, y
ver�s delante y en la frente de estotro ej�rcito al siempre
vencedor y jam�s vencido Timonel de Carcajona, pr�ncipe de la
Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a
cuarteles azules, verdes, blancos y amarillos, y trae en el
escudo un gato de oro en campo leonado con una letra que dice
"Miau", que es el principio del nombre de su dama, que seg�n se
dice es la sin par Miaulina, hija del duque de Alfe�iquen del
Algarbe. El otro, que carga y oprime los lomos de aquella
poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas, y el
escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de
naci�n franc�s, llamado Pierres Papin, se�or de las baron�as de
Utrique. El otro, que bate las hijadas con los herrados carca�os
a aquella pintada y lijera cebra, y trae las armas de los veros
azules, es el poderoso duque de Nervia, Espartafilardo del
Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera con
una letra en castellano, que dice as�: "Rastrea mi suerte".
Y desta manera fu� nombrando muchos caballeros del uno y
del otro escuadr�n que �l se imaginaba, y a todos les di� sus
armas, colores, empresas y motes de improviso, llevado de la
imaginaci�n de su nunca vista locura, y sin parar prosigui�
diciendo: A este escuadr�n frontero forman y hacen gentes de
diversas naciones; aqu� est�n los que beben las dulces aguas del
famoso Janto, los montuosos que pisan los masil�scos campos, los
que criban el fin�simo y menudo oro en la felice Arabia, los que
gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte, los
que sangran por muchas y diversas v�as al dorado Pactolo, los
mumidas dudosos en sus promesas, los persas en arcos y flechas
famosos, los partos, los medos, que pelean huyendo, los �rabes
de mudables casas, los citas tan crueles como blancos, los
et�opes de horadados labios, y otras infinitas naciones cuyos
rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo. En
estotro escuadr�n vienen los que beben las corrientes
cristalinas del oliv�fero Betis, los que tersan y pulen con el
licor del siempre rico y dorado Tajo, los que gozan las
provechosas aguas del divino Genil, los que pisan los tartesios
campos de pastos abundantes, los que se alegran en el�seos
jerezanos prados, los manchegos ricos y coronados de rubias
espigas, los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre
goda, los que en Pisuerga se ba�an, famoso por la mansedumbre de
su corriente, los que su ganado apacientan en las extendidas
dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso,
los que tiemblan con el fr�o del silboso Pirineo y con los
blancos copos del levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la
Europa en s� contiene y encierrra.
�V�lame Dios, y cu�ntas provincias dijo, cu�ntas naciones
nombr�, d�ndole a cada una con maravillosa presteza los
atributos que le pertenec�an, todo absorto y empapado en lo que
hab�a le�do en sus libros mentirosos! Estaba Sancho Panza
colgado de sus palabras sin hablar ninguna, y de cuando en
cuando volv�a la cabeza a ver si ve�a los caballeros y gigantes
que su amo nombraba, y como no descubr�a a ninguno le dijo:
Se�or, encomiendo al diablo, si hombre, ni gigante, ni caballero
de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto, a lo menos
yo no los veo; quiz� todo esto debe ser encantamiento como las
fantasmas de anoche.
�C�mo dices eso? respondi� Don Quijote, �no oyes el
relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de
los atambores? No oigo otra cosa, respondi� Sancho, sino balidos
de ovejas y carneros, y as� era la verdad, porque ya llegaban
cerca los dos reba�os. El miedo que tienes, dijo Don Quijote, te
hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas, porque uno de los
efectos del miedo es turbar los sentidos, y hacer que las cosas
no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, ret�rate a una
parte y d�jame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte
a quien yo diere mi ayuda. Y diciendo �sto puso las espuelas a
Rocinante, y puesta la lanza en el ristre baj� de la costezuela
como un rayo. Diole voces Sancho, dici�ndole: Vu�lvase vuestra
merced, se�or Don Quijote, que voto a Dios que son carneros y
ovejas las que va a embestir: vu�lvase, desdichado del padre que
me engendr�: �qu� locura es �sta! Mire que no hay gigante ni
caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni
enteros, ni veros azules ni endiablados. �Qu� es lo que hace?
Pecador soy yo a Dios. Ni por esas volvi� Don Quijote, antes en
altas voces iba diciendo: Ea, caballeros, los que segu�s y
militais debajo de las banderas del poderoso emperador
Pentapolin del arremangado brazo, seguidme todos, vereis cu�n
facilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfaron de la
Trapobana.
Esto diciendo, se entr� por medio del escuadr�n de las
ovejas, y comenz� de alanceallas con tanto con coraje y denuedo,
como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores
y ganaderos que con la manada ven�an, d�banle voces que no
hiciese aquello; pero viendo que no aprovechaban, desci��ronse
las ondas, y comenzaron a saludarle los o�dos con piedras como
el pu�o. Don Quijote no se curaba de las piedras; antes
discurriendo a todas partes, dec�a: �Ad�nde est�s, soberbio
Alifanfaron? Vente a m�, que un caballero solo soy, que desea de
solo a solo probar tus fuerzas y quitarte la vida en pena de la
que das al valeroso Pentapolin Garamanta.
Lleg� en �sto una peladilla de arroyo, y d�ndole en un
lado, le sepult� dos costillas en el cuerpo. Vi�ndose tan
maltrecho, crey� sin duda que estaba muerto o mal ferido, y
acord�ndose de su licor, sac� su alcuza, y p�sosela a la boca, y
comenz� a echar licor en el estomago; mas antes que acabase de
envasar lo que a �l le parec�a que era bastante lleg� otra
almendra, y di�le en la mano y en la alcuza tan de lleno, que se
la hizo pedazos, llev�ndole de camino tres o cuatro dientes y
muelas de la boca, y machuc�ndole malamente dos dedos de la
mano.
Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que le fue
forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo abajo.
Lleg�ronse a �l los pastores, y creyendo que le hab�an muerto, y
as� con mucha priesa recogieron su ganado, y cargaron de las
reses muertas, que pasaban de siete, y sin averiguar otra cosa
se fueron. Est�base todo este tiempo Sancho sobre la cuesta,
mirando las locuras que su amo hac�a, y arranc�base las barbas,
maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le hab�a
dado a conocer. Vi�ndole, pues, ca�do en el suelo, y que ya los
pastores se hab�an ido, baj� de la cuesta y lleg�se a �l, y
hall�ndole de muy mal arte, aunque no hab�a perdido el sentido,
y d�jole: �No le dec�a yo, se�or Don Quijote, que se volviese,
que los que iba a acometer no eran ej�rcitos, sino manadas de
carneros?
Como �so puede desaparecer y contrahacer aquel ladr�n del
sabio mi enemigo, respondi� Don Quijote: s�bete, Sancho, que es
muy facil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y
este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que v�o que
yo hab�a de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de
enemigos en manadas de ovejas. Si no haz una cosa, Sancho, por
mi vida, porque te desenga�es y veas ser verdad lo que te digo:
sube en tu asno y s�guelos bonitamente, y ver�s c�mo, en
alej�ndose de aqu� alg�n poco, se vuelven en su ser primero, y
dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos, como te
los pint� primero, pero no vayas ahora, que he menester tu favor
y ayuda; ll�gate a m�, y mira cu�ntas muelas y dientes me
faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca.
Lleg�se Sancho tan cerca, que casi le met�a los ojos en la
boca, y fue a tiempo que ya hab�a obrado el b�lsamo en el
est�mago de Don Quijote, y al tiempo que Sancho lleg� a mirarle
la boca, arroj� de s�, m�s recio que una escopeta, cuanto dentro
ten�a, y le di� con todo ello en las barbas del compasivo
escudero. �Santa Mar�a! dijo Sancho. �Y qu� es �sto que me ha
sucedido? Sin duda este pecador est� herido de muerte, pues
vomita sangre por la boca. Pero reparando un poco m�s en ello,
ech� de ver en la color, sabor y olor, que no era sangre, sino
el b�lsamo de la alcuza que �l le hab�a visto beber; y fu� tanto
el asco que tom�, que revolvi�ndosele el est�mago, vomit� las
tripas sobre su mismo se�or, y quedaron entrambos como de
perlas. Acudi� Sancho a su asno para sacar de las alforjas con
qu� limpiarse y con qu� curar a su amo, y como no las hall�,
estuvo a punto de perder el juicio; mald�jose de nuevo; y
propuso en su coraz�n de dejar a su amo y volverse a su tierra,
aunque perdiese el salario de lo servido y las esperanzas del
gobierno de la prometida �nsula.
Lev�ntose en esto Don Quijote, y puesta la mano izquierda
en la boca, porque no se le acabasen de salir los dientes, asi�
con la otra las riendas de Rocinante, que nunca se hab�a movido
de junto a su amo (tal era de leal y bien acondicionado), y
fuese a donde su escudero estaba, de pechos sobre su asno, con
la mano en la mejilla en guisa de hombre pensativo, adem�s, y
vi�ndole Don Quijote de aquella manera, con muestras de tanta
tristeza, le dijo: S�bete, Sancho, que no es un hombre m�s que
otro si no hace m�s que otro: todas esta borrascas que nos
suceden son se�ales de que presto ha de serenar el tiempo, y han
de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni
el bien sean durables, y de aqu� se sigue que, habiendo durado
mucho el mal, el bien est� ya cerca, as� que no debes congojarte
por las desgracias que a m� me suceden, pues a ti no te cabe
parte de ellas. �C�mo no? respondi� Sancho; �por ventura el que
ayer mantearon era otro que el hijo de mi padre? �y las alforjas
que hoy me faltan, respondi� Sancho. �De ese modo, no tenemos
que comer hoy? replic� Don Quijote. Eso fuera, respondi� Sancho,
cuando faltaran por estos prados las yerbas que vuestra merced
dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan
mal aventurados caballeros andantes, como vuestra merced es.
Con todo eso, respondi� Don Quijote, tomara yo m�s aina un
cuartel de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques,
que cuantas yerbas describe Diosc�rides, aunque fuera el
ilustrado doctor Laguna; mas con todo �sto, sube en tu jumento,
Sancho el bueno, y vente tras mi, que Dios, que es proveedor de
todas las cosas, no nos ha de faltar, y m�s andando tan en su
servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos del aire,
ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua,
y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y
malos, y llueve sobre los injustos y justos. M�s bueno era
vuestra merced, dijo Sancho, para predicador que para caballero
andante. De todo sab�an y han de saber los caballeros andantes,
Sancho, dijo Don Quijote, porque caballero andante hubo en los
pasados siglos, que as� se paraba a hacer un serm�n o pl�tica en
un camino real, como si fuera graduado por la universidad de
Par�s, de donde se infiere, que nunca la lanza embot� la pluma,
ni la pluma la lanza. Ahora bien, sea as� como vuestra merced
dice, respondi� Sancho; vamos ahora de aqu� y procuremos donde
alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya
mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados, que
si los hay, dar� al diablo el hato y el garabato.
P�deselo t� a Dios, dijo Don Quijote, gu�a t� por donde
quisieres, que esta vez quiero dejar a tu elecci�n el alojarnos;
pero dame ac� la mano, y ati�ntame con el dedo, y mira bien
cu�ntos dientes y muelas me faltan deste lado derecho de la
quijada alta, que all� siento el dolor. Meti� Sancho los dedos,
y est�ndole atent�ndo le dijo: �Cu�ntas muelas sol�a vuestra
merced tener en esta parte? Cuatro, respondi� Don Quijote, fuera
de la cordal todas enteras y muy sanas. Mire vuestra merced bien
lo que dice, se�or, respondi� Sancho. Digo cuatro, si no eran
cinco, respondi� Don Quijote, porque en toda mi vida me han
sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha ca�do, ni comido
de neguijon, ni de reuma alguna. Pues en esta parte de abajo,
dijo Sancho, no tiene vuestra merced m�s de dos muelas y media,
ni ninguna, que toda est� rasa como la palma de la mano.
�Sin ventura yo! dijo Don Quijote, oyendo las tristes
nuevas que su escudero le daba, que m�s quisiera que me hubieran
derribado un brazo, como no fuera el de la espada; porque te
hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como el molino sin
piedra, y en mucho m�s se ha de estimar un diente que un
diamante; mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos la
estrecha orden de la caballer�a. Sube, amigo, y gu�a, que yo te
seguir� al paso que quisieres. H�zolo as� Sancho, y encaminose
hacia donde le pareci� que pod�a hallar acogimiento, sin salir
del camino real, que por all� iba muy seguido. Y�ndose, pues,
poco a poco, porque el dolor de las quijadas de Don Quijote no
le dejaba sosegar, ni atender a darse priesa, quiso Sancho
entretenelle y divertirle dici�ndole alguna cosa, y entre otras
que le dijo, fue lo que se dir� en el siguiente cap�tulo.
Parte primera: Cap�tulo decimonoveno
De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de
la aventura
que le sucedi� con un cuerpo muerto, con otros
acontecimientos famosos.
Par�ceme, se�or m�o, que todas estas desventuras que estos
d�as nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado
cometido por vuestra merced contra la orden de caballer�a, no
habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a
manteles ni con la reina folgar, con todo aquello que a esto se
sigue y vuestra merced jur� de cumplir, hasta quitar aquel
almete de Malandrino, o como se llama el moro, que no me acuerdo
bien. Tienes mucha raz�n, Sancho, dijo Don Quijote; mas para
decirte verdad, ello se me hab�a pasado de la memoria y tambi�n
puedes tener por cierto que por la culpa de no hab�rmelo t�
acordado en tiempo, te sucedi� aquello de la manta; pero yo har�
la enmienda, que modos hay de composici�n en la orden de la
caballer�a para todo. �Pues jur� yo algo por dicha? respondi�
Sancho. No importa que no hayas jurado, dijo Don Quijote; basta
que yo entiendo que de participantes no est�s muy seguro, y por
s� o por no, no ser� malo proveernos de remedio. Pues si ello es
as�, dijo Sancho, mire vuestra merced, no se le torne a olvidar
�sto como lo del juramento; quiz� les volver� la gana a los
fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y a�n con vuestra
merced, si le ven tan pertinaz.
En �stas y otras pl�ticas les tom� la noche en mitad del
camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche se
recogiesen, y lo que no hab�a de bueno en ello, era que perec�an
de hambre, que con la falta de las alforjas les falt� toda la
despensa y matalotaje; y para acabar de confirmar esta
desgracia, les una aventura, que sin artificio alguno
verdaderamente lo parec�a, y fue que la noche cerr� con alguna
oscuridad; pero con todo esto caminaban, creyendo Sancho que,
pues aquel camino era real, a una o dos leguas de buena raz�n
hallar�a en �l alguna venta. Yendo, pues, desta manera, la noche
oscura, el escudero hambriento, y el amo con ganas de comer,
vieron que por el mismo camino que iban ven�an hacia ellos gran
multitud de lumbres, que no parec�an sino estrellas que se
mov�an.
Pasm�se Sancho en vi�ndolas, y Don Quijote no las tuvo
todas consigo: tir� el uno del cabestro a su asno, y el otro de
las riendas a su rocino, y estuvieron quedos mirando atentamente
lo que pod�a ser aquello, y vieron que las lumbres se iban
acercando a ellos, y mientras m�s se llegaban, mayores parec�an,
a cuya vista Sancho comenz� a temblar como un azogado, y los
cabellos de la cabeza se le erizaron a Don Quijote, el cual,
anim�ndose un poco, dijo: Esta sin duda, Sancho, debe de ser
grand�sima y peligros�sima aventura, donde ser� necesario que yo
muestre todo mi valor y esfuerzo. �Desdichado de m�! respondi�
Sancho. Si acaso esta aventura fuese de fantasmas como me lo va
pareciendo, �ad�nde habr� costillas que la sufran? Por m�s
fantasmas que sean, dijo Don Quijote, no consentir� yo que te
toquen en el pelo de la ropa, que si la otra vez se burlaron
contigo, fue porque no pude saltar las paredes del corral, pero
ahora estamos en campo raso, donde podr� yo como quisiera
esgrimir mi espada. Y si le encantan y entomecen como la otra
vez lo hicieron, dijo Sancho, �qu� aprovechar� estar en campo
abierto o no? Con todo eso, replic� Don Quijote, te ruego
Sancho, que tengas buen �nimo, que la experiencia te dar� a
entender el que yo tengo. S� tendr�, si a Dios place, respondi�
Sancho, y apart�ndose los dos a un lado del camino, tornaron a
mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que
caminaban pod�a ser, y de all� a muy poco descubrieron muchos
encamisados, cuya temerosa visi�n de todo punto remat� el �nimo
de Sancho Panza, el cual comenz� a dar diente con diente como
quien tiene fr�o de cuartana; y creci� m�s el batir y dentellear
cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron
hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas
encendidas en las manos, detr�s de los cuales ven�a una litera
cubierta de luto, a la cual segu�an otros seis de a caballo
enlutados hasta los pi�s de las mulas, que bien vieron que no
eran caballos en el sosiego con que caminaban; iban los
encamisados murmurando entre s� con una voz baja y compasiva.
Esta extra�a visi�n a tales horas y en despoblado bien
bastaba para poner miedo en el coraz�n de Sancho, y a�n en el de
su amo, y as� fuera en cuanto a Don Quijote, que ya Sancho hab�a
dado al trav�s con todo su esfuerzo: lo contrario le avino a su
amo, al cual en aquel punto se le represent� en su imaginaci�n
al vivo que aquella era una de las aventuras de sus libros;
figur�sele que la litera eran andas donde deb�an de ir alg�n mal
ferido o muerto caballero, cuya venganza a �l solo estaba
reservada, y sin hacer otro discurso enristr� su lanz�n, p�sose
bien en la silla, y con el gentil br�o y continente se puso en
la mitad del camino por donde los encaminados forzosamente
hab�an de pasar, y cuando los vio cerca, alz� la voz y dijo:
Deteneos, caballeros, quien quiera que seais, y dadme cuenta de
qui�n sois, de d�nde ven�s, a d�nde vais, qu� es lo que en
aquellas andas llev�is, que, seg�n las muestras, o vosotros
habeis fecho, o vos han fecho alg�n desaguisado, y conviene y es
menester que yo lo sepa, o bien para castigaros del mal que
ficisteis, o bien para vengaros del tuerto que vos ficieron.
Vamos de priesa, respondi� uno de los encamisados, y est� la
venta lejos y no nos podemos detener a dar tanta cuenta como
ped�s. Y picando la mula pas� adelante. Sinti�se desta respuesta
grandemente Don Quijote, y trabando a la mula del freno dijo:
Deteneos y sed m�s bien criado, y dadme cuenta de lo que os he
preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla.
Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno se espant�
de manera que alz�ndose en sus pies di� con su due�o por las
ancas en el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al
encamisado, comenz� a denostar a Don Quijote, el cual, ya
encolerizado sin esperar m�s, enristrando su lanz�n arremeti� a
uno de los enlutados, y mal ferido dio con �l en tierra, y
revolvi�ndose por los dem�s, era cosa de ver con la presteza que
los acomet�a y desbarataba, que no parec�a sino que en aquel
instante le hab�an nacido alas a Rocinante, seg�n andaba de
ligero y orgulloso. Todos los encamisados eran gente medrosa y
sin armas, y as� con facilidad en un momento dejaron la
refriega, y comenzaron a correr por aquel campo con las hachas
encendidas, que no parec�an sino a los de las mascaras, que en
noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados, asimismo
revueltos y envueltos en sus faldamentas y lobas, no se pod�an
mover; as� que muy a su salvo Don Quijote los apale� a todos, y
les hizo dejar su sitio mal de su grado, porque todos pensaron
que aquel no era hombre, sino diablo del infierno, que les sal�a
a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.
Todo lo miraba Sancho admirado del ardimiento de su se�or,
y dec�a entre s�: Sin duda este mi amo es tan valiente y
esforzado como �l dice. Estaba un hacha ardiendo en el suelo
junto al primero que derrib� la mula, a cuya luz le pudo ver Don
Quijote, y lleg�ndose a �l le puso la punta del lanz�n en el
rostro, dici�ndole que se rindiese, si no que le matar�a: a lo
cual respondi� el ca�do: Harto rendido estoy, pues no me puedo
mover, que tengo una pierna quebrada; suplico a vuestra merced,
si es caballero cristiano, que no me mate, que cometer� un gran
sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras �rdenes.
�Pues qui�n diablos os ha tra�do aqu�, dijo Don Quijote, siendo
hombre de iglesia? �Qui�n, se�or? replic� �l ca�do. Mi
desventura. Pues otra mayor os amenaza, dijo Don Quijote, si no
me satisfaceis a todo cuanto primero os pregunte. Con facilidad
ser� vuestra merced satisfecho, respondi� el licenciado; y as�
sabr� vuestra merced, que denantes dije que yo era licenciado,
no soy sino bachiller, y ll�mome Alonso L�pez; soy natural de
Alcovendas, vengo de la ciudad de Baeza con otros once
sacerdotes, que son los que huyeron con las hachas, vamos a la
ciudad de Segovia, acompa�ando un cuerpo muerto que va en
aquella litera, que es de un caballero que muri� en Baeza, donde
fue depositado, y ahora como digo, llev�bamos sus huesos a su
sepultura, que est� en Segovia, de donde era natural.
�Y qui�n le mat�? pregunt� Don Quijote. Dios, por medio de
unas calenturas pestilentes que le dieron, respondi� el
bachiller. Desa suerte, dijo Don Quijote, quitado me ha nuestro
Se�or del trabajo que hab�a de tomar en vengar su muerte, si
otro alguno le hubiera muerto: pero habi�ndole muerto quien le
mat�, no hay sino callar y encoger los hombros, porque lo mismo
hiciera si a m� mismo me matara; y quiero que sepa vuestra
reverencia, que soy un caballero de la Mancha, llamado Don
Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo
enderazano tuertos y desfaciendo agravios. No s� c�mo puede ser
eso de enderezar tuertos, dijo el bachiller; pues a m� de
derecho me habeis vuelto tuerto, dej�ndome una pierna quebrada,
la cual no se ver� derecha en todos los d�as de mi vida, y el
agravio que en m� habeis deshecho ha sido dejarme agraviado de
manera que me quedar� agraviado para siempre, y harta desventura
ha sido topar con vos, que vais buscando aventuras. No todas las
cosas, respondi� Don Quijote, suceden de un mismo modo: el da�o
estuvo, se�or bachiller Alonso L�pez, en venir como ven�ades de
noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas
encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente
semej�bades cosa mala y del otro mundo, y as� yo no puedo dejar
de cumplir con mi obligaci�n acometi�ndoos, y os acomeitera
aunque verdaderamente supiera que erades los mismos Satanases
del infierno, que para tales os juzgu� y tuve siempre. Ya que
as� lo ha querido mi suerte, dijo el bachiller, suplic� a
vuestra merced, se�or caballero andante, que tan mala andanza me
ha dado, me ayude a salir de debajo desta mula, que me tiene
tomada una pierna entre el estribo y la silla. Hablara yo para
ma�ana, dijo Don Quijote; �y hasta cu�ndo aguard�bades a decirme
vuestro af�n? Di� luego voces a Sancho Panza que viniese; pero
�l no se cur� de venir, porque andaba ocupado desvalijando una
ac�mila de repuesto que tra�an aquellos buenos se�ores bien
bastecida de cosa de comer. Hizo Sancho costal de su gab�n y
recogiendo adem�s todo lo que pudo y cupo en el talego de la
ac�mila, cargo su jumento, y luego acudi� a las voces de su amo
y ayud� a sacar al se�or bachiller de la opresi�n de la mula, y
poni�ndole encima della, le dio el hacha, y Don Quijote le dijo
que siguiese la derrota de sus compa�eros, a quien de su parte
pidiese perd�n de el agravio, que no hab�a sido en su mano dejar
de haberles hecho. Dij�le tambi�n Sancho: Si acaso quisieren
saber esos se�ores qui�n ha sido el valeroso que tales los puso,
d�gales vuestra merced que es el famoso Don Quijote de la
Mancha, que por otro nombre se llama el "Caballero de la Triste
Figura". Con esto se fue el bachiller, y Don Quijote pregunt� a
Sancho, que qu� le hab�a movido a llamarle el "Caballero de la
Triste Figura", m�s entonces que nunca. Yo se lo dir�, respondi�
Sancho, porque le estado mirando un rato a luz de aquella hacha
que llevaba aquel mal andante, y verdaderamente tiene vuestra
merced la m�s mala figura de poco ac� que jam�s he visto; y
d�belo de haber causado o ya el cansancio deste combate, o ya la
falta de muelas o dientes.
No es eso, respondi� Don Quijote, sino el sabio a cuyo
cargo debe de estar el escribir la historia de mis haza�as, le
habr� parecido que ser� bien que yo tome alg�n nombre apelativo,
como lo tomaban los caballeros pasados: cu�l se llamaba "el de
la Ardiente Espada", cu�l "el del Unicornio", aquel "el de las
Doncellas", aqueste "el del ave F�nix", el otro "el Caballero
del Grifo", estotro "el de la Muerte", y por estos nombres e
insignias eran conocidos por la toda la redondez de la tierra; y
as� digo que el sabio ya dicho te habr� puesto en la lengua y en
el pensamiento ahora que me llamase el "Caballero de la Triste
Figura", como pienso llamarme desde hoy en adelante, y para que
mejor me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar, cuando
haya lugar, en mi escudo una muy triste figura. No hay para qu�,
se�or, querer gastar tiempo y dineros en hacer esta figura, dijo
Sancho, sino lo que se ha de hacer es que vuestra merced
descubra la suya, y d� rostro a los que le miraren, que sin m�s
ni m�s, y sin otra imagen ni escudo, le llamar�n "el de la
Triste Figura", y cr�ame que le digo la verdad, porque le
prometo a vuestra merced, se�or (y esto sea dicho en burlas),
que le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas,
que, como ya tengo dicho, se podr� muy bien excusar la triste
pintura. Ri�se Don Quijote del donaire de Sancho; pero con todo
propuso de llamarse de aquel nombre en pudiendo pintar su escudo
o rodela como hab�a imaginado.
Olvid�baseme de decir, dijo al marcharse el bachiller a Don
Quijote, que advierta a vuestra merced que queda descomulgado
por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada, justa
ilud: sit quis suadente diabolo, etc. No entiendo este lat�n,
respondi� Don Quijote: mas yo s� bien que no puse las manos,
sino este lanz�n; cuanto m�s, que yo no pens� que ofend�a a
sacerdotes, ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro
como cat�lico y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y
vestiglos del otro mundo; y cuando eso as� fuese, en la memoria
tengo lo que le pas� al CId Rui Diaz cuando quebr� la silla del
embajador de aquel rey delante de su santidad el Papa, por lo
cual le descomulg�, y anduvo aquel d�a el buen Rodrigo de Vivar
como muy honrado y valiente caballero.
En oyendo �sto el bachiller se fue, como queda dicho, sin
replicarle palabra. Quisiera Don Quijote mirar si el cuerpo que
ven�a en la litera eran huesos o no; pero no lo consinti�
Sancho, diciendole: Se�or, vuestra merced ha acabado esta
peligrosa aventura lo m�s a su salvo de todas las que yo he
visto; esta gente, aunque vencida y desbaratada, podr�a ser que
cayese en la cuenta de que los venci� s�lo una persona, y
corridos y avergonzados desto volviesen a rehacerse y aa
buscarnos, y nos diesen muy bien en que entender. El jumento
est� como viene, la monta�a cerca, la hambre carga, no hay que
hacer sino retirarnos con gentil comp�s de pi�s, y como dicen,
v�yase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza. Y
antecogiendo a su asno, rog� a su se�or que le siguiese, el
cual, pareci�ndole que Sancho ten�a raz�n, sin volverle a
replicar le sigui�. Y a poco trecho que caminaban por entre dos
monta�uelas, se hallaron en un espacioso y escondido valle,
donde se apearon, y Sancho alivi� el jumento; y tendidos sobre
la verde yerba, con la salsa de su hambre almorzaron, comieron,
merendaron y cenaron a un mismo punto, satisfaciendo sus
est�magos con m�s de una fiambrera que los se�ores cl�rigos del
difunto (que pocas veces se dejan mal pasar) en la ac�mila de su
repuesto tra�an; mas sucedi�le otra desgracia, que Sancho tuvo
por la peor de todas, y fue que no ten�an vino que beber, ni
agua que llegar a la boca y acosados de la sed dijo Sancho,
viendo que el prado donde estaban estaba colmado de verde y
menuda yerba, lo que se dir� en el siguiente cap�tulo.
Parte primera: Cap�tulo vig�simo
De la jam�s vista ni o�da aventura que con m�s poco peligro
fue acabada
de famoso caballero en el mundo, como la acab� el valeroso
D. Quijote de
la Mancha
No es posible, se�or m�o, sino que estas yerbas dan
testimonio de que por aqu� cerca debe de estar alguna fuente o
arroyo que humedece, y as� ser� bien que vayamos un poco m�s
adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible
sed que nos fatiga, que sin duda causa mayor pena que la hambre.
Pareci�le bien el consejo a Don Quijote, y tomando de la rienda
a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno despu�s de haber
puesto sobre �l los relieves que de la cena quedaron, comenzaron
a caminar sobre el prado arriba a tiento, porque la oscuridad de
la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado
doscientos pasos, cuando lleg� a sus o�dos un gran ruido de
agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se
despe�aba. Alegr�les el ruido en gran manera, y par�ndose a
escuchar hacia que parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo
que les agu� el contento del agua, especialmente a Sancho que
naturalmente era medroso y de poco �nimo: digo que oyeron que
daban unos golpes a comp�s, con un cierto crujir de hierros y
cadenas, que acompa�ados del furioso estruendo del agua,
pusieron pavor a cualquier otro coraz�n que no fuera el de Don
Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, oscura, y ellos acertaron a
estar entre unos �rboles altos, cuyas hojas, movidas del blando
viento, hac�an un temeroso y manso ruido; de manera que la
soledad, el sitio, la oscuridad, el ruido de la agua con susurro
de las hojas, todo causaba horror y espanto, y m�s cuando vieron
que ni los golpes cesaban, ni el viento dorm�a, ni la ma�ana
llegaba, a�adi�ndose a todo esto el ignorar el lugar donde se
hallaban; pero Don Quijote, acompa�ado de su intr�pido coraz�n,
salt� sobre Rocinante, y embrazando su rodela, terci� su lanz�n
y dijo: Sancho amigo, has de saber que yo nac�, por querer del
cielo, en nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de
oro o la dorada, como suele llamarse; yo soy aquel para quien
est�n guardados los peligros, las grandes haza�as, los valerosos
hechos; yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la
Tabla Redonda, los doce de Francia y los nueve de la Fama, y el
que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, los
Olivante y Tirantes, Febos y Belianises, con toda la caterva de
los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en
este en que me hallo tales grandezas, estra�ezas y fechos de
armas, que escurezcan las m�s claras que ellos ficieron. Bien
notas, escudero fiel y leal, las tinieblas desta noche, su
extra�o silencio, el sordo y confuso estruendo destos �rboles,
el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que
parece que se despe�a y derrumba desde los altos montes de la
luna, y aquel incesante golpear que nos hiere y lastima los
o�dos; las cuales cosas todas juntas, y cada una por s�, son
bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del
mismo Marte, cuanto m�s en aquel que no est� acostumbrado a
semejantes acontecimientos y aventuras; pues todo esto que yo te
pinto son incentivos y despertadores de mi �nimo, que ya hace
que el coraz�n me reviente en el pecho con el deseo que tiene de
acometer esta aventura, por m�s dificultosa que se muestra; as�
que aprieta un poco las cinchas a Rocinante y qu�date a Dios, y
esp�rame aqu� hasta tres d�as no m�s, en los cuales, si no
volviere, puedes t� volverte a nuestra aldea, y desde all� por
hacerme merced y buena obra, ir�s al Toboso, donde dir�s a la
incomparable se�ora m�a Dulcinea, que su cautivo caballero muri�
por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.
Cuando Sancho oy� las palabras de su amo, comenz� a llorar
con la mayor ternura del mundo, y a decirle: Se�or, yo no s�
porque quiere vuestra merced acometer esta tan tenebrosa
aventura; ahora es de noche, aqu� no nos ve nadie, bien podemos
torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en
tres d�as; y pues no hay quien nos vea, menos habr� quien nos
note de cobardes: cuanto m�s que yo he o�do muchas veces
predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced muy bien
conoce, que quien busca el peligro perece en �l: as� que no es
bien tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se
puede escapar sino por milagro; y basta lo que ha hecho el cielo
con vuestra merced en librarle de ser manteado como yo lo fui, y
en sacarle vencedor, libre y salvo entre tantos enemigos como
acompa�aban al difunto; y cuando todo esto no mueva ni ablande
ese duro coraz�n, mu�vale el pensar que apenas se habr� vuestra
merced apartado de aqu�, cuando yo de miedo d� mi �nima a quien
quisiera llevarla. Yo sal� de mi tierra, y dej� hijos y mujer
por venir a servir a vuestra merced, creyendo valer m�s, y no
menos; pero como la codicia rompe el saco, a m� me ha rasgado
mis esperanzas, pues cuando m�s vivas las ten�a de alcanzar
aquella negra y malhadada �nsula que tantas veces vuestra merced
me ha prometido, veo que en pago y trueco della me quiere ahora
dejar en un lugar tan apartado del trato humano: por un solo
Dios, se�or m�o, que non se me faga tal desaguisado; y ya que
del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este
fecho, dil�telo a lo menos hasta la ma�ana, que a lo que a m� me
muestra la ciencia que aprend� cuando era pastor, no debe de
haber desde aqu� al alba tres horas, porque la boca de la bocina
est� encima de la cabeza, y hace la medianoche en la l�nea del
brazo izquierdo.
�C�mo puedes t�, Sancho, dijo Don Quijote, ver donde hace
esa l�nea, ni d�nde est� esa boca o ese colodrillo que dices, si
hace la noche tan oscura que no parece en todo el cielo estrella
alguna? As� es, dijo Sancho; pero tiene el miedo muchos ojos, y
ve las cosas debajo de tierra, cuanto m�s encima en el cielo,
puesto que por buen discurso, bien se puede entender que hay
poco de aqu� al d�a. Falte lo que faltare, respondi� Don
Quijote, que no se ha de decir por m� ahora, ni en ning�n
tiempo, que l�grimas y ruegos me apartaron de hacer lo que deb�a
a estilo de caballero; y as� te ruego, Sancho, que calles, que
DIos que me ha puesto en coraz�n de acometer ahora esta tan no
vista y tan hermosa aventura, tendr� cuidado de mirar por mi
salud, y de consolar tu tristeza; lo que has de hacer es apretar
bien las cinchas a Rocinante y quedarte aqu�, que yo dar� la
vuelta presto, o vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho, la �ltima resoluci�n de su amo, y
cu�n poco val�an con �l sus l�grimas, consejos y ruegos,
determin� de aprovecharse de su industria, y hacerle esperar
hasta el d�a si pudiese; y as�, cuando apretaba las cinchas al
caballo, bonitamente y sin ser sentido, at� con el cabestro de
su asno ambos pi�s a Rocinante, de manera que cuando Don Quijote
se quiso partir no pudo, porque el caballo no se pod�a mover
sino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste,
dijo: Ea, se�or, que el cielo conmovido de mis l�grimas y
plegarias ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos
quereis porfiar y espolear y dale, ser� enojar a la fortuna y
dar coces, como dicen, contra el aguij�n. Desesper�base con esto
DOn Quijote, y por m�s que pon�a las piernas al caballo, no le
pod�a mover; y sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por
bien de sosegarse, y esperar a que amaneciese, o a que Rocinante
se menease, creyendo sin duda que aquello ven�a de otra parte
que de la industria de Sancho, y as� le dijo: Pues as� es,
Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de
esperar a que r�a el alba, aunque yo llore lo que ella tardare
en venir. No hay que llorar, respondi� Sancho, que yo
entretendr� a vuestra merced contando cuentos desde aqu� al d�a,
si ya no es que se quiere apear, y echarse a dormir un poco
sobre la verde yerba, a uso de caballeros andantes, para
hallarse m�s descansado cuando llegue el d�a a punto de acometer
esta tan desemejable aventura que le espera.
�A qu� llamas apear, o a qu� dormir? dijo Don Quijote. �Soy
yo por ventura de aquellos caballeros que toman reposo en los
peligros? Duerme t� que naciste para dormir, o haz lo que
quisieres, que yo har� lo que viere que m�s viene con mi
pretensi�n. No se enoje vuestra merced, se�or m�o, respondi�
Sancho, que no lo dije por tanto. Y lleg�ndose a �l, puso la una
mano en el arz�n delantero y la otra en el otro, de modo que
qued� abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse
apartar d�l un dedo; tal era el miedo que ten�a a los golpes,
que todav�a alternativamente sonaban. D�jole Don Quijote qu
contase alg�n cuento para entretenerle, como se lo hab�a
prometido, a lo que Sancho dijo que s� hiciera si le dejara el
temor de lo que o�a: Pero con todo eso yo me esforzar� a decir
una historia, que si la acierto a contar y no me van a la mano,
es la mejor de las historias, y est�me vuestra merced atento,
que ya comienzo.
Erase que se era, el bien que viniera para todos sea, y el
mal para quien lo fuere a buscar; y advierta vuestra merced,
se�or m�o, que el principio que los antiguos dieron a sus
consejas no fue as� como quiera, que fue una sentencia de Caton
Zonzorino romano, que dice: "y el mal para quien lo fuere a
buscar", que viene aqu� como anillo al dedo, para que vuestra
merced se est� quedo, y no vaya a buscar el mal a ninguna parte,
sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a
que sigamos este donde tantos miedos nos sobresaltan. Sigue tu
cuento, Sancho, dijo Don Quijote, y del camino que hemos de
seguir d�jame a m� el cuidado.
Digo, pues, prosigui� Sancho, que en un lugar de
Extremadura hab�a un pastor cabrerizo, quiero decir, que
guardaba cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo de mi
cuento, se llamaba Lope Ruiz, y este Lope Ruiz andaba enamorado
de una pastora que se llamaba Torralva, la cual pastora llamda
Torralva era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico...
Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho, dijo Don Quijote,
repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabar�s en dos
d�as; d�lo seguidamente y cu�ntalo como hombre de entendimiento,
y si no, no digas nada. De la misma manera que yo lo cuento,
respondi� Sancho, se cuentan en mi tierra todas las consejas, y
yo no s� contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida
que haga usos nuevos. Di como quisieres, respondi� Don Quijote,
que pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte,
prosigue.
As� que, se�or m�o de mi �nima, prosigui� Sancho, que como
ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de Torralva la
pastora, que era una moza rolliza, zahare�a, y tiraba algo a
hombruna, porque ten�a unos pocos bigotes, que parece que ahora
la veo. �Luego conoc�stela t�? dijo Don Quijote. No la conoc�
yo, respondi� Sancho, pero quien me cont� este cuento me dijo
que era tan cierto y verdadero, que pod�a bien cuando lo contase
a otro afirmar y jurar que lo hab�a visto todo: as� que yendo
d�as y viniendo d�as, el diablo, que no duerme y que todo lo
a�asca, hizo de manera que el amor que el pastor ten�a a la
pastora se volviese en homecillo y mala voluntad; y la causa
fue, seg�n malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que
ella le di�, tales que pasaban de la raya y llegaban a lo
vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreci� de all�
adelante, que por no verla se quiso ausentar de aquella tierra,
e irse donde sus ojos no la viesen jam�s. La Torralva que se vio
desde�ada del Lope, luego le quiso bien, m�s que nunca le hab�a
querido. Esa es natural condici�n de mujeres, dijo Don Quijote,
desde�ar a quien las quiere, y amar a quien las aborrece: pasa
adelante, Sancho.
Sucedi�, dijo Sancho, que le pastor puso por obra su
determinaci�n, y antecogiendo sus cabras, se encamin� por los
campos de Extremadura para pasarse a los reinos de Portugal: la
Torralva, que lo supo, fue tras �l, y segu�ale a pie y descalza
desde lejos con un bord�n en la mano y con unas alforjas al
cuello, donde llevaba, seg�n es fama, un pedazo de espejo y otro
de un peine, y no s� qu� botecillo de mudas para la cara; mas
llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en
averiguallo, s�lo dir� que dicen que el pastor lleg� con su
ganado a pasar el r�o Guadiana, y en aquella saz�n iba crecido y
casi fuera de madre, y por la parte que lleg� no hab�a barca ni
barco, ni quien le pasase a �l ni a su ganado de la otra parte,
de lo que se congoj� mucho, porque ve�a que la Torralva ven�a ya
muy cerca, y le hab�a de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y
l�grimas, mas tanto anduvo mirando, que vio un pescador que
ten�a junto a s� un barco tan peque�o, que solamente pod�an
caber en �l una persona y una cabra, y con todo esto le habl� y
concert� con �l que le pasase a �l y a trescientas cabras que
llevaba. Entr� el pescador en el barco y pas� una cabra, volvi�
y pas� otra, torn� a volver y torn� a pasar otra: tenga vuestra
merced cuenta con las cabras que el pescador va pasando, porque
si se pierde una de la memoria se acabar� el cuento, y no ser�
posible contar m�s palabra d�l: sigo, pues, y digo, que el
desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y
resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver:
con todo esto volvi� por otra cabra, y otra y otra.
Haz cuenta que las pas� todas, dijo Don Quijote; no andes
yendo y viniendo desa manera, que no acabar�s de pasarlas en un
a�o. �Cu�ntas han pasado hasta ahora? dijo Sancho. �Yo qu�
diablos s�? respondi� Don Quijote. He ah� lo que yo dije que
tuviese buena cuenta; pues por Dios que se ha acabado el cuento,
que no hay pasar adelante. �C�mo puede ser eso? respondi� Don
Quijote. �Tan de esencia de la historia es saber las cabras que
han pasado por extenso, que si se yerra una del n�mero no puedes
seguir adelante con la historia? No, se�or, en ninguna manera,
respondi� Sancho, porque as� como yo pregunt� a vuestra merced
que me dijese cu�ntas cabras hab�an pasado, y me respondi� que
no sab�a, en aquel mismo instante se me fue a m� de la memoria
cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y
contento. �De modo, dijo Don Quijote, que ya la historia es
acabada? Tan acabada es como mi madre, dijo Sancho.
D�gote de verdad, respondi� Don Quijote, que t� has contado
una de las m�s nuevas consejas, cuento o historia que nadie pudo
pensar en el mundo, y que tal modo de contarla, ni dejarla,
jam�s se podr� ver ni habr� visto en toda la vida, aunque no
esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo,
pues quiz� estos golpes, que no cesan, te deben tener turbado el
entendimiento. Todo puede ser, respondi� Sancho; mas yo s� que
en lo de mi cuento no hay m�s que decir, que all� se acaba do
comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras. Acabe
norabuena donde quisiere, dijo Don Quijote, y veamos si se puede
mover Rocinante.
Torn�le a mover las piernas, y �l torn� a dar saltos y a
estarse quedo: tanto estaba de bien atado. En esto parece ser, o
que el fr�o de la ma�ana que ya ven�a, o que Sancho hubiese
cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese una cosa natural
(que es lo que m�s se debe creer) a �l le vino en voluntad y
deseo de hacer lo que otro no pod�a hacer por �l; mas era tanto
el miedo que hab�a entrado en su coraz�n, que no osaba apartarse
un negro de u�a de su amo; pues pensar de no hacer lo que ten�a
gana, tampoco era posible, y as� lo que hizo por bien de paz fue
soltar la mano derecha, que ten�a asida al arz�n trasero, con lo
cual bonitamente y sin rumor alguno se solt� la lazada corrediza
con que los calzones se sosten�an sin ayuda de otra alguna, y en
quit�ndosela dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos.
Tras esto alz� la camisa lo mejor que pudo, y ech� al aire
entrambas posaderas, que no eran muy peque�as. Hecho esto (que
�l pens� que era lo m�s que ten�a que hacer para salir de aquel
terible aprieto y angustia) le sobrevino otra mayor, que fue que
le pareci�, que no pod�a mudarse sin hacer estr�pito y ruido, y
comenz� a apretar los dientes y a encoger los hombros,
recogiendo en s� el aliento todo cuanto pod�a; pero con todas
estas diligencias fu� tan desdichado, que al cabo vino a hacer
un poco de ruido, bien diferente de aquel que a �l le pon�a
tanto miedo. Oy�lo Don Quijote, y dijo: �Qu� rumor es �se,
Sancho? No s�, se�or, respondi� �l. Alguna cosa nueva debe ser,
que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Torn� otra vez a probar ventura, y sucedi�le tan bien, que
sin m�s ruido y alboroto que el pasado, se hall� libre de la
carga que tanta pesadumbre le hab�a dado; mas como Don Quijote
ten�a el sentido del olfato tan vivo como el de los o�dos, y
Sancho estaba tan junto y cosido con �l, que casi por l�nea
recta sub�an los vapores hacia arriba, no se pudo excusar de que
algunos no se llegasen a sus narices, y apenas hubieron llegado,
cuando �l fue al socorro apret�ndolas entre los dos dedos, y con
tono algo gangoso, dijo: Par�ceme, Sancho, que tienes mucho
miedo. S� tengo, respondi� Sancho: �mas en que lo echa de ver
vuestra merced ahora m�s que nunca? En que ahora m�s que nunca
hueles, y no a �mbar, respondi� Don Quijote.
Bien podr� ser, dijo Sancho; mas yo no tengo la culpa, sino
vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no
acostumbrados pasos. Ret�rate tres o cuatro all�, amigo, dijo
Don Quijote,todo esto sin quitarse los dedos de las narices; y
desde aqu� adelante ten m�s en cuenta con tu persona, y con lo
que debes a la m�a, que la mucha conversaci�n que tengo contigo
ha engendrado este menosprecio. Apostar�, replic� Sancho, que
piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa
que no deba. Peor es meneallo, amigo Sancho, respondi� Don
Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo
y mozo; mas viendo Sancho que a m�s andar se ven�a la ma�ana,
con mucho tiento deslig� a Rocinante y se at� los calzones.
Como Rocinante se vi� libre, aunque �l de suyo no era nada
brioso, parece que se resinti� y comenz� a dar manotadas, porque
corbetas, con perd�n suyo, no las sab�a hacer. Viendo, pues, Don
Quijote que ya Rocinante se mov�a, lo tuvo a buena se�al, y
crey� que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura.
Acab� en esto de descubrirse el alba, y de parecer distintamente
las cosas, y vio Don Quijote que estaba entre unos �rboles
altos, que eran casta�os, que hacen la sombra muy oscura, sinti�
tambi�n que el golpear no cesaba, pero no vio qui�n lo pod�a
causar, y as�, sin m�s detenerse, hizo sentir las espuelas a
Rocinante, y tornando a despedirse de Sancho, le mand� que all�
le aguardase tres d�as a lo m�s largo, como ya otra vez se lo
hab�a dicho, y que si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese
por cierto que Dios hab�a sido servido de que en aquella
peligrosa aventura se le acabasen sus d�as.
Torn�le a referir el recado y embajada que hab�a de llevar
de su parte a su se�ora Dulcinea, y que en lo que tocaba a la
paga de sus servicios no tuviese pena, porque �l hab�a dejado
hecho su testamento antes de que saliera de su lugar, donde se
hallar�a gratificado de todo lo tocante a su salario, rata por
cantidad del tiempo que hubiese servido; pero que si DIos le
sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se pod�a
tener por muy m�s que cierta la prometida �nsula.
De nuevo torn� a llorar Sancho, oyendo de nuevo las
lastimeras razones de su buen se�or, y determin� de no dejarle
hasta el �ltimo trance y fin de aquel negocio. Destas l�grimas
y determinaci�n tan honrada de Sancho Panza saca el autor desta
historia que deb�a de ser bien nacido, y por lo menos cristiano
viejo: cuyo sentimiento enterneci� algo a su amo, pero no tanto
que mostrase flaqueza alguna, antes, disimulando lo mejor que
pudo, comenz� a caminar hacia la parte por donde le pareci� que
el ruido del agua y del golpear ven�a.
Segu�ale Sancho a pie, llevando, como ten�a de costumbre,
del cabestro a su jumento, perpetuo compa�ero de sus pr�speras y
adversas fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre
aquellos casta�os y �rboles sombr�os, dieron en un pradillo que
al pie de unas altas pe�as se hac�a, de las cuales se
precipitaba un grand�simo golpe de agua.
Al pie de las pe�as estaban unas casas mal hechas, que m�s
parec�an ruinas de edificios que casas, de entre las cuales
advirtieron que sal�a el ruido y estruendo de aquel golpear, que
a�n no cesaba.
Alborot�se Rocinante con el estruendo del agua y de los
golpes, y soseg�ndole Don Quijote, se fue lleg�ndole poco a poco
a las casas; encomend�se de todo coraz�n a su se�ora,
suplic�ndole que en aquella temerosa jornada y empresa le
favoreciese, y de camino se encomendaba tambi�n a Dios que no le
olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba
cuanto pod�a el cuello y la vista por entre las piernas de
Rocinante, por ver si ver�a ya lo que tan suspenso y medroso le
ten�a.
Otros cien pasos ser�an los que anduvieron, cuando al
doblar de una punta pareci� descubierta y patente la misma
causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horr�sono y para ellos
espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche les
hab�a tenido; y eran (si no lo has, �oh lector! por pesadumbre y
enojo) seis mazos de bat�n que con sus alternativos golpes aquel
estruendo formaban.
Cuando Don Quijote vi� lo que era, enmudeci� y pasm�se de
arriba abajo. Mir�le Sancho, y vi� que ten�a la cabeza inclinada
sobre el pecho con muestras de estar corrido. Mir� tambi�n Don
Quijote a Sancho, y vi�le que ten�a los carrillos hinchados, y
la boca llena de risa, con evidentes se�ales de querer reventar
con ella, y no pudo su melancol�a tanto con �l, que a la vista
de Sancho pudiese dejar de reirse, y como vi� Sancho que su amo
hab�a comenzado, solt� la presa de manera que tuvo necesidad de
apretarse las hijadas con los pu�os por no reventar riendo.
Cuatro veces soseg�, y otras tantas volvi� a su risa con el
mismo �mpetu que primero, de lo cual ya se daba al diablo Don
Quijote, y m�s cuando le oy� decir como por modo de fisga: Has
de saber, �oh Sancho amigo! que yo no nac� por querer del cielo
en esta nuestra edad del hierro para resucitar en ella la dorada
o de oro; yo soy aquel para quien est�n guardados los peligros,
las haza�as grandes, los valerosos fechos. Y por aqu� fue
repitiendo todas o las m�s razones que Don Quijote dijo la vez
primera que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, Don Quijote que Sancho hac�a burla d�l, se
corri� y enojo en tanta manera, que alz� el lanz�n y le asent�
dos palos, tales que si como los recibi� en las espaldas los
recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el salario, si
no fuera a sus herederos.
Viendo Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con
temor de que su amo no pasase adelante en ellas, con mucha
humildad le dijo: Sosi�guese vuestra merced, que por Dios que me
burlo. Pues �por qu� os burlais?No me burlo yo, respondi� Don
Quijote. Venid ac� se�or alegre: �par�ceos a vos que como si
estos fueron mazos de bat�n fueran otra peligrosa aventura, no
hab�a yo mostrado el �nimo que conven�a para emprendella y
acaballa? �Estoy yo obligado a dicha, siendo como soy caballero,
a conocer y distinguir los sones, y saber cuales son los de los
batanes o no? Y m�s que podr�a ser, como es verdad, que no los
he visto en mi vida, como vos los habr�is visto, como villano
ruin que sois, criado y nacido entre ellos; si no, haced vos que
estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y ech�dmelos a las
barbas uno a uno, o todos juntos, y cuando yo no diere con todos
patas arriba, haced de m� la burla que quisi�redes.
No haya m�s, se�or m�o, replic� Sancho, que yo confieso que
he andado algo risue�o en demas�a; pero d�game vuestra merced,
ahora que estamos en paz, as� Dios le saque de todas las
aventuras que le sucedieren tan sano y salvo como le ha sacado
desta: �no ha sido cosa de re�r, y lo es de contar, el gran
miedo que hemos tenido? A lo menos el que yo tuve, que de
vuestra merced ya yo s� que no lo conoce, ni sabe que es temor
ni espanto.
No niego yo, respondi� Don Quijote, que lo que nos ha
sucedido no sea cosa digna de risa; pero no es digna de
contarse, que no son todas las personas tan discretas que sepan
poner en su punto las cosas.
A lo menos, respondi� Sancho, supo vuestra merced poner en
su punto el lanz�n, apunt�ndome a la cabeza y d�ndome en las
espaldas: gracias a Dios y a la diligencia que puse en ladearme;
pero vaya que todo saldr� en la colada, que yo he o�do decir:
ese te quiere bien, que te hace llorar; y m�s, que suelen los
principales se�ores tras una mala palabra que dicen a un criado
darle luego las calzas, aunque no s� lo que suelen dar tras
haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes
dan tras palos �nsulas o reinos en tierra firme.
Tal podr�a correr el dado, dijo Don Quijote, que todo lo
que dices viniese a ser verdad, y perdona lo pasado, pues eres
discreto y sabes que los primeros movimientos no son en manos
del hombre, y est� advertido de aqu� en adelante en una cosa,
para que te abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo,
que en cuantos libros de caballer�as he le�do, que son
infinitos, jam�s he hallado que ning�n escudero hablase tanto
con su se�or como t� con el tuyo, y en verdad que lo tengo a
gran falta tuya y m�a: tuya, en que me estimas en poco; m�a, en
que no me dejo estimar en m�s: s� que Galadin, escudero de
Amad�s de Gaula, conde, fue de la Insula firme, y se le d�l que
siempre hablaba a su se�or con la gorra en la mano, inclinada la
cabeza y doblado el cuerpo more turquesco. Pues �qu� diremos de
Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado, que para
declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, s�lo una
vez se nombra su nombre en toda aquella tan grande como
maravillosa historia? De todo lo que he dicho has de inferir,
Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de se�or
a criado, y de caballero a escudero; as� que desde hoy en
adelante nos hemos de tratar con m�s respeto, sin darnos
cordelejo, porque de cualquiera manera que yo me enoje con vos
ha de ser mal para el c�ntaro. Las mercedes y beneficios que yo
os he prometido llegar�n a su tiempo, y si no llegaren, el
salario a lo menos no se ha de perder, como ya os he dicho. Esta
bien cuanto vuestra merced dice, dijo Sancho; pero yo querr�a
saber (por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes, y
fuese necesario acudir al de los salarios) cu�nto ganaba un
escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se
concertaba por meses o por d�as, como peones de alba�il.
No creo yo, respondi� Don Quijote, que jam�s los tales
escuderos estuvieron a salario, sino a merced; y si yo ahora te
le he se�alado a ti en el testamento cerrado que dej� en mi
casa, fue por lo que pod�a suceder, que a�n no s� c�mo prueba en
estos tan calamitosos tiempos nuestros de la caballer�a, y no
querr�a que por pocas cosas penase mi �nima en el otro mundo;
porque quiero que sepas, Sancho, que en �l no hay estado m�s
peligroso que el de los aventureros. As� es verdad, dijo Sancho,
pues s�lo el ruido de los mazos de un bat�n pudo alborotar y
desasosegar el coraz�n de un tan valeroso andante aventurero
como es vuestra merced; mas bien puede estar seguro que de aqu�
adelante no despliegue mis labios para hacer donaire de las
cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle como a mi amo
y se�or natural.
Desa manera, replic� Don Quijote, vivir�s sobre la haz de
la tierra, porque despu�s de a los padres, a los amos se ha de
respetar como si lo fuesen.
Parte primera: Cap�tulo vig�simoprimero
Que trata de la alta aventura y rica ganacia del yelmo de
Mambrino, con
otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero
En esto comenz� a llover un poco, y quisiera Sancho que
entraran en el molino de los batanes; mas hab�ales cobrado tal
aborrecimiento Don Quijote por la pasada burla, que en ninguna
manera quiso entrar dentro, y as�, torciendo el camino a la
derecha mano, dieron en otro como el que hab�an llevado el d�a
antes.
De all� a poco descubri� Don Quijote un hombre a caballo,
que tra�a en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de
oro, y aun �l apenas le hubo visto, cuando se volvi� a Sancho y
le dijo: Par�ceme, Sancho, que no hay refr�n que no sea
verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la misma
experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel
que dice: donde una puerta se cierra otra se abre: d�golo,
porque si anoche nos cerr� la ventura la puerta de la que
busc�bamos, enga��ndonos con los batanes, ahora nos abre de par
en par otra para otra mejor y m�s cierta aventura, que si yo no
acertare a entrar por ella, m�a ser� la culpa, sin que la pueda
dar a la poca noticia de batanes, ni a la oscuridad de la noche:
digo esto, porque si no me enga�o, hacia nosotros viene uno que
trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice
el juramento que sabes.
Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace,
dijo Sancho, que no querr�a que fuesen otros batanes que nos
acabasen de batanar y aporrear el sentido. V�late el diablo por
hombre, replic� Don Quijote. �Qu� va de yelmo a batanes? No s�
nada, respondi� Sancho; mas a fe que si yo pudiera hablar tanto
como sol�a, que quiz� diera tales razones que vuestra merced
viera que se enga�aba en lo que dice. �C�mo me puedo enga�ar en
lo que digo, traidor escrupuloso? dijo Don Quijote. Dime, �no
ves aquel caballero que hacia nosotros viene sobre un caballo
rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? Lo
que veo y columbro, respondi� Sancho, no es sino un hombre sobre
un asno pardo como el m�o, que trae sobre la cabeza una cosa que
relumbra. Pues ese es el yelmo de Mambrino, dijo Don Quijote:
ap�rtate a una parte y d�jame con �l a solas, ver�s cu�n sin
hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura,
y queda por m�o el yelmo que tanto he deseado. Yo me tengo en
cuidado en cuidado el apartarme, replic� Sancho; mas quiera
Dios, torn� a decir, que or�gano sea, y no batanes. Ya os he
dicho, hermano, que no me ment�is ni por pienso m�s eso de los
batanes, dijo Don Quijote, que voto... y no digo m�s, que os
batan�e el alma. Call� Sancho con temor que su amo no cumpliese
el voto que le hab�a echado redondo como una bola.
Es pues, el caso, que el yelmo, y el caballo y caballero
que Don Quijote ve�a, era esto que en aquel contorno hab�a dos
lugares, el uno tan peque�o que no ten�a ni botica ni barbero, y
el otro, que estaba junto a �l, s�, y as� el barbero del mayor
serv�a al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de
sangrarse, y otro de hacerse la barba, para lo cual ven�a el
barbero, y tra�a una bac�a de azofar; y quiso la suerte que al
tiempo que ven�a comenz� a llover, y por que no se le manchase
el sombrero, que deb�a de ser nuevo, se puso la bac�a sobre la
cabeza, y como estaba limpia, desde media legua relumbraba.
Ven�a sobre un asno pardo, como Sancho dijo, esta fue la ocasi�n
que a Don Quijote le pareci� caballo rucio rodado, y caballero,
y yelmo de oro; que todas las cosas que ve�a con mucha facilidad
las acomodaba a sus desvariadas caballer�as y mal andantes
pensamientos: y cuando �l vio que el pobre caballero llegaba
cerca, sin ponerse con �l en razones, a todo correr de
Rocinante, le enristr� con el lanz�n bajo llevando intenci�n de
pasarle de parte a parte; mas cuando a �l llegaba, sin detener
la furia de su carrera, le dijo: Defi�ndete, cautiva criatura, o
entr�game de tu voluntad lo que con tanta raz�n se me debe.
El barbero, que tan sin pensarlo ni temerlo vio venir
aquella fantasma sobre s�, no tuvo otro remedio para poder
guardarse del golpe de la lanza, sino fue el dejarse caer del
asno abajo, y no hubo tocado el suelo cuando se levant� m�s
ligero que un gamo, y comenz� a correr por aquel llano, que no
le alcanzara el viento. Dej�se la bac�a en el suelo, con la cual
se content� Don Quijote, y dijo que el pagano hab�a andado
discreto, y que hab�a imitado al castor, el cual, vi�ndose
acosado de los cazadores, se taraza y corta con los dientes
aquello por lo que �l por instinto natural sabe que es
perseguido. Mand� a Sancho que alzase el yelmo, el cual,
tom�ndole en las manos, dijo: Por Dios que la bac�a es buena, y
que vale un real de a ocho como un maraved�, y d�ndosela a su
amo, se la puso luego en la cabeza, rode�ndola a una parte y a
otra, busc�ndole el encaje, y como no se hallaba dijo: Sin duda
que el pagano, a cuya medida se forj� primero esta famosa
celada, deb�a de tener grand�sima cabeza, y lo peor dello es que
le falta la mitad. Cuando Sancho oy� llamar a la bac�a celada
no pudo tener la risa; mas v�nosele a las mientes la c�lera de
su amo, y call� en la mitad della. �De qu� te r�es, Sancho? dijo
Don Quijote. R�ome, respondi� �l, de considerar la gran cabeza
que ten�a el pagano, due�o de este almete, que semeja sino una
bac�a de barbero pintiparada. �Sabes qu� imagino, Sancho? Que
esta famosa pieza deste encantado yelmo, por alg�n extra�o
accidente de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar
su valor, y sin saber lo que hac�a, vi�ndola de oro pur�simo,
deb�a de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de
la otra mitad hizo esta, que parece bac�a de barbero, como t�
dices; pero sea lo que fuere, que para m� que la conozco no hace
al caso su trasmutaci�n, que yo la aderezar� en el primer lugar
que haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja ni a�n le
llegue la que hizo y forj� el dios de las herrer�as para el dios
de las batallas. Y en este entre tanto la traer� como pudiere,
que m�s vale elgo que no nada, cuanto m�s que bien ser� bastante
para defenderme de alguna pedrada.
Eso ser�, dijo Sancho, si no se tira con honda, como se
tiraron en la pelea de los dos ej�rcitos, cuando le santiguaron
a vuestra merced las muelas y le rompieron el alcuza donde ven�a
aquel bendit�simo brebaje que me hizo vomitar las asaduras. No
me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes t�, Sancho,
dijo Don Quijote, que yo tengo la receta en la memoria. Tambi�n
la tengo yo, respondi� Sancho; pero si yo le hiciere ni le
probare m�s en la vida, aqu� sea mi hora; cuanto m�s que no
pienso ponerme en ocasi�n de haberle menester, porque pienso
guardarme con todos mis cinco sentidos de ser ferido, ni de
ferir a nadie. De lo de ser otra vez manteado, no digo nada, que
semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no
hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el
aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la
manta nos llevare.
Mal cristiano eres, Sancho, dijo oyendo esto Don Quijote,
porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues
s�bete que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de
ni�er�as. �Qu� pie sacaste cojo? �Qu� costilla quebrada? �Qu�
cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla?... Que bien
apurada la cosa, burla fue y pasatiempo, que a no entenderlo yo
as�, ya yo hubiera vuelto all� y hubiera hecho en tu venganza
m�s da�o que el que hicieron los griegos por la robada Elena: la
cual, si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquel,
pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como
tiene. Y aqu� dio un suspiro y le puso en las nubes, y dijo
Sancho: Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en
veras; pero yo s� de que calidad fueron las veras y las burlas,
y s� tambi�n que no se me caer�n de la memoria, como nunca se me
quitar�n de las espaldas.
Pero dejando esto aparte, d�game vuestra merced que haremos
de este caballo rucio rodado, que parece asno rodado que dej�
aqu� desamparado aquel Martino que vuestra merced derrib�, que
seg�n �l puso los pies en polvorosa y cogi� las de Villadiego,
no lleva pergenio de volver por �l jam�s, y para mis barbas si
no es bueno el rucio. Nunca yo acostumbro, dijo Don Quijote,
despojar a los que venzo, ni es uso de caballer�a quitarles los
caballos y dejarles a pie; si ya no fuese que el vencedor
hubiese perdido en la pendencia el suyo, que en tal caso l�cito
es tomar el del vencido, como ganado en gguerra l�cita. As� que,
Sancho, deja ese caballo o asno, o lo que t� quisieres que sea,
que como su due�o nos vea alongados de aqu� volver� por �l. Dios
sabe si quisiera llevarle, replic� Sancho, o por lo menos
trocalle con este m�o que no me parece tan bueno. Verdaderamente
que son estrechas las leyes de caballer�a, pues no se extienden
a dejar trocar un asno por otro y querr�a saber si podr�a trocar
los aparejos siquiera. En eso no estoy muy cierto, respondi� Don
Quijote, y en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo
que los trueques, si es que tienes dellos necesidad extrema. Tan
extrema es, respondi� Sancho, que si fueran para mi misma
persona no los hubiera menester m�s. Y luego, habilitado con
aquella licencia, hizo mutatio capparum, y puso su jumento a las
mil lindezas, dej�ndole mejorado en tercio y quinto.
Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del
ac�mila despojaron, bebieron del agua del arroyo de los batanes,
sin volver la cara a mirallos; tal era el aborrecimiento que les
ten�an por el miedo en que les hab�an puesto, y cortada la
c�lera, y a�n la melancol�a, subieron a caballo, y sin tomar
determinado camino (por ser de muy caballeros andantes el no
tomar ninguno cierto) se pusieron a caminar por donde la
voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras s� la de su
amo, y a�n la del asno, que siempre le segu�a por donde quiera
que guiaba en buen amor y compa��a. Con todo esto volvieron al
camino real, y siguieron por �l a la ventura sin otro designio
alguno.
Yendo, pues, as� caminando, dijo Sancho a su amo: Se�or,
�quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con
�l? Que despu�s que me puso aquel �spero mandamiento del
silencio, se me han podrido m�s de cuatro cosas en el est�mago,
y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querr�a
que se malograse. Dila, dijo Don Quijote, y s� breve en tus
razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo. Digo, pues,
se�or, respondi� Sancho, que de algunos d�as a esta parte he
considerado cu�n poco se gana y granjea de andar buscando estas
aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y
encrucijadas de caminos, donde ya que se venzan y acaben las m�s
peligrosas, no hay quien las vea y sepa, y as� se han de quedar
en perpetuo silencio, y en perjuicio de la intenci�n de vuestra
merced, y de lo que ellas merecen; y as� me parece que ser�a
mejor (salvo el mejor parecer de vuestra merced) que nos
fu�semos a servir a alg�n emperador, o a otro pr�ncipe grande
que tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre
el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor
entendimiento; que visto esto del se�or a quien serviremos, por
fuerza nos ha de remunerar a cada cual seg�n sus m�ritos; y all�
no faltara quien ponga en escrito las haza�as de vuestra merced
para perpetua memoria: de las m�as no digo nada, pues no han de
salir de los l�mites escuderiles, aunque s� decir que si se usa
en la caballer�a escribir haza�as de escuderos, que no pienso
que se han de quedar las m�as entre renglones. No dices mal,
Sancho, respondi� Don Quijote; mas antes que se llegue a este
t�rmino es menester andar por el mundo, como en aprobaci�n,
buscando las aventuras, para que acabando algunas se cobre
nombre y fama tal, que cuando se fuere a la corte de alg�n gran
monarca, ya sea el caballero conocido por sus obras, y que
apenas le hayan visto entrar los muchachos por la puerta de la
ciudad, cuando todos le sigan y rodeen dando voces, diciendo:
este es el caballero del Sol, o de la Serpiente, o de otra
insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes
haza�as: este es, dir�n, el que venci� en singular batalla al
gigantazo Brocabruno de la gran fuerza, el que desencant� el
gran Mameluco de Persia del largo encantamiento en que hab�a
estado casi novecientos a�os: as� que de mano en mano ir�n
pregonando sus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos y
de la dem�s gente, aparecer� a las fenestras de su real palacio
el rey de aquel reino; y as� como vea al caballero, conoci�ndole
por las armas o por la empresa del escudo, forzosamente ha de
decir: "Ea, sus, salgan mis caballeros, cuantos en mi corte
est�n, a recibir a la flor de la caballer�a que all� viene".
A cuyo mandamiento saldr�n todos, y �l llegar� hasta la
mitad de la escalera, y le abrazar� estrech�simamente, y le dar�
paz bes�ndole en el rostro, y luego le llevar� por la mano al
aposento de la se�ora reina, adonde el caballero la hallar� con
la infanta su hija, que ha de ser una de las m�s hermosas y
acabadas doncellas que en gran parte de lo descubierto de la
tierra a duras penas se pueden hallar: suceder� tras esto luego
en continente que ella ponga los ojos en el caballero, y �l en
los della, y cada uno parezca al otro cosa m�s divina que
humana; y sin saber c�mo ni c�mo no, han de quedar presos y
enlazados en la intrincada red amorosa, y con gran cuita en sus
coraqzones por no saber c�mo se han de fablar para descubrir sus
ansias y sentimientos. Desde all� le llevar�n sin duda a alg�n
cuarto del palacio ricamente aderezado, donde habi�ndole quitado
las armas, le traer�n un rico mant�n de escarlata con que se
cubra, y si bien pareci� armado, tan bien y mejor ha de parecer
en farceto: venida la noche, cenar� con el rey, reina, e
infanta, donde nunca quitar� los ojos della, mir�ndola a furto
de los circunstantes, y ella har� lo mesmo con la mesma
sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy discreta doncella.
Levantarse han las tablas, y entrar� a deshora por la
puerta de la sala un feo y peque�o enano con una fermosa due�a,
que entre dos gigantes detr�s del enano vienen con cierta
aventura hecha por un antiqu�simo sabio, que el que la acabare
ser� tenido por el mejor caballero del mundo: mandar� luego el
rey que todos los que est�n presentes la prueben, y ninguno le
dar� fin y cima sino el caballero hu�sped, en mucho pro de su
fama, de lo cual quedar� content�sima la infanta, y se tendr�
por contenta y pagada adem�s, por haber puesto y colocado sus
pensamientos en tan alta parte: y lo bueno es, que este rey o
pr�ncipe, o lo que es, tiene una muy re�ida guerra con otro tan
poderoso como �l, y el caballero hu�sped le pide (al cabo de
algunos d�as que ha estado en su corte) licencia para ir a
servirle en aquella guerra dicha.
Dar�sela el rey de muy buen talante, y el caballero le
besar� cort�smente las manos por la merced que le face: y
aquella noche se despedir� de su se�ora la infanta por las rejas
de un jard�n en que cae el aposento donde ella duerme, por las
cuales otras muchas veces la habr� fablado, siendo medianera y
sabidora de todo una doncella de quien la infanta mucho se f�a.
Suspirar� �l, desmayar�se ella, traer� agua la doncella,
acuitar�se mucho, porque viene la ma�ana y no querr�a que fuesen
descubiertos por la honra de su se�ora; finalmente la infanta
volver� en s� y dar� sus blancas manos por la reja al caballero,
el cual se las besar� mil y mil veces, y se las ba�ar� en
l�grimas: quedar� concertado entre los dos del modo que se han
de hacer saber sus buenos o malos sucesos, y rogar�le la
princesa que se detenga lo menos que pudiere. Promet�rselo ha �l
con mucho juramentos; t�rnale a besar las manos, y desp�dese con
tanto sentimiento, que estar� poco para acabar la vida; vase
desde all� a su aposento, �chase sobre su lecho, no puede dormir
del dolor de la partida; madruga muy de ma�ana, vase a despedir
del rey, y de la reina, y de la infanta, dici�ndole (habi�ndose
despedido de los dos) que la se�ora infanta est� mal dispuesta,
y que no puede recibir visita. Piensa el caballero, que es de
pena de su partida, trasp�sasele el coraz�n, y falta poco de no
dar indicio manifiesto de su pena: est� la doncella medianera
delante, halo de notar todo, v�selo a decir a su se�ora, la cual
la recibe con l�grimas, y le dice que una de las mayores penas
que tiene es no saber qui�n sea su caballero, y si es de linaje
de reyes o no: asegura la doncella que no puede caber tanta
cortes�a, gentileza y valent�a como la de su caballero sino en
sujeto real y grave.
Consu�lase con esto la cuitada, y procura consolarse por no
dar mal indicio de s� a sus padres, y al cabo de dos d�as sale
en p�blico: ya se es ido el caballero: pelea en la guerra, vence
al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas
batallas. Vuelve a la corte, ve a su se�ora por donde suele,
conci�rtase que la pida a su padre por mujer en pago de sus
servicios, no se la quiere dar el rey, porque no sabe qui�n es;
pero con todo esto, o robada, o de otra cualquier suerte que
sea, la infanta viene a ser su esposa, y su padre lo viene a
tener a gran ventura, porque se vino a averiguar que el tal
caballero es hijo de un valeroso rey de no s� qu� reino, porque
creo que no debe estar en el mapa. Mu�rese el padre, hareda la
infanta, queda rey el caballero en dos palabras. Aqu� entra
luego el hacer mercedes a su escudero y a todos aquellos que le
ayudaron a subir a tan alto estado. Casa a su escudero con una
doncella de la infanta, que ser� sin duda la que fue tercera en
sus amores, que es hija de un duque muy principal.
Eso pido, y barras derechas, dijo Sancho; a eso me atengo,
porque todo al pie de la letra ha de suceder por vuestra merced,
llam�ndose "el caballero de la Triste Figura". No lo dudes,
Sancho, replic� Don Quijote, del mismo modo y por los mismos
pasos que esto he contado suben y han subido los caballeros
andantes a ser reyes y emperadores. S�lo falta ahora mirar qu�
rey de los cristianos o los paganos tenga guerra, y tenga hija
hermosa; pero tiempo habr� para pensar esto, pues como te tengo
dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes que se
acuda a la corte.
Tambi�n me falta otra cosa, que puesto caso que se halle
rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama
incre�ble por todo el universo, no s� yo como se podr� hallar
que yo sea de linaje de reyes, o por lo menos primo segundo de
emperador; porque no me querr� el rey dar a su hija por mujer,
si no est� primero muy enterado en esto, aunque m�s lo merezcan
mis famosos hechos: as� que por esta falta temo perder lo que mi
brazo tiene bien merecido: bien es verdad que soy hijodalgo de
solar conocido, de posesi�n y propiedad, y de devengar
quinientos sueldos: y podr�a ser que el sabio que escribiese mi
historia deslindase de tal manera mi parentela y descendencia,
que me hallase quinto o sexto nieto de rey: porque te hago
saber, Sancho, que hay dos maneras de linaje en el mundo: unos
que traen y derivan su descendencia de pr�ncipes y monarcas, a
quien poco a poco el tiempo ha desecho, y han acabado en punta
como pir�mides, y otros que tuvieron principio de gente baja, y
van subiendo de grado en grado, hasta llegar a ser grandes
se�ores; de manera que est� la diferencia en que unos fueron que
ya no son, y otros son que ya no fueron, y podr�a ser yo destos,
que de despu�s de averiguado hubiese sido mi principio grande y
famoso, con lo cual se debera de contentar el rey mi suegro que
hubiere de ser: y cuando no la infanta me ha de querer de
manera, que a pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy
hijo de azacan, me ha de admitir por se�or y por esposo: y si
no, aqu� entra el roballa y llevarla donde m�s gusto me diere,
que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus padres.
Ah� entra tambi�n, dijo Sancho, lo que algunos desalmados
dicen: no pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza, aunque
mejor cuadra decir: m�s vale salto de mata que ruego de hombres
buenos. D�golo, porque si el se�or rey, suegro de vuestra
merced, no se quisiere dome�ar a entregarle a mi se�ora la
infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y
trasponella; pero est� el da�o que en tanto que se hagan las
paces y se goce pac�ficamente del reino, el pobre escudero se
podr� estar a diente en esto de las mercedes, si ya no es que la
doncella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la
infanta, y �l pasa con ella su mala ventura hasta que el cielo
ordene otra cosa; porque bien podr�, creo yo, desde luego
d�rsela su se�or por leg�tima esposa. Eso no hay quien lo quite,
dijo Don Quijote, como yo deseo, y t�, has menester, y ruin sea
quien por ruin se tiene.
Sea por DIos, dijo Sancho, que yo cristiano viejo soy, y
para ser conde esto me basta. Y a�n te sobra, dijo Don Quijote,
y cuando no lo fueras, no hac�a nada al caso, porque siendo yo
el rey, bien te puedo dar nobleza sin que la compres ni me
sirvas con nada, poruqe en haci�ndote conde, c�tate ah�
caballero, y digan lo que dijeren, que a buena fe que te han de
llamar se�or�a, mal que les pese. Y montas, que no sabr�a yo
autorizar el litado, dijo Sancho. Dictado has de decir que no
litado, dijo su amo. Sea as�, respondi� Sancho Panza. Digo que
le sabr�a bien acomodar, porque por vida m�a, que un tiempo fui
mu�idor de una cofrad�a, y que asentaba tan bien la ropa de
mu�idor, que dec�an todos que ten�a presencia para ser prioste
de la mesma cofrad�a. Pues �qu� ser� cuando me ponga un rop�n
ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas a uso de conde
extranjero? Para m� tengo que me han de venir a ver de cien
leguas. Bien parecer�s, dijo Don Quijote; pero ser� menester que
te rapes las barbas a menudo, que seg�n las tienes de espesas,
aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja cada
dos�apor lo menos, a tiro de escopeta se echar� de ver lo que
eres.
�Qu� hay m�s, dijo Sancho, sino tomar un barbero, y tenerle
asalariado en casa? Y a�n si fuera menester, le har� que ande
tras m� como caballerizo de grande. Pues �c�mo sabes t�,
pregunt� Don Quijote, que los grandes llevan detr�s de s� a sus
caballerizos? Yo se lo dir�, respondi� Sancho. Los a�os pasados
estuve un mes en la corte, y all� vi que pase�ndose un se�or muy
peque�o, que dec�an que era muy grande, un hombre le segu�a a
caballo a todas las vueltas que daba, que no parec�a sino que
era su rabo. Pregunt� que c�mo aquel hombre no se juntaba con el
otro hombre, sino que siempre andaba tras d�l. Respondi�ronme
que era su caballerizo, y era uso de grandes llevar tras s� a
los tales. desde entonces lo s� tan bien, que nunca se me ha
olvidado. Digo que tienes raz�n, dijo Don Quijote, y que as�
puedes t� llevar a t� barbero; que los usos no vinieron todos
juntos ni se inventaron a una, y puedes t� ser el primer conde
que lleve tras s� a su barbero; y a�n es de m�s confianza el
hacer la barba que ensillar un caballo. Qu�dese eso del barbero
a mi cargo, dijo SAncho, y al de vuestra merced se quede el
procurar venir a ser rey y el hacerme conde. As� ser�, respondi�
Don Quijote.
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