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@versae
Created April 24, 2023 14:58
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En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre
no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que
vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,
adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Una olla de algo más baca que carnero,
salpicón las más noches, duelos y quebrantos
los sabados, lantejas los viernes, algún
palómino de añadidura los domingos, consumían
las tres partes de su hacienda. El resto
della concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo
mesmo, y los días de entre semana se honraba
con su bellori de lo más fino.
Tenía en su casa una ama que pasaba de
los cuarenta y una sobrina que no llegaba a
los veinte y un mozo de campo y plaza, que
así ensillaba el rocín como tomaba la
podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con
los cincuenta años. Era de complejión recia,
seco de carnes, enjuto de rostro, gran
madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que
tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada,
que en esto hay alguna diferencia en los autores
que deste caso escriben, aunque por conjeturas
verosímiles se deja entender que sé
llamaba Quejana... Pero esto importa poco
a nuestro cuento; basta que en la narración
de él no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo,
los ratos que estaba ocioso, que eran los
más del año, se daba a leer libros de caballerías,
con tanta afición y gusto, que olvidó casi
de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la
administración de su hacienda, y llegó a tanto
su curiosidad y desatino en esto, que vendió
muchas hanegas de tierra de sembradura para
comprar libros de caballerías en que leer, y
así llevó a su casa todos cuantos pudo haber
dellos, y de todos ningunos le parecían también
como los que compuso el famoso Feliciano
de Silva, porque la claridad de su prosa
y aquellas entricadas razones suyas le
parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer
aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde
en muchas partes hallaba escrito. La razón
de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal
manera mi razón enflaquece, que con razón
me quejo de la vuestra fermosura. Y también
cuando leía. Los altos cielos que de vuestra
divinidad divinamente con las estrellas os
fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento
que merece la vuestra grandeza. Con estas
razones perdía el pobre caballero el juicio, y
desvelábase por entenderlas y desentrañarles
el sentido que no se lo sacara ni las entendiera
el mesmo Aristóteles, si resucitara
para solo ello.
No estaba muy bien con las heridas que don
Belianís daba y recebía, porque se imaginaba
que, por grandes maestros que le hubiesen
curado, no dejaría de tener el rostro y todo él
cuerpo lleno de cicátrices y señales. Pero con
todo, alababa en su autor aquel acabar su libro
con la promesa de aquella inacabable aventura,
y muchas veces le vino deseo de tomar
la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí
se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun
saliera con ello, si otros mayores y continuos
pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura
de su lugar, que era hombre docto, graduado
en ciguenza, sobre cuál había sido mejor
caballero, palmerín de Ingalaterra o Amadís,
de Gaula; mas Maese Nícolas, barbero del
mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al
caballero del Febo, y que si alguno se le podía
comparar, era don Galaor, hermano de Amadís,
de Gaula, porque tenía muy acomodada condición
para todo, que no era caballero melindroso,
ni tan llorón como su hermano, y que
en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su
letura que se le pasaban las noches leyendo de
claro en claro y los días de turbio en turbio;
y así, del poco dormir y del mucho leer, sé
le secó el celebro, de manera que vino a perder
el juicio. Llénosele la fantasía de todo aquello
que leía en los libros, así de encantamentos
como de pendencias, batallas, desafíos, heridas,
requiebros, amores, tormentas y disparates
imposibles. Y aséntosele de tal modo en
la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas sonadas soñadas
invenciones que leía que para él no había otra
historia más cierta en el mundo. Decía el que
el Cid Ruidiaz había sido muy buen caballero;
pero que no tenía que ver con el caballero de
la ardiente espada, que de solo un revés
había partido por medio dos fieros y descomunales
gigantes. Mejor estaba con Bernardo del
Carpio, porque en Roncesualles había muerto
a Roldán el encantado, valiéndose de la industria
de Hércules, cuando ahogó a Anteo, él
hijo de la tierra, entre los brazos. Decía mucho
bien del gigante Morgante, porque, con ser
de aquella generación gigantea, que todos
son soberbios y descomedidos, él solo era
afable y bien criado. Pero sobre todos estaba
bien con reinaldos de Montalbán, y más
cuando le veía salir de su castillo y robar
cuantos topaba, y cuando en allende robó
aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro,
según dice su historia. Diera él, por dar una
mano de coces al traidor de Galalón, al ama
que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar
en el más extraño pensamiento que jamás
dio loco en el mundo, y fue que le pareció
convenible y necesario, así para el aumento
de su honra, como para el servicio de su
república hacerse caballero andante y irse por
todo el mundo con sus armas y caballo, a buscar
las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello
que él había leído que los caballeros andantes
se ejercitaban, deshaciendo todo género
de agravio, y poniéndose en ocasiones y
peligros, donde, acabándolos, cóbrase eterno
nombre y fama. Imaginábase el pobre ya
coronado por el valor de su brazo, por lo menos
del imperio de Trapisonda; y así, con estos
tan agradables pensamientos, llevado del extraño
gusto que en ellos sentía, se dio priesa
a poner en efecto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas
que habían sido de sus visabuelos que,
tomadas de orín y llenas de moho, luengos
siglos había que estaban puestas y olvidadas
en un rincón. Limpiolas y aderezolas lo mejor
que pudo; pero vio que tenían una gran falta,
y era que no tenían celada de encaje, sino
morrión simple; mas a esto suplió su industria,
porque de cartones hizo un modo de media
celada, que, encajada con el morrión, hacían
una apariencia de celada entera. Es verdad
que para probar si era fuerte y podía estar al
riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le
dio dos golpes, y con él primero y en un
punto deshizo lo que había hecho en una semana;
y no dejó de parecerle mal la facilidad con
que la había hecho pedazos, y por asegurarse
deste peligro, la tornó a hacer de nuevo,
poniéndole unas barras de hierro por de dentro,
de tal manera que él quedó satisfecho de su
fortaleza, y sin querer hacer nueva experiencia
della, la diputó y tuvo por celada finísima de
encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía
más cuartos que un real, y más tachas que el rey.
caballo de Gonela, que tantum pellís & osa
fuit, le pareció que ni el bucéfalo de
Alejandro ni Babieca el del Cid con él sé
igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar
¿qué nombre le pondría, porque, según se decía,
el a sí mesmo, no era razón que caballo de
caballero tan famoso y tan bueno el por sí,
estuviese sin nombre conocido, y así,
procuraba acomodársele de manera que declarase
quien había sido antes que fuese de caballero
andante, y lo que era entonces, pues estaba
muy puesto en razón que, mudando su señor,
estado, mudase él también el nombre, y le
cobrase famoso y de estruendo, como convenía
a la nueva orden y al nuevo ejercicio.
que ya profesaba; y así, después de muchos
nombres que formó, borró y quitó, añadio,
deshizo y tornó a hacer en su memoria e
imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante,
nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo
de lo que había sido cuando fue rocín,
antes de lo que ahora era, que era antes y
primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo,
quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento
duró otros ocho días, y al cabo se vino
a llamar don Quijote. ¿De dónde, cómo queda
dicho, tomaron ocasión los autores desta
tan verdadera historia que, sin duda, se debía
de llamar quijada y no quesada, como otros
quisieron decir... Pero acordándose que él
valeroso Amadís, no solo se había contentado con
llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
nombre de su reino y patria por hacerla.
famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así
quiso, como buen caballero, añadir al suyo el
nombre de la suya, y llamarse don Quijote de
la Mancha, con que, a su parecer, declaraba
muy al vivo su linaje y patria, y la honraba
con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión
celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose
a sí mismo, sé dio a entender que no
le faltaba otra cosa sino buscar una dama de
quien enamorarse, porque el caballero andante
sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y
cuerpo sin alma. Decíase el así: «Si yo por
malos de mis pecados, o por mi buena
suerte, me encuentro por ahí con algún gigante,
como de ordinario les acontece a los caballeros
andantes, y le derribo de un encuentro,
le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le
venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien
enviarle presentado, y que entre y se hinque
de rodillas ante mi dulce señora, y diga con
voz humilde y rendido. ¡Yo, señora, soy
el gigante caraculiambro, señor de la insula
Malindranía, a quien venció en singular
batalla el jamás como se debe alabado
caballero don Quijote de la Mancha, el cual me
mandó que me presentase ante vuestra
merced para que la vuestra grandeza
disponga de mí a su talante?
¡Oh, cómo se holgo nuestro buen caballero
cuando hubo hecho este discurso, y más cuando
halló a quien dar nombre de su dama! Y fue
a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo
había una moza labradora de muy buen parecer,
de quien él un tiempo anduvo enamorado,
aunque, según se entiende, ella jamás lo supo
ni se dio cata dello.
Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título
de señora de sus pensamientos; y buscándole
nombre que no desdijese mucho del suyo, y
que tirase y se encaminase al de princesa,
gran señora, vino a llamarla Dulcinea del
Toboso, porque era natural del Toboso, nombre
a su parecer, músico y peregrino, y significativo
como todos los demás, que a él y a
sus cosas había puesto.
Hechas, pues, estas prevenciones no quiso
aguardar más tiempo a poner en efecto su
pensamiento, apretándole a ello la falta que él
pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según
eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos
que enderezar, sinrazones que emendar,
y abusos que mejorar y deudas que satisfacer.
Y así, sin dar parte a persona alguna de su
intención, y sin que nadie le viese, una mañana,
antes del día, que era uno de los calurosos del
mes de Julio, se armó de todas sus armas, subió
sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por
la puerta falsa de un corral, salió al campo con
grandísimo contento y alborozo de ver
cuánta facilidad había dado principio a su buen
deseo.
Mas apenas se vio en el campo cuando le
asaltó un pensamiento terrible y tal, que por
poco le hiciera dejar la comenzada empresa;
y fue que le vino a la memoria que no era
armado caballero, y que, conforme a ley de
caballería, ni podía ni debía tomar armas con
ningún caballero; y, puesto que lo fuera, había de
llevar armas blancas, como novel caballero, sin
empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo
la ganase. Estos pensamientos le hicieron
titubear en su propósito; mas pudiendo más su
locura que otra razón alguna, propuso de
hacerse armar caballero del primero que topase,
a imitación de otros muchos que así lo hicieron,
según él había leído en los libros, que tal le
tenían. En lo de las armas blancas, pensaba
limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que
lo fuesen más que un armiño; y con esto
se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro
que aquel que su caballo quería, creyendo que
en aquello consistía la fuerza de las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante
aventurero, iba hablando consigo mesmo,
y diciendo: «¿Quién duda, sino que en los
venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera
historia de mis famosos hechos, que el sabio
que los escribiere no ponga, cuando llegue a
contar esta mi primera salida tan de mañana,
desta manera? ¿Apenas había el rubicundo Apolo
tendido por la faz de la ancha y espaciosa
tierra las doradas hebras de sus hermosos
cabellos, y apenas los pequeños y pintados
pajarillos con sus arpadas lenguas habían
saludado con dulce y meliflua armonía la venida
de la rosada aurora, que, dejando la blanda
cama del celoso marido, por las puertas y
balcones del manchego horizonte a los mortales
se mostraba, cuando el famoso caballero don
Quíjote de la Mancha, dejando las ociosas
plumas, subió sobre su famoso caballo
rocinante y comenzo a caminar por el antiguo,
conocido campo de Montiel.
verdad que por él caminaba, y añadió diciendo:
¡Dichosa edad y siglo dichoso! Aquel adonde
saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas
de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles
y pintarse en tablas, para memoria en lo
futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quien quiera
que seas a quien ha de tocar el ser coronista
de esta peregrina historia, ruégote que no te
olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno
mío en todos mis caminos y carreras! Luego
volvía diciendo como si verdaderamente fuera
enamorado. ¡Oh, princesa Dulcinea, señora deste
cautivo corazón! ¡Mucho agravio me avedes
fecho en despedirme y reprocharme con él
riguroso afincamiento de mandarme no parecer
ante la vuestra fermosura. Plegaos, señora,
de membraros deste vuestro sujeto corazón, que
tantas cuitas por vuestro amor padece.
estos iba ensartando otros disparates, todos al
modo de los que sus libros le habían enseñado,
imitando en cuanto podía su lenguaje.
esto caminaba tan despacio, y el sol entraba
tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante
a derretirle los sesos, si algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle
cosa que de contar fuese, de lo cual sé
desesperaba, porque quisiera topar luego luego,
con quien hacer experiencia del valor de su
fuerte brazo. Autores hay que dicen que la
primera aventura que le avino fue la del puerto
Lapice, otros dicen que la de los molinos
de viento; pero lo que yo he podido averiguar
en este caso, y lo que he hallado escrito en
los anales de la Mancha, es que él anduvo
todo aquel día y al anochecer, su rocín y él sé
hallaron cansados y muertos de hambre, y que
mirando a todas partes por ver si descubriría
algún castillo o alguna majada de pastores
donde recogerse, y adonde pudiese remediar
su mucha hambre y necesidad, vio, no
lejos del camino por donde iba, una venta,
que fue como si viera una estrella que no
a los portales, sino a los alcázares de su
redención le encaminaba.
caminar, y llegó a ella a tiempo que anochecía.
¿Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas?
de estas que llaman del partido, las cuales
iban a Sevilla con unos harrieros que en
la venta aquella noche acertaron a hacer
jornada, y como a nuestro aventurero todo cuanto
pensaba, veía o imaginaba, le parecía ser hecho
y pasar al modo de lo que había leído, luego
que vio la venta, se le representó que era un
castillo con sus cuatro torres y chapiteles de
luciente plata, sin faltarle su puente levadiza
y honda caba, con todos aquellos aderentes
que semejantes castillos se pintan.
Fuese llegando a la venta que a él le
parecía castillo, y a poco trecho della detuvo las
riendas a Rocinante, esperando que algún enano
se pusiese entre las almenas a dar señal
con alguna trompeta de que llegaba caballero
al castillo. Pero como vio que se tardaban y
que Rocinante se daba priesa por llegar a la
caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y
vio a las dos destraídas mozas que allí
estaban, que a él le parecieron dos hermosas
doncellas o dos graciosas damas, que delante de
la puerta del castillo se estaban solazando.
esto sucedió acaso que un porquero, que
andaba recogiendo de unos rastrojos una manada
de puercos, que sin perdón, así se llaman,
tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen,
y al instante se le representó a don Quijote lo
que deseaba, que era que algún enano hacía
señal de su venida; y así, con extraño contento,
llegó a la venta y a las damas. Las cuales,
como vieron venir un hombre de aquella suerte
armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo
se iban a entrar en la venta. Pero don Quijote,
coligiendo por su huida su miedo, alzándose
la visera de papelón, y descubriendo su seco y
polvoroso rostro, con gentil talante y voz
reposada les dijo:
No fuyan las vuestras mercedes ni teman
desaguisado alguno, ca a la orden de caballería
que profeso non toca ni atañe facerle a
ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como
vuestras presencias demuestran.
Mirábanle las mozas y andaban con los
ojos buscándole el rostro, que la mala visera
le encubría; mas ¿cómo se oyeron llamar
doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no
pudieron tener la risa, y fue de manera que don
Quíjote vino a correrse y a decirles:
Bien parece la mesura en las fermosas, y
es mucha sandez, además, la risa que de leve
causa procede; pero non vos lo digo porque os
acuítedes ni mostredes mal talante, que el mío
non es de al que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y
el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en
ellas la risa, y en él el enojo, y pasara muy
adelante, si a aquel punto no saliera el ventero,
hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico;
el cual, viendo aquella figura contrahecha,
armada de armas tan desiguales como eran,
brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en
nada en acompañar a las doncellas en las
muestras de su contento. Mas, en efeto,
temiendo la máquina de tantos pertrechos,
determinó de hablarle comedidamente, y así
le dijo:
Si vuestra merced, señor caballero, busca
posada, amén, del lecho, porque en esta venta
no hay ninguno, todo lo demás se hallará en
ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide
de la fortaleza, que tal le pareció a él el
ventero y la venta, respondió:
Para mí, señor castellano, cualquiera cosa
basta, porque
Mis arreos son las armas,
mi descanso el pelear
Penso el huésped que el haberle llamado
castellano había sido por haberle parecido de los
sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y
de los de la playa de San Lúcar, no menos
ladrón que caco, ni menos maleante que
estudiantado paje; y así le respondió:
Según eso, las camas de vuestra merced
serán duras peñas, y su dormir, siempre velar;
y, siendo así, bien se puede apear, con
seguridad de hallar en esta choza ocasión,
ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto
más en una noche.
Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a
don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad
y trabajo como aquel que en todo aquel
día no se había desayunado. Dijo luego al
huésped que le tuviese mucho cuidado de su
caballo, porque era la mejor pieza que comía pan
en el mundo. Mírole el ventero, y no le pareció
tan bueno como don Quijote decía, ni aun la
mitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió
a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban
desarmando las doncellas, que ya se habían
reconciliado con él, las cuales, aunque le habían
quitado el peto y el espaldar, jamás supieron
ni pudieron desencajarle la gola, ni quitalle.
la contrahecha celada que traía atada con unas
cintas verdes, y era menester cortarlas por no
poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso
consentir en ninguna manera, y así se quedó
toda aquella noche con la celada puesta, que
era la más graciosa y extraña figura que sé
pudiera pensar. Y al desarmarle, como él sé
imaginaba que aquellas traídas y llevadas que
le desarmaban eran algunas principales señoras
y damas de aquel castillo, les dijo con
mucho donaire.
¡Nunca fuera caballero
de damas también servido,
¿Cómo fuera don Quijote
cuando de su aldea vino.
¡Doncellas curaban dél,
princesas del su rocino.
¡Oh, Rocinante! ¿Qué este es el nombre, señoras
mías, de mi caballo y don Quijote de la Mancha
el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme,
fasta que las fazañas fechas en vuestro
servicio y pro me descubrieran, la fuerza de
acomodar al propósito presente este romance
viejo de Lanzarote ha sido causa que sepáis
mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo
vendrá en que las vuestras señorías me
manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo
descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír
semejantes retóricas, no respondían palabra;
solo le preguntaron si quería comer alguna
cosa.
Cualquiera yantaría yo, respondió don
Quíjote, porque a lo que entiendo me haría
mucho al caso.
A dicha acerto a ser viernes aquel día, y no
había en toda la venta, sino unas raciones de
un pescado que en Castilla llaman abadejo, y
en Andalucía bacallao, y en otras partes
curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle sí,
por ventura comería su merced truchuela; que
no había otro pescado que dalle a comer.
Como haya muchas truchuelas, respondió
don Quijote, podrán servir de una trucha;
porque eso se me da que me den ocho reales
en sencillos que en una pieza de a ocho.
¿Cuánto más que podría ser que fuesen estas
truchuelas como la ternera, que es mejor que
la baca y el cabrito que el cabrón.
lo que fuere, venga luego, que el trabajo y
peso de las armas no se puede llevar sin él
gobierno de las tripas.
pusiéronle la mesa a la puerta de la venta
por el fresco y trújole el huésped una porción
del mal remojado y peor cocido bacallao, y un
pan tan negro y mujriento como sus armas,
pero era materia de grande risa verle comer,
porque, como tenía puesta la celada y alzada la
visera, no podía poner nada en la boca con
sus manos, si otro no se lo daba y ponía, y
así, una de aquellas señoras servía deste
menester. Mas al darle de beber, no fue posible
ni lo fuera, si el ventero no horadara una
caña, y, puesto él un cabo en la boca, por él
otro le iba echando el vino; y todo esto lo
recebía en paciencia, a trueco de no romper las
cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un
castrador de puercos, y así como llegó, sono
su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con
lo cual acabó de confirmar don Quijote que
estaba en algún famoso castillo, y que le
servían con música, y que el abadejo eran
truchas, el pan candeal y las rameras damas,
y el ventero castellano del castillo; y con esto
daba por bien empleada su determinación, y
salida. Mas lo que más le fatigaba era el no
verse armado caballero, por parecerle que no
se podría poner legítimamente en aventura
alguna sin recebir la orden de caballería.
Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió
su venteril y limitada cena. La cual acabada,
llamó al ventero, y, encerrándose con él en la
caballeriza, se hincó de rodillas ante él,
diciéndole:
No me levantaré jamás de donde estoy.
valeroso caballero, fasta que la vuestra
cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, él
cuál redundará en alabanza vuestra y en pro
del género humano.
El ventero que vio a su huésped a sus pies
y hoyo semejantes razones, estaba confuso
mirándole sin saber qué hacerse ni decirle, y
porfiaba con el que se levantase, y jamás
quiso, hasta que le hubo de decir que él le
otorgaba el don que le pedía.
¿No esperaba yo menos de la gran magnificencia
vuestra, señor mío, respondió don
Quíjote. Y así os digo que el don que os
he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido
otorgado es que mañana, en aquel día, me
habéis de armar, caballero, y esta noche en la
capilla de este vuestro castillo velaré las armas,
y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo
que tanto deseo para poder como se debe,
ir por todas las cuatro partes del mundo
buscando las aventuras en pro de los
menesterosos, como está a cargo de la caballería, y
de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo
deseo a semejantes fazañas es inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un poco
socarrón, y ya tenía algunos barruntos de la
falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo
cuando acabó de oírle semejantes razones,
y, por tener que reír aquella noche, determinó
de seguirle el humor; y así le dijo que andaba
muy acertado en lo que deseaba y pedía,
y que tal prosupuesto era propio y natural de
los caballeros tan principales como él parecía
y como su gallarda presencia mostraba, y que
él, así mesmo, en los años de su mocedad,
se había dado a aquel honroso ejercicio,
andando por diversas partes del mundo buscando
sus aventuras, sin que hubiese dejado los
percheles de Malaga, islas de Riarán,
compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la
olivera de Valencia, rondilla de Granada, playa de
San Lúcar, potro de Córdoba y las Ventillas
de Toledo, y otras diversas partes, donde
había ejercitado la ligereza de sus pies,
sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos,
recuestando muchas viudas, deshaciendo
algunas doncellas, y engañando a algunos
púpilos, y, finalmente, dándose a conocer por
cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda
España, y que a lo último se había venido a
recoger a aquel su castillo, donde vivía con
su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él
a todos los caballeros andantes, de cualquiera
calidad y condición que fuesen, solo por la
mucha afición que les tenía, y porque partiesen
con él de sus averes en pago de su buen
deseo.
Díjole también que en aquel su castillo no
había capilla alguna donde poder velar las
armas, porque estaba derribada para hacerla de
nuevo; pero que, en caso de necesidad, el
sabía que se podían velar donde quiera, y que
aquella noche las podría velar en un patio de él
castillo; que a la mañana, siendo Dios servido,
se harían las debidas ceremonias, de manera
que él quedase armado caballero, y tan
caballero que no pudiese ser más en el mundo.
Pregúntole si traía dineros, respondió don
Quíjote que no traía blanca, porque el nunca
había leído en las historias de los caballeros
andantes que ninguno los hubiese traído.
A esto dijo el ventero que se engañaba, ¿qué
puesto caso que en las historias no se escribía,
por haberles parecido a los autores dellas que
no era menester escrevir una cosa tan clara
y tan necesaria de traerse, como eran dineros
y camisas limpias, no por eso se había de
creer que no los trujeron; y así, tuviese por
cierto y averiguado que todos los caballeros
andantes de que tantos libros están llenos y
atestados, llevaban bien herradas las bolsas
por lo que pudiese sucederles, y que así
mismo llevaban camisas y una arqueta pequeña
llena de ungüentos para curar las heridas que
recebían, porque no todas veces en los campos
y desiertos donde se combatían y salían
heridos, había quien los curase, si ya no era que
tenían algún sabio encantador por amigo, que
luego los socorría, trayendo por el aire, en
alguna nube, alguna doncella o enano con
alguna redoma de agua de tal virtud que, en
gustando alguna gota della, luego al punto
quedaban sanos de sus llagas y heridas, como
si mal alguno hubiesen tenido; mas ¿qué en
tanto que esto no hubiese, tuvieron los
pasados caballeros, por cosa acertada que sus
escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras
cosas necesarias, como eran hilas y unguentos
para curarse; y cuando sucedía que los tales
caballeros no tenían escuderos, que eran pocas
y raras veces, ellos mesmos lo llevaban
todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no
se parecían, a las ancas del caballo, como que
era otra cosa de más importancia, porque no
siendo por ocasión semejante, esto de llevar
alforjas no fue muy admitido entre los caballeros
andantes, y por esto le daba por consejo,
pues aún se lo podía mandar como a su ahijado,
que tan presto lo había de ser, que no caminase
de allí adelante, sin dineros y sin las
prevenciones referidas, y que vería cuán bien
se hallaba con ellas, cuando menos se pensase.
Prometióle don Quijote de hacer lo que sé
le aconsejaba con toda puntualidad. Y, así, sé
dio luego orden como velase las armas en un
corral grande que a un lado de la venta estaba,
y, recogiéndolas don Quijote todas, las puso
sobre una pila que junto a un pozo estaba.
embrazando su adarga, asio de su lanza, y con
gentil continente se comenzó a pasear delante
de la pila, y cuando comenzo el paseo
comenzaba a cerrar la noche.
Conto el ventero a todos cuantos estaban en
la venta, la locura de su huésped, la vela de las
armas y la armazón de caballería que esperaba.
Admiráronse de tan extraño género de
locura, y fuéronselo a mirar desde lejos y
vieron que, con sosegado ademán, unas veces sé
paseaba, otras, arrimado a su lanza, ponía los
ojos en las armas, sin quitarlos por un buen
espacio dellas. Acabó de cerrar la noche, pero
con tanta claridad de la luna, que podía competir
con el que se la prestaba, de manera que
cuanto el novel caballero hacía era bien visto
de todos.
Antojósele en esto a uno de los harrieros que
estaban en la venta ir a dar agua a su recua,
y fue menester quitar las armas de don
Quíjote que estaban sobre la pila el cual,
viéndole llegar, en voz alta le dijo:
¡Oh tú, quien quiera que seas, atrevido
caballero, que llegas a tocar las armas del más
valeroso andante que jamás se ciño espada, mira
lo que haces, y no las toques, si no quieres
dejar la vida en pago de tu atrevimiento!
No se curó el harriero destas razones, y fuera
mejor que se curara, porque fuera curarse en
salud; antes, trabando de las correas, las arrojó
gran trecho de sí. Lo cual visto por don
Quíjote, alzó los ojos al cielo, y puesto el
pensamiento a lo que pareció, en su señora
Dulcínea, dijo:
Acorredme, señora mía, en esta primera
afrenta que a este vuestro avasallado pecho
se le ofrece; no me desfallezca en este primero
trance vuestro favor y amparo.
Y, diciendo estas y otras semejantes razones,
soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos,
y dio con ella tan gran golpe al harriero en la
cabeza que le derribó en el suelo tan
maltrecho, que, si segundara con otro, no tuviera
necesidad de maestro que le curara. Hecho esto,
recogió sus armas y tornó a pasearse con él.
mismo reposo que primero.
Desde allí a poco, sin saberse lo que había
pasado, porque aún estaba aturdido el rey.
harriero, llegó otro con la mesma intención de
dar agua a sus mulos, y, llegando a quitar las
armas para desembarazar la pila, sin hablar
don Quijote palabra, y sin pedir favor a nadie,
solto otra vez la adarga, y alzó otra vez la
lanza, y sin hacerla pedazos, hizo más de tres la
cabeza del segundo harriero, porque se la abrió
por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la
venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto, don
Quíjote, embrazó su adarga, y, puesta mano a
su espada, dijo.
¡Oh, señora, de la fermosura, esfuerzo y vigor
del devilitado corazón mío, ahora es tiempo que
vuelvas los ojos de tu grandeza a este tú
cautivo caballero, que tamaña aventura está
atendiendo!
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo,
que si le acometieran todos los harrieros de él
mundo no volviera el pie atrás. Los compañeros
de los heridos, que tales los vieron, comenzaron
desde lejos a llover piedras sobre don
Quíjote el cuál lo mejor que podía, sé
reparaba con su adarga, y no se osaba apartar de
la pila por no desamparar las armas.
daba voces que le dejasen, porque ya les
había dicho como era loco, y que por loco sé
libraría, aunque los matase a todos. También
don Quijote las daba, mayores, llamándolos de
alevosos y traidores, y que el señor del castillo
era un follón y mal nacido caballero, pues de
tal manera consentía que se tratasen los
andantes caballeros, y que si él hubiera recebido
la orden de caballería, que él le diera a entender
su alevosía. Pero de vosotros, soez y baja
canalla, no hago caso alguno. ¡Tirad, llegad,
venid y ofendedme en cuanto pudiéredes.
que vosotros veréis el pago que lleváis de
vuestra sandez y demasía!
Decía esto con tanto brío y denuedo, que
infundió un terrible temor en los que le acometían,
y así, por esto, como por las persuasiones,
del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó
retirar a los heridos y tornó a la vela de sus
armas con la misma quietud y sosiego que
primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas
de su huésped, y determinó abreviar y darle la
negra orden de caballería luego, antes que otra
desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, sé
desculpó de la insolencia que aquella gente
baja con él había usado, sin que él supiese
cosa alguna, pero que bien castigados quedaban
de su atrevimiento. Dijole, ¿cómo ya le
había dicho que en aquel castillo no había capilla,
y para lo que restaba de hacer tampoco era
necesaria que todo el toque de quedar armado
caballero consistía en la pescozada y en él
espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial
de la orden, y que aquello, en mitad de un
campo se podía hacer, y que ya había cumplido
con lo que tocaba al velar de las armas, que
con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto
mas que él había estado más de cuatro.
Todo se lo creyó don Quijote, y dijo:
que él estaba allí pronto para obedecerle,
y que concluyese con la mayor brevedad que
pudiese, porque si fuese otra vez acometido,
y se viese armado caballero, no pensaba dejar
persona viva en el castillo, eceto aquellas que
él le mandase a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano,
trujo luego un libro donde asentaba la paja
y cebada que daba a los harrieros, y con un
cabo de vela que le traía un muchacho, y con
las dos ya dichas doncellas, se vino adonde
don Quijote estaba, al cual mandó hincar de
rodillas, y leyendo en su manual, como que
decía alguna devota oración, en mitad de la
leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello
un buen golpe, y tras él, con su mesma
espada, un gentil espaldarazo, siempre
murmurando entre dientes como que rezaba.
esto, mandó a una de aquellas damas que le
ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha
desenvoltura y discreción, porque no fue
menester poca para no reventar de risa a cada
punto de las ceremonias; pero las proezas que
ya habían visto del novel caballero, les tenía la
risa a raya.
Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
Dios haga a vuestra merced muy venturoso
caballero y le dé ventura en lides.
don Quijote le preguntó cómo se llamaba,
porque él supiese de allí adelante a quién
quedaba obligado por la merced recebida,
porque pensaba darle alguna parte de la honra
que alcanzase por el valor de su brazo. Ella
respondió con mucha humildad que se llamaba
la Tolosa, y que era hija de un remendón
natural de Toledo, que vivía a las tendillas
de Sancho Bienaya, y que dondequiera
que ella estuviese le serviría y le tendría por
señor. Don Quijote le replicó que, por su amor,
le hiciese merced que de allí adelante sé
pusiese don y se llamase doña Tolosa. Ella sé
lo prometió, y la otra le calzó la espuela, con
la cual le pasó casi el mismo coloquio que
la de la espada. Pregúntole su nombre y
dijo que se llamaba la molinera, y que era
hija de un honrado molinero de Antequera.
la cual también rogo don Quijote que sé
pusiese don y se llamase doña Molinera,
ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las
hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora
don Quijote de verse a caballo y salir
buscando las aventuras, y ensillando luego a
Rocinante, subió en él, y abrazando a su
huésped, le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole
la merced de haberle armado caballero,
que no es posible acertar a referirlas.
ventero, por verle ya fuera de la venta, con no
menos retóricas, aunque con más breves palabras,
respondió a las suyas, y, sin pedirle
la costa de la posada, le dejó ir a la buen
hora.
La del alba sería cuando don Quijote salió
de la venta, tan contento, tan gallardo, tan
alborozado por verse ya armado caballero, que
el gozo le reventaba por las cinchas del
caballo. Mas viniéndole a la memoria los consejos
de su huésped cerca de las prevenciones tan
necesarias que había de llevar consigo,
especial la de los dineros y camisas, determinó
volver a su casa y acomodarse de todo, y de
un escudero, haciendo cuenta de recebir a un
labrador vecino suyo, que era pobre y con
hijos, pero muy a propósito para el oficio
escuderil de la caballería. Con este pensamiento
guió a Rocinante hacía su aldea, el cual casi
conociendo la querencia, con tanta gana
comenzo a caminar, que parecía que no ponía
los pies en el suelo.
No había andado mucho, cuando le pareció
que a su diestra mano, de la espesura de un
bosque que allí estaba, salían unas voces
delicadas, como de persona que se quejaba, y a
penas las hubo oído, cuando dijo:
Gracias doy al cielo por la merced que me
hace, pues tan presto me pone ocasiones
delante donde yo pueda cumplir con lo que debo
a mi profesión, y donde pueda coger el fruto
de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda,
son de algún menesteroso o menesterosa, que
ha menester mi favor y ayuda.
Y, volviendo las riendas, encaminó a
Rocinante hacía donde le pareció que las voces
salían. Y a pocos pasos que entró por él
bosque, vio atada una yegua a una encina y atado
en otra a un muchacho, desnudo de medio
cuerpo arriba, hasta de edad de quince años,
que era el que las voces daba, y no sin causa,
porque le estaba dando con una pretina muchos
azotes un labrador de buen talle, y cada
azote le acompañaba con una reprehensión,
consejo, porque decía:
La lengua queda y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
No lo haré otra vez, señor mío; por la
pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo
prometo de tener de aquí adelante más cuidado
con el hato.”
Y viendo don Quijote lo que pasaba, con
voz airada dijo:
Descortés caballero, mal parece tomaros
con quien defender no se puede. Subid sobre
vuestro caballo, y tomad vuestra lanza, que
también tenía una lanza arrimada a la encina
adonde estaba arrimada la yegua, que yo
os haré conocer ser de cobardes lo que estáis
haciendo...
El labrador, que vio sobre sí aquella figura
llena de armas, blandiendo la lanza sobre su
rostro, túvose por muerto, y con buenas
palabras respondió.
Señor caballero, este muchacho que estoy
castigando, es un mi criado que me sirve de
guardar una manada de ovejas que tengo en él.
estos contornos, el cual es tan descuidado,
que cada día me falta una; y porque castigo su
descuido, oh bellaquería, dice que lo hago de
miserable, por no pagarle la soldada que le
debo, y en Dios y en mi anima que miente.
¡Miente delante de mí, ruin villano!
don Quijote. ¡Por el sol que nos alumbra que
estoy por pasaros de parte a parte con esta
lanza; pagadle luego sin más réplica, si no,
por el dios que nos rige que os concluya,
aniquile en este punto. Desatadlo luego.
El labrador bajó la cabeza, y sin responder
palabra, desató a su criado, al cual preguntó
don Quijote que cuanto le debía su amo; él
dijo que nueve meses, a siete reales cada mes.
Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban
sesenta y tres reales, y dijole al labrador
que al momento los desembolsase, si no
quería morir por ello.
villano que para el paso en que estaba,
juramento que había hecho, y aun no había jurado
nada -que no eran tantos, porque sé
le habían de descontar y recebir en cuenta tres
pares de zapatos que le había dado, y un real
de dos sangrías que le habían hecho estando
enfermo.
¡Bien está todo eso! Replicó don Quijote.
pero quédense los zapatos y las sangrías
por los azotes que sin culpa le habéis
dado que si él rompió el cuero de los zapatos
que vos pagastes, vos le habéis rompido el de
su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre
estando enfermo, vos en sanidad se la habéis
sacado; así que por esta parte no os debe
nada.”
El daño está, señor caballero, en que no
tengo aquí dineros; véngase Andrés conmigo
a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre
otro...
¿Irme yo con él? ¿Dijo el muchacho? ¿Más?
¡Mal año, no, señor, ni por pienso, porque, en
viéndose solo, me desvelle como a un san
¡Bartolomé!
¿No hará tal? Replicó don Quijote. ¡Basta
que yo se lo mande para que me tenga respeto;
y con que él me lo jure por la ley de
caballería que ha recebido, le dejaré ir libre y
aseguraré la paga.
Mire vuestra merced, señor, lo que dice.
dijo el muchacho: «¿Qué este mi amo no es
caballero, ni ha recebido orden de caballería
alguna, que es Juan Haldudo el rico, el vecino
del quintanar.
¿Importa poco eso?, respondió don Quijote,
que haldudos puede haber caballeros, cuanto
más que cada uno es hijo de sus obras.
«Así es verdad», dijo Andrés. Pero este
mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega
mi soldada y mi sudor y trabajo?
No niego, hermano Andrés, respondió el
labrador, y hacedme placer de veniros
conmigo; que yo juro por todas las órdenes que
de caballerías hay en el mundo de pagaros,
como tengo dicho, un real sobre otro, y aun
sahumados.”
¿Del sahumerio os hago gracia?, dijo don
Quíjote, dádselos en reales, que con eso me
contento, y mirad que lo cumpláis como lo
habéis jurado; si no, por el mismo juramento os
juro de volver a buscaros y a castigaros, y
que os tengo de hallar, aunque os escondáis
más que una lagartija. Y, si queréis saber
quien os manda esto, para quedar con más
verás obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el
valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor
de agravios y sinrazones, y a Dios quedad;
y no se os parta de las mientes lo prometido
y jurado, so pena de la pena pronunciada.
Y, en diciendo esto, picó a su rocinante, y
en breve espacio se apartó dellos.
labrador con los ojos, y cuando vio que había
traspuesto del bosque, y que ya no parecía
volvióse a su criado Andrés, y dijole:
Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo
que os debo, como aquel deshacedor de
agravios me dejó mandado.
¡Eso juro yo! ¡Y cómo que
andara vuestra merced acertado en cumplir el sol.
mandamiento de aquel buen caballero que
mil años viva, que, según es de valeroso y de
buen juez, vive Roque, que si no me paga, que
vuelva y ejecute lo que dijo!
«También lo juro yo», dijo el labrador. Pero
por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar
la deuda por acrecentar la paga.
Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la
encina, donde le dio tantos azotes que le dejó
por muerto.
Llamad, señor Andrés, ahora, decía el
labrador, al desfacedor de agravios. Veréis cómo
no desface aqueste, aunque creo que no está
acabado de hacer, porque me viene gana de
desollaros vivo como vos temiades.
Pero, al fin, le desató y le dio licencia que
fuese a buscar su juez para que ejecutase
la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo
mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don
Quíjote de la Mancha y contalle punto por
punto lo que había pasado, y que se lo había de
pagar con las setenas. Pero, con todo esto,
él se partió llorando y su amo se quedó riendo.
Y desta manera deshizo el agravio el valeroso
don Quijote, el cual, contentísimo de lo
sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo
y alto principio a sus caballerías, con gran
satisfación de sí mismo yua caminando hacía
su aldea, diciendo a media voz:
Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas
hoy viven en la tierra o sobre las bellas
bella Dulcínea del Toboso!, pues te cupo en
suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad
e talante a un tan valiente y tan nombrado
caballero como lo es, y será don Quijote de la
El cual, como todo el mundo sabe,
ayer rescibió la orden de caballería, y hoy
ha desfecho el mayor tuerto y agravio que
formó la sinrazón y cometió la crueldad.
quitó el latigo de la mano a aquel despiadado
enemigo, que tan sin ocasión vapulaba
a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro sé
dividia, y luego se le vino a la imaginación las
encrucejadas, donde los caballeros andantes
se ponían a pensar cuál camino de aquellos
tomarían, y por imitarlos estuvo un rato quedo,
y, al cabo de haberlo muy bien pensado, solto la
rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del
rocín la suya, el cual siguió su primer intento,
que fue el irse camino de su caballeriza.
habiendo andado como dos millas, descubrió
don Quijote un grande tropel de gente, que
como después se supo, eran unos mercaderes
toledanos que iban a comprar seda a Murcia.
Eran seis y venían con sus quitasoles, con
otros cuatro criados a caballo y tres mozos
de mulas a pie.
Apenas los divisó don Quijote, cuando sé
imaginó ser cosa de nueva aventura; y por
imitar en todo cuanto a él le parecía posible
los pasos que había leído en sus libros, le
pareció venir allí de molde uno que pensaba
hacer. Y así, con gentil continente y denuedo,
se afirmó bien en los estribos, apreto la lanza,
llegó la adarga al pecho, y, puesto en la mitad,
del camino, estuvo esperando que aquellos
caballeros andantes llegasen, que ya él por tales
los tenía y juzgaba, y cuando llegaron a trecho
que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote
la voz, y con ademán arrogante, dijo.
Todo el mundo se tenga, si todo el mundo
no confiesa que no hay en el mundo todo
doncella más hermosa que la emperatriz de la
Mancha, la simpar dulcinea del Toboso.
Paráronse los mercaderes al son destas
razones, y a ver la extraña figura del que las
decía, y por la figura y por las razones
luego echaron de ver la locura de su dueño;
más quisieron ver despacio en que paraba
aquella confesión que se les pedía, y uno
dellos, que era un poco burlón y muy mucho
discreto, le dijo:
Señor caballero, nosotros no conocemos
quien sea esa buena señora que decís;
mostrádnosla, que si ella fuere de tanta hermosura
como significáis, de buena gana y sin
apremio alguno confesaremos la verdad que por
parte vuestra nos es pedida.
Si os la mostrara, replicó don Quijote,
¿Qué hiciérades vosotros en confesar una
verdad tan notoria? La importancia está en
que, sin verla, lo habéis de creer, confesar
afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo
sois en batalla, gente descomunal y soberbia.
que ahora vengáis uno a uno, como pide la
orden de caballería, ora todos juntos, como es
costumbre y mala usanza de los de vuestra
ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en
la razón que de mi parte tengo.
¡Señor caballero! Replicó el mercader,
suplico a vuestra merced, en nombre de todos
estos príncipes que aquí estamos que, porque
no encarguemos nuestras conciencias,
confesando una cosa por nosotros jamás vista,
oída, y más siendo tan en perjuicio de las
emperatrices y reinas del Alcarría,
Extremadura que vuestra merced sea servido de
mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque
sea tamaño como un grano de trigo, que por
el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con
esto satisfechos y seguros, y vuestra merced
quedará contento y pagado. Y aun creo que
estamos ya tan de su parte, que, aunque su
retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y
que del otro le mana bermellón y piedra
azufre, con todo eso, por complacer a vuestra
merced, diremos en su favor todo lo que
quisiere...
¡No le mana, canalla infame!, respondió don
Quíjote encendido en cólera. ¡No le mana!
digo eso que decís, sino ámbar y algalía entre
algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino
más derecha que un huso de Guadarrama.
Pero vosotros pagaréis la grande blasfemia
que habéis dicho contra tamaña beldad, como
es la de mi señora!
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza
baja contra el que lo había dicho, con tanta
furia y enojo; que, si la buena suerte no
hiciera que en la mitad del camino tropezara, y
cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido
mercader. Cayo rocinante, y fue rodando su
amo una buena pieza por el campo, y queriéndose
levantar jamás pudo. Tal embarazo le
causaban la lanza, adarga, espuelas y celada,
con el peso de las antiguas armas. Y entre
tanto que pugnaba por levantarse y no podía,
estaba diciendo:
Non fuiáis, gente cobarde, gente cautiva,
atended; que no por culpa mía, sino de mí
caballo, estoy aquí tendido!
Un mozo de mulas de los que allí venían,
que no debía de ser muy bien intencionado,
oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias,
no lo pudo sufrir sin darle la respuesta
en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la
lanza, y después de haberla hecho pedazos, con
uno de ellos comenzo a dar a nuestro don Quijote
tantos palos, que, a despecho y pesar de
sus armas, le molió como cibera.
sus amos, que no le diese tanto, y que le
dejase; pero estaba ya el mozo picado y no
quiso dejar el juego hasta envidar todo él
resto de su cólera; y, acudiendo por los demás,
trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre
el miserable caído que, con toda aquella
tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba
la boca, amenazando al cielo y a la tierra, y a
los malandrines que tal le parecían.
Cansose el mozo, y los mercaderes siguieron
su camino, llevando que contar en todo él
del pobre apaleado. El cual, después que sé
vio solo, tornó a probar si podía levantarse;
pero si no lo pudo hacer cuando sano y
bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho?
Y aun se tenía por dichoso, pareciéndole que
aquella era propia desgracia de caballeros
andantes, y toda la atribuía a la falta de su
caballo; y no era posible levantarse, según tenía
brumado todo el cuerpo.
Viendo, pues, que, en efecto, no podía menearse,
acordo de acogerse a su ordinario remedio,
que era pensar en algún paso de sus
libros, y trújole su locura a la memoria aquel de
Baldovinos y del Marqués de Mantua, cuando
Carloto le dejó herido en la montiña,
historia sabida de los niños, no ignorada de los
mozos, celebrada y aun creída de los viejos,
y, con todo esto, no más verdadera que los
milagros de Mahoma. Esta, pues, le pareció a
el que le venía de molde para el paso en que
se hallaba; y así, con muestras de grande
sentimiento, se comenzó a vólcar por la tierra y a
decir con debilitado aliento lo mesmo que
dicen decía el herido caballero del bosque:
¿Dónde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
¡Oh, no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Y desta manera fue prosiguiendo el
romance, hasta aquellos versos que dicen:
¡Oh, noble marqués de Mantua!
¡Mi tío y señor carnal!
Y quiso la suerte que, cuando llegó a este
verso, acerto a pasar por allí un labrador de su
mesmo lugar y vecino suyo, que venía de
llevar una carga de trigo al molino, el cual,
viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a
él y le preguntó que quién era y qué mal
sentía que tan tristemente se quejaba.
Don Quijote creyo, sin duda, que aquel era
el marqués de Mantua, su tío, y así no le
respondió otra cosa, si no fue proseguir en su
romance, donde le daba cuenta de su desgracia
y de los amores del hijo del emperante con su
esposa; todo de la mesma manera que él
romance lo canta. El labrador estaba admirado
oyendo aquellos disparates, y quitándole la
visera que ya estaba hecha pedazos de los
palos, le limpió el rostro, que le tenía
cubierto de polvo, y apenas le hubo limpiado,
cuando le conoció, y le dijo:
Señor Quijana… ¡Que así se debía de
llamar cuando él tenía juicio, y no había pasado
de hidalgo sosegado a caballero andante,
¿Quién, apuesto a vuestra merced desta
suerte?
Pero él seguía con su romance a cuanto le
preguntaba...
Viendo esto el buen hombre, lo mejor que
pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si
tenía alguna herida, pero no vio sangre ni
señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no
con poco trabajo le subió sobre su jumento, por
parecer caballería más sosegada. Recogió
las armas hasta las astillas de la lanza y liolas
sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y
del cabestro al asno, y se encaminó hacía su
pueblo, bien pensativo de oír los disparates
que don Quijote decía. Y no menos iba don
Quíjote que, de puro molido y quebrantado,
no se podía tener sobre el borrico, y de cuando
en cuando daba unos suspiros que los ponía
en el cielo, de modo que de nuevo obligó
a que el labrador le preguntase, le dijese qué
mal sentía. Y no parece sino que el diablo le
traía a la memoria los cuentos acomodados a
sus sucesos, porque en aquel punto, olvidándose
de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez,
cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo
de Narbáez, le prendió y llevó cautivo.
a su alcaidía. De suerte que, cuando él
labrador le volvió a preguntar que como estaba
y qué sentía, le respondió las mesmas
palabras y razones que el cautivo abencerraje
respondía a Rodrigo de Narbaez, del mesmo
modo que él había leído la historia en la Diana,
de Jorge de Montemayor, donde se escribe
aprovechándose della tan a propósito, que
el labrador se iba dando al diablo de oír tanta
máquina de necedades, por donde conoció que
su vecino estaba loco y dábale priesa a
llegar al pueblo por excusar el enfado que don
Quíjote le causaba con su larga arenga.
cabo de lo cual, dijo:
Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo,
de Narbáez, que esta hermosa Jarifa, que he
dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboso,
por quien yo he hecho, hago y haré los más
famosos hechos de caballerías que se han visto,
vean ni verán en el mundo.
A esto respondió el labrador.
Mire vuestra merced, señor, apecador de
mi!, que yo no soy don Rodrigo de Narbaez, ni
el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso,
su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos,
ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del
señor Quijana...
¡Yo sé quién soy! Respondió don Quijote.
y sé qué puedo ser, no solo los que he dicho,
sino todos los doce pares de Francia, y aun
todos los nueve de la fama, pues a todas
las hazañas que ellos todos juntos, y cada uno
por si hicieron, se aventajarán las mías.
En estas pláticas y en otras semejantes
llegaron al lugar a la hora que anochecía; pero
el labrador aguardó a que fuese algo más
noche, porque no viesen al molido hidalgo
tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que
le pareció, entró en el pueblo y en la casa
de don Quijote, la cual halló toda alborotada
y estaban en ella el cura y el barbero de él
lugar, que eran grandes amigos de don Quijote,
que estaba diciéndoles su ama a voces.
¿Qué le parece a vuestra merced, señor?
licenciado, pero Pérez, que así se llamaba el
cura de la desgracia de mi señor?
días ha que no parecen él, ni el rocín ni la
adarga, ni la lanza ni las armas.
de mí!, que me doy a entender, y así es ello la
verdad como nací para morir, que estos malditos
libros de caballerías que él tiene y suele
leer tan de ordinario, le han vuelto el juicio;
que ahora me acuerdo haberle oído decir
muchas veces, hablando entre sí, que quería
hacerse caballero andante, e irse a buscar las
aventuras por esos mundos. Encomendados
sean a Satanas y a Barrabas tales libros, que
así han echado a perder el más delicado
entendimiento que había en toda la Mancha.
La sobrina decía lo mesmo, y aun decía más.
Sepa, señor, maese Nicolas, que éste era
el nombre del barbero, que muchas veces
le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en
estos desalmados libros de desventuras dos
días con sus noches, al cabo de los cuales
arrojaba el libro de las manos y ponía mano
a la espada y andaba a cuchilladas con las
paredes, y cuando estaba muy cansado, decía
que había muerto a cuatro gigantes como cuatro
torres, y el sudor que sudaba del cansancio
decía que era sangre de las feridas que
había recibido en la batalla, y bébiase luego
un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y
sosegado, diciendo que aquella agua era una
preciosísima bebida que le había traído el
sabio esquife, un grande encantador y amigo
suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que
no avisé a vuestras mercedes de los disparates
de mi señor tío, para que lo remediaran
antes de llegar a lo que ha llegado, y
quemarán todos estos descomulgados libros; que
tiene muchos, que bien merecen ser abrasados
como si fuesen de herejes.
«Esto digo yo también», dijo el cura, y
a fe que no se pase el día de mañana sin
que de ellos no se haga acto público y sean
condenados al fuego, porque no den ocasión a
quien los leyere de hacer lo que mi buen
amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don
Quíjote, con que acabó de entender el
labrador la enfermedad de su vecino; y así,
comenzo a decir a voces:
Abran vuestras mercedes al señor, Valdovinos.
y al señor Marqués de Mantua, que viene
mal ferido; y al señor moro Abindarráez, que
trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narbaez,
alcaide de Antequera.
A estas voces salieron todos, y como conocieron
los unos a su amigo, las otras a su amo,
y tío, que aún no se había apeado del jumento,
porque no podía, corrieron a abrazarle.
dijo:
¡Ténganse todos! ¡Que vengo mal ferido por
la culpa de mi caballo.
y llámese, si fuere posible, a la sabia
Hurganda, que cure y cate de mis feridas.
¡Mira en hora maza!, dijo a este punto
el ama, si me decía a mi bien mi corazón
del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra
merced en buen hora; que, sin que venga esa
Urgada, le sabremos aquí curar. ¡Amalditos!
digo, sean otra vez y otras ciento estos libros
de caballerías, que tal han parado a vuestra
merced!
Lleváronle luego a la cama, y, catándole
las feridas, no le hallaron ninguna, y él dijo
que todo era molimiento, por haber dado una
gran caída con Rocinante, su caballo,
combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados
y atrevidos que se pudieran fallar en gran
parte de la tierra.
¡Ta, ta! ¿Dijo el cura? ¡Njayanes hay en la
danza? Para mí santiguada, que yo los queme
mañana antes que llegue la noche.
Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a
ninguna quiso responder otra cosa sino que le
diesen de comer y le dejasen dormir, que
era lo que más le importaba. Hízose así, y él
cura se informó muy a la larga del labrador,
del modo que había hallado a don Quijote. Él
se lo contó todo, con los disparates que al
hallarle y al traerle había dicho que fue poner
más deseo en el licenciado de hacer lo que
otro día hizo, que fue llamar a su amigo el
barbero máese Nicolas, con el cual se vino a
casa de don Quijote.
El cual aun todavía dormía.
a la sobrina, del aposento donde estaban los
libros, autores del daño, y ella se las dio de
muy buena gana; entraron dentro todos y la
ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos
de libros grandes muy bien encuadernados, y
otros pequeños; y así, como el ama los vio,
volviose a salir del aposento con gran priesa,
y tornó luego con una escudilla de agua
bendita y un hísopo, y dijo:
Tome vuestra merced, señor licenciado.
rocíe este aposento, no esté aquí algún
encantador de los muchos que tienen estos libros,
y nos encanten, en pena de las que les
queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicididad del
ama, y mandó al barbero que le fuese dando
de aquellos libros, uno a uno, para ver de qué
trataban, pues podía ser hallar algunos que no
mereciesen castigo de fuego.
¡No! ¡Dijo la sobrina! ¡No hay para qué
perdonar a ninguno, porque todos han sido
los dañadores; mejor será arrojallos por las
ventanas al patio, y hacer un rimero dellos
y pegarles fuego, y, si no, llevarlos al corral,
y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el
humo...
Lo mismo dijo el ama: «Tal era la gana que
las dos tenían de la muerte de aquellos
inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero
leer siquiera los títulos. Y el primero que
máese Nícolas le dio en las manos, fue
cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
Parece cosa de misterio esta, porque, según
he oído decir: «Este libro fue el primero de
caballerías que se imprimió en España, y todos
los demás han tomado principio y origen deste,
y así me parece que, como a dogmatizador de
una secta tan mala, le debemos sin excusa
alguna condenar al fuego.
¡No, señor, que también
he oído decir que es el mejor de todos los
libros que de este género se han compuesto,
y así, como a único en su arte, se debe
perdonar.”
Así es verdad, y por esa
razón se le otorga la vida por ahora. Veamos
esotro que está junto a él.
¿Es las sergas de Esplandián
hijo legítimo de Amadís de Gaula.
Pues en verdad, dijo el cura, que no le
ha de valer al hijo la bondad del padre.
Tomad, señora ama, abrid esa ventana y echadle
al corral, y de principio al montón de la
hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y él
bueno de Esplandián fue volando al corral,
esperando con toda paciencia el fuego que le
amenazaba.
¡Adelante!, dijo el cura.
«Este que viene», dijo el barbero, ¿es Amadís
de Grecia, y aun todos los deste lado, a
lo que creo son del mesmo linaje de Amadís.
Pues vayan todos al corral, dijo el cura.
que a trueco de quemar a la reina pintiquiniestra
y al pastor Darinel y a sus eglogas, y
a las endiabladas y revueltas razones de su
autor, quemaré con ellos al padre que me
engendró, si anduviera en figura de caballero,
andante...
De ese parecer soy yo, dijo el barbero.
Y aun yo, añadió la sobrina.
Pues así es–, dijo el ama– vengan y al
corral con ellos.
Diéronselos que eran muchos, y ella ahorró
la escalera, y dio con ellos por la ventana
abajo.
¿Quién es ese tonel? ¿Dijo el cura?
¿Este es? ¿Respondió el barbero?
¡Olivante de Laura!
El autor de ese libro, dijo el cura, fue el
mesmo que compuso a jardín de flores, y
en verdad que no sepa determinar cuál de los
dos libros, es más verdadero, o por decir mejor,
menos mentiroso. Solo sé decir que este irá al
corral por disparatado y arrogante.
Este que se sigue es Florismarte.
¡Hircania! ¿Dijo el barbero?
¿Hay está el señor Florismarte?
el cura. Pues a fe que ha de parar presto en
el corral, a pesar de su extraño nacimiento y
sonadas aventuras, que no da lugar a otra
cosa la dureza y sequedad de su estilo.
corral con él y con esotro, señora ama.
¡Que me place, señor mío! ¡Respondía ella,
y con mucha alegría ejecutaba lo que le era
mandado.
«Este es el caballero plátir», dijo el
barbero.
«Antiguo libro es ese», dijo el cura, y no
hallo en el cosa que merezca venía; acompañe
a los demás sin réplica.
Y así fue hecho.
Abriose otro libro, y vieron que tenía por
título el caballero de la cruz.
Por nombre tan santo como este libro tiene,
se podía perdonar su ignorancia; mas también
se suele decir: «Tras la cruz está el diablo». Vaya
al fuego.”
Tomando el barbero otro libro, dijo:
Este es espejo de caballerías.
Ya conozco a su merced, ¡ay
anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus
amigos y compañeros, más ladrones que Caco,
y los doce pares con el verdadero historiador
Turpín, y en verdad que estoy por
condenarlos no más que a destierro perpetuo,
siquiera porque tienen parte de la invención de él
famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió
su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto,
al cuál, si aquí le hallo, y que habla en otra
lengua que la suya, no le guardaré respeto
alguno; pero si habla en su idioma, le pondré
sobre mi cabeza.
Pues yo le tengo en italiano, dijo el
barbero... Mas no le entiendo...
Ni aun fuera bien que vos le entendiérades,
respondió el cura. Y aquí le perdonáramos
al señor capitán que no le hubiera traído
a España y hecho castellano, que le quitó mucho
de su natural valor; y lo mesmo harán todos
aquellos que los libros de verso quisieren
volver en otra lengua; que por mucho cuidado
que pongan y habilidad que muestren, jamás
llegarán al punto que ellos tienen en su primer
nacimiento. Digo, en efecto, que este libro y
todos los que se hallaren que tratan destas
cosas de Francia, se echen y depositen en un
pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea
lo que se ha de hacer de ellos, ecetuando a
un bernardo del Carpio, que anda por ahí, y
a otro llamado roncesualles, que estos en
llegando a mis manos, han de estar en las de él
ama y dellas en las del fuego, sin remisión
alguna...
Todo lo confirmó el barbero y lo tuvo por
bien y por cosa muy acertada, por entender
que era el cura tan buen cristiano y tan amigo
de la verdad, que no diría otra cosa por todas
las del mundo. Y, abriendo otro libro, vio que
era palmerín de Oliva, y junto a él estaba
otro que se llamaba palmerín de Ingalaterra.
Lo cual, visto por el licenciado, dijo:
Esa Oliva se haga luego rajas y sé
queme que aún no queden della las cenizas; y
esa palma de ingalaterra se guarde y sé
conserve como a cosa única, y se haga para
ello otra caja como la que halló Alejandro
en los despojos de Dario, que la diputó para
guardar en ella las obras del poeta Homero.
Este libro, señor compadre, tiene autoridad por
dos cosas: la una, porque él por si es muy
bueno; y la otra, porque es fama que le compuso
un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras
del castillo de Miraguarda son bonísimas y
de grande artificio, las razones cortesanas y
claras que guardan y miran el decoro del que
habla con mucha propriedad y entendimiento.
Digo, pues, salvo vuestro buen parecer,
señor máese Nicolas, que este y Amadís
de Gaula queden libres del fuego, y todos los
demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.
No, señor compadre, replicó el barbero.
que este que aquí tengo es el afamado don
¡Belianís!
Pues ése replicó el cura, con la segunda,
tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un
poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera
suya, y es menester quitarles todo aquello
del castillo de la Fama, y otras impertinencias de
más importancia, para lo cual se les da término
ultramarino, y como se enmendaren, así
se usará con ellos de misericordia o de justicia;
y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra
casa; mas no los dejéis leer a ninguno.
¡Que me place!, respondió el barbero.
y sin querer cansarse más en leer libros de
caballerías, el cura mandó al ama que
tomase todos los grandes y diese con ellos en
el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a
quien tenía más gana de quemallos que de
echar una tela, por grande y delgada que fuera,
y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por
la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó
uno a los pies del barbero, que le tomó gana
de ver de quién era, y vio que decía: «Historia
del famoso caballero tirante el Blanco.
¡Válame Dios!, dijo el cura, dando una
gran voz. ¡Que aquí esté tirante el Blanco!
Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que
he hallado en él un tesoro de contento y una
mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón
de Montalbán, valeroso caballero, y su
hermano Tomás de Montalbán, y el caballero
Fonseca, con la batalla que el valiente de
Tirante hizo con el alano y las agudezas
de la doncella placerdemivida, con los
amores y embustes de la viuda reposada y la
señora Emperatriz, enamorada de Ipólito, su
escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que
por su estilo es este el mejor libro del mundo;
aquí comen los caballeros y duermen y
mueren en sus camas y hacen testamento antes
de su muerte, con otras cosas de que
todos los demás libros de este género carecen.
Con todo eso, os digo que merecía el que
le compuso, pues no hizo tantas necedades
de industria, que le echaran a galeras por
todos los días de su vida.
y leedle, y veréis que es verdad cuanto del
os he dicho.
¿Así será? ¿Pero
¿Qué haremos destos pequeños libros que
quedan?
«Estos no deben de ser de
caballerías, sino de poesía.
Y abriendo uno, vio que era La Diana, de
jorje de montemayor, y dijo que
todos los demás eran del mesmo género.
Estos no merecen ser quemados, como los
demás, porque no hacen ni harán el daño que
los de caballerías han hecho, que son libros
de entendimiento, sin perjuicio de tercero.
¡Ay, señor! ¡Bien los
puede vuestra merced mandar quemar como a
los demás, porque no sería mucho que, habiendo
sanado mi señor tío de la enfermedad
caballeresca, leyendo estos se le antojase de
hacerse pastor y andarse por los bosques y
prados cantando y tañendo, y lo que sería peor,
hacerse poeta, que, según dicen, es
enfermedad incurable y pegadiza.
«Verdad dice esta doncella», dijo el cura,
y será bien quitarle a nuestro amigo este
tropiezo y ocasión delante. Y pues comenzamos
por la Diana, de Montemayor, soy de
parecer que no se queme sino que se le quite
todo aquello que trata de la sabia Felicia y de
la agua encantada, y casi todos los versos
mayores, y quédesele en ora buena la prosa y la
honra de ser primero en semejantes libros.
«Este que se sigue», dijo el barbero, ¿es
La Diana, llamada segunda del Salmantino, y
este, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo
autor es Gil Polo.
Pues la del Salmantino, respondió el cura,
acompañe y acreciente el número de los
condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde
como si fuera del mesmo Apolo, y pase
adelante, señor compadre, y démonos prisa.
que se va haciendo tarde.
¿Este libro es? ¿Dijo el barbero abriendo
otro. ¡Los diez libros de Fortuna de Amor!
compuestos por Antonio de Lofraso, poeta
sardo...
Por las órdenes que recebí, dijo el cura,
que desde que Apolo fue Apolo, y las musas
musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan
disparatado libro como ese no se ha compuesto,
y que por su camino es el mejor y él
más único de cuantos deste género han salido
a la luz del mundo; y el que no le ha leído
puede hacer cuenta que no ha leído jamás
cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que
precio más haberle hallado, que si me dieran
una sotana de raja de Florencia.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y él
barbero prosiguió diciendo:
Estos que se siguen son. El pastor de
Iberia, ninfas de Henares y desengaños de
celos...
Pues no hay más que hacer, dijo el cura,
sino entregarlos al brazo seglar del ama, y
no se me pregunte el por qué, que sería nunca
acabar.”
Este que viene es el pastor de Filida.
¿No es ese pastor, dijo el cura, sino muy
discreto cortesano; guárdese como joya
preciosa...
Este grande que aquí viene se intitula.
dijo el barbero, “Tesoro de varias poesías”.
¿Cómo ellas no fueran tantas?, dijo el cura,
fueran más estimadas; menester es que este
libro se escarde y limpie de algunas bajezas
que entre sus grandezas tiene. Guárdese,
porque su autor es amigo mío, y por respeto de
otras más heroicas y levantadas obras que ha
escrito.”
¡Este es! Siguió el barbero, ¡el cancionero!
de López Maldonado.
También el autor de ese libro, replicó el
cura, es grande amigo mío, y sus versos en
su boca admiran a quien los oye, y tal es la
suavidad de la voz con que los canta, que
encanta. Algo largo es en las eglogas, pero
nunca lo bueno fue mucho. Guárdese con los
escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que está
junto a él?
La Galatea, de Miguel de Cervantes, dijo
el barbero.
Muchos años ha que es grande amigo mío
ese cerbantes, y sé que es más versado en
desdichas que en versos. Su libro tiene algo
de buena invención; propone algo y no
concluye nada. Es menester esperar la segunda
parte que promete; quizá con la emienda.
alcanzará del todo la misericordia que ahora sé
le niega, y entre tanto que esto se ve,
tenedle recluso en vuestra posada, señor,
compadre...
¡Qué me place! ¡Respondió el barbero!
aquí vienen tres, todos juntos. La Araucana
de don Alonso de Ercilla, la austriada, de
Juan Rufo, jurado de Córdoba y El Monserrate
de Cristóbal de Virues, poeta
Valenciano...
Todos esos tres libros, dijo el cura,
son los mejores que en verso heroico, en
lengua castellana, están escritos y pueden
competir con los más famosos de Italia;
guárdense como las más ricas prendas de poesía
que tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros, y así, a
carga cerrada, quiso que todos los demás sé
quemasen; pero ya tenía abierto uno el
barbero, que se llamaba Las Lágrimas de
Angélica.
¡Lloráralas yo! ¡Dijo el cura en oyendo el
nombre, si tal libro hubiera mandado quemar,
porque su autor fue uno de los famosos
poetas del mundo, no solo de España, y fue
felicísimo en la tradución de algunas fábulas
de Ovidio.
Estando en esto, comenzo a dar voces don
Quíjote, diciendo:
Aquí, aquí, valerosos caballeros, aquí es
menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos
brazos; que los cortesanos llevan lo mejor
del torneo!
Por acudir a este ruido y estruendo, no sé
pasó adelante con el escrutinio de los demás
libros que quedaban; y así se cree que fueron
al fuego, sin ser vistos ni oídos. La Carólea y
león de España, con los hechos del emperador,
compuestos por don Luís de Avila, que,
sin duda debían de estar entre los que quedaban,
y quizá, si el cura los viera, no pasaran
por tan rigurosa sentencia.
Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba
levantado de la cama, y proseguía en sus
voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y
reveses a todas partes, estando tan despierto
como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse
con él y por fuerza le volvieron al lecho, y
después que hubo sosegado un poco,
volviéndose a hablar con el cura, le dijo:
Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es
gran mengua de los que nos llamamos,
¿Pares dejar tan sin más ni más llevar la
vitoria de este torneo a los caballeros cortesanos,
habiendo nosotros los aventureros ganado el
prez en los tres días antecedentes.
Calle vuestra merced, señor compadre,
dijo el cura; ¡que Dios será servido que la
suerte se mude y que lo que hoy se pierde sé
gane mañana, y atienda vuestra merced a su
salud por ahora, que me parece que debe
de estar demasiadamente cansado, si ya no es
que está mal ferido.
«Ferido no», dijo don Quijote; ¿pero molido
y quebrantado, no hay duda en ello, porque
aquel bastardo de don Roldán me ha molido a
palos con el tronco de una encina, y todo de
envidia, porque ve que yo solo soy el opuesto
de sus valentías. Mas no me llamaría yo
Reinaldos de Montalbán sí, en levantándome deste
lecho, no me lo pagare, a pesar de todos sus
encantamentos; y por ahora tráiganme
de yantar, que sé que es lo que más me hará
al caso, y quédese lo del vengarme a mí
cargo.”
Hiciéronlo así, diéronle de comer y
quédose otra vez dormido, y ellos admirados de su
locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos
libros había en el corral y en toda la casa, y
tales debieron de arder que merecían guardarse
en perpetuos archivos; mas no lo permitió
su suerte y la pereza del escrutiñador, y
así se cumplió el refrán en ellos, de que
pagan a las veces justos por pecadores.
Uno de los remedios que el cura y el barbero
dieron por entonces, para el mal de su amigo,
fue que le murasen y tapiasen el aposento
de los libros, porque cuando se levantase no
los hallase, quizá quitando la causa, cesaría
el efecto, y que dijesen que un encantador
se los había llevado, y el aposento y todo.
y así fue hecho con mucha presteza.
De allí a dos días se levantó don Quijote, y
lo primero que hizo fue ir a ver sus libros,
y como no hallaba el aposento donde le había
dejado, andaba de una en otra parte buscándole.
Llegaba adonde solía tener la puerta y
tentábala con las manos, y volvía y revolvía
los ojos por todo, sin decir palabra; pero al
cabo de una buena pieza, preguntó a su ama
que hacía qué parte estaba el aposento de sus
libros.
Él ama, que ya estaba bien advertida de lo
que había de responder, le dijo:
¿Qué aposento o qué nada busca vuestra
merced? Ya no hay aposento ni libros en esta
casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo.
¿No era diablo, replicó la sobrina, sino un
encantador que vino sobre una nube una
noche, después del día que vuestra merced de
aquí se partió, y apeándose de una sierpe en
que venía caballero, entró en el aposento, y no
sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca
pieza salió volando por el tejado, y dejó la
casa llena de humo, y cuando acordamos a
mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni
aposento alguno; solo se nos acuerda muy bien a
mí y al ama que, al tiempo del partirse aquel
mal viejo, dijo en altas voces que, por
enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos
libros y aposento, dejaba hecho el daño en
aquella casa que después se vería, dijo:
también, que se llamaba el sabio Muñatón.
¿Frestón diría?, dijo don Quijote.
¿No sé, respondió el ama, si se llamaba
Frestón o Fritón, solo sé que acabó en ton su
nombre.”
«Así es–, dijo don Quijote– que ése es
un sabio encantador, grande enemigo mío, que
me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y
letras que tengo de venir, andando los tiempos,
a pelear en singular batalla con un caballero
quien él favorece y le tengo de vencer sin que
él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme
todos los sinsabores que puede, y mandole
yo que mal podrá el contradecir ni evitar, lo
que por el cielo está ordenado.
¿Quién duda de eso?
Pero ¿quién le mete a vuestra merced, señor,
tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse
pacífico en su casa y no irse por el mundo
a buscar pan de trastrigo, sin considerar que
muchos van por lana y vuelven tresquilados?
¡Oh, sobrina mía!, respondió don Quijote, ¡y
¡Cuán mal que estás en la cuenta! Primero que
a mí me tresquilen, tendré peladas y quitadas
las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la
punta de un solo cabello.
No quisieron las dos replicarle más, porque
vieron que se le encendía la cólera.
Es, pues, el caso que él estuvo quince días
en casa muy sosegado, sin dar muestras de
querer segundar sus primeros devaneos, en los
cuales días pasó graciosísimos cuentos con
sus dos compadres el cura y el barbero, sobre
que él decía que la cosa de que más necesidad
tenía el mundo era de caballeros andantes,
y de que en él se resucitase la caballería
andantesca. El cura algunas veces le contradecía,
y otras concedía, porque si no guardaba este
artificio, no había poder averiguarse con él.
En este tiempo solicitó don Quijote a un
labrador vecino suyo, hombre de bien, si es
que este título se puede dar al que es pobre,
pero de muy poca sal en la mollera.
resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y
prometió que el pobre villano se determinó
de salirse con él y servirle de escudero.
Déciale, entre otras cosas, don Quijote, que
se dispusiese a ir con él de buena gana,
porque tal vez le podía suceder aventura que
ganase, en quítame allá esas pajas, alguna
insula y le dejase a él por gobernador della.
Con estas promesas y otras tales, Sancho,
Panza, que así se llamaba el labrador,
dejó su mujer y hijos y asento por escudero
de su vecino. Dio luego don Quijote orden en
buscar dineros, y, vendiendo una cosa y
empeñándootra y malbaratándolas todas, llegó
una razonable cantidad. Acomódose, así mesmo,
de una rodela que pidió prestada a un su
amigo, y pertrechando su rota celada lo mejor
que pudo, avisó a su escudero Sancho del día
y la hora que pensaba ponerse en camino,
para que él se acomodase de lo que viese
que más le era menester. Sobre todo le encargó
que llevase alforjas, e dijo que sí
llevaría, y que ansí mesmo pensaba llevar un
asno que tenía muy bueno, porque él no
estaba duecho a andar mucho a pie.
En lo del asno reparó un poco don Quijote,
imaginando si se le acordaba si algún caballero
andante había traído escudero caballero asnalmente,
pero nunca le vino alguno a la memoria;
mas con todo esto determinó que le llevase,
con presupuesto de acomodarle de más honrada
caballería, en habiendo ocasión para ello,
quitándole el caballo al primer descortés
caballero que topase.
Proveyose de camisas y de las demás cosas
que él pudo, conforme al consejo que él
ventero le había dado. Todo lo cual hecho y
cumplido, sin despedirse panza de sus hijos,
mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una
noche se salieron del lugar, sin que persona los
viese, en la cual caminaron tanto, que al
amanecer, se tuvieron por seguros de que no
los hallarían aunque los buscasen.
Yua Sancho Panza sobre su jumento como
un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con
mucho deseo de verse ya gobernador de la
insula que su amo le había prometido.
don Quijote a tomar la misma derrota, y
camino que el que él había tomado en su primer
viaje, que fue por el campo de Montiel, por él
cuál caminaba con menos pesadumbre que la
vez pasada, porque por ser la hora de la
mañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no
les fatigaban.
Dijo en esto, Sancho Panza, a su amo.
Mire vuestra merced, señor caballero,
andante, que no se le olvide lo que de la insula
me tiene prometido que yo la sabré gobernar
por grande que sea.
A lo cual le respondió don Quijote.
¿Has de saber, amigo Sancho Panza, qué fue
costumbre muy usada de los caballeros andantes
antiguos hacer gobernadores a sus escuderos
de las ínsulas o reinos que ganaban, y
yo tengo determinado de que por mí no falte
tan agradecida usanza, antes pienso aventajarme
en ella, porque ellos algunas veces y
quizá las más, esperaban a que sus escuderos
fuesen viejos, y ya después de hartos de servir
y de llevar malos días y peores noches, les
daban algún título de conde, o por lo mucho
de marqués, de algún valle o provincia
de poco más a menos; pero si tú vives y yo
vivo, bien podría ser que antes de seis días
ganase yo tal reino que tuviese otros a él
aderentes, que viniesen de molde para coronarte
por rey de uno dellos. Y no lo tengas a
mucho que cosas y casos acontecen a los tales
caballeros, por modos tan nunca vistos,
pensados que con facilidad te podría dar aun
más de lo que te prometo.
¿De esa manera?, respondió Sancho Panza,
si yo fuese rey por algún milagro de los
que vuestra merced dice, por lo menos, Juana
Gutiérrez, mi oíslo, vendría a ser reina, y
mis hijos infantes.
Pues ¿quién lo duda?, respondió don
Quíjote.
Yo lo dudo, replicó Sancho Panza. ¿Por qué
tengo para mí que, aunque lloviese Dios,
reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien
sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor,
que no vale dos maravedís para reina. Condesa
le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
Encomiéndalo tú a Dios, Sancho, respondió
don Quijote, que él dará lo que más
le convenga; pero no apoques tu ánimo tanto
que te vengas a contentar con menos que con
ser adelantado.
¿No haré, señor mío?, respondió Sancho.
mas teniendo tan principal amo en vuestra
merced que me sabrá dar todo aquello que
me esté bien y yo pueda llevar.
En esto descubrieron treinta o cuarenta
molinos de viento que hay en aquel campo; y así,
como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
La ventura va guiando nuestras cosas
mejor de lo que acertáramos a desear, porque
¿ves allí, amigo Sancho Panza, dónde sé
descubren treinta o pocos más, desaforados
gigantes con quien pienso hacer batalla,
quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos
comenzaremos a enriquecer? Que esta es buena
guerra, y es gran servicio de Dios quitar
tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
¿Qué gigantes?
Aquellos que allí ves, respondió su amo,
de los brazos largos, que los suelen tener
algunos de casi dos leguas.
¡Mire vuestra merced!, respondió Sancho,
que aquellos que allí se parecen no son
gigantes, sino molinos de viento, y lo que en
ellos parecen brazos, son las aspas que
volteadas del viento, hacen andar la piedra del
molino.”
Bien parece, respondió don Quijote, que
no estás cursado en esto de las aventuras.
ellos son gigantes, y si tienes miedo, quítate
de ahí, y ponte en oración en el espacio que
yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual
batalla.”
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo
Rocinante, sin atender a las voces que su
escudero Sancho le daba, advirtiéndole que
sin duda alguna eran molinos de viento, y no
gigantes aquellos que iba a acometer. Pero
él iba tan puesto en que eran gigantes, que
ni oía las voces de su escudero Sancho, ni
echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo
que eran. Antes iba diciendo en voces altas:
Non fuyades, cobardes y viles criaturas.
que un solo caballero es el que os acomete!
Levántose en esto un poco de viento, y las
grandes aspas comenzaron a moverse lo cual
visto por don Quijote, dijo:
Pues aunque mováis más brazos que los
del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y, en diciendo esto, y encomendándose de
todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole
que en tal trance le socorriese, bien cubierto
de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió
a todo el galope de Rocinante, y envistió
con el primero molino que estaba delante, y
dándole una lanzada en el aspa, la volvió el
viento con tanta furia que hizo la lanza
pedazos, llevándose tras sí al caballo y al
caballero, que fue rodando muy mal trecho por él
campo.
Acudio Sancho Panza, a socorrerle a todo el
correr de su asno, y cuando llego, hallo que
no se podía menear. Tal fue el golpe que dio
con el Rocinante.
¡Válame Dios! ¿No le dije
yo a vuestra merced que mirase bien lo que
hacía, que no eran sino molinos de viento, y no
lo podía ignorar sino quien llevase otros tales
en la cabeza?
Calla, amigo Sancho, respondió don
Quíjote; que las cosas de la guerra más que
otras están sujetas a continua mudanza;
cuanto más que yo pienso, y es así verdad que
aquel sabio Frestón que me robó el aposento
y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos,
por quitarme la gloria de su vencimiento.
tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo
al cabo, han de poder poco sus malas artes
contra la bondad de mi espada.
“Dios lo haga como puede”, respondió
¡Sancho Panza!
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre
Rocinante, que medio despaldado estaba, y
hablando en la pasada aventura, siguieron el
camino del puerto lapice, porque allí decía
don Quijote, que no era posible dejar de él.
hallarse muchas y diversas aventuras, por ser
lugar muy pasajero, sino que yua muy
pesaroso por haberle faltado la lanza, y
diciéndoselo a su escudero, le dijo:
Yo me acuerdo haber leído que un caballero
español, llamado diego Pérez de Vargas,
habiéndosele en una batalla roto la espada,
desgajó de una encina un pesado ramo o tronco,
y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó
tantos moros, que le quedó por sobrenombre
Machuca, y así, él cómo sus decendientes
se llamaron desde aquel día en adelante
Hete dicho esto, porque
de la primera encina o roble que se me depare
pienso desgajar otro tronco, tal y tan bueno
como aquel que me imagino y pienso hacer
con él tales hazañas, que tú te tengas por bien
afortunado de haber merecido venir a vellas.
y a ser testigo de cosas que apenas podrán
ser creídas.”
¡A la mano de Dios! ¡A la mano de Dios! ¡Yo lo
creo todo así como vuestra merced lo dice;
pero enderécese un poco, que parece que va
de medio lado, y debe de ser del molimiento
de la caída.
¡Así es la verdad!, respondió don Quijote.
y si no me quejo del dolor, es porque no es
dado a los caballeros andantes quejarse de
herida alguna, aunque se le salgan las
tripas por ella.
Si eso es así, no tengo yo que replicar,
respondió Sancho... Pero sabe Dios si yo me
holgara que vuestra merced se quejara cuando
alguna cosa le doliera. De mí sé decir que me
he de quejar del más pequeño dolor que
tenga, si ya no se entiende también con los
escuderos de los caballeros andantes eso del
no quejarse.”
No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad
de su escudero, y así le declaró que
podía muy bien quejarse como y cuando quisiese,
sin gana o con ella, que hasta entonces
no había leído cosa en contrario en la orden de
caballería. Dijole Sancho que mirase que era
hora de comer. Respondiole su amo que por
entonces no le hacía menester; que comiese
él cuando se le antojase.
Con esta licencia, se acomodó Sancho lo
mejor que pudo sobre su jumento, y sacando
de las alforjas lo que en ellas había puesto,
iba caminando y comiendo detrás de su amo
muy de su espacio y de cuándo en cuándo
empinaba la bota, con tanto gusto, que le
pudiera envidiar el más regalado bodegonero
de Malaga. Y en tanto que él iba de aquella
manera menudeando tragos, no se le acordaba
de ninguna promesa que su amo le hubiese
hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por
mucho descanso, andar buscando las
aventuras por peligrosas que fuesen.
En resolución, aquella noche la pasaron
entre unos árboles y del uno dellos desgajó
don Quijote un ramo seco que casi le podía
servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó
de la que se le había quebrado. Toda aquella
noche no durmió don Quijote, pensando en él
su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que
había leído en sus libros cuando los caballeros
pasaban sin dormir muchas noches en las
florestas y despoblados, entretenidos con las
memorias de sus señoras.
No la pasó así, Sancho Panza, ¿qué
como tenía el estómago lleno, y no de agua
de chicoría, de un sueño se la llevó toda, y
no fueran parte para despertarle, si su amo no
lo llamara, los rayos del sol que le daban
en el rostro ni el canto de las aves, que
muchas y muy regocijadamente la venida del rey.
nuevo día saludaban. Al levantarse, dio un
tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que
la noche antes, y afligíósele el corazón por
parecerle que no llevaban camino de remediar
tan presto su falta. No quiso desayunarse don
Quíjote, porque, como está dicho, dio en
sustentarse de sabrosas memorias.
Tornarón a su comenzado camino del puerto
Lápice, y a obra de las tres del día le
descubrieron.
«Aquí–, dijo en viéndole don Quijote,
podemos, hermano Sancho Panza, meter las
manos hasta los codos en esto que llaman
aventuras. Mas advierte que, aunque me veas en
los mayores peligros del mundo, no has de
poner mano a tu espada para defenderme, si
ya no vieres que los que me ofenden es canalla
y gente baja que en tal caso bien puedes
ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna
manera te es lícito ni concedido por las leyes
de caballería que me ayudes hasta que seas
armado caballero.
¡Por cierto, señor, que
vuestra merced sea muy bien obedicido en
esto y más que yo de mío me soy pacífico y
enemigo de meterme en ruidos ni pendencias;
bien es verdad que en lo que tocare a defender
mi persona no tendré mucha cuenta con esas
leyes, pues las divinas y humanas permiten
que cada uno se defienda de quien quisiere
agraviarle.”
¿No digo yo menos? Respondió don Quijote.
pero en esto de ayudarme contra caballeros,
has de tener a raya tus naturales ímpetus.
Digo que así lo haré, respondió Sancho.
y que guardaré ese preceto también como
el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por él
camino dos frailes de la orden de San Benito,
caballeros sobre dos dromedarios, que no eran
más pequeñas dos mulas en que venían.
sus antojos de camino y sus quitasoles.
de ellos venía un coche con cuatro o cinco de
a caballo que le acompañaban, y dos mozos de
mulas a pie. Venía en el coche, como después
se supo, una señora bizcaina que iba a Sevilla,
donde estaba su marido, que pasaba a las
Indias con un muy honroso cargo. No venían los
frailes con ella, aunque yuan el mesmo camino;
mas apenas los divisó don Quijote, cuando
dijo a su escudero:
O yo me engaño, o esta ha de ser la más
famosa aventura que se haya visto, porque
aquellos bultos negros que allí parecen deben
de ser, y son, sin duda, algunos encantadores,
que llevan hurtada alguna princesa en aquel
coche, y es menester deshacer este tuerto a
todo mi poderio.
Peor será esto que los molinos de viento…
dijo Sancho.
frailes de San Benito, y el coche debe de ser
de alguna gente pasajera. Mire qué digo que
mire bien lo que hace, no sea el diablo que le
engañe.”
Ya te he dicho, Sancho, respondió don
Quíjote, que sabes poco de achaque de aventuras;
lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en
la mitad del camino por donde los frailes
venían, y en llegando tan cerca que a él le
pareció que le podrían oír lo que dijese, en
alta voz dijo:
gente endiablada y descomunal, dejad luego
al punto las altas princesas que en ese coche
lleváis forzadas; si no, aparejaos a recebir
presta muerte por justo castigo de vuestras
malas obras!
Detuvieron los frailes las riendas, y
quedaron admirados, así de la figura de don
Quíjote como de sus razones, a las cuales
respondieron.
Señor caballero, nosotros no somos endiablados
ni descomunales, sino dos religiosos de
San Benito, que vamos nuestro camino, y no
sabemos si en este coche vienen o no ningunas
forzadas princesas.
Para conmigo no hay palabras blandas; que
ya yo os conozco, fementida canalla, dijo
don Quijote.
Y, sin esperar más respuesta, picó a
Rocinante, y la lanza baja, arremetió contra él
primero fraile, con tanta furia y denuedo, que
si el fraile no se dejara caer de la mula, él
le hiciera venir al suelo mal de su grado, y
aun mal ferido, si no cayera muerto.
El segundo religioso, que vio del modo que
trataban a su compañero, puso piernas al
castillo de su buena mula y comenzo a correr por
aquella campaña, más ligero que el mesmo.
viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile,
apeándose ligeramente de su asno, arremetió
a él y le comenzo a quitar los hábitos.
Llegaron en esto dos mozos de los frailes, y
preguntáronle que por qué le desnudaba;
respondióles, Sancho, que aquello le tocaba a él
ligítimamente como despojos de la batalla
que su señor don Quijote había ganado.
mozos que no sabían de burlas ni entendían
aquello de despojos ni batallas, viendo que ya
don Quijote estaba desviado de allí, hablando
con las que en el coche venían, arremetieron
con Sancho, y dieron con él en el suelo, y sin
dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces,
y le dejaron tendido en el suelo, sin aliento
ni sentido; y sin detenerse un punto, tornó a
subir el fraile todo temeroso y acobardado,
sin color en el rostro, y cuando se vio a
caballo, picó tras su compañero, que un buen
espacio de allí le estaba aguardando y esperando
en que paraba aquel sobresalto; y, sin querer
aguardar el fin de todo aquel comenzado
suceso, siguiéron su camino, haciéndose más
cruces que si llevaran al diablo a las
espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha dicho,
hablando con la señora del coche, diciéndole:
La vuestra fermosura, señora mía, puede
facer de su persona lo que más le viniere en
talante, porque ya la soberbia de vuestros
robadores yace por el suelo, derribada por este
mi fuerte brazo; y porque no penéis por saber
el nombre de vuestro libertador, sabed que yo
me llamo don Quijote de la Mancha, caballero
andante y aventurero y cautivo de la sin
par y hermosa doña Dulcinea del Toboso, y en
pago del beneficio que de mí habéis recebido,
no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso
y que de mi parte os presentéis ante
esta señora, y le digáis lo que por vuestra
libertad he fecho.
Todo esto que don Quijote decía, escuchaba
un escudero de los que el coche acompañaban,
que era bizcaino; el cual, viendo que
no quería dejar pasar el coche adelante, sino
que decía que luego había de dar la vuelta al
Toboso se fue para don Quijote, y, asiéndole
de la lanza, le dijo en mala lengua castellana
y peor bizcaina, desta manera:
Anda, caballero, que mal andes. Por él
Dios que criome; que, si no dejas coche, así
te matas, como estás ahí bizcaino.
Entendiole muy bien don Quijote, y con
mucho sosiego le respondió.
Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo
hubiera castigado tu sandez y atrevimiento,
cautiva criatura.
A lo cual replicó el bizcaino.
¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes
como cristiano. Si lanza arrojas y espada
sacas, el agua cuán presto verás que al gato
llevas! ¡Vizcaino por tierra, hidalgo por mar,
hidalgo por el diablo, y mientes que mira si
otra dices cosa.
¡Ahora lo veredes, dijo agrajes!
respondió don Quijote.
el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela,
y arremetió al bizcaino con determinación de
quitarle la vida.
El bizcaino, que así le vio venir, aunque
quisiera apearse de la mula, que, por ser de
las malas de alquiler, no había que fiar en ella,
no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada;
pero avínole bien que se halló junto al coche,
de donde pudo tomar una almohada que le
sirvió de escudo, y luego se fueron el uno
para el otro, como si fueran dos mortales
enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en
paz; mas no pudo, porque decía el bizcaino
en sus mal trabadas razones, que si no le
dejaban acabar su batalla, que él mismo había de
matar a su ama y a toda la gente que se lo
estorbase. La señora del coche, admirada y
temerosa de lo que veía, hizo al cochero que
se desviase de allí algún poco, y desde lejos
se puso a mirar la rigurosa contienda, en él
discurso de la cual dio el bizcaino una gran
cuchillada a don Quijote encima de un hombro,
por encima de la rodela, que a dársela sin
defensa, le abriera hasta la cintura.
que sintió la pesadumbre de aquel desaforado
golpe, dio una gran voz, diciendo:
¡Señora de mi alma, Dulcinea, flor de la
fermosura, socorred a este vuestro caballero,
que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad,
en este riguroso trance se halla!
El decir esto y el apretar la espada y él
cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al
bizcaino, todo fue en un tiempo, llevando
determinación de aventurarlo todo a la de un golpe
solo el bizcaino, que así le vio venir
contra él, bien entendió por su denuedo su coraje,
y determinó de hacer lo mesmo que don
Quijote; y así le aguardó bien cubierto de
su almohada, sin poder rodear la mula a una
ni a otra parte, que ya de puro cansada y no
hecha a semejantes niñerías, no podía dar un
paso.
Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote,
contra el cauto bizcaino, con la espada en
alto, con determinación de abrirle por medio,
y el bizcaino le aguardaba así mesmo,
levantada la espada y aforrado con su almohada,
y todos los circunstantes estaban temerosos
y colgados de lo que había de suceder,
aquellos tamaños golpes con que sé
amenazaban; y la señora del coche y las demás
criadas suyas estaban haciendo mil votos y
ofrecimientos a todas las imágenes y casas de
devoción de España, porque Dios librase a su
escudero, y a ellas, de aquel tan grande
peligro en que se hallaban.
Pero está el daño de todo esto que en este
punto y término deja pendiente el autor desta
historia esta batalla, disculpándose que no
halló más escrito destas hazañas de don Quijote,
de las que deja referidas. Bien es verdad que
el segundo autor de esta obra no quiso creer
que tan curiosa historia estuviese entregada
a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido
tan poco curiosos los ingenios de la Mancha,
que no tuviesen en sus archivos o en sus
escritorios algunos papeles que deste famoso
caballero tratasen, y así, con esta imaginación,
no se desesperó de hallar el fin desta apacible
historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le
halló del modo que se contará en la segunda
parte.
Dejamos en la primera parte de esta historia
al valeroso bizcaino y al famoso don
Quíjote con las espadas altas y desnudas, en
guisa de descargar dos furibundos fendientes,
tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos
se dividirían y fenderían de arriba a bajo,
abrirían como una granada, y que en aquel
punto tan dudoso paró y quedó destroncada
tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia
su autor, donde se podría hallar lo que della
faltaba. Causóme esto mucha pesadumbre, porque
el gusto de haber leído tan poco se volvía
en disgusto de pensar el mal camino que sé
ofrecía para hallarlo mucho, que, a mi parecer,
faltaba de tan sabroso cuento. Pareciome cosa
imposible y fuera de toda buena costumbre,
que a tan buen caballero le hubiese faltado
algún sabio que tomara a cargo el escrevir.
sus nunca vistas hazañas, cosa que no faltó a
ninguno de los caballeros andantes,
de los que dicen las gentes
que van a sus aventuras.
porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios,
como de molde, que no solamente escribían
sus hechos, sino que pintaban sus más minimos
pensamientos y niñerías, por más escondidas
que fuesen. Y no había de ser tan desdichado
tan buen caballero, que le faltase a él
lo que sobró a Plátir y a otros semejantes.
Y así, no podía inclinarme a creer que tan
gallarda historia hubiese quedado manca y
estropeada, y echaba la culpa a la malignidad
del tiempo, devorador y consumidor de todas
las cosas, el cuál o la tenía oculta,
consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre
sus libros se habían hallado tan modernos como
desengaño de celos y ninfas y pastores de
henares, que también su historia debía de
ser moderna, y que, ya que no estuviese
escrita, estaría en la memoria de la gente de su
aldea y de las a ella circunvecinas. Esta
imaginación me traía confuso y deseoso de saber
real y verdaderamente toda la vida y milagros
de nuestro famoso español don Quijote de la
Mancha, luz y espejo de la caballería manchega,
y el primero que en nuestra edad y en estos
tan calamitosos tiempos se puso al trabajo,
ejercicio de las andantes armas, y al de
desfacer agravios, socorrer viudas, amparar
doncellas de aquellas que andaban con sus azotes
y palafrenes, y con toda su virginidad a
cuestas, de monte en monte y de valle en valle,
que si no era que algún follón o algún villano
de hacha y capellina, o algún descomunal
gigante las forzaba, doncella hubo en los
pasados tiempos que, al cabo de ochenta años,
que en todos ellos no durmió un día debajo
de tejado, se fue tan entera a la sepultura
como la madre que la había parido.
Digo, pues, que por estos y otros muchos
respetos, es digno nuestro gallardo quijote de
continuas y memorables alabanzas, y aun a mí
no se me deben negar por el trabajo y diligencia
que puse en buscar el fin de esta agradable
historia. Aunque bien sé que si el cielo, el
caso y la fortuna no me ayudan, el mundo
quedará falto y sin el pasatiempo y gusto que
bien casi dos horas podrá tener el que con
atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en
esta manera.
Estando yo un día en el Alcana de Toledo,
llegó un muchacho a vender unos cartapacios
y papeles viejos a un sedero, y como yo soy
aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos
de las calles, llevado desta mi natural inclinación,
tomé un cartapacio de los que el muchacho
vendía, y vile con carácteres que conocí ser
aravigos. Y puesto que, aunque los conocía,
no los sabía leer, anduve mirando si parecía
por allí algún morisco aljamiado que los leyese;
y no fue muy dificultoso hallar intérprete
semejante, pues aunque le buscara de otra
mejor y más antigua lengua le hallara. En fin,
la suerte me deparó uno que, diciéndole mí
deseo, y poniéndole el libro en las manos, le
abrió por medio, y leyendo un poco en él, se
comenzo a reír.
Pregúntele yo que de qué se reya, y
respondiome que de una cosa que tenía aquel
libro escrita en el margen por anotación.
Díjele que me la dijese, y él, sin dejar la
risa, dijo.
Está, como he dicho, aquí en el margen,
escrito esto. Esta dulcínea del Toboso, tantas
veces en esta historia referida, dicen que tuvo
la mejor mano para salar puercos que otra
mujer de toda la Mancha.
Cuando yo ohí decir “Dulcínea del Toboso”,
quedé atónito y suspenso, porque luego se me
representó que aquellos cartapacios contenían
la historia de don Quijote. Con esta imaginación
le di priesa que leyese el principio, y
haciéndolo así, volviendo de improviso el
aravigo en castellano, dijo que decía: «Historia
de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide
Hámete, Benengelí, historiador aravigo.
Mucha discreción fue menester para disimular
el contento que recebí cuando llegó a mis
oídos el título del libro, y, salteándosele al
sedero, compré al muchacho todos los papeles y
cartapacios por medio real; que si él tuviera
discreción y supiera lo que yo los deseaba,
bien se pudiera prometer y llevar más de seis
reales de la compra.
Apárteme luego con el morisco por el claustro
de la iglesia Mayor, y roguele me volviese
aquellos cartapacios, todos los que trataban de
don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles
ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él
quisiese. Conténtose con dos arrobas de pasas
y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos
bien y fielmente y con mucha brevedad.
Pero yo, por facilitar más el negocio, y por
no dejar de la mano tan buen hallazgo, le
truje a mi casa, donde en poco más de mes y
medio la tradujo toda, del mesmo modo
que aquí se refiere.
Estaba en el primero cartapacio pintada, muy
al natural, la batalla de don Quijote con él
bizcaino, puestos en la mesma postura que
la historia cuenta. Levantadas las espadas, él
uno cubierto de su rodela, el otro de la
almohada y la mula del bizcaino tan al vivo, que
estaba mostrando ser de alquiler a tiro de
ballesta. Tenía a los pies escrito el bizcaino un
título que decía: «Don Sancho de Azpeitía»,
que sin duda debía de ser su nombre, y a los
pies de Rocinante estaba otro que decía: «Don
Quijote. Estaba Rocinante maravillosamente
pintado, tan largo y tendido, tan atenuado,
flaco, con tanto espinazo, tan ético confirmado,
que mostraba bien al descubierto con cuanta
advertencia y propriedad se le había puesto
el nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho
panza, que tenía del cabestro a su asno,
los pies del cual estaba otro rétulo que decía:
Sancho zancas, y debía de ser que tenía, a lo
que mostraba la pintura, la barriga grande, él
talle corto y las zancas largas, y por esto se le
debió de poner nombre de Panza y de Zancas;
que con estos dos sobrenombres le llama
algunas veces la historia.
Otras algunas menudencias había que advertir.
pero todas son de poca importancia, y
que no hacen al caso a la verdadera relación
de la historia, que ninguna es mala como sea
verdadera. Si a esta se le puede poner alguna
obgeción cerca de su verdad, no podrá ser
otra sino haber sido su autor aravigo, siendo
muy propio de los de aquella nación ser
mentirosos, aunque, por ser tan nuestros enemigos,
antes se puede entender haber quedado falto en
ella que demasiado. Y así me parece a mí,
pues cuando pudiera y debiera extenderla
pluma en las alabanzas de tan buen caballero,
parece que de industria las pasa en silencio.
cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y
debiendo ser los historiadores puntuales,
verdaderos, y no nada apasionados, y que ni él
interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no
les hagan torcer del camino de la verdad,
cuya madre es la historia émula del tiempo,
depósito de las acciones, testigo de lo pasado,
ejemplo y aviso de lo presente, advertencia
de lo por venir. En esta sé que se hallará
todo lo que se acertare a desear en la más
apacible; y si algo bueno en ella faltare, para
mi tengo que fue por culpa del galgo de su
autor, antes que por falta del sujeto.
En fin, su segunda parte, siguiendo la
tradución, comenzaba desta manera.
Puestas y levantadas en alto las cortadoras
espadas de los dos valerosos y enojados
combatientes, no parecía sino que estaban amenazando
al cielo, a la tierra y al abismo. Tal era
el denuedo y continente que tenían. Y el primero
que fue a descargar el golpe fue el colérico
bizcaino, el cual fue dado con tanta fuerza
y tanta furia que, a no volvérsele la espada,
en el camino, aquel solo golpe fuera bastante
para dar fin a su rigurosa contienda y a todas
las aventuras de nuestro caballero; mas la
buena suerte que para mayores cosas le tenía
guardado, torció la espada de su contrario, de
modo que, aunque le acertó en el hombro,
izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle
todo aquel lado, llevándole de camino gran
parte de la celada con la mitad de la oreja;
que todo ello con espantosa ruina vino al
suelo, dejándole muy mal trecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que
buenamente pueda contar ahora la rabia que entró
en el corazón de nuestro manchego, viéndose
parar de aquella manera! No se diga más sino
que fue de manera que se alzó de nuevo en
los estribos, y, apretando más la espada en las
dos manos, con tal furia descargó sobre él
bizcaino, acertándole de lleno sobre la almohada
y sobre la cabeza, que, sin ser parte tan buena,
defensa, como si cayera sobre él una montaña,
comenzo a echar sangre por las narices, y por
la boca y por los oídos, y a dar muestras de
caer de la mula abajo, de donde cayera, sin
duda, si no se abrazara con el cuello, pero
con todo eso, sacó los pies de los estribos, y
luego soltó los brazos y la mula, espantada
del terrible golpe, dio a correr por el campo, y
a pocos corcovos dio con su dueño en tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando don
Quijote, y como lo vio caer, saltó de su
caballo, y con mucha ligereza se llegó a él, y
poniéndole la punta de la espada en los ojos, le
dijo que se rindiese; si no, que le cortaría
la cabeza. Estaba el bizcaino tan turbado que
no podía responder palabra, y él lo pasara
mal, según estaba ciego don Quijote, si las
señoras del coche, que hasta entonces con
gran desmayo habían mirado la pendencia, no
fueran a donde estaba, y le pidieran con mucho
encarecimiento, les hiciese tan gran
merced y favor de perdonar la vida a aquel su
escudero.
A lo cual don Quijote respondió con mucho
entono y gravedad.
Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy
contento de hacer lo que me pedís; mas ha de
ser con una condición y concierto, y es que
este caballero me ha de prometer de ir al
lugar del Toboso, y presentarse de mi parte ante
la símpar doña Dulcinea, para que ella haga
del lo que más fuere de su voluntad.
Las temerosas y desconsoladas señoras
sin entrar en cuenta de lo que don
Quíjote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea
fuese, le prometieron que el escudero haría
todo aquello que de su parte le fuese
mandado.
Pues en fe de esa palabra, yo no le haré
más daño, puesto que me lo tenía bien
merecido.”
Ya en este tiempo se había levantado Sancho
Panza, algo maltratado de los mozos de los
frailes, y había estado atento a la batalla de su
señor don Quijote, y rogaba a Dios en su corazón
fuese servido de darle vitoria, y que en
ella ganase alguna insula de donde le
hiciese gobernador, como se lo había prometido.
Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que
su amo volvía a subir sobre Rocinante, llegó a
tenerle el estribo, y antes que subiese sé
hincó de rodillas delante dél, y, asiéndole de la
mano, se la besó y le dijo:
Sea vuestra merced servido, señor don
Quíjote mío, de darme el gobierno de la
insula que en esta rigurosa pendencia se ha
ganado; que por grande que sea, yo me siento
con fuerzas de saberla gobernar, tal y tan bien
como otro que haya gobernado insulas en él
mundo...
A lo cual respondió don Quijote:
Advertid, hermano Sancho, que esta aventura
y las a esta semejantes, no son aventuras
de ínsulas, sino de encrucijadas, en las
cuales no se gana otra cosa que sacar rota la
cabeza o una oreja menos.
qué aventuras se ofrecerán donde no
solamente os pueda hacer gobernador, sino más
adelante.
Agradecíóselo mucho, Sancho, y, besándole
otra vez la mano y la falda de la loriga, le
ayudó a subir sobre Rocinante, y él subió sobre su
asno y comenzo a seguir a su señor, que, a
paso tirado, sin despedirse ni hablar más con
las del coche, se entró por un bosque que allí
junto estaba. Seguíale, Sancho, a todo el trote
de su jumento, pero caminaba tanto rocinante,
que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar
voces a su amo que se aguardase. Hízolo así
don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante
hasta que llegase su cansado escudero, él
cuál, en llegando, le dijo:
Paréceme, señor, que sería acertado irnos
a retraer a alguna iglesia; que, según quedó
maltrecho aquel con quien os combatistes, no
será mucho que den noticia del caso a la santa
Hermandad, y nos prendan; y a fe que si lo
hacen, que primero que salgamos de la
cárcel que nos ha de sudar el hopo.
¡Calla! ¿Dijo don Quijote?
visto tú, o leído jamás, que caballero andante
haya sido puesto ante la justicia por más
homicidios que hubiese cometido?
Yo no sé nada de homecillos, respondió
Sancho, “ni en mi vida le caté a ninguno”. Solo
sé que la Santa Hermandad tiene que ver con
los que pelean en el campo, y en esotro no
me entremeto.
Pues no tengas pena, amigo, respondió
don Quijote, que yo te sacaré de las manos
de los caldeos, cuanto más de las de la
Pero dime, por tu vida... ¿has visto
más valeroso caballero que yo en todo lo
descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias
otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer,
más aliento en el perseverar, más destreza
en el herir, ni más maña en el derribar?
La verdad sea, respondió Sancho, que yo
no he leído ninguna historia jamás, porque ni
sé leer ni escrevir; mas lo que osaré apostar
es que más atrevido amo que vuestra merced
yo no le he servido en todos los días de mí
vida, y quiera Dios que estos atrevimientos
no se paguen donde tengo dicho. Lo que le
ruego a vuestra merced es que se cure, que
le va mucha sangre de esa oreja; que aquí
traigo hilas y un poco de unguento blanco en
las alforjas.
Todo eso fuera bien excusado, respondió
don Quijote, si a mí se me acordara de hacer
una redoma del bálsamo de Fierabras, que con
sola una gota se ahorrarán tiempo, y
medicinas.”
¿Qué redoma y qué balsamo es ese?
¡Sancho Panza!
¿Es un bálsamo?, respondió don Quijote,
de quien tengo la receta en la memoria, con
el cual no hay que tener temor a la muerte, ni
hay pensar morir de ferida alguna. Y, así,
cuando yo le haga y te le dé, no tienes más
que hacer, sino que, cuando vieres que en
alguna batalla me han partido por medio del
cuerpo, como muchas veces suele acontecer,
bonitamente la parte del cuerpo que hubiere
caído en el suelo, y con mucha sotiliza,
antes que la sangre se yele, la pondrás sobre
la otra mitad que quedaré en la silla,
advirtiendo de encajallo igualmente y al justo.
Luego me darás a beber solos dos tragos del rey.
bálsamo que he dicho, y verasme quedar
más sano que una manzana.
Si eso hay, dijo Panza, ¿yo renuncio desde
aquí el gobierno de la prometida insula, y no
quiero otra cosa en pago de mis muchos, y
buenos servicios, sino que vuestra merced me
de la receta de ese extremado licor, que para
mi tengo que valdrá la onza adonde quiera,
más de a dos reales, y no he menester yo más
para pasar esta vida honrada y descansadamente.
Pero es de saber ahora si tiene mucha
costa el hacelle.
Con menos de tres reales se pueden hacer
tres azumbres”, respondió don Quijote.
¡Apecador de mí! ¡Pues a
que aguarda vuestra merced a hacelle y a
enseñármele?
¡Calla, amigo! ¿Qué
mayores secretos pienso enseñarte, y mayores
mercedes hacerte; y por ahora curémonos,
que la oreja me duele más de lo que yo
quisiera...
Sacó Sancho de las alforjas hilas y unguento.
Mas cuando don Quijote llegó a ver rota su
celada, penso perder el juicio, y, puesta la
mano en la espada, y alzando los ojos al cielo,
dijo:
Yo hago juramento al criador de todas las
cosas, y a los santos cuatro evangelios donde
más largamente están escritos de hacer la vida
que hizo el grande marqués de Mantua cuando
juró de vengar la muerte de su sobrino
Valdovinos, que fue de no comer pan a
manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas
que, aunque de ellas no me acuerdo, las doy
aquí por expresadas hasta tomar entera
venganza del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto, Sancho, le dijo:
Advierta vuestra merced, señor don Quijote,
que si el caballero cumplió lo que se le
dejó ordenado de irse a presentar ante
mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá cumplido
con lo que debía, y no merece otra pena
si no comete nuevo delito.
¿Has hablado y apuntado muy bien?
respondió don Quijote. Y así, anulo el
juramento en cuanto lo que toca a tomar de él
nueva venganza; pero hágole y confirmole de
nuevo de hacer la vida que he dicho hasta
tanto que quite por fuerza otra celada, tal y
tan buena como esta, a algún caballero.
no pienses, Sancho, que así a humo de pajas
hago esto; que bien tengo a quien imitar en
ello, que esto mesmo pasó al pie de la
letra sobre el yelmo de Mambrino, que tan
caro le costó a Sacripante.
que de al diablo vuestra merced tales
juramentos, señor mío, –que son
muy en daño de la salud y muy en perjuicio
de la conciencia. Si no, dígame ahora: ¿si acaso
en muchos días no topamos hombre armado
con celada. ¿Qué hemos de hacer? ¿Hase de
cumplir el juramento a despecho de tantos
inconvenientes e incomodidades, como será el
dormir vestido y el no dormir en poblado, y
otras mil penitencias que contenía el juramento
de aquel loco viejo del Marqués de Mantua,
que vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire
vuestra merced bien que por todos estos caminos
no andan hombres armados, sino harrieros
y carreteros, que no solo no traen celadas, pero
quizá no las han oído nombrar en todos los
días de su vida.”
¿Engáñaste en eso?, dijo don Quijote,
porque no habremos estado dos horas por
estas encrucijadas, cuando veamos más armados
que los que vinieron sobre Albraca a la
conquista de Angélica la bella.
¡Alto, pues! Sea así –dijo Sancho–,
a Dios prazga que nos suceda bien, y que sé
llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que
tan cara me cuesta y muérame yo luego.
Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso
cuidado alguno, que, cuando faltare insula,
hay está el reino de Dinamarca o el de Sobradisa
que te vendrán como anillo al dedo,
y más que, por ser en tierra firme, te debes
más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo,
y mira si traes algo en esas alforjas que
comamos, porque vamos luego en busca de
algún castillo donde alojemos esta noche, y
hagamos el bálsamo que te he dicho, porque
yo te boto a Dios, que me va doliendo mucho
la oreja.”
Aquí trayo una cebolla y un poco de queso
y no sé cuántos mendrugos de pan”, dijo
Sancho... Pero no son manjares que pertenecen
a tan valiente caballero como vuestra,
merced.”
¡Qué mal lo entiendes! ¡Respondió don
Quíjote. ¡Hágote saber, Sancho, que es honra de
los caballeros andantes no comer en un mes,
y ya que coman, sea de aquello que hallaren
más a mano; y esto se te hiciera cierto si
hubieras leído tantas historias como yo, que
aunque han sido muchas, en todas ellas no he
hallado hecha relación de que los caballeros
andantes comiesen, si no era acaso, y en
algunos suntuosos banquetes que les hacían, y
los demás días se los pasaban en flores.
Y aunque se deja entender que no podían
pasar sin comer y sin hacer todos los otros
menesteres naturales, porque, en efecto, eran
hombres como nosotros, hase de entender
también que, andando lo más del tiempo de
su vida por las florestas y despoblados, y sin
cocinero, que su más ordinaria comida sería
de viandas rústicas, tales como las que tú ahora
me ofreces. Así, que, Sancho amigo, no te
congoje lo que a mí me da gusto, ni querrás
tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería
andante de sus quicios.
Perdóneme vuestra merced, dijo Sancho.
que como yo no sé leer ni escrevir, como
otra vez he dicho, no se ni he caído en las
reglas de la profesión caballeresca, y de aquí
adelante yo proveeré las alforjas de todo
género de fruta seca para vuestra merced, que es
caballero, y para mí las proveeré, pues no lo
soy, de otras cosas volatiles y de más
sustancia.”
¿No digo yo, Sancho, replicó don Quijote,
que sea forzoso a los caballeros andantes no
comer otra cosa sino esas frutas que dices,
sino que su más ordinario sustento debía de
ser dellas, y de algunas hierbas que hallaban
por los campos, que ellos conocían, y yo
también conozco.
«Virtud es conocer
esas yerbas, que, según yo me voy imaginando,
algún día será menester usar de ese
conocimiento.
Y sacando, en esto, lo que dijo que traía,
comieron los dos en buena paz y compaña.
Pero deseosos de buscar donde alojar aquella
noche, acabaron con mucha brevedad su pobre
y seca comida. Subieron luego a caballo,
y diéronse priesa por llegar a poblado antes
que anocheciese; pero faltoles el sol y la
esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a
unas chozas de unos cabreros; y así,
determinaron de pasarla allí; que cuanto fue de
pesadumbre para Sancho no llegar a poblado,
fue de contento para su amo dormirla al cielo
descubierto, por parecerle que cada vez que
esto le sucedía era hacer un acto posesivo
que facilitaba la prueba de su caballería.
Fue recogido de los cabreros con buen
ánimo, y habiendo Sancho, lo mejor que pudo,
acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue
tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos
de cabra, que hirviendo al fuego en un caldero
estaban; y aunque él quisiera en aquel
mesmo punto ver si estaban en sazón de
trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de
hacer, porque los cabreros los quitaron del
fuego, y tendiendo por el suelo unas pieles
de ovejas, aderezaron con mucha priesa su
rústica mesa, y convidaron a los dos con
muestras de muy buena voluntad, con lo que
tenían. Sentáronse a la redonda de las pieles
seis dellos, que eran los que en la majada había,
habiendo primero, con groseras ceremonias,
rogado a don Quijote que se sentase sobre
un dornajo que vuelto del revés le pusieron.
Sentóse don Quijote, y quedábase Sancho en
pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:
Porque veas, Sancho, el bien que en sí
encierra la andante caballería, y cuán a pique
están los que en cualquiera ministerio della sé
ejercitan de venir brevemente a ser honrados
y estimados del mundo, quiero que aquí a mí
lado, y en compañía de esta buena gente, te
sientes, y que seas una mesma cosa conmigo,
que soy tu amo y natural señor, que comas en
mi plato y bebas por donde yo bebiere, porque
de la caballería andante se puede decirlo
mesmo que del amor se dice que todas
las cosas iguala.
¡Gran merced! ¡Pero sé decir
a vuestra merced, que como yo tuviese bien
de comer, también, y mejor me lo comería
en pie y a mis solas como sentado a par de
un emperador. Y aun si va a decir verdad,
mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón,
sin melindres ni respetos, aunque sea pan
y cebolla, que los gallipavos de otras mesas
donde me sea forzoso máscar despacio beber
poco, limpiarme a menudo, no estornudar,
toser si me viene gana, ni hacer otras cosas
que la soledad y la libertad traen consigo.
Así que, señor mío, estas honras que
vuestra merced quiere darme por ser ministro
y aderente de la caballería andante, como lo
soy, siendo escudero de vuestra merced,
conviértalas en otras cosas que me sean de más
comodo y provecho; que estas, aunque las doy,
por bien recebidas, las renuncio para desde
aquí al fin del mundo.
Con todo eso, te has de sentar, porque a
quien se humilla Dios le ensalza.
Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que
junto de él se sentase.
¿No entendían los cabreros aquella jerigonza
de escuderos y de caballeros andantes, y no
hacían otra cosa que comer y callar y mirar
a sus huéspedes, que con mucho donaire y
gana, embaulaban tasajo como el puño. Acabado
el servicio de carne, tendieron sobre las
záleas gran cantidad de bellotas avellanadas,
y juntamente pusieron un medio queso, más
duro que si fuera hecho de argamasa.
estaba en esto ocioso el cuerno, porque andaba
a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya vació,
como arcaduz de noria, que con facilidad
vació un zaque de dos que estaban de
manifiesto.
Después que don Quijote hubo bien satisfecho
su estómago, tomó un puño de bellotas
en la mano, y, mirándolas atentamente, solto
la voz a semejantes razones.
¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a
quien los antiguos pusieron nombre de dorados;
y no porque en ellos el oro, que en esta
nuestra edad de hierro tanto se estima, sé
alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna,
sino porque entonces los que en ella vivían
ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío!
Eran en aquella santa edad todas las cosas
comunes; a nadie le era necesario para alcanzar
su ordinario sustento, tomar otro trabajo que
alzar la mano y alcanzarle de las robustas
encinas, que liberalmente les estaban convidando
con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes
y corrientes ríos, en magnífica abundancia,
sabrosas y transparentes aguas les ofrecían.
las quiebras de las peñas, y en lo hueco de los
árboles formaban su república las solicitas,
discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano,
sin interés alguno, la fértil cosecha de su
dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques
despedían de sí, sin otro artificio que el de su
cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que
se comenzaron a cubrir las casas, sobre
rústicas estacas sustentadas, no más que para
defensa de las inclemencias del cielo. Todo era
paz entonces, todo amistad, todo concordia;
aún no se había atrevido la pesada reja del corvo
arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas
de nuestra primera madre, que ella, sin ser
forzada, ofrecía por todas las partes de su fértil
y espacioso seno lo que pudiese hartar,
sustentar y deleitar a los hijos que entonces la
poseían.
Entonces sí, que andaban las simples y hermosas
zagalejas de valle en valle y de otero en
otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos
de aquellos que eran menester para cubrir
honestamente lo que la honestidad quiere,
ha querido siempre que se cubra, y no eran
sus adornos de los que ahora se usan, a quien
la púrpura de Tiro y la por tantos modos
martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas
verdes de lampazos y yedra entretejidas,
con lo que quizá yuan tan pomposas y compuestas
como van ahora nuestras cortesanas
con las raras y peregrinas invenciones que la
curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces
se decoraban los concetos amorosos del alma
simple y sencillamente, del mesmo modo
y manera que ella los concebía, sin buscar
artificioso rodeo de palabras para encarecerlos.
No había la fraude, el engaño ni la malicia,
mezcládose con la verdad y llaneza.
justicia se estaba en sus proprios términos,
sin que la osasen turbar, ni ofender los de él
favor y los del interese, que tanto ahora la
menoscaban, turban y persiguen. La ley del
encaje aún no se había sentado en él
entendimiento del juez, porque entonces no había
que juzgar, ni quien fuese juzgado.
doncellas y la honestidad andaban, como tengo
dicho por donde quiera, sola y señera, sin
temor que la ajena desenvoltura y lascivo
intento le menoscabasen, y su perdición
nacía de su gusto y propria voluntad. Y ahora
en estos nuestros detestables siglos, no
está segura ninguna, aunque la oculte y cierre
otro nuevo laberinto como el de Creta, porque
allí, por los resquicios o por el aire, con el celo
de la maldita solicitud, se les entra la amorosa
pestilencia, y les hace dar con todo su recogimiento
al traste, para cuya seguridad, andando
mas los tiempos, y creciendo más la malicia, sé
instituyó la orden de los caballeros andantes
para defender las doncellas, amparar las
viudas y socorrer a los huérfanos y a los
menesterosos.
De esta orden soy yo, hermanos cabreros,
quien agradezco el gasaje, y buen
acogimiento que hacéis a mí y a mí escudero.
aunque por ley natural están todos los que
viven obligados a favorecer a los caballeros
andantes todavía, por saber que, sin saber
vosotros esta obligación me acogistes y regalastes,
es razón que con la voluntad a mí posible
os agradezca la vuestra.
Toda esta larga arenga, que se pudiera muy
bien excusar, dijo nuestro caballero, porque
las bellotas que le dieron, le trujeron a la
memoria la edad dorada. Y antójosele hacer aquel
inútil razonamiento a los cabreros, que, sin
responderle palabra, embobados y suspensos,
le estuvieron escuchando. Sancho, así mesmo
callaba y comía bellotas, y visitaba
muy a menudo el segundo zaque, que porque
se enfriase el vino, le tenían colgado de un
alcornoque.
Más tardó en hablar don Quijote, que en
acabarse la cena, al fin de la cual uno de los
cabreros dijo:
Para que con más veras pueda vuestra
merced decir, señor caballero andante, que le
agasajamos con prompta y buena voluntad,
queremos darle solaz y contento con hacer
que cante un compañero nuestro, que no tardará
mucho en estar aquí. El cuál es un zagal
muy entendido y muy enamorado, y que sobre
todo, sabe leer y escrevir, y es músico de un
rabel que no hay más que desear.
Apenas había el cabrero acabado de decir
esto, cuando llegó a sus oídos, el son del rabel,
y de allí apoco llegó el que le tañía, que era
un mozo de hasta veinte y dos años, de muy
buena gracia. Preguntáronle sus compañeros
si había cenado, y, respondiendo que sí, el que
había hecho los ofrecimientos le dijo:
De esa manera, Antonio, bien podrás
hacernos placer de cantar un poco, por que vea
este señor huésped que tenemos, que también
por los montes y selvas hay quien sepa de
música. Hémosle dicho tus buenas habilidades,
y deseamos que las muestres y nos saques
verdaderos; y así, te ruego, por tu vida,
que te sientes y cantes el romance de tus
amores que te compuso el beneficiado tu tío, que
en el pueblo ha parecido muy bien.
¡Que me place!, respondió el mozo.
Y, sin hacerse más de rogar, se sento en él
tronco de una desmochada encina, y templando
su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia,
comenzo a cantar, diciendo desta manera:
¡Antonio!
Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
¡Mudas lenguas de amorios!
Porque sé que eres sabida,
¿En qué me quieres me afirmo?
que nunca fue desdichado
¡Amor que fue conocido!
Bien es verdad que tal vez,
¡Oh, colla, me has dado indicio
¿Qué tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá, entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Avalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido,
ni menguar por no llamado,
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo,
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios, parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
mas de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
¿Cómo el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
¿Qué has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho.
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
Tal piensa que adora a un ángel,
y viene a adorar a un gimio,
¡Merced a los muchos dijes!
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras
que engañan al amor mismo.
Desmentila y enojóse.
volvió por ella su primo,
desafiome, y ya sabes
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía,
¡Qué más bueno es mi designio!
¿Coyundas tiene la iglesia
que son lazadas de sirgo;
pon tú el cuello en la gamella,
verás cómo pongo el mío.
¿Dónde no? Desde aquí juro
por el santo más bendito
de no salir destas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto, y
aunque don Quijote le rogo que algo más
cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque
estaba más para dormir que para oír
canciones. Y así, dijo a su amo:
Bien puede vuestra merced acomodarse
desde luego a donde ha de posar esta noche;
que el trabajo que estos buenos hombres
tienen todo el día no permite que pasen las
noches cantando.”
Ya te entiendo, Sancho, le respondió don
Quíjote. ¡Qué bien se me trasluce que las
visitas del zaque piden más recompensa de
sueño que de música...
A todos nos sabe bien, bendito sea Dios,
respondió Sancho.
“No lo niego”, replicó don Quijote. Pero
acomódate tú donde quisieres, que los de mí
profesión mejor parecen velando que
durmiendo. Pero, con todo esto, sería bien
Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja,
que me va doliendo más de lo que es
menester.”
Hizo Sancho lo que se le mandaba. Y, viendo
uno de los cabreros la herida, le dijo que
no tuviese pena, que él pondría remedio con
que fácilmente se sanase. Y, tomando algunas
hojas de romero, de mucho que por allí había,
las mascó y las mezcló con un poco de sal,
y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy
bien, asegurándole que no había menester otra
medicina, y así fue la verdad.
Estando en esto, llegó otro mozo de los que
les traían del aldea el bastimento, y dijo:
¿Sabéis lo que pasa en el lugar?
compañeros?
¿Cómo lo podemos saber?
dellos.
Pues sabed, prosiguió el mozo, que murió
esta mañana aquel famoso pastor estudiante
llamado grisóstomo, y se murmura que
ha muerto de amores de aquella endiablada
moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico,
aquella que se anda en hábito de pastora por
esos andurriales.
¡Por Marcela dirás!
Por esa digo, respondió el cabrero.
lo bueno que mandó en su testamento, que le
enterrasen en el campo, como si fuera moro,
y que sea al pie de la peña donde está la
fuente del alcornoque, porque, según es fama,
y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde
él la vio la vez primera. Y también mandó
otras cosas, tales que los abades del pueblo
dicen que no se han de cumplir, ni es bien que
se cumplan, porque parecen de gentiles.
todo lo cual responde aquel gran su amigo.
Ambrosio, el estudiante que también se vistió
de pastor con él, que se ha de cumplir todo,
sin faltar nada, como lo dejó mandado Grisóstomo,
y sobre esto anda el pueblo alborotado;
mas a lo que se dice, en fin, se hará lo que
Ambrosio y todos los pastores, sus amigos,
quieren, y mañana le vienen a enterrar con
gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para
mí que ha de ser cosa muy de ver; a lo menos,
yo no dejaré de ir a verla, si supiese no
volver mañana al lugar.
Todos haremos lo mesmo, respondieron
los cabreros, y echaremos suertes a quien
ha de quedar a guardar las cabras de todos.
¡Bien dices, Pedro! ¡Que no
será menester usar de esa diligencia, que yo
me quedaré por todos, y no lo atribuyas a
virtud, y a poca curiosidad mía, sino a que no
me deja andar el garrancho que el otro día
me pasó este pie.
Con todo eso, te lo agradecemos,
respondió Pedro.
Y don Quijote rogo a Pedro le dijese qué
Muerto era aquel y qué pastora aquella. A lo
cuál Pedro respondió que lo que sabía era
que el muerto era un hijodalgo rico, vecino
de un lugar que estaba en aquellas sierras,
el cual había sido estudiante muchos años en
salamanca, al cabo de los cuales había vuelto
a su lugar, con opinión de muy sabio y muy
leído. Principalmente decían que sabía la
ciencia de las estrellas y de lo que pasan allá
en el cielo el sol y la luna, porque puntualmente
nos decía el cris del sol y de la luna...
Eclipse se llama, amigo, que no cris.
escurecerse esos dos luminares mayores, dijo
don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías,
prosiguió su cuento, diciendo:
Así mesmo adevinaba cuando había de
ser el año abundante o estil.
¿Estéril queréis decir, amigo?, dijo don
Quíjote.
“Estéril o estil”, respondió Pedro, “todo sé
sale allá. Y digo que con esto que decía sé
hicieron su padre y sus amigos que le daban
crédito, muy ricos, porque hacían lo que él les
aconsejaba, diciéndoles: «Sembrad este año
cebada, no trigo; en este podéis sembrar
garbanzos, y no cebada; el que viene será
de guilla de aceite; los tres siguientes no sé
¡Cogera gota!
¿Esa ciencia se llama astrologia?, dijo don
Quíjote.
¡No sé yo cómo se llama! Replicó Pedro,
mas sé que todo esto sabía, y aun más.
Finalmente, no pasaron muchos meses después
que vino de Salamanca, cuando un día remaneció
vestido de pastor, con su cayado y
pellico, habiéndose quitado los hábitos largos
que como escolar traía, y juntamente se vistió
con él de pastor otro, su grande amigo,
llamado Ambrosio, que había sido su compañero
en los estudios. Olvidábaseme de decir cómo
Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre
de componer coplas; tanto que él hacía los
villancicos para la noche del nacimiento del
Señor, y los autos para el día de Dios, que los
representaban los mozos de nuestro pueblo, y
todos decían que eran por el cabo. Cuando los
del lugar vieron tan de improviso vestidos de
pastores a los dos escolares, quedaron
admirados, y no podían adivinar la causa que les
había movido a hacer aquella tan extraña
mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre
de nuestro grisóstomo, y él quedó heredado
en mucha cantidad de hacienda, así en muebles
como en raíces y en no pequeña cantidad
de ganado mayor y menor, y en gran cantidad
de dineros; de todo lo cual quedó el mozo
señor desoluto, y en verdad que todo lo merecía;
que era muy buen compañero y caritativo,
y amigo de los buenos, y tenía una cara
como una bendición. Después se vino a
entender que el haberse mudado de traje no había
sido por otra cosa que por andarse por estos
despoblados empos de aquella pastora Marcela,
que nuestro zagal nombró denantes, de la
cuál se había enamorado el pobre difunto de
Y quiéroos decir ahora, porque
es bien que lo sepáis, quién es esta rapaza;
quizá, y aun sin quizá, no habréis oído semejante
cosa en todos los días de vuestra vida,
aunque viváis más años que Sarna.
Decid, sarra, replicó don Quijote, no
pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del
cabrero.
¡Harto vive la sarna! ¡Harto vive la sarna!
si es, señor, que me habéis de andar zaheriendo
a cada paso los vocablos, no acabaremos en
un año...
¡Perdonad, amigo! ¿Qué
por haber tanta diferencia de sarna a sarra os
lo dije. Pero vos respondistes muy bien,
porque vive más sarna que sarra, y proseguid
vuestra historia, que no os replicaré más en
nada.”
Digo, pues, señor mío, de mi alma, dijo el
cabrero, que en nuestra aldea hubo un labrador,
aún más rico que el padre de Grisóstomo,
el cuál se llamaba Guillermo, y al cuál dio
Dios, amén, de las muchas y grandes riquezas,
una hija de cuyo parto murió su madre, que
fue la más honrada mujer que hubo en todos
estos contornos. No parece sino que ahora la
veo, con aquella cara que dél un cabo tenía
el sol y del otro la luna, y sobre todo,
hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo
que debe de estar su ánima a la hora de
ahora gozando de Dios en el otro mundo.
De pesar de la muerte de tan buena mujer
murió su marido Guillermo, dejando a su hija
Marcela, muchacha y rica, en poder de un
tío suyo, sacerdote y beneficiado en nuestro
lugar. Creció la niña con tanta belleza, que
nos hacía acordar de la de su madre, que la
tuvo muy grande, y con todo esto, se juzgaba
que le había de pasar la de la hija.
Y así fue que, cuando llegó a edad de
catorce a quince años, nadie la miraba que
no bendecía a Dios que tan hermosa la había
criado, y los más quedaban enamorados,
perdidos por ella. Guardabala su tío, con mucho
recato y con mucho encerramiento; pero con
todo esto, la fama de su mucha hermosura sé
extendió de manera que, así por ella como
por sus muchas riquezas, no solamente de los
de nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas
a la redonda, y de los mejores dellos, era
rogado, solicitado e importunado se la
diese por mujer. Mas el que a las derechas
es buen cristiano, aunque quisiera casarla
luego, así como la vía de edad, no quiso
hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la
ganancia y granjería que le ofrecía el tener la
hacienda de la moza, dilatando su casamiento.
Y a fe que se dijo esto en más de un corrillo
en el pueblo, en alabanza del buen sacerdote.
Que quiero que sepa, señor, andante, que en
estos lugares cortos de todo se trata y de
todo se murmura. Y tened para vos como yo
tengo para mí, que debía de ser demasiadamente
bueno el clérigo que obliga a sus feligreses
a que digan bien dél, especialmente en
las aldeas.”
«Así es la verdad», dijo don Quijote, y
Proseguid adelante; que el cuento es muy
bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy
buena gracia.
La del Señor no me falte, que es la que hace
al caso. Y en lo demás, sabréis que, aunque él
tío proponía a la sobrina y le decía las
calidades de cada uno en particular, de los muchos
que por mujer la pedían, rogándole que sé
casase y escogiese a su gusto, jamás ella
respondió otra cosa sino que por entonces no
quería casarse, y que, por ser tan muchacha,
no se sentía hábil para poder llevar la carga
del matrimonio. Con estas que daba, al parecer,
justas excusas, dejaba el tío de importunarla,
y esperaba a que entrase algo más en
edad, y ella supiese escoger compañía a su
gusto. Porque decía él y decía muy bien que
no habían de dar los padres a sus hijos estado
contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando
no me cato, que remanece un día la melindrosa
Marcela hecha pastora, y sin ser parte
su tío, ni todos los del pueblo, que se lo
desaconsejaban, dio en irse al campo con las
demás zagalas del lugar, y dio en guardar su
mesmo ganado. Y, así, como ella salió en
público y su hermosura se vio al descubierto,
no os sabré buenamente decir cuántos ricos
mancebos, hidalgos y labradores, han tomado
el traje de Grisóstomo, y la andan requebrando
por esos campos. Uno de los cuales, como ya
está dicho, fue nuestro difunto, del cual decían
que la dejaba de querer y la adoraba.
Y no se piense que porque Marcela se puso
en aquella libertad y vida tan suelta y de tan
poco o de ningún recogimiento, que por eso
ha dado indicio, ni por semejas que venga en
menóscabo de su honestidad y recato; antes
es tanta y tal la vigilancia con que mira por
su honra, que de cuantos la sirven y solicitan
ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá
alabar que le haya dado alguna pequeña
esperanza de alcanzar su deseo.
no huye ni se esquiva de la compañía,
conversación de los pastores y los trata cortes,
amigablemente, en llegando a descubrirle su
intención cualquiera dellos, aunque sea tan
justa y santa como la del matrimonio, los arroja
de sí como con un trabuco. Y con esta manera
de condición hace más daño en esta tierra que
si por ella entrara la pestilencia, porque su
afabilidad y hermosura atrae los corazones de
los que la tratan a servirla y a amarla; pero su
desdén y desengaño los conduce a términos
de desesperarse, y así no saben qué decirle,
sino llamarla a voces cruel y desagradecida,
con otros títulos a este semejantes, que
bien la calidad de su condición manifiestan.
Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades
resonar estas sierras y estos valles con los
lamentos de los desengañados que la siguen.
No está muy lejos de aquí un sitio donde
hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay
ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado
y escrito el nombre de Marcela, y encima
de alguno, una corona grabada en el mesmo
árbol, como si más claramente dijera
su amante, que Marcela la lleva y la merece
de toda la hermosura humana. Aquí sospira
un pastor, allí se queja otro, aculla se oyen
amorosas canciones, acá desesperadas
endechas. ¿Cuál hay que pasa todas las horas de
la noche sentado al pie de alguna encina,
peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos,
embebecido y transportado en sus pensamientos,
le halló el sol a la mañana, y cuál hay
que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en
mitad del ardor de la más enfadosa siesta del
verano, tendido sobre la ardiente arena, envía
sus quejas al piadoso cielo; y deste y de
aquél, y de aquellos y de estos, libre y
desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela, y
todos los que la conocemos estamos esperando
en qué ha de parar su altivez, y quién ha de
ser el dichoso que ha de venir a domeñar
condición tan terrible y gozar de hermosura tan
extremada, por ser todo lo que he contado tan
averiguada verdad, me doy a entender que
también lo es la que nuestro zagal dijo que
se decía de la causa de la muerte de Grisóstomo.
Y así, os aconsejo, señor, que no dejéis
de hallaros mañana a su entierro, que será
muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos
amigos, y no está de este lugar a aquel
donde manda enterrarse media legua.
En cuidado me lo tengo, dijo don
Quijote, y agradézcoos el gusto que me habéis
dado con la narración de tan sabroso cuento.
¡Ah, cielos! ¡Aún no sé yo la
mitad de los casos sucedidos a los amantes de
Marcela; mas podría ser que mañana topásemos
en el camino algún pastor que nos los
dijese, y por ahora bien será que os vais a
dormir debajo de techado, porque el sereno
os podría dañar la herida, puesto que es tal la
medicina que se os ha puesto, que no hay que
temer de contrario acidente.
Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto
hablar del cabrero, solicitó por su parte que
su amo se entrase a dormir en la choza de
Hízolo así, y todo lo más de la noche
se le pasó en memorias de su señora Dulcinea,
a imitación de los amantes de Marcela.
Sancho Panza se acomodó entre Rocinante y
su jumento y durmió, no como enamorado
desfavorecido, sino como hombre molido a
coces.
Mas apenas comenzo a descubrirse el día
por los balcones del Oriente, cuando los cinco
de los seis cabreros se levantaron y fueron a
despertar a don Quijote y a decille si estaba
todavía con propósito de ir a ver el famoso
entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían
compañía. Don Quíjote, que otra cosa no
deseaba, se levantó y mandó a Sancho que
ensillase y enalbardase al momento, lo cual
él hizo con mucha diligencia, y con la mesma
se pusieron luego todos en camino. Y no
hubieron andado un cuarto de legua, cuando
al cruzar de una senda, vieron venir hacía
ellos hasta seis pastores, vestidos con
pellicos negros y coronadas las cabezas con
guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa.
cada uno un grueso bastón de acebo en la
mano. Venían con ellos, así mesmo dos
gentiles hombres de a caballo, muy bien
aderezados de camino, con otros tres mozos de
a pie que los acompañaban. En llegándose
a juntar se saludaron cortésmente, y
preguntándose los unos a los otros donde yuan,
supieron que todos se encaminaban al lugar del
entierro, y así comenzaron a caminar todos
juntos.
uno de los de a caballo, hablando con su
compañero, le dijo:
Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de
dar por bien empleada la tardanza que
hiciéremos en ver este famoso entierro, que no
podrá dejar de ser famoso, según estos pastores
nos han contado extrañezas, así del muerto
pastor como de la pastora omicida.
Así me lo parece a mí, respondió
Vivaldo, y no digo yo hacer tardanza de un
día, pero de cuatro la hiciera, a trueco de
verle.”
Pregúntoles, don Quíxote, ¿qué era lo que
habían oído de Marcela y de Grisóstomo.
caminante dijo que aquella madrugada habían
encontrado con aquellos pastores, y que
por haberles visto en aquel tan triste traje, les
habían preguntado la ocasión porque yuan de
aquella manera que uno de ellos se lo conto,
contando la extrañeza y hermosura de una
pastora llamada Marcela, y los amores de muchos
que la requestaban, con la muerte de aquel
Grisóstomo a cuyo entierro yuan. Finalmente,
el conto todo lo que Pedro a don Quijote había
contado.
Cesó esta plática y comenzose otra,
preguntando el que se llamaba Vivaldo a don
Quíjote qué era la ocasión que le movía a
andar armado de aquella manera por tierra tan
pacífica.
A lo cual respondió don Quijote:
La profesión de mi ejercicio no consiente
ni permite que yo ande de otra manera.
buen paso, el regalo y el reposo allá sé
inventó para los blandos cortesanos; mas él
trabajo, la inquietud y las armas solo sé
inventaron e hicieron para aquellos que el mundo
llama caballeros andantes, de los cuales yo,
aunque indigno, soy el menor de todos.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le
tuvieron por loco. Y por averiguarlo más y ver
qué género de locura era el suyo, le tornó a
preguntar, Vivaldo, que ¿qué quería decir
caballeros andantes.
¿No han vuestras mercedes leído? ¿Respondió
don Quijote, “los anales e historias de
ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas
del rey Arturo, que continuamente en nuestro
romance castellano llamamos el rey Artus,
de quien es tradición antigua y común en todo
aquel reino de la gran Bretaña, que este rey
no murió sino que, por arte de encantamento,
se convirtió en cuervo, y que, andando los
tiempos ha de volver a reinar y a cobrar su
reino y cetro; a cuya causa no se probará
que desde aquel tiempo a este haya ningún
inglés muerto cuerno alguno, pues en
tiempo de este buen rey fue instituida aquella
famosa orden de caballería de los caballeros
de la tabla redonda, y pasaron sin faltar
un punto, los amores que allí se cuentan de
don Lanzarote del lago con la reina Ginebra,
siendo medianera dellos y sabidora aquella
tan honrada dueña Quintañona, de donde nació
aquel tan sabido romance y tan decantado
en nuestra España, de...
¡Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido,
¡Cómo fuera Lanzarote
¿Cuándo de Bretaña vino?
con aquel progreso tan dulce y tan süave
de sus amorosos y fuertes fechos, pues desde
entonces, de mano en mano, fue aquella orden
de caballería extendiéndose y dilatándose
por muchas y diversas partes del mundo.
en ella fueron famosos y conocidos por sus
fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos
sus hijos y nietos hasta la quinta generación,
y el valeroso Félixmarte de Hircania, y él
nunca como se debe alabado tirante el Blanco, y
casi que en nuestros días vimos y comunicamos
y oímos al invencible y valeroso caballero
don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores,
es ser caballero andante, y la que he
dicho es la orden de su caballería, en la cual
como otra vez he dicho, yo, aunque pecador,
he hecho profesión, y lo mesmo que
profesaron los caballeros referidos profeso yo.
Y así, me voy por estas soledades y
despoblados buscando las aventuras, con ánimo
deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a
la más peligrosa que la suerte me deparare,
en ayuda de los flacos y menesterosos.
Por estas razones que dijo, acabaron de
enterarse los caminantes que era don Quijote
falto de juicio y del género de locura que lo
señoreaba, de lo cual recibieron la mesma
admiración que recibían todos aquellos que
de nuevo venían en conocimiento della.
Vivaldo, que era persona muy discreta y de
alegre condición, por pasar sin pesadumbre el
poco camino que decían que les faltaba, al
llegar a la sierra del entierro, quiso darle
ocasión a que pasase más adelante con sus
disparates. Y así le dijo:
Paréceme, señor caballero andante, que
vuestra merced ha profesado una de las más
estrechas profesiones que hay en la tierra, y
tengo para mí que aun la de los frailes
cartujos no es tan estrecha.
¿Tan estrecha bien podía ser?
nuestro don Quijote; pero tan necesaria en
el mundo, no estoy en dos dedos de ponello
en duda, porque, si va a decir verdad, no hace
menos el soldado que pone en ejecución lo
que su capitán le manda que el mesmo
capitán que se lo ordena. Quiero decir que los
religiosos, con toda paz y sosiego, piden al
cielo el bien de la tierra; pero los soldados
y caballeros ponemos en ejecución lo que
ellos piden, defendiéndola con el valor de
nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no
debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos
por blanco de los insufribles rayos del sol
en el verano y de los erizados yelos del
invierno. Así, que somos ministros de Dios en la
tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su
justicia. Y como las cosas de la guerra y las a
ellas tocantes y concernientes no se pueden
poner en ejecución sino sudando, afanando y
trabajando. Síguese que aquellos que la
profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que
aquellos que en sosegada paz y reposo están
rogando a Dios favorezca a los que poco pueden.
No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento,
que es tan buen estado el de caballero
andante como el del encerrado religioso,
solo quiero inferir, por lo que yo padezco,
sin duda es más trabajoso y más aporreado, y
más hambriento y sediento, miserable, roto y
piojoso, porque no hay duda sino que los
caballeros andantes pasados pasaron mucha
malaventura en el discurso de su vida. Y si
algunos subieron a ser emperadores por el valor
de su brazo, a fe que les costó buen, porque
de su sangre y de su sudor; y que si a los que
a tal grado subieron, les faltarán encantadores
y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran
bien defraudados de sus deseos y bien
engañados de sus esperanzas.
De ese parecer estoy yo, replicó el
caminante. Pero una cosa, entre otras muchas, me
parece muy mal de los caballeros andantes, y
es que, cuando se ven en ocasión de acometer,
una grande y peligrosa aventura en que se ve
manifiesto peligro de perder la vida, nunca en
aquel instante de acometella se acuerdan de
encomendarse a Dios, como cada cristiano
está obligado a hacer en peligros semejantes;
antes se encomiendan a sus damas, con tanta
gana y devoción, como si ellas fueran su dios.
cosa que me parece que huele algo a
gentilidad.
Señor, respondió don Quijote, “Eso no
puede ser menos en ninguna manera, y caería
en mal caso el caballero andante que otra cosa
hiciese; que ya está en uso y costumbre en la
caballería andantesca, que el caballero andante
que al acometer algún gran fecho de armas
tuviese su señora delante, vuelva a ella los
ojos blanda y amorosamente, como que le pide
con ellos le favorezca y ampare en él dudoso
trance que acomete. Y aun si nadie le oye, está
obligado a decir algunas palabras entre dientes,
en que de todo corazón se le encomiende;
y desto tenemos innumerables ejemplos en las
historias. Y no se ha de entender por esto que
han de dejar de encomendarse a Dios; que
tiempo y lugar les queda para hacerlo en él.
discurso de la obra.
Con todo eso, replicó el caminante,
queda un escrúpulo, y es que muchas veces he
leído que se traban palabras entre dos andantes
caballeros, y de una en otra, se les viene a
encender la cólera y a volver los caballos,
tomar una buena pieza del campo, y luego, sin
mas ni más, a todo el correr dellos se vuelven
a encontrar, y en mitad de la corrida sé
encomiendan a sus damas, y lo que suele suceder
del encuentro es que el uno cae por las ancas
del caballo pasado con la lanza del contrario
de parte a parte, y al otro le viene también,
que, a no tenerse a las crines del suyo, no
pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo
el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios
en el discurso de esta tan acelerada obra.
Mejor fuera que las palabras que en la carrera
gastó encomendándose a su dama, las gastara
en lo que debía y estaba obligado como
cristiano. ¿Cuánto más que yo tengo para mí que
no todos los caballeros andantes tienen damas
a quien encomendarse, porque no todos son
enamorados.”
¿Eso no puede ser?, respondió don Quijote.
digo que no puede ser que haya caballero andante
sin dama, porque tan proprio y tan natural
les es a los tales ser enamorados como al
cielo tener estrellas. Y a buen seguro que no
se haya visto historia donde se halle caballero
andante sin amores, y por el mesmo caso que
estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo
caballero, sino por bastardo, y que entró en
la fortaleza de la caballería dicha, no por la
puerta, sino por las bardas, como salteador,
ladrón...
Con todo eso, dijo el caminante, “me
parece, si mal no me acuerdo, haber leído que
don Galaor, hermano del valeroso Amadís de
Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien
pudiese encomendarse, y con todo esto no fue
tenido en menos, y fue un muy valiente y
famoso caballero...
A lo cual respondió nuestro don Quijote.
Señor, una golondrina sola no hace verano.
cuanto más que yo sé que de secreto estaba
ese caballero muy bien enamorado, fuera que
aquello de querer a todas bien cuantas bien
le parecían era condición natural a quien no
podía ir a la mano. Pero, en resolución,
averiguado está muy bien que él tenía una sola a
quien él había hecho, señora, de su voluntad,
la cual se encomendaba muy a menudo,
muy secretamente, porque se preció de secreto
caballero.”
Luego, si es de esencia que todo caballero
andante haya de ser enamorado, dijo el sol.
caminante, bien se puede creer que vuestra
merced lo es, pues es de la profesión. Y si es
que vuestra merced no se precia de ser tan
secreto como don Galaor, con las veras que
puedo le suplico, en nombre de toda esta
compañía, y en el mío, nos diga el nombre,
patria, calidad y hermosura de su dama, que ella
se tendría por dichosa de que todo el mundo
sepa que es querida y servida de un tal
caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote, y dijo:
Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga
gusta o no de que el mundo sepa que
yo la sirvo; solo sé decir, respondiendo a lo
que con tanto comedimiento se me pide, que
su nombre es Dulcinea; su patria el Toboso,
un lugar de la Mancha; su calidad, por lo
menos ha de ser de princesa, pues es reina y
señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues
en ella se vienen a hacer verdaderos todos los
imposibles y quiméricos atributos de belleza
que los poetas dan a sus damas, que sus
cabellos son oro, sus frente campos Eliseos, sus
cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus
mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus
dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho,
marfil sus manos, su blancura nieve y las partes
que a la vista humana encubrió la honestidad
son tales, según yo pienso y entiendo, que
solo la discreta consideración puede
encarecerlas y no compararlas.
El linaje, prosapia y alcurnia querríamos
saber”, replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
No es de los antiguos curcios, gayos y
cipiones romanos, ni de los modernos colonas
y Ursinos, ni de los moncadas y requesenes de
cataluña, ni menos de los rebellas y villanovas
de Valencia; palafojes, Nuzas, Rocabertís,
corellas, lunas, halagones, urreas, foces y
Gurreas de Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas,
y Guzmanes de Castilla, Alencastros, Pallas y
Meneses de Portogal, pero es de los del
Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno,
tal, que puede dar generoso principio a las más
ilustres familias de los venideros siglos. Y no
se me replique en esto, si no fuere con las
condiciones que puso Cerbino al pie del trofeo de
las armas de Orlando, que decía:
¡Nadie las mueva!
que estar no pueda con Roldán a prueba.
Aunque el mío es de los cachopines de
Laredo, “no le
osaré yo poner con él del Toboso de la Mancha,
puesto que, para decir verdad, semejante
apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos.
¡Cómo eso no habrá llegado!
Quíjote.
Con gran atención yuan escuchando todos
los demás la plática de los dos, y aun hasta los
mesmos cabreros y pastores conocieron la
demasiada falta de juicio de nuestro don
Quíjote. Solo Sancho Panza pensaba que cuanto
su amo decía era verdad, sabiendo el quién
era y habiéndole conocido desde su nacimiento.
Y en lo que dudaba algo era en creer aquello
de la linda dulcínea del Toboso, porque nunca
tal nombre ni tal princesa había llegado jamás
a su noticia, aunque vivía tan cerca de él
Toboso.
En estas pláticas yuan, cuando vieron que
por la quiebra que dos altas montañas hacían,
bajaban hasta veinte pastores, todos con
pellicos de negra lana vestidos y coronados
con guirnaldas, que a lo que después pareció,
eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis
de ellos traían unas andas, cubiertas de mucha
diversidad de flores y de ramos, lo cual visto
por uno de los cabreros, dijo:
Aquellos que allí vienen son los que traen
el cuerpo de Grisóstomo y el pie de aquella
montaña es el lugar donde él mandó que le
enterrasen.”
Por esto se dieron priesa a llegar, y fue a
tiempo que ya los que venían habían puesto
las andas en el suelo, y cuatro dellos con
agudos picos estaban cabando la sepultura a un
lado de una dura peña. Recibiéronse los unos
y los otros cortésmente. Y luego don Quijote
y los que con él venían se pusieron a mirar
las andas, y en ellas vieron cubierto de flores
un cuerpo muerto, vestido como pastor, de
edad, al parecer, de treinta años; y, aunque
muerto, mostraba que vivo había sido de rostro
hermoso y de disposición gallarda.
dél tenía en las mesmas andas algunos
libros y muchos papeles abiertos y cerrados.
Y así, los que esto miraban como los que
abrían la sepultura, y todos los demás, que allí
había, guardaban un maravilloso silencio, hasta
que uno de los que al muerto trujeron, dijo
a otro.
Mira bien, Ambrosio, si es este el lugar
que Grisóstomo dijo, ya que queréis que
tan puntualmente se cumpla lo que dejó
mandado en su testamento.
¿Este es? ¿Qué muchas
veces en él me contó mi desdichado amigo
la historia de su desventura. Allí me dijo
el que vio la vez primera a aquella enemiga
mortal del linaje humano, y allí fue también
donde la primera vez le declaró su pensamiento,
tan honesto como enamorado, y allí fue la
última vez donde Marcela le acabó de desengañar
y desdeñar, de suerte que puso fin a la
tragedia de su miserable vida. Y aquí, en
memoria de tantas desdichas, quiso el que le
depositasen en las entrañas del eterno olvido.
Y volviéndose a don Quijote y a los
caminantes, prosiguió diciendo:
Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos
estáis mirando, fue depositario de un alma en
quien el cielo puso infinita parte de sus
riquezas. Ese es el cuerpo de Grisóstomo, que fue
único en el ingenio, sólo en la cortesía,
extremo en la gentileza, fénix en la amistad,
magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre
sin bajeza, y finalmente, primero en todo lo
que es ser bueno y sin segundo en todo lo que
fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido;
adoró, fue desdeñado; rogo a una fiera,
importunó a un mármol, corrió tras el viento,
dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud,
de quien alcanzó por premio ser despojos de
la muerte en la mitad de la carrera de su vida,
a la cual dio fin una pastora, a quien él
procuraba eternizar para que viviera en la memoria
de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien
esos papeles que estáis mirando, si él no me
hubiera mandado que los entregara al fuego
en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
De mayor rigor y crueldad usaréis vos con
ellos, –dijo Vivaldo–, que su mesmo dueño,
pues no es justo ni acertado que se cumpla la
voluntad de quien lo que ordena va fuera de
todo razonable discurso; y no le tuviera bueno
augusto César, si consintiera que sé
pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano
dejó en su testamento mandado. Así que
señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro
amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos
al olvido; que si él ordenó como agraviado, no
es bien que vos cumpláis como indiscreto. Antes
haced, dando la vida a estos papeles, que la
tenga siempre la crueldad de Marcela, para que
sirva de ejemplo en los tiempos que están por
venir a los vivientes para que se aparten, y
huyan de caer en semejantes despeñaderos; que
ya sé yo, y los que aquí venimos, la historia
deste vuestro enamorado y desesperado amigo,
y sabemos la amistad vuestra y la ocasión
de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar
de la vida, de la cual lamentable historia
se puede sacar cuanta haya sido la crueldad
de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la
amistad vuestra, con el paradero que tienen
los que a rienda suelta corren por la senda que
el desvarïado amor delante de los ojos les
pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo,
y que en este lugar había de ser enterrado,
y, así, de curiosidad y de lástima, dejamos
nuestro derecho viaje, y acordamos de venir a
ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado
en oírlo. Y en pago de esta lástima y del
deseo que en nosotros nació de remedialla, si
pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio!,
a lo menos, yo te lo suplico de mi parte, que
dejando de abrasar estos papeles, me dejes
llevar algunos dellos.
Y, sin aguardar que el pastor respondiese,
alargó la mano y tomó algunos de los que más
cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio dijo:
Por cortesía consentiré que os quedéis,
señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar
que dejaré de abrasar los que quedan, es
pensamiento vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles
decían: «Abrió luego el uno dellos y vio que
tenía por título canción desesperada.
Ambrosio, y dijo:
Ese es el último papel que escribió el
desdichado, y porque veáis, señor, en el término
que le tenían sus desventuras, leelde de modo
que seáis oído, que bien os dará lugar a ello
el que se tardare en abrir la sepultura.
Eso haré yo de muy buena gana, dijo
¡Vivaldo!
y como todos los circunstantes tenían el
mesmo deseo, se le pusieron a la redonda,
y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:
Ya ¿qué quieres, cruel, que se publique
de lengua en lengua y de una en otra gente.
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
Al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al ruido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero,
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja y el estruendo
del viento contrastado en mar instable,
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado buho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera.
mezclados en un son, de tal manera,
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena crüel que en mí se halla,
para contarle pide nuevos modos.
De tanta confusión, no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas,
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas,
o ya en escuros valles o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano,
o adonde el sol jamás mostro su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano,
que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos,
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha,
matan los celos con rigor más fuerte.
desconcierta la vida larga ausencia.
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte,
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto,
de las sospechas que me tienen muerto,
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes por extremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas?
Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfïanza, cuando mira
descubierto el desdén y las sospechas,
¡Oh, amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
celos!, ponedme un hierro en estas manos;
dame, desdén, una torcida soga.
Mas, ¡ay de mí!, que con cruel vitoria
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin, y porque nunca espere
¡Buen suceso en la muerte ni en la vida!
pertinaz estaré en mi fantasía;
diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
Hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga,
de como alegre a tu rigor me ofrezco,
si por dicha conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas.
que no quiero que en nada satisfagas
al darte de mi alma los despojos.
Antes con risa en la ocasión funesta
descubre que el fin mío fue tu fiesta.
Más gran simpleza es avisarte desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed, Sisifo venga
con el peso terrible de su canto.
Ticio traya su buitre, y así mismo
con su rueda egión no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto.
Y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja,
si ya a un desesperado son debidas,
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo, a quien se niegue aun la mortaja.
y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstros,
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes,
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura, no estés triste.
Bien les pareció a los que escuchado habían
la canción de Grisóstomo, puesto que el que
la leyo dijo que no le parecía que conformaba
con la relación que él había oído del recato,
bondad de Marcela, porque en ella se quejaba
grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia,
todo en perjuicio del buen crédito y buena
fama de Marcela. A lo cual respondió
Ambrosio, como aquel que sabía bien los más
escondidos pensamientos de su amigo.
¿Para qué, señor, os satisfagáis desa
duda, es bien que sepáis que cuando este
desdichado escribió esta canción, estaba ausente de
Marcela, de quien él se había ausentado por su
voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de
sus ordinarios fueros. Y como al enamorado
ausente no hay cosa que no le fatigue, ni temor
que no le dé alcance, así le fatigaban a
Grisóstomo los celos imaginados y las sospechas
temidas como si fueran verdaderas. Y con esto
queda en su punto la verdad que la fama pregona
de la bondad de Marcela, la cual fuera
de ser crüel y un poco arrogante, y un mucho
desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede
ponerle falta alguna.
¿Así es la verdad?, respondió Vivaldo.
Y, queriendo leer otro papel de los que había
reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa
visión que tal parecía ella, que improvisamente
se les ofreció a los ojos, y fue que por
cima de la peña donde se cababa la sepultura,
pareció la pastora Marcela tan hermosa, que
pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta
entonces no la habían visto, la miraban con
admiración y silencio, y los que ya estaban
acostumbrados a verla, no quedaron menos
suspensos que los que nunca la habían visto.
apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con
muestras de ánimo indignado le dijo:
¿Vienes a ver por ventura ¡oh fiero basilisco
destas montañas! Si con tu presencia vierten
sangre las heridas deste miserable a quien tú
crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte
en las crüeles hazañas de tu condición, o a ver
desde esa altura, como otro despiadado.
Nero, el incendio de su abrasada Roma, o a
pisar arrogante este desdichado cadáver, como
la ingrata hija al de su padre Tarquino?
Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de
que más gustas; que por saber yo que los
pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de
obedecerte en vida, haré que, aun el muerto, te
obedezcan los de todos aquellos que sé
llamaron sus amigos.
No vengo, ¡ah Ambrosio!, a ninguna cosa de
las que has dicho”, respondió Marcela, “sino a
volver por mí misma, y a dar a entender cuán
fuera de razón van todos aquellos que de sus
penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan;
y así, ruego a todos los que aquí estáis, me
estéis atentos, que no será menester mucho
tiempo, ni gastar muchas palabras, para persuadir
una verdad a los discretos.
Hízome el cielo, según vosotros decís,
hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos,
a otra cosa a que me améis os mueve mí
hermosura. Y por el amor que me mostráis, decís,
y aun queréis que esté yo obligada a amaros.
Yo conozco, con el natural entendimiento que
Dios me ha dado, que todo lo hermoso es
amable; mas no alcanzo que, por razón de
ser amado, esté obligado lo que es amado por
hermoso, a amar a quien le ama. Y más que
podría acontecer que el amador de lo hermoso
fuese feo, y siendo lo feo digno de ser
aborrecido, cae muy mal el decir: «Quiérote por
hermosa, hasme de amar aunque sea feo...
puesto caso que corran igualmente las
hermosuras, no por eso han de correr iguales los
deseos que no todas hermosuras enamoran;
que algunas alegran la vista y no rinden la
voluntad; que si todas las bellezas enamorasen
y rindiesen, sería un andar las voluntades
confusas y descaminadas, sin saber en
cuál habían de parar, porque, siendo infinitos
los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los
deseos, y, según yo he oído decir, el verdadero
amor no se divide, y ha de ser voluntario
y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo
que lo es, ¿por qué queréis que rinda mí
voluntad por fuerza, obligada no más de que
decís que me queréis bien? Si no, decidme: «Si
como el cielo me hizo, hermosa, me hiciera fea,
fuera justo que me quejara de vosotros
porque no me amábades? ¿Cuánto más que habéis
de considerar que yo no escogí la hermosura
que tengo, que tal cual es, el cielo me la dio
de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y, así,
como la víbora no merece ser culpada por la
ponzoña que tiene, puesto que con ella mata,
por habérsela dado naturaleza, tan poco yo
merezco ser reprehendida por ser hermosa, que
la hermosura en la mujer honesta es como el
fuego apartado o cómo la espada aguda. ¿Qué
ni él quema, ni ella corta a quien a ellos no sé
acerca. La honra y las virtudes son adornos.
del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo
sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la
honestidad es una de las virtudes que al cuerpo
y alma más adornan y hermosean, ¿por qué
la ha de perder la que es amada por hermosa,
por corresponder a la intención de aquel que
por solo su gusto, con todas sus fuerzas e
industrias, procura que la pierda?
Yo nací libre, y para poder vivir libre
escogí la soledad de los campos. Los árboles
destas montañas son mi compañía, las claras
aguas destos arroyos mis espejos, con los
árboles, y con las aguas comunico mis
pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y
espada puesta lejos. A los que he enamorado
con la vista, he desengañado con las palabras.
Y si los deseos se sustentan con esperanzas,
no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo
ni a otro alguno, en fin, de ninguno dellos,
bien se puede decir que antes le mató su
porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo
que eran honestos sus pensamientos, y que
por esto estaba obligada a corresponder a
ellos, digo que, cuando en ese mismo lugar
donde ahora se caba su sepultura, me descubrió
la bondad de su intención, le dije yo que la
mía era vivir en perpetua soledad, y de que
sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento
y los despojos de mi hermosura; y si él,
con todo este desengaño, quiso porfiar contra
la esperanza y navegar contra el viento. ¿Qué
mucho que se anegase en la mitad del golfo
de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera
falsa, si le contentara, hiciera contra mí mejor
intención y prosupuesto. Porfió desengañado,
desesperó sin ser aborrecido. Mirad ahora si
será razón que de su pena se me dé a mí la
culpa! Quéjese el engañado, desespérese aquel
a quien le faltaron las prometidas esperanzas,
confiese el que yo llamare, ufánese el que yo
admitiere; pero no me llame crüel ni omicida
aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo
ni admito.
El cielo aun hasta ahora no ha querido que
yo ame por destino; y el pensar que tengo de
amar por elección es excusado. Este general
desengaño sirva a cada uno de los que me
solicitan de su particular provecho; y entiéndase
de aquí adelante; que, si alguno por mí
muriere, no muere de celoso ni desdichado,
porque quien a nadie quiere, a ninguno debe
dar celos; que los desengaños no se han de
tomar en cuenta de desdenes. El que me llama
fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial
y mala; el que me llama ingrata no me sirva;
el que desconocida no me conozca; ¿quién
cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco,
esta ingrata, esta cruel y esta desconocida,
ni los buscará, servirá, conocera ni seguirá en él.
ninguna manera; que si a Grisóstomo mató su
impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha
de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo
conservo mi limpieza con la compañía de los
árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda
el que quiere que la tenga con los hombres?
Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no
codicio las ajenas. Tengo libre condición y no
gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a
nadie. No engaño a este, ni solicito aquel.
ni burlo con uno, ni me entretengo con el otro.
La conversación honesta de las zagalas destas
aldeas, y el cuidado de mis cabras me
entretiene. Tienen mis deseos por término estas
montañas; y si de aquí salen, es a contemplar
la hermosura del cielo, pasos con que camina
el alma a su morada primera.
Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta,
alguna, volvió las espaldas y se entró por lo
más cerrado de un monte que allí cerca estaba,
dejando admirados tanto de su discreción
como de su hermosura, a todos los que allí
estaban. Y algunos dieron muestras de aquellos
que de la poderosa flecha de los rayos de
sus bellos ojos estaban heridos, de quererla
seguir, sin aprovecharse del manifiesto
desengaño que habían oído.
Lo cual visto por don Quijote, pareciéndole
que allí venía bien usar de su caballería
socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta
la mano en el puño de su espada, en altas e
inteligibles voces dijo.
ninguna persona, de cualquier estado y
condición que sea, se atreva a seguir a la
hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa
indignación mía. Ella ha mostrado, con claras y
suficientes razones, la poca o ninguna culpa
que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y
cuán ajena vive de condescender con los
deseos de ninguno de sus amantes; a cuya causa
es justo que, en lugar de ser seguida y
perseguida, sea honrada y estimada de todos los
buenos del mundo, pues muestra que en él,
ella es sola la que con tan honesta intención
vive...
¡Oh, ya que fuese por las amenazas de don
Quíjote, o porque Ambrosio les dijo que
concluyesen con lo que a su buen amigo debían,
ninguno de los pastores se movió ni apartó de
allí hasta que, acabada la sepultura y
abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su
cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los
circunstantes. Cerraron la sepultura con una
gruesa peña, en tanto que se acababa una
losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar
hacer, con un epitafio que había de decir
desta manera.
Yace aquí de un amador
¡El mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de amor.
Luego esparcieron por cima de la sepultura
muchas flores y ramos, y, dando todos el
pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron de él.
Lo mesmo hicieron Vivaldo y su compañero,
y don Quijote se despidió de sus huéspedes
y de los caminantes, los cuales le rogaron sé
viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan
acomodado a hallar aventuras, que en cada
calle, y tras cada esquina se ofrecen más que
en otro alguno.
don Quijote les agradeció el aviso, y él
ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo
que por entonces no quería ni debía ir a
Sevilla, hasta que hubiese despojado todas
aquellas sierras de ladrones malandrines, de
quién era fama que todas estaban llenas.
Viendo su buena determinación, no quisieron los
caminantes importunarle más, sino tornándose
a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron
su camino, en el cual no les faltó de qué tratar,
así de la historia de Marcela y Grisóstomo,
como de las locuras de don Quijote.
cuál determinó de ir a buscar a la pastora
Marcela, y ofrecerle todo lo que él podía en su
servicio. Mas no le avino como él pensaba,
según se cuenta en el discurso de esta verdadera
historia, dando aquí fin la segunda parte.
Cuenta el sabio Cide Hamete Venengelí que,
así como don Quijote se despidió de sus
huéspedes y de todos los que se hallaron al
entierro del pastor Grisóstomo, él y su
escudero se entraron por el mesmo bosque donde
vieron que se había entrado la pastora Marcela;
y habiendo andado más de dos horas por él,
buscándola por todas partes sin poder hallarla,
vinieron a parar a un prado lleno de fresca
yerba, junto del cual corría un arroyo apacible
y fresco, tanto que convidó y forzo, a pasar
allí las horas de la siesta, que rigurosamente
comenzaba ya a entrar.
Apeáronse don Quijote y Sancho, y, dejando
al jumento y a Rocinante a sus anchuras
pacer de la mucha yerba que allí había, dieron
saco a las alforjas, y sin cerimonia alguna,
en buena paz y compañía, amo y mozo comieron
lo que en ellas hallaron. ¿No se había curado
Sancho, de echar sueltas a Rocinante, seguro
de que le conocía por tan manso y tan poco
rijoso que todas las yeguas de la dehesa de
Córdoba no le hicieran tomar mal siniestro.
Ordenó, pues, la suerte y el diablo, que no
todas veces duerme que andaban por aquel
valle paciendo una manada de hacas galicianas,
de unos harrieros gallegos, de los
cuáles es costumbre sestear con su recua en
lugares y sitios de hierba y agua. Y aquel,
donde acerto a hallarse don Quijote, era muy
a propósito de los gallegos. Sucedió, pues,
que a Rocinante le vino en deseo de refocilarse
con las señoras facas, y saliendo, así
como las olio, de su natural paso y costumbre,
sin pedir licencia a su dueño, tomó un
trótico algo picadillo, y se fue a comunicar
su necesidad con ellas. Mas ellas, ¿qué a lo que
pareció, debían de tener más gana de pacer
que de ál recibiéronle con las herraduras y
con los dientes, de tal manera que apoco
espacio se le rompieron las cinchas y quedó sin
silla, en pelota. Pero lo que él debió más de
sentir fue que, viendo los harrieros la fuerza,
que a sus yeguas se les hacía, acudieron con
estacas, y tantos palos le dieron, que le
derribaron mal parado en el suelo.
Ya, en esto, don Quijote y Sancho, que la
paliza de Rocinante habían visto, llegaban
hijadeando. Y dijo don Quijote a Sancho:
A lo que yo veo, amigo Sancho, estos no
son caballeros, sino gente soez y de baja
ralea. Dígolo porque bien me puedes ayudar a
tomar la debida venganza del agravio que
delante de nuestros ojos se le ha hecho a
Rocinante.
¿Qué diablos de venganza hemos de tomar?
respondió Sancho: “Si estos son más de
veinte, y nosotros no más de dos, y aunquizá
nosotros, sino uno y medio?
Yo valgo por ciento, replicó don Quijote.
Y, sin hacer más discursos, echó mano a su
espada y arremetió a los gallegos, y lo
mesmo hizo Sancho Panza, incitado y movido
del ejemplo de su amo. Y a las primeras dio
don Quijote una cuchillada a uno que le abrió
un sayo de cuero de que venía vestido, con
gran parte de la espalda. Los gallegos, que
se vieron maltratar de aquellos dos hombres
solos, siendo ellos tantos, acudieron a sus
estacas, y, cogiendo a los dos en medio,
comenzaron a menudear sobre ellos con grande
Verdad es que al
segundo toque dieron con Sancho en el suelo,
y lo mesmo le avino a don Quijote, sin que
le valiese su destreza y buen ánimo. Y quiso
su ventura que viniese a caer a los pies de
Rocinante, que aún no se había levantado, donde
se echa de ver la furia con que machacan
estacas puestas en manos rústicas y enojadas.
Viendo, pues, los gallegos el mal recado
que habían hecho, con la mayor presteza que
pudieron cargaron su recua y siguieron su
camino, dejando a los dos aventureros de mala
traza y de peor talante. El primero que sé
resintió fue Sancho Panza, y hallándose junto a
su señor, con voz enferma y lastimada, dijo.
¡Señor don Quijote! ¡Ah, señor don
¡Quíjote!
¿Qué quieres, Sancho hermano? ¿Respondió
don Quijote, con el mesmo tono afeminado
y doliente que Sancho.
Querría, si fuese posible, respondió
Sancho Panza, que vuestra merced me diese dos
tragos de aquella bebida del feo Blas, si es
que la tiene vuestra merced hay a mano. Quizá
será de provecho para los quebrantamientos
de huesos como lo es para las feridas.
Pues a tenerla yo aquí, ¡desgraciado yo!,
¿Qué nos faltaba? ¿Qué respondió don Quijote?
Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero
andante, que antes que pasen dos días,
si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de
tener en mi poder o mal me han de andar las
manos.”
Pues ¿en cuantos le parece a vuestra
merced que podremos mover los pies?
¡Sancho Panza!
¿De mí sé decir?, dijo el molido caballero
don Quijote, que no sabré poner término a
esos días. Mas yo me tengo la culpa de todo,
que no había de poner mano a la espada contra
hombres que no fuesen armados caballeros
como yo. Y así, creo que en pena de haber
pasado las leyes de la caballería, ha permitido
el dios de las batallas que se me diese este
castigo. Por lo cual, Sancho Panza, conviene
que estés advertido en esto que ahora te diré,
porque importa mucho a la salud de entrambos,
y es que cuando veas que semejante canalla
nos hace algún agravio, no aguardes a
que yo ponga mano al espada para ellos, porque
no lo haré en ninguna manera, sino pon tú
mano a tu espada y castígalos muy a tu sabor;
que, si en su ayuda y defensa acudieren
caballeros, yo te sabré defender y ofendellos con
todo mi poder, que ya habrás visto por mil
señales y experiencias hasta adonde se extiende
el valor de este mi fuerte brazo.
Tal quedó de arrogante el pobre señor con
el vencimiento del valiente bizcaino.
mas no le pareció también a Sancho
Panza el aviso de su amo que dejase de
responder, diciendo:
Señor, yo soy hombre pacífico, manso.
sosegado, y sé disimilar cualquiera injuria,
porque tengo mujer y hijos que sustentar y criar.
Así, que séale a vuestra merced también aviso,
pues no puede ser mandato que en ninguna
manera pondré mano a la espada, ni contra
villano ni contra caballero. Y que, desde aquí
para delante de Dios, perdono cuantos agravios
me han hecho y han de hacer, ora me los
haya hecho, ohaga o haya de hacer persona alta,
o baja, rico, pobre, hidalgo o pechero, sin
eceptar estado ni condición alguna.
Lo cual oído por su amo le respondió:
Quisiera tener aliento para poder hablar un
poco descansado, y que el dolor que tengo en
esta costilla se aplacara tanto cuanto, para
darte a entender, Panza, en el error en que estás.
Ven acá, pecador. Si el viento de la fortuna,
hasta ahora tan contrario, en nuestro favor sé
vuelve, llenándonos las velas del deseo,
para que seguramente y sin contraste alguno
tomemos puerto en alguna de las ínsulas que te
tengo prometida, ¿qué sería de ti, sí, ganándola
yo, te hiciese, señor, della, pues lo vendrás a
imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo
ser, ni tener valor ni intención de vengar tus
injurias y defender tu señorío? ¿Por qué has de
saber que en los reinos y provincias
nuevamente conquistados nunca están tan quietos
los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del
nuevo señor, que no se tengan temor de que
han de hacer alguna novedad para alterar de
nuevo las cosas, y volver, como dicen, a probar
ventura. Y, así, es menester que el nuevo
posesor tenga entendimiento para saberse
gobernar y valor para ofender y defenderse en
cualquiera acontecimiento.
En este que ahora nos ha acontecido, respondió
Sancho, quisiera yo tener ese entendimiento
y ese valor que vuestra merced dice.
Mas yo le juro, a fe de pobre hombre, que más
estoy para bizmas que para pláticas.
vuestra merced, si se puede levantar, y ayudaremos
a Rocinante, aunque no lo merece, porque él
fue la causa principal de todo este molimiento.
Jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por
persona casta y tan pacífica como yo. En fin,
bien dicen que es menester mucho tiempo para
venir a conocer las personas, y que no hay cosa
segura en esta vida.
aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra
merced dio a aquel desdichado caballero andante,
había de venir por la posta y en seguimiento
suyo esta tan grande tempestad de palos
que ha descargado sobre nuestras espaldas?
Aun las tuyas, Sancho, replicó don Quijote,
deben de estar hechas a semejantes nublados;
pero las mías, criadas entre sinabafas,
y holandas, claro está que sentirán más el dolor
de esta desgracia. Y si no fuese porque imagino
¿Qué digo imagino? Sé muy cierto que todas
estas incomodidades son muy anejas al ejercicio
de las armas, aquí me dejaría morir de puro
enojo.”
A esto replicó el escudero.
Señor, ya que estas desgracias son de la
cosecha de la caballería, dígame vuestra
merced si suceden muy a menudo, o si tienen sus
tiempos limitados en que acaecen, porque me
parece a mí que a dos cosechas quedaremos
inútiles para la tercera, si Dios, por su infinita
misericordia, no nos socorre.
¿Sábete, amigo Sancho?, respondió don
Quíjote que la vida de los caballeros andantes
está sujeta a mil peligros y desventuras, y
ni más ni menos está en potencia propincua
de ser los caballeros andantes reyes,
emperadores, como lo ha mostrado la experiencia
en muchos y diversos caballeros, de cuyas
historias yo tengo entera noticia. Y pudiérate
contar ahora si el dolor me diera lugar, de
algunos que solo por el valor de su brazo han
subido a los altos grados que he contado.
estos mesmos se vieron antes y después en
diversas calamidades y miserias, porque él
valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de
su mortal enemigo Arcaláus el encantador, de
quien se tiene por averiguado que le dio,
teniéndole preso, más de docientos azotes con
las riendas de su caballo, atado a una coluna
de un patio. Y aun hay un autor secreto y de
no poco crédito, que dice que, habiendo cogido
al caballero del Febo con una cierta trampa
que se le hundió debajo de los pies, en un
cierto castillo, al caer, se halló en una honda
sima debajo de tierra, atado de pies y manos,
y allí le echaron una destas que llaman melecinas
de agua de nieve y arena, de lo que llegó
muy al cabo, y si no fuera socorrido en aquella
gran cuita de un sabio, grande amigo suyo, lo
pasara muy mal el pobre caballero. Así,
que bien puedo yo pasar entre tanta buena
gente, ¿qué mayores afrentas son las que estos
pasaron que no las que ahora nosotros pasamos.
Porque quiero hacerte sabidor, Sancho,
que no afrentan las heridas que se dan con los
instrumentos que acaso se hallan en las
manos. Y esto está, en la ley del duelo,
escrito por palabras expresas; que si el zapatero
da a otro con la horma que tiene en la mano,
puesto que verdaderamente es de palo, no por
eso se dirá que queda apaleado aquel a quien
dio con ella. Digo esto porque no pienses que,
puesto que quedamos de esta pendencia molidos,
quedamos afrentados, porque las armas
que aquellos hombres traían, con que nos
machacaron, no eran otras que sus estacas y
ninguno dellos a lo que se me acuerda tenía
estoque, espada ni puñal.
¿No me dieron a mi lugar?, respondió
Sancho, a que mirase en tanto, porque apenas
puse mano a mi tizona, cuando me santiguaron
los hombros con sus pinos, de manera que
me quitaron la vista de los ojos y la fuerza de
los pies, dando conmigo a donde ahora yago, y
adonde no me da pena alguna el pensar si fue
afrenta o no lo de los estacazos, como me
la da el dolor de los golpes, que me han de
quedar tan impresos en la memoria como en
las espaldas.”
Con todo eso te hago saber, hermano,
Panza replicó don Quijote que no hay
memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor
que muerte no le consuma.
Pues, ¿qué mayor desdicha puede ser
replicó Panza –de aquella que aguarda al
tiempo que la consuma y a la muerte que la
acabe? Si esta nuestra desgracia fuera de
aquellas que con un par de bizmas se curan, aun
no tan malo; pero voy viendo que no han de
bastar todos los emplastos de un hospital para
ponerlas en buen término siquiera.
Déjate deso y saca fuerzas de flaqueza.
¡Sancho!, respondió don Quijote, que así
haré yo, y veamos cómo está Rocinante, que a
lo que me parece, no le ha cabido al pobre la
menor parte de esta desgracia.
No hay de qué maravillarse deso, respondió
Sancho, siendo él tan buen caballero
andante; de lo que yo me maravillo es de que
mi jumento haya quedado libre y sin costas,
donde nosotros salimos sin costillas.
Siempre deja la ventura una puerta abierta
en las desdichas para dar remedio a ellas,
dijo don Quijote. Dígolo porque esa bestezuela
podrá suplir ahora la falta de Rocinante,
llevándome a mí desde aquí a algún castillo
donde sea curado de mis feridas. Y más que
no tendré a deshonra la tal caballería, porque
me acuerdo haber leído que aquel buen viejo
Sileno, ayo y pedágogo del alegre dios de la
risa, cuando entró en la ciudad de las cien
puertas, iba muy a su placer caballero sobre
un muy hermoso asno.
Verdad será que él debía de ir caballero
como vuestra merced dice, respondió Sancho;
pero hay grande diferencia del ir caballero al
ir atravesado como costal de vasura.
A lo cual respondió don Quijote:
Las feridas que se reciben en las batallas
antes dan honra que la quitan. Así que, Panza,
amigo, no me repliques más, sino como ya
te he dicho, levántate lo mejor que pudieres
y ponme de la manera que más te agradare
encima de tu jumento, y vamos de aquí antes
que la noche venga y nos saltee en este
despoblado.”
Pues yo he oído decir a vuestra merced
dijo Panza que es muy de caballeros andantes
el dormir en los páramos y desiertos lo más
del año, y que lo tienen a mucha ventura.
«Eso es», dijo don Quijote, cuando no
pueden más o cuando están enamorados, y es
tan verdad esto, que ha habido caballero que sé
ha estado sobre una peña, al sol y a la sombra
y a las inclemencias del cielo, dos años sin
que lo supiese su señora. Y uno destos fue
Amadís cuando, llamándose Beltenebros, sé
alojó en la peña pobre, ni sé si ocho años
o ocho meses, que no estoy muy bien en la
cuenta. Basta que él estuvo allí haciendo
penitencia por no sé qué sinsabor que le hizo la
señora Oriana. Pero dejemos ya esto, Sancho,
y acaba, antes que suceda otra desgracia al
jumento como a Rocinante.
¡Aún ahí sería el diablo! ¡Aún ahí sería el diablo!
y despidiendo treinta ayes y sesenta sospiros
y ciento y veinte pesetes y reniegos de
quien allí le había traído, se levantó, quedándose
agobiado en la mitad del camino, como arco
turquesco, sin poder acabar de enderezarse, y
con todo este trabajo aparejó su asno, que
también había andado algo destraído con la
demasiada libertad de aquel día.
a Rocinante, el cual, si tuviera lengua con
que quejarse, a buen seguro que Sancho,
su amo no le fueran en zaga.
En resolución, Sancho acomodó a don Quijote
sobre el asno y puso de reata a Rocinante,
y, llevando al asno de cabestro, se encaminó
poco más a menos hacía donde le pareció
que podía estar el camino real. Y la suerte
que sus cosas de bien en mejor yua guiando,
aún no hubo andado una pequeña legua, cuando
le deparó el camino, en el cual descubrió
una venta que, a pesar suyo y gusto de don
Quíjote, había de ser castillo. Porfiaba, Sancho,
que era venta y su amo que no, sino castillo;
y tanto duró la porfía, que tuvieron lugar sin
acabarla, de llegar a ella, en la cual Sancho sé
entró, sin más averiguación, con toda su recua.
El ventero que vio a don Quijote atravesado
en el asno, preguntó a Sancho qué mal
traía. Sancho le respondió que no era nada,
sino que había dado una caída de una peña
abajo, y que venía algo brumadas las costillas.
Tenía el ventero por mujer a una, no de la
condición que suelen tener las de semejante
trato, porque naturalmente era caritativa y sé
dolía de las calamidades de sus prójimos, y
así, acudió luego a curar a don Quijote, y
hizo que una hija suya, doncella, muchacha y
de muy buen parecer, la ayudase a curar a su
huésped. Servía en la venta, así mesmo una
moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote,
de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro
no muy sana. Verdad es que la gallardía del
cuerpo suplía las demás faltas: «No tenía siete
palmos de los pies a la cabeza y las espaldas,
que algún tanto le cargaban, la hacían mirar
al suelo más de lo que ella quisiera. Esta
gentil moza, pues, ayudó a la doncella; y las dos
hicieron una muy mala cama a don Quijote
en un camaranchón que, en otros tiempos,
daba manifiestos indicios que había servido de
pajar muchos años. En la cual también
alojaba un harriero que tenía su cama hecha un
poco más allá de la de nuestro don Quijote,
y, aunque era de las enjalmas y mantas de
sus machos, hacía mucha ventaja a la de don
Quíjote que solo contenía cuatro mal lisas
tablas sobre dos no muy iguales bancos, y un
colchón que, en lo sutil, parecía colcha, lleno de
bodoques, que a no mostrar que eran de lana
por algunas roturas, al tiento, en la dureza,
semejaban de guijarro y dos sabanas hechas
de cuero de adarga y una frazada, cuyos hilos
si se quisieran contar, no se perdiera uno solo
de la cuenta.
En esta maldita cama se acostó don Quijote.
Y luego la ventera y su hija le emplastaron
de arriba abajo, alumbrándoles maritornes,
que así se llamaba la asturiana, y
como al bizmalle viese la ventera tan
acardenalado apartes a don Quijote, dijo que
aquello más parecían golpes que caída.
¿No fueron golpes, dijo Sancho, sino que
la peña tenía muchos picos y tropezones, y que
cada uno había hecho su cardenal. Y también
le dijo: «Haga vuestra merced, señora, de
manera que queden algunas estopas, que no
faltará quien las haya menester; que también me
duelen a mí un poco los lomos.
¿De esa manera?, respondió la ventera,
¿¿también debistes vós de caer?
¡No cay! ¡Dijo Sancho Panza, sino que del
sobresalto que tomé de ver caer a mi amo,
tal manera me duele a mí el cuerpo, que me
parece que me han dado mil palos.
¡Bien podrá ser eso!, dijo la doncella.
que a mí me ha acontecido muchas veces
soñar que caya de una torre abajo, y que
nunca acababa de llegar al suelo, y cuando
despertaba del sueño, hallarme tan molida y
quebrantada como si verdaderamente hubiera
caído...
¡Ay está el toque, señora! ¡Ay está el toque, señora!
Panza. ¡Que yo, sin soñar nada, sino estando
mas despierto que ahora estoy, me hallo con
pocos menos cardenales que mi señor don
Quíjote.
¿Cómo se llama este caballero? ¿Preguntó
la asturiana maritornes.
don Quijote de la Mancha, respondió
Sancho Panza, y es caballero aventurero, y
de los mejores y más fuertes que de luengos
tiempos acá se han visto en el mundo.
¿Qué es caballero aventurero?
moza.
¿Tan nueva sois en el mundo, que no lo
¿Sabéis vos?
sabed, hermana mía, que caballero aventurero
es una cosa que en dos palabras se ve apaleado
y emperador. Hoy está la más desdichada
criatura del mundo, y la más menesterosa, y
mañana tendría dos o tres coronas de
reinos que dar a su escudero.
¿Cómo vos, siéndolo deste tan buen
señor, –no tenéis a lo que
parece, siquiera algún condado?
¿Aún es temprano?, respondió Sancho.
porque no ha sino un mes que andamos buscando
las aventuras, y hasta ahora no hemos topado
con ninguna que lo sea. Y tal vez hay que sé
busca una cosa y se halla otra. Verdad es que
si mi señor don Quijote sana desta herida,
caída, y yo no quedo contrecho della, no
trocaría mis esperanzas con el mejor título de
¡España!
Todas estas pláticas estaba escuchando muy
atento don Quijote, y sentándose en el lecho
¿cómo pudo, tomando de la mano a la ventera,
le dijo:
Creedme, fermosa señora, que os podéis
llamar venturosa por haber alojado en este vuestro
castillo a mi persona, que es tal, que si yo
no la alabo, es por lo que suele decirse que la
alabanza propria envilece, pero mi escudero
os dirá quién soy. Solo os digo que tendré
eternamente escrito en mi memoria el servicio que
me habedes fecho, para agradecéroslo mientras
la vida me durare. ¡Y pluguiera a los altos
¡Cielos!, que el amor no me tuviera tan rendido y
tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella
hermosa ingrata que digo entre mis dientes;
que los de esta fermosa doncella fueran señores
de mi libertad.
Confusas estaban la ventera y su hija y la
buena de maritornes, oyendo las razones del
andante caballero, que así las entendían cómo
si hablara en griego, aunque bien alcanzaron
que todas se encaminaban a ofrecimiento y
requiebros; y como no usadas a semejante
lenguaje, mirábanle y admirábanse, y pareciales
otro hombre de los que se usaban; y, agradeciéndole
con venteriles razones sus ofrecimientos,
le dejaron, y la asturiana maritornes
curó a Sancho, que no menos lo había menester
que su amo.
Había el harriero concertado con ella, que
aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había
dado su palabra de que, en estando sosegados,
los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a
buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le
mandase. Y cuéntase de esta buena moza que jamás
dio semejantes palabras que no las cumpliese,
aunque las diese en un monte, y sin testigo
alguno, porque presumía muy de hidalga, y no
tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de
servir en la venta, porque decía ella que
desgracias y malos sucesos la habían traído a
aquel estado.
El duro, estrecho, apocado y fementido lecho
de don Quijote estaba primero en mitad de
aquel estrellado establo, y luego, junto a él, hizo
el suyo Sancho, que solo contenía una estera
de enea y una manta, que antes mostraba ser
de angeo tundido que de lana. Sucedía a estos
dos lechos el del harriero, fabricado, como sé
ha dicho, de las enjalmas y de todo el adorno
de los dos mejores mulos que traía, aunque
eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era
uno de los ricos harrieros de Arébalo, según lo
dice el autor de esta historia que deste harriero
hace particular mención, porque le conocía muy
bien, y aun quieren decir que era algo pariente
suyo. Fuera de que Cide Mahamate Benengelí
fue historiador muy curioso y muy puntual
en todas las cosas; y échase bien de ver, pues
las que quedan referidas, con ser tan mínimas y
tan rateras, no las quiso pasar en silencio.
donde podrán tomar ejemplo los historiadores
graves que nos cuentan las acciones tan corta
y sucintamente, que apenas nos llegan a los
labios, dejándose en el tintero, ya por descuido,
por malicia o ignorancia, lo más substancial
de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor
de Tablante de Ricamonte, y aquel del otro
libro donde se cuenta los hechos del conde
Tomillas, y con qué puntualidad lo
describen todo!
Digo, pues, que después de haber visitado
el harriero a su recua, y dádole el segundo
pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a
esperar a su puntualísima maritornes. Ya
estaba Sancho bizmado y acostado, y aunque
procuraba dormir, no lo consentía el dolor de
sus costillas, y don Quijote, con el dolor de
las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre.
Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella
no había otra luz que la que daba una lámpara
que colgada en medio del portal ardía. Esta
maravillosa quietud, y los pensamientos que
siempre nuestro caballero traía de los
sucesos que a cada paso se cuentan en los
libros autores de su desgracia, le trujo a la
imaginación una de las extrañas locuras que
buenamente imaginarse pueden. Y fue que él sé
imaginó haber llegado a un famoso castillo,
que, como se ha dicho, castillos eran a su
parecer todas las ventas donde alojaba, y que la
hija del ventero lo era del señor del castillo, la
cuál, vencida de su gentileza, se había enamorado
de él, y prometido que aquella noche, a furto
de sus padres, vendría a yacer con él una buena
pieza; y, teniendo toda esta quimera, que él sé
había fabricado, por firme y valedera, sé
comenzo a acuitar y a pensar en el peligroso
trance en que su honestidad se había de ver,
y propuso en su corazón de no cometer
alevosía a su señora Dulcinea del Toboso,
aunque la mesma reina Ginebra con su dama
Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se llegó
el tiempo y la hora que para él fue menguada,
de la venida de la asturiana, la cual en
camisa y descalza, cogidos los cabellos en una
albanega de fustán, con tácitos y atentados
pasos, entró en el aposento donde los tres
alojaban, en busca del harriero. Pero apenas
llegó a la puerta, cuando don Quijote la
sintió, y sentándose en la cama, a pesar de sus
bizmas y con dolor de sus costillas, tendió los
brazos para recebir a su fermosa doncella.
La asturiana, que toda recogida y callando,
iba con las manos delante buscando a su
querido, topó con los brazos de don Quijote, el
cuál la asio fuertemente de una muñeca, y
tirándola hacía sí, sin que ella osase hablar
palabra, la hizo sentar sobre la cama.
luego la camisa, y, aunque ella era de arpillera,
a él le pareció ser de finísimo y delgado
cendal. Trahía en las muñecas unas cuentas de
vidro, pero a él le dieron vislumbres de
preciosas perlas orientales. Los cabellos que en
alguna manera tiraban a crines, él los marcó por
hebras de lucídisimo oro de Arabia, cuyo
resplandor al del mesmo sol escurecía. Y él
aliento que, sin duda, alguna olía a ensalada
fiambre y trasnochada, a él le pareció que
arrojaba de su boca un olor süave y aromático;
y, finalmente, él la pintó en su imaginación
de la misma traza y modo que lo había
leído en sus libros, de la otra princesa que
vino a ver el mal ferido caballero, vencida
de sus amores, con todos los adornos que aquí
van puestos. Y era tanta la ceguedad del
pobre hidalgo, que el tacto ni el aliento, ni
otras cosas que traía en sí la buena doncella,
no le desengañaban, las cuales pudieran hacer
vomitar a otro que no fuera harriero; antes le
parecía que tenía entre sus brazos a la diosa
de la hermosura. Y, teniéndola bien asida, con
voz amorosa y baja, le comenzo a decir:
Quisiera hallarme en términos, fermosa y
alta señora, de poder pagar tamaña merced
como la que con la vista de vuestra gran
fermosura me habedes fecho; pero ha querido la
fortuna, que no se cansa de perseguir a los
buenos ponerme en este lecho donde yago
tan molido y quebrantado, que, aunque de mí
voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera
imposible. Y más que se añade a esta
imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe
que tengo dada a la simpar Dulcinea del
Toboso, única señora de mis más escondidos
pensamientos. Que si esto no vuiera de por
medio, no fuera yo tan sandio caballero, que
dejara pasar en blanco la venturosa ocasión
en que vuestra gran bondad me ha puesto.
maritornes estaba congojadísima y trasudando
de verse tan asida de don Quijote, y
sin entender ni estar atenta a las razones que
le decía, procuraba, sin hablar palabra,
desasirse. El bueno del harriero, a quien tenían
despierto sus malos deseos, desde el punto que
entró su coima por la puerta, la sintió; estuvo
atentamente escuchando todo lo que don Quijote
decía, y celoso de que la asturiana le
vuiese faltado a la palabra por otro, sé
fue llegando más al lecho de don Quijote, y
estúvose quedo hasta ver en qué paraban
aquellas razones que él no podía entender.
Pero como vio que la moza forcejaba por desasirse,
y don Quijote trabajaba por tenella,
pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en
alto y descargó tan terrible puñada sobre las
estrechas quijadas del enamorado caballero,
que le bañó toda la boca en sangre; y no contento
con esto, se le subió encima de las costillas,
y con los pies, más que de trote, se las
paseó todas de cabo a cabo. El lecho que era
un poco endeble y de no firmes fundamentos,
no pudiendo sufrir la añadidura del harriero,
dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido
desperto el ventero, y luego imaginó que debían
de ser pendencias de maritornes, porque
habiéndola llamado a boces, no respondía. Con esta
sospecha se levantó, y encendiendo un candil,
se fue hacia donde había sentido la pelaza.
moza, viendo que su amo venía, y que era de
condición terrible, toda medrósica y alborotada,
se acogió a la cama de Sancho Panza, que
aun dormía, y allí se acorrucó y se hizo un
ovillo.
El ventero entró diciendo:
¿Adónde estás, puta? ¡Ah, buen seguro!
son tus cosas estas.
En esto desperto, Sancho, y, sintiendo aquel
bulto casi encima de sí, penso que tenía la
pesadilla y comenzo a dar puñadas a una y
otra parte, y entre otras alcanza con no sé
cuantas a maritornes, la cual, sentida del dolor,
echando a rodar la honestidad, dio el retorno
a Sancho con tantas, que a su despecho le
quitó el sueño; el cual, viéndose tratar de
aquella manera, y sin saber de quién, alzándose
como pudo, se abrazó con maritornes, y
comenzaron entre los dos la más reñida y
graciosa escaramuza del mundo.
Viendo, pues, el harriero a la lumbre del
candil del ventero, cuál andaba su dama,
dejando a don Quijote, acudió a dalle el socorro
necesario; lo mismo hizo el ventero, pero con
intención diferente, porque fue a castigar a la
moza, creyendo sin duda que ella sola era la
ocasión de toda aquella armonía. Y, así, ¿cómo
suele decirse: «El gato al rato, el rato a la
cuerda, la cuerda al palo, daba el harriero a
Sancho, Sancho, a la moza, la moza a él, él
ventero a la moza, y todos menudeaban con
tanta priesa que no se daban punto de
reposo; y fue lo bueno que al ventero se le
apagó el Candil, y como quedaron ascuras,
dábanse tan sin compasión todos a bulto, que
a doquiera que ponían la mano, no dejaban
cosa sana.
Alojaba acaso aquella noche en la venta
un cuadrillero de los que llaman de la santa
Hermandad vieja de Toledo, el cual, oyendo
así mesmo el extraño estruendo de la
pelea, asio de su media vara y de la caja de
lata de sus títulos, y entró ascuras en él
aposento, diciendo:
¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la santa
¡Hermandad!
Y el primero con quien topó fue con él
apuñeado de don Quijote, que estaba en su
derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido
alguno; y, echándole a tiento mano a las barbas,
no cesaba de decir: ¡favor a la justicia!,
Pero viendo que el que tenía asido no sé
bullía ni meneaba, sé dio a entender que estaba
muerto, y que los que allí dentro estaban eran
sus matadores, y con esta sospecha, reforzo la
voz, diciendo:
¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no sé
vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre!
Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual
dejó la pendencia en el grado que le tomó la
Retírose el ventero a su aposento, el
harriero a sus enjalmas, la moza a su rancho;
solos los desventurados don Quijote y Sancho
no se pudieron mover de donde estaban.
en esto el cuadrillero la barba de don Quijote,
y salió a buscar luz para buscar y prender los
delincuentes; mas no la halló, porque él
ventero de industria, había muerto la lámpara
cuando se retiró a su estancia y fuele forzoso
acudir a la chimenea, donde, con mucho trabajo,
tiempo, encendió el cuadrillero otro candil.
Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo
don Quijote, y con él mesmo tono
de voz con que el día antes había llamado a su
escudero, cuando estaba tendido en el val de
las estacas, le comenzo a llamar, diciendo:
¡Sancho amigo! ¿Duermes? ¡Duermes, amigo,
¿Sancho?
¿Qué tengo de dormir, pesia a mí?
Sancho, lleno de pesadumbre y de despecho;
que no parece sino que todos los diablos
han andado comigo esta noche.
¿Puédeslo creer así, sin duda, respondió
don Quijote. ¿Por qué, o yo sé poco, o este
castillo es encantado, porque has de saber...
Mas esto que ahora quiero decirte, hasme de
jurar que lo tendrás secreto hasta después de
mi muerte.”
Sí, juro, respondió Sancho.
“Dígolo”, replicó don Quijote, porque soy
enemigo de que se quite la honra a nadie.
Digo que si juro, tornó a decir, Sancho.
que lo callaré hasta después de los días de
vuestra merced, y plega a Dios que lo pueda
descubrir mañana.
¿Tan malas obras te hago, Sancho?
respondió don Quijote –¿qué me querrías ver
muerto con tanta brevedad?
¿No es por eso?, respondió Sancho, sino
porque soy enemigo de guardar mucho las
cosas, y no querría que se me pudriesen de
guardadas.”
Sea por lo que fuere, dijo don Quijote,
que más fío de tu amor y de tu cortesía; y así,
has de saber que esta noche me ha sucedido
una de las más extrañas aventuras que yo sabré
encarecer; y por contártela en breve, sabrás
¡Qué poco ha que a mí vino la hija del señor
deste castillo, que es la más apuesta y fermosa
doncella que en gran parte de la tierra se puede
hallar. ¿Qué te podría decir del adorno de su
persona? ¿Qué de su gallardo entendimiento?
que de otras cosas ocultas, que por guardar
la fe que debo a mi señora Dulcinea del Toboso,
dejaré pasar intactas y en silencio? Solo
te quiero decir que, envidioso el cielo de tanto,
bien como la ventura me había puesto en las
manos o quizá, y esto es lo más cierto, que
como tengo dicho, es encantado este castillo,
al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos
y amorosísimos coloquios, sin que yo la
viese ni supiese por dónde venía, vino una
mano pegada a algún brazo de algún descomunal
gigante, y aséntome una puñada en las
quijadas, tal, que las tengo todas bañadas en
sangre, y después me molió de tal suerte que
estoy peor que ayer cuando los gallegos,
que por demasías de Rocinante nos hicieron el
agravio que sabes, ¿por dónde conjeturo que él
tesoro de la fermosura de esta doncella le debe
de guardar algún encantado moro, y no debe
de ser para mí.
Ni para mí tampoco, respondió Sancho,
porque más de cuatrocientos moros me han
aporreado a mí de manera que el molimiento
de las estacas fue tortas y pan pintado. Pero
Dígame, señor, ¿cómo llama a esta buena y
rara aventura, habiendo quedado della cual
quedamos? Aun vuestra merced, menos mal, pues
tuvo en sus manos aquella incomparable
fermosura que ha dicho. Pero yo, ¿qué tuve, sino
los mayores porrazos que pienso recebir en
toda mi vida? ¡Desdichado de mí y de la madre
que me parió, que ni soy caballero andante, ni
lo pienso ser jamás, y de todas las
malandanzas me cabe la mayor parte!
Luego, ¿también estás tú aporreado?
respondió don Quijote.
No le he dicho que sí, pesia a mí,
linaje?” dijo Sancho.
¡No tengas pena, amigo!, dijo don Quijote.
que yo haré ahora el bálsamo precioso
con que sanaremos en un abrir y cerrar
de ojos...
Acabó en esto de encender el Candil el
cuadrillero, y entró a ver el que pensaba que era
muerto, y así, como le vio entrar Sancho,
viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza
y candil en la mano, y con una muy mala cara,
preguntó a su amo.
Señor, ¿si será este adicha el moro encantado
que nos vuelve a castigar, si se dejó algo
en el tintero?
¿No puede ser el moro?, respondió don
Quíjote, porque los encantados no se dejan ver
de nadie.
Si no se dejan ver, déjanse sentir,
Sancho. “Si no, díganlo mis espaldas.”
¿También lo podrían decir las mías?, respondió
don Quijote. Pero no es bastante indicio
ese para creer que este que se ve sea el
encantado moro.
Llegó el cuadrillero, y como los halló
hablando en tan sosegada conversación, quedó
suspenso. Bien es verdad que aun don Quijote sé
estaba boca arriba, sin poderse menear de puro
molido y emplastado.
cuadrillero, y dijole:
Pues, ¿cómo va, buen hombre?
¿Hablará yo más bien criado?, respondió don
Quíjote, si fuera que vos...
tierra hablar desa suerte a los caballeros
andantes, majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un
hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y,
alzando el Candil con todo su aceite, dio a don
Quíjote con él en la cabeza, de suerte que le
dejó muy bien descalabrado, y como todo quedó
ascuras, saliose luego, y Sancho Panza
dijo:
Sin duda, señor, que este es el moro
encantado, y debe de guardar el tesoro para otros,
y para nosotros solo guarda las puñadas y los
candilazos...
¿Así es? ¿Respondió don Quijote, y no hay
que hacer caso destas cosas de encantamentos,
ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas;
que, como son invisibles y fantásticas, no
hallaremos de quien vengarnos, aunque más lo
procuremos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama
al alcaide de esta fortaleza, y procura que se me
de un poco de aceite, vino sal y romero para
hacer el salutifero valsamo; que en verdad que
creo que lo he bien menester ahora, porque sé
me va mucha sangre de la herida que esta
fantasma me ha dado.
Levántose Sancho con harto dolor de sus
huesos, y fue ascuras donde estaba el ventero,
y, encontrándose con el cuadrillero, que estaba
escuchando en qué paraba su enemigo, le dijo:
Señor, quienquiera que seáis, hacednos
merced y beneficio de darnos un poco de romero,
aceite, sal y vino, que es menester para
curar uno de los mejores caballeros andantes
que hay en la tierra el cual yace en aquella
cama mal ferido por las manos del encantado
moro que está en esta venta.
Cuando el cuadrillero tal oyo, túbole por
hombre falto de seso. Y porque ya comenzaba
a amanecer, abrió la puerta de la venta, y
llamando al ventero, le dijo lo que aquel buen
hombre quería. El ventero le proveyó de
cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a don
Quíjote que estaba con las manos en la cabeza,
quejándose del dolor del candilazo, que no le
había hecho más mal que levantarle dos chichones
algo crecidos, y lo que él pensaba que
era sangre no era sino sudor que sudaba con
la congoja de la pasada tormenta.
En resolución, él tomó sus simples, de los
cuáles hizo un compuesto, mezclándolos todos
y cociéndolos un buen espacio, hasta que le
pareció que estaban en su punto. Pidió
luego alguna redoma para echallo, y como no la
vuo en la venta, se resolvió de ponello en una
alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien él
ventero le hizo grata donación. Y luego dijo
sobre la alcuza más de ochenta paternostres
y otras tantas avemarías, salves y credos, y a
cada palabra acompañaba una cruz, a modo de
bendición; a todo lo cual se hallaron presentes
Sancho, el ventero y cuadrillero, que ya el
harriero sosegadamente andaba entendiendo en
el beneficio de sus machos.
Hecho esto, quiso el mesmo hacer luego la
esperiencia de la virtud de aquel precioso
bálsamo que él se imaginaba, y así se bebió de
lo que no pudo caber en la alcuza, y quedaba
en la olla donde se había cocido, casi media
azumbre; y apenas lo acabó de beber, cuando
comenzo a vomitar de manera que no le quedó
cosa en el estómago, y con las ansias y
agitación del vómito le dio un sudor copiosísimo,
por lo cual mandó que le arropasen y le
dejásen solo. Hiciéronlo así, y quedose
dormido más de tres horas, al cabo de las
cuales desperto y se sintió aliviadísimo del
cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento,
que se tuvo por sano. Y verdaderamente
creyo que había acertado con el valsamo
de fierabras, y que con aquel remedio podía
acometer desde allí adelante, sin temor alguno,
cualquiera ruinas, batallas y pendencias, por
peligrosas que fuesen.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro
la mejoria de su amo, le rogo que le diese a
el lo que quedaba en la olla, que no era poca
cantidad. Concedióselo don Quijote y él,
tomándola a dos manos, con buena fe y mejor
talante, se la echó a pechos y envasó bien
poco menos que su amo. Es, pues, el caso que
el estómago del pobre Sancho no debía de ser
tan delicado como el de su amo; y así,
primero que vomitase le dieron tantas ansias,
bascas, con tantos trasudores y desmayos, que él
penso bien y verdaderamente que era llegada
su última hora, y viéndose tan afligido y
congojado, maldecía el bálsamo y al ladrón que
se lo había dado.
Viéndole así don Quijote, le dijo:
Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene
de no ser armado caballero, porque tengo para
mí que este licor no debe de aprovechar a los
que no lo son.
Si eso sabia vuestra merced, replicó
Sancho, ¡amal haya yo y toda mi parentela!, ¡para
¿qué consintió que lo gustase?
En esto hizo su operación el brevaje, y
comenzo el pobre escudero a desaguarse por
entrambas canales, con tanta priesa, que la
estera de enea sobre quien se había vuelto a
echar, ni la manta de ángeo con que se cubría,
fueron más de provecho. Sudaba y trasudaba
con tales parasismos y accidentes, que no
solamente él, sino todos pensaron que se le
acababa la vida. Durole esta borrasca y mala
andanza casi dos horas, al cabo de las cuales no
quedó como su amo, sino tan molido y
quebrantado, que no se podía tener.
Pero don Quijote, que, como se ha dicho,
se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego
a buscar aventuras, pareciéndole que todo él
tiempo que allí se tardaba era quitársele al
mundo y a los en el menesterosos de su favor
y amparo, y más con la seguridad y confianza
que llevaba en su bálsamo; y así, forzado
deste deseo, el mismo ensilló a Rocinante,
enalbardó al jumento de su escudero, a quien
también ayudó a vestir y a subir en el asno.
Púsose luego a caballo, y, llegándose a un
rincón de la venta, asio de un lanzón que allí
estaba para que le sirviese de lanza.
Estábanle mirando todos cuantos había en la
venta, que pasaban de más de veinte personas;
mirábale también la hija del ventero, y él
también no quitaba los ojos della, y de cuando
en cuando arrojaba un sospiro que parecía
que le arrancaba de lo profundo de sus
entrañas, y todos pensaban que debía de ser de él
dolor que sentía en las costillas; a lo menos
pensábanlo aquellos que la noche antes le
habían visto bizmar.
Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto
a la puerta de la venta, llamó al ventero, y con
voz muy reposada y grave le dijo:
Muchas y muy grandes son las mercedes,
señor alcaide, que en este vuestro castillo he
recebido, y quedo obligadísimo a agradeceroslas
todos los días de mi vida. Si os las puedo
pagar en haceros vengado de algún soberbio
que os haya fecho algún agravio, sabed que
mi oficio no es otro sino valer a los que poco
pueden, y vengar a los que reciben tuertos, y
castigar alevosías. Recorred vuestra memoria,
y si halláis alguna cosa deste jaez que
encomendarme, no hay sino decilla, que yo os
prometo, por la orden de caballero que recebí, de
faceros satisfecho y pagado a toda vuestra
voluntad.”
El ventero le respondió con él mesmo.
sosiego.
Señor caballero, yo no tengo necesidad de
que vuestra merced me vengue ningún agravio,
porque yo sé tomar la venganza que me
parece cuando se me hacen. Solo he menester
que vuestra merced me pague el gasto que
esta noche ha hecho en la venta, así de la
paja y cebada de sus dos bestias, como de la
cena y camas.”
Luego, ¿venta es esta?
Quíjote.
¡Y muy honrada!
¿Engañado he vivido hasta aquí? Respondió
don Quijote; que en verdad que pensé que
era castillo y no malo; pero, pues es así
que no es castillo sino venta, lo que se podrá
hacer por ahora es que perdonéis por la
paga; que yo no puedo contravenir a la orden
de los caballeros andantes, de los cuales sé
cierto, sin que hasta ahora haya leído cosa en
contrario, que jamás pagaron posada ni otra
cosa en venta donde estuviesen, porque sé
les debe de fuero y de derecho cualquier buen
acogimiento que se les hiciere, en pago del
insufrible trabajo que padecen buscando las
aventuras de noche y de día, en invierno y en
verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre,
con calor y con frío, sujetos a todas las
inclemencias del cielo y a todos los incomodos
de la tierra.
Poco tengo yo que ver en eso, respondió
el ventero. ¡Págueseme lo que se me debe, y
dejémonos de cuentos ni de caballerías, que
yo no tengo cuenta con otra cosa que con
cobrar mi hacienda.
Vos sois un sandio y mal hostalero.
respondió don Quijote.
Y, poniendo piernas al Rocinante,
terciando su lanzón, se salió de la venta sin que
nadie le detuviese, y él, sin mirar si le seguía
su escudero, se alongo un buen trecho. El ventero
que le vio ir y que no le pagaba, acudió a
cobrar de Sancho Panza, el cual dijo que, pues
su señor no había querido pagar, que tampoco
el pagaría, porque siendo el escudero de
caballero andante como era, la mesma regla y
razón corría por el cómo por su amo en no
pagar cosa alguna en los mesones y ventas.
Amohínose mucho desto el ventero, y amenazole
que si no le pagaba, que lo cobraría de modo
que le pesase. A lo cual Sancho respondió
que, por la ley de caballería que su amo había
recebido, no pagaría un solo cornado, aunque
le costase la vida, porque no había de perder
por él la buena y antigua usanza de los
caballeros andantes, ni se habían de quejar dél los
escuderos de los tales que estaban por venir
al mundo, reprochándole el quebrantamiento
de tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho
que, entre la gente que estaba en la venta, sé
hallasen cuatro perailes de Segovia, tres
agujeros del potro de Córdoba, y dos vecinos de
la Heria de Sevilla, gente alegre, bien
intencionada, maleante y juguetona, los cuales casi
como instigados y movidos de un mesmo
espíritu, se llegaron a Sancho, y, apeándole de él,
asno, uno de ellos entró por la manta de la cama
del huésped, y, echándole en ella, alzaron los
ojos, y vieron que el techo era algo más bajo
de lo que habían menester para su obra, y
determinaron salirse al corral, que tenía por límite
el cielo. Y allí, puesto Sancho en mitad de la
manta, comenzaron a levantarle en alto y a
holgarse con él, como con perro por
carnestolendas.
Las voces que el mísero manteado daba fueron
tantas que llegaron a los oídos de su amo,
el cual, deteniéndose a escuchar
atentamente, creyo que alguna nueva aventura le
venía, hasta que claramente conoció que el que
gritaba era su escudero; y, volviendo las
riendas, con un penado galope llegó a la venta, y
hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba
por donde entrar... Pero no vuo llegado a las
paredes del corral, que no eran muy altas,
cuando vio el mal juego que se le hacía a su
escudero. Viole bajar y subir por el aire, con
tanta gracia y presteza, que, si la cólera le
dejara, tengo para mí que se riera. Probo a subir
desde el caballo a las bardas, pero estaba tan
molido y quebrantado, que aun apearse no
pudo, y así, desde encima del caballo, comenzo
a decir tantos denuestos y baldones a los
que a Sancho manteaban, que no es posible
acertar a escribillos; mas no por esto cesaban
ellos de su risa y de su obra, ni el volador
Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con
amenazas, ya con ruegos; mas todo aprovechaba
poco ni aprovechó hasta que de puro cansados
le dejáron. Trujéronle allí su asno y,
subiéndole encima, le arroparon con su gaván.
y la compasiva de maritornes, viéndole tan
fatigado, le pareció ser bien socorrelle con un
jarro de agua, y así se le trujo del pozo, por
ser más frío, tómole Sancho, y llevándole a
la boca, se paró a las voces que su amo le
daba, diciendo:
¡Hijo, Sancho! ¡No bebas agua! ¡Hijo! ¡No la
bebas, que te matará! Ves aquí tengo el
santísimo balsamo”, y enseñábale la alcuza del
brevaje, que con dos gotas que dél bebas
sanarás sin duda.
A estas voces volvió, Sancho, los ojos, como
de través, y dijo con otras mayores:
Por dicha ¿hásele olvidado a vuestra
merced como yo no soy caballero, o quiere que
acabe de vomitar las entrañas que me quedaron
de anoche? ¡Guárdese su licor con todos los
diablos y déjeme a mí!
Y el acabar de decir esto, y el comenzar a
beber, todo fue uno; mas ¿cómo al primer trago
vio que era agua, no quiso pasar adelante, y
rogo a maritornes que se le trujese de vino,
y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y
lo pagó de su mesmo dinero, porque en
efecto, se dice della que, aunque estaba en
aquel trato, tenía unas sombras y lejos de
cristiana.
Así, como bebió Sancho dio de los carcaños,
a su asno, y abriéndole la puerta de la
venta de par en par, se salió della, muy
contento de no haber pagado nada, y de haber salido
con su intención, aunque había sido a costa de
sus acostumbrados fiadores, que eran sus
Verdad es que el ventero se quedó con
sus alforjas en pago de lo que se le debía; mas
Sancho no las echó menos, según salió turbado.
Quiso el ventero atrancar bien la puerta
así como le vio fuera; mas no lo consintieron
los manteadores, que era gente que, aunque
don Quijote fuera verdaderamente de los
caballeros andantes de la tabla Redonda, no le
estimaran en dos ardites.
Llegó Sancho a su amo marchito y desmayado,
tanto que no podía harrear a su jumento.
Cuando así le vio don Quijote, le dijo:
Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que
aquel castillo o venta de que es encantado
sin duda, porque aquellos que tan atrozmente
tomaron pasatiempo contigo, ¿qué podían ser
sino fantasmas y gente del otro mundo?
confirmo esto por haber visto que cuando estaba
por las bardas del corral mirando los actos
de tu triste tragedia, no me fue posible subir
por ellas, ni menos pude apearme de Rocinante,
porque me debían de tener encantado; que
te juro por la fe de quien soy que, si pudiera
subir o apearme, que yo te hiciera vengado
de manera que aquellos follones y malandrines
se acordarán de la burla para siempre,
aunque en ello supiera contravenir a las leyes
de la caballería, que, como ya muchas veces,
te he dicho, no consienten que caballero ponga
mano contra quien no lo sea, si no fuere en
defensa de su propria vida y persona, en caso
de urgente y gran necesidad.
También me vengara yo si pudiera, fuera o
no fuera armado caballero, pero no pude;
aunque tengo para mí que aquellos que sé
holgaron conmigo no eran fantasmas, ni hombres
encantados, como vuestra merced dice, sino
hombres de carne y de hueso como nosotros;
y todos, según los hoy, nombrar cuando me
volteaban, tenían sus nombres, que el uno sé
llamaba Pedro Martínez, y el otro Tenorio
Hernández, y el ventero hoy que se llamaba Juan
Palomeque el zurdo. Así, que, señor, el no poder
saltar las bardas del corral, ni apearse de él
caballo, en al estuvo que en encantamentos.
Y lo que yo saco en limpio de todo esto es,
que estas aventuras que andamos buscando,
al cabo, al cabo, nos han de traer a tantas
desventuras, que no sepamos cuál es nuestro
pie derecho. Y lo que sería mejor y más
acertado, según mi poco entendimiento, fuera el
volvernos a nuestro lugar, ahora que es tiempo
de la siega y de entender en la hacienda,
dejándonos de andar de Ceca en Meca y de zoca
en colodra, como dicen.
¡Qué poco sabes, Sancho, respondió don
Quíjote, ¡de achaque de caballería!, calla y ten
paciencia; que día vendrá donde veas, por
vista de ojos, cuán honrosa cosa es andar en
este ejercicio. Si no, dime, ¿qué mayor contento
puede haber en el mundo, o qué gusto puede
igualarse al de vencer una batalla y al de
triunfar de su enemigo? Ninguno, sin duda
alguna...
¿Así debe de ser?, respondió Sancho,
puesto que yo no lo sé, que después
que somos caballeros andantes, o vuestra
merced lo es que yo no hay para qué me cuente
en tan honroso número--jamás hemos vencido
batalla alguna, si no fue la del bizcaino, y
aun de aquella salió vuestra merced con media
oreja y media celada menos; que después acá
todo ha sido palos y más palos, puñadas y más
puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento,
y haberme sucedido por personas encantadas,
de quien no puedo vengarme para saber
hasta donde llega el gusto del vencimiento del
enemigo, como vuestra merced dice.
Esa es la pena que yo tengo y la que tú
debes tener, Sancho, respondió don Quijote;
pero de aquí adelante yo procuraré haber a las
manos alguna espada hecha por tal maestria,
que al que la trujere consigo no le puedan
hacer ningún género de encantamentos. Y aun
podría ser que me deparase la ventura aquella
de Amadís, cuando se llamaba el caballero
de la ardiente espada, que fue una de las
mejores espadas que tuvo caballero en el mundo,
porque, fuera que tenía la virtud dicha, cortaba
como una navaja, y no había armadura, por fuerte
y encantada que fuese que se le parase
delante.”
«Yo soy tan venturoso», dijo Sancho, que
cuando eso fuese y vuestra merced viniese
a hallar espada semejante, solo vendría a
servir y aprovechar a los armados caballeros,
como el bálsamo y a los escuderos, que sé
los papen duelos.
¿No temas eso, Sancho?, dijo don Quijote,
que mejor lo hará el cielo contigo.
En estos coloquios iban don Quijote y su
escudero, cuando vio don Quijote que por él
camino que yuan venía hacía ellos una grande
y espesa polvareda, y, en viéndola, sé
volvió a Sancho y le dijo:
Este es el día, ¡oh, Sancho!, en el cual se ha
de ver el bien que me tiene guardado mí
suerte. Este es el día, digo, ¿en qué se ha de
mostrar, tanto como en otro alguno, el valor de
mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que
queden escritas en el libro de la fama por todos
los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda
que allí se levanta, Sancho? Pues toda es
cuajada de un copiosísimo ejército que de
diversas e innumerables gentes por allí viene
marchando...
A esa cuenta, dos deben de ser, dijo
Sancho, porque de esta parte contraria se levanta
así mesmo otra semejante polvareda.
Volvió a mirarlo don Quijote, y vio que así
era la verdad, y, alegrándose sobremanera,
penso sin duda alguna que eran dos ejércitos
que venían a envestirse y a encontrarse en
mitad de aquella espaciosa llanura, porque
tenía a todas horas y momentos llena la fantasía
de aquellas batallas, encantamentos, sucesos,
desatinos, amores, desafíos, que en los libros
de caballerías se cuentan, y todo cuanto
hablaba, pensaba o hacía, era encaminado a
cosas semejantes, y la polvareda que había visto
la levantaban dos grandes manadas de ovejas
y carneros, que por aquel mesmo camino de
dos diferentes partes venían, las cuales, con él
polvo, no se echaron de ver hasta que llegaron
cerca. Y con tanto ahínco afirmaba don Quijote
que eran ejércitos, que Sancho lo vino a
creer y a decirle:
Señor, pues ¿qué hemos de hacer
nosotros?
¿Qué? ¿Dijo don Quijote? ¿Favorecer y
ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y has de
saber, Sancho, que este que viene por nuestra
frente le conduce y guía el grande emperador
Alifanfarón, señor, de la grande isla
Trapobana; este otro que a mis espaldas marcha
es el de su enemigo el rey de los garamantas,
pentapolen del arremangado brazo, porque
siempre entra en las batallas con el brazo
derecho desnudo.
Pues, ¿por qué se quieren tan mal estos dos
señores?” preguntó Sancho.
¡Quiérense mal!, respondió don Quijote,
porque este alefanfarón es un foribundo.
pagano, y está enamorado de la hija de Pentapolín,
que es una muy fermosa y además agraciada
señora, y es cristiana, y su padre no sé
la quiere entregar al rey pagano, si no deja
primero la ley de su falso profeta Mahoma,
se vuelve a la suya.
¡Para mis barbas, si no hace
muy bien Pentapolín, y que le tengo de
ayudar en cuanto pudiere!
¿En eso harás lo que debes, Sancho?, dijo
don Quijote, porque para entrar en batallas
semejantes no se requiere ser armado
caballero.”
Bien se me alcanza eso, respondió
Pero, ¿dónde pondremos a este asno,
que estemos ciertos de hallarle después de
pasada la refriega? Porque el entrar en ella
en semejante caballería no creo que está en
uso hasta ahora.
«Así es verdad», dijo don Quijote. ¿Lo que
puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras,
ora se pierda o no, porque serán tantos los
caballos que tendremos después que salgamos
vencedores, que aun corre peligro rocinante
no le trueque por otro. Pero estame atento y
mira que te quiero dar cuenta de los caballeros
más principales que en estos dos ejércitos
vienen. Y para que mejor los veas y notes,
retirémonos a aquel altillo que allí se hace, de
donde se deben de descubrir los dos ejércitos.
Hiciéronlo así, y pusiéronse sobre una
loma, desde la cual se vieran bien las dos
manadas que a don Quijote se le hicieron ejércitos
si las nubes del polvo que levantaban
no les turbara y cegara la vista; pero con todo
esto, viendo en su imaginación lo que no veya
ni había, con voz levantada, comenzo a decir:
Aquel caballero que allí ves de las armas
jaldes, que trae en el escudo un león coronado,
rendido a los pies de una doncella, es el
valeroso laurcalco, señor de la puente de Plata,
el otro de las armas de las flores de oro,
que trae en el escudo tres coronas de plata en
campo azul, es el temido Micocolembo, gran
duque de Quirocía; el otro de los miembros
giganteos, que está a su derecha mano, es el
nunca medroso Brandabarbarán de Boliche,
señor de las tres Arabias, que viene armado
de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo
una puerta, que, según es fama, es una de
las del templo que derribó Sansón, cuando con
su muerte se vengó de sus enemigos.
Pero vuelve los ojos a estotra parte y verás
delante, y en la frente de estotro ejército al
siempre vencedor y jamás vencido timonel de
Carcajona, príncipe de la nueva Bizcaya, que viene
armado con las armas partidas a cuarteles,
azules, verdes, blancas y amarillas, y trae en él
escudo un gato de oro en campo leonado, con
una letra que dice: «Miau», que es el principio
del nombre de su dama, que, según se dice,
es la simpar Miulina, hija del duque
alfeñiquen del algarve; el otro que carga y oprime
los lomos de aquella poderosa alfana que trae
las armas como nieve blancas, y el escudo blanco
y sin empresa alguna, es un caballero novel,
de nación francés, llamado pierres papín,
señor de las baronías de Utrique; el otro que
bate las hijadas con los herrados carcaños.
a aquella pintada y ligera cebra, y trae las
armas de los veros azules, es el poderoso duque
de Nerbia, espartafilardo del bosque, que trae
por empresa en el escudo una esparraguera,
con una letra en castellano que dice así:
¡Rastrea mi suerte!
Y de esta manera fue nombrando muchos
caballeros del uno y del otro escuadrón, que el
se imaginaba, y a todos les dio sus armas,
colores, empresas y motes de improviso, llevado
de la imaginación de su nunca vista locura,
y sin parar, prosiguió diciendo:
A este escuadrón frontero forman y hacen
gentes de diversas naciones. Aquí están los que
bebían las dulces aguas del famoso Janto;
los montuosos que pisan los masílicos campos,
los que descubren el finísimo y menudo
oro en la felice Arabia, los que gozan las
famosas y frescas riberas del claro Termodonte
los que sangran por muchas y diversas
vías al dorado Pactolo; los númidas, dudosos
en sus promesas; los persas en arcos y
flechas famosos; los partos, los medos, que
pelean huyendo, los arabes de mudables casas,
los citas tan crüeles como blancos, los
etíopes, de horadados labios y otras infinitas
naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de los
nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón
vienen los que beben las corrientes cristalinas
del olivifero Betis, los que tersan y pulen sus
rostros con el licor del siempre rico y dorado
Tajo, los que gozan las provechosas aguas del
divino génil, los que pisan los tartesíos
campos de pastos abundantes, los que se alegran
en los eliseos jerezanos prados, los manchegos,
ricos y coronados de rubias espigas, los de
hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre
goda; los que en Pisuerga se bañan, famoso
por la mansedumbre de su corriente, los que su
ganado apacientan en las extendidas dehesas
del tortuoso Guadiana, celebrado por su
escondido curso; los que tiemblan con el frío del
silboso Pirineo, y con los blancos copos del
levantado apenino. Finalmente, cuantos toda la
Europa en sí contiene y encierra.
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo!
cuantas naciones nombró, dándole a cada una
con maravillosa presteza los atributos que le
pertenecían, todo absorto y empapado en lo
que había leído en sus libros mentirosos!
Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras,
sin hablar ninguna, y de cuándo en cuándo
volvía la cabeza a ver si veya los caballeros
y gigantes que su amo nombraba; y como no
descubría a ninguno, le dijo:
Señor, encomiendo al diablo hombre, ni
gigante ni caballero de cuantos vuestra merced
dice, parece por todo esto, a lo menos,
yo no los veo; quizá todo debe ser
encantamento como las fantasmas de anoche.
¿Cómo dices eso? ¿Respondió don Quijote?
¿No oyes el relinchar de los caballos el tocar
de los clarines, el ruido de los atambores?
No oigo otra cosa, respondió Sancho, sino
muchos balidos de ovejas y carneros.
Y así era la verdad, porque ya llegaban
cerca los dos rebaños.
El miedo que tienes, dijo don Quijote,
hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas.
Porque uno de los efectos del miedo es
turbar los sentidos y hacer que las cosas no
parezcan lo que son; y si es que tanto temes,
retírate a una parte y déjame solo; que solo
basto a dar la victoria a la parte a quien yo
diere mi ayuda.
Y, diciendo esto, puso las espuelas a
Rocinante, y puesta la lanza en el ristre, bajó de
la costezuela como un rayo.
Diole voces, Sancho, diciéndole:
Vuélvase vuestra merced, señor don Quijote,
que boto a Dios, que son carneros y ovejas
las que va a envestir! ¡Vuélvase, desdichado,
del padre que me engendró! ¡Qué locura es
esta? ¡Mire que no hay gigante ni caballero
alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos,
ni enteros ni veros azules ni endiablados! ¡Qué
es lo que hace? ¡Apecador soy yo a Dios!
Ni por esas volvió don Quijote. Antes, en
altas voces, iba diciendo:
¡Ea, caballeros, los que seguís y militáis
debajo de las banderas del valeroso emperador
pentapolín del arremangado brazo, seguidme
todos; veréis cuán fácilmente le doy
venganza de su enemigo Alefanfarón, de
la Trapobana!
Esto diciendo, se entró por medio del
escuadrón de las ovejas y comenzo de alanceallas
con tanto coraje y denuedo, como si de veras
alanceara a sus mortales enemigos.
pastores y ganaderos que con la manada venían
dábanle voces que no hiciese aquello; pero
viendo que no aprovechaban, desciñéronse las
hondas y comenzaron a saludarle los oídos
con piedras como el puño. Don Quijote no sé
curaba de las piedras; antes, discurriendo a
todas partes, decía:
¿Adónde estás, soberbio Alifanfarón?
Vente a mí, que un caballero solo soy que
desea de solo a solo probar tus fuerzas,
quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso
¡Pentapolín Garamanta!
Llegó en esto una peladilla de arroyo, y
dándole en un lado, le sepultó dos costillas en
el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyo sin
duda que estaba muerto o mal ferido, y
acordándose de su licor, sacó su alcuza y púsosela
a la boca, y comenzo a echar licor en él
estómago; mas antes que acabase de envasar lo
que a él le parecía que era bastante, llegó otra
almendra y diole en la mano y en el alcuza, tan
de lleno que se la hizo pedazos, llevándole de
camino tres o cuatro dientes y muelas de la
boca, y machucándole malamente dos dedos
de la mano.
Tal fue el golpe primero y tal el segundo,
que le fue forzoso al pobre caballero dar
consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los
pastores y creyeron que le habían muerto. Y así,
con mucha priesa, recogieron su ganado y
cargaron de las reses muertas que pasaban
de siete, y sin averiguar otra cosa, se fueron.
Estábase todo este tiempo, Sancho, sobre la
cuesta, mirando las locuras que su amo hacía,
y arrancábase las barbas, maldiciendo la hora
y el punto en que la fortuna se le había dado a
conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo y
que ya los pastores se habían ido, bajó de la
cuesta y llegóse a él, y hallóle de muy mal arte,
aunque no había perdido el sentido, y dijole:
¿No le decía yo, señor don Quijote, que sé
volviese, que los que iba a acometer no eran
ejércitos, sino manadas de carneros?
¿Cómo eso puede desparecer y
contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo.
Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales
hacernos parecer lo que quieren, y este maligno
que me persigue, envidioso de la gloria
que vio que yo había de alcanzar desta batalla,
ha vuelto los escuadrones de enemigos en
manadas de ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho,
por mi vida, porque te desengañes y veas ser
verdad lo que te digo. Sube en tu asno y
síguelos bonitamente, y verás cómo, en alejándose
de aquí algún poco, se vuelven en su ser
primero, y, dejando de ser carneros, son hombres
hechos y derechos como yo te los pinté primero.
Pero no vayas ahora, que he menester
tu favor y ayuda. Llégate a mí y mira cuántas
muelas y dientes me faltan, que me parece
que no me ha quedado ninguno en la boca.
Llégose Sancho tan cerca, que casi le metía
los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había
obrado el bálsamo en el estómago de don
Quíjote, y al tiempo que Sancho llegó a mirarle
la boca, arrojó de sí, más recio que una
escopeta cuanto dentro tenía, y dio con todo ello
en las barbas del compasivo escudero.
¡Santa María! ¡Y ¿qué es esto
¿Qué me ha sucedido? Sin duda este pecador
está herido de muerte, pues vomita sangre por
la boca.”
Pero reparando un poco más en ello, echó
de ver en la color, sabor y olor, que no era
sangre, sino el bálsamo de la alcuza, que él le
había visto beber, y fue tanto el asco que tomó,
que, revolviéndosele el estómago, vomitó las
tripas sobre su mismo señor, y quedaron
entrambos como de perlas. Acudió Sancho a su
asno para sacar de las alforjas con que
limpiarse, y con que curar a su amo, y como no
las halló, estuvo a punto de perder el juicio.
Maldíjose de nuevo y propuso en su corazón
de dejar a su amo y volverse a su tierra,
aunque perdiese el salario de lo servido, y las
esperanzas del gobierno de la prometida insula.
Levántose en esto, don Quijote, y, puesta la
mano izquierda en la boca, porque no se le
acabasen de salir los dientes, así con la otra
las riendas de Rocinante, que nunca se había
movido de junto a su amo, tal era de leal y
bien acondicionado, y fuese adonde su
escudero estaba, de pechos sobre su asno, con la
mano en la mejilla, en guisa de hombre
pensativo además. Y, viéndole don Quijote de
aquella manera, con muestras de tanta
tristeza, le dijo:
Sábete, Sancho, que no es un hombre más
que otro, si no hace más que otro. Todas estas
borrascas que nos suceden son señales de que
presto ha de serenar el tiempo, y han de
sucedernos bien las cosas, porque no es posible
que el mal ni el bien sean durables, y de aquí
se sigue que, habiendo durado mucho el mal, él
bien está ya cerca. Así que no debes congojarte
por las desgracias que a mí me suceden,
pues a ti no te cabe parte dellas.
¿Cómo no?
el que ayer mantearon, era otro que él
hijo de mi padre? Y las alforjas que hoy me
faltan, con todas mis alhajas, son de otro que
del mismo?
¿Qué te faltan las alforjas, Sancho?
don Quijote.
Sí, que me faltan.
Dese modo no tenemos qué comer hoy.
replicó don Quijote.
¿Eso fuera?, respondió Sancho, ¿cuándo
faltarán por estos prados las hierbas que
vuestra merced dice que conoce con que suelen
suplir semejantes faltas los tan mal aventurados
andantes caballeros como vuestra merced
es...
Con todo eso, respondió don Quijote,
tomara yo ahora más aina un cuartal de pan,
o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques,
que cuantas yerbas describe Dioscorides,
aunque fuera el ilustrado por el doctor
laguna. Mas, con todo esto, sube en tu
jumento, Sancho, el bueno, y vente tras mí; que
Dios, que es proveedor de todas las cosas,
no nos ha de faltar, y más, andando tan en su
servicio como andamos, pues no falta a los
mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la
tierra, ni a los renacuajos del agua. Y es tan
piadoso que hace salir su sol sobre los
buenos y los malos, y llueve sobre los injustos
y justos.”
Más bueno era vuestra merced, dijo
Sancho, para predicador que para caballero
andante...
De todo sabían y han de saber los
caballeros andantes, Sancho, dijo don Quijote,
porque caballero andante vuo en los pasados
siglos, que así se paraba a hacer un sermón
o plática en mitad de un campo real, como si
fuera graduado por la universidad de París, de
donde se infiere que nunca la lanza embotó
la pluma, ni la pluma la lanza.
Ahora bien, sea así como vuestra merced
dice... ¿Vamos ahora de
aquí, y procuremos donde alojar esta noche,
y quiera Dios que sea en parte donde no haya
mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros
encantados; que si los hay, daré al diablo el
hato y el garabato.
¡Pídeselo tú a Dios, hijo! ¡Dijo don Quijote,
y guía tú por donde quisieres; que esta vez
quiero dejar a tu eleción el alojarnos.
dame acá la mano, y atiéntame con el dedo, y
mira bien cuántos dientes y muelas me faltan
deste lado derecho, de la quijada alta, que
allí siento el dolor.
Metió Sancho los dedos, y, estándole
tentando, le dijo:
¡Cuántas muelas solía vuestra merced
tener en esta parte?
“Cuatro”, respondió don Quijote, “fuera de
la cordal, todas enteras y muy sanas.
Mire vuestra merced bien lo que dice.
señor, respondió Sancho.
Digo cuatro, si no eran cinco, respondió
don Quijote, porque en toda mi vida me han
sacado diente ni muela de la boca, ni se me
ha caído ni comido de neguijón ni de rehúma
alguna...
Pues en esta parte de abajo, dijo Sancho,
¿no tiene vuestra merced más de dos muelas
y media, y en la de arriba ni media,
ninguna, que toda está rasa como la palma de la
mano...
¡Sin ventura yo! ¡Dijo don Quijote, oyendo
las tristes nuevas que su escudero le daba,
que más quisiera que me vuieran derribado un
brazo, como no fuera el de la espada, porque
te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas
es como molino sin piedra, y en mucho más
se ha de estimar un diente que un diamante.
Mas a todo esto estamos sujetos los que
profesamos la estrecha orden de la caballería.
Sube, amigo y guía, que yo te seguiré al paso
que quisieres...
Hízolo así, Sancho, y encaminóse hacía donde
le pareció que podía hallar acogimiento, sin
salir del camino real que por allí yua muy
seguido. Yéndose, pues, poco a poco, porque él
dolor de las quijadas de don Quijote no le
dejaba sosegar ni atender a darse priesa,
quiso Sancho entretenelle y divertille.
diciéndole alguna cosa, y entre otras que le dijo,
fue lo que se dirá en el siguiente capítulo.
Paréceme, señor mío, que todas estas
desventuras que estos días nos han sucedido, sin
duda alguna, han sido pena del pecado cometido
por vuestra merced contra la orden de su
caballería, no habiendo cumplido el juramento
que hizo de no comer pan a manteles, ni con
la reina folgar, con todo aquello que a esto sé
sigue, y vuestra merced juró de cumplir hasta
quitar aquel almete de Malandrino, o cómo sé
llama el moro, que no me acuerdo bien.
¿Tienes mucha razón, Sancho?, dijo don
Quíjote... Mas para decirte verdad, ello se me
había pasado de la memoria, y también puedes
tener por cierto que por la culpa de no habérmelo
tú acordado en tiempo, te sucedió aquello
de la manta; pero yo haré la enmienda que
modos hay de composición en la orden de la
caballería para todo.
Pues, ¿juré yo algo, por dicha?
¡Sancho!
No importa que no hayas jurado, dijo don
Quíjote. ¡Basta que yo entiendo que de participantes
no estás muy seguro, y por sí o por no,
no será malo proveernos de remedio.
Pues si ello es así, dijo Sancho, “mire
vuestra merced no se le torne a olvidar esto,
como lo del juramento; quizá les volverá la
gana a las fantasmas de solazarse otra vez
conmigo, y aun con vuestra merced, si le ven tan
pertinaz.”
En estas y otras pláticas les tomó la noche en
mitad del camino, sin tener ni descubrir dónde
aquella noche se recogiesen; y lo que no había
de bueno en ello era que perecían de hambre,
que con la falta de las alforjas les faltó toda la
despensa y matalotaje. Y para acabar de confirmar
esta desgracia les sucedió una aventura,
que, sin artificio alguno, verdaderamente lo
parecía. Y fue que la noche cerró con alguna
escuridad; pero con todo esto caminaban,
creyendo Sancho que, pues aquel camino era real,
a una o dos leguas, de buena razón hallaría en
él alguna venta.
Yendo, pues, desta manera, la noche escura,
el escudero hambriento y el amo con gana de
comer, vieron que por el mesmo camino que
iban, venían, hacía ellos gran multitud de lumbres,
que no parecían sino estrellas que se movían.
Pasmose Sancho en viéndolas, y don Quijote
no las tuvo todas consigo; tiró el uno del
cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su
rocino, y estuvieron quedos mirando atentamente
lo que podía ser aquello, y vieron que
las lumbres se yuan acercando a ellos, y
mientras más se llegaban mayores parecían. A cuya
vista Sancho comenzo a temblar como un azogado,
y los cabellos de la cabeza se le erizaron
a don Quijote, el cual, animándose un poco,
dijo:
Esta, sin duda, Sancho, debe de ser
grandísima y peligrosísima aventura, donde será
necesario que yo muestre todo mi valor y
esfuerzo.
¡Desdichado de mí!
acaso esta aventura fuese de fantasmas, como
me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que
la sufran?
Por más fantasmas que sean, dijo don
Quíjote. ¿No consentiré yo que te toque en
el pelo de la ropa; que si la otra vez se burlaron
contigo, fue porque no pude yo saltar las
paredes del corral; pero ahora estamos en campo
raso donde podré yo, como quisiere, esgremir.
mi espada.”
Y si le encantan y entomecen, ¿cómo la otra
vez lo hicieron”, dijo Sancho. ¿Qué
aprovechará estar en campo abierto o no?
“Con todo eso”, replicó don Quijote,
ruego, Sancho, que tengas buen ánimo; que la
experiencia te dará a entender el que yo tengo.
Sí tendré, si a Dios place, respondió
¡Sancho!
Y, apartándose los dos a un lado del
camino, tornaron a mirar atentamente lo que
aquello de aquellas lumbres que caminaban
podía ser, y de allí a muy poco descubrieron
muchos encamisados, cuya temerosa visión de
todo punto remató el ánimo de Sancho Panza,
el cual comenzo a dar diente con diente, como
quien tiene frío de cuartana, y creció más el
batir y dentellear cuando distintamente vieron
lo que era, porque descubrieron hasta veinte
encamisados, todos a caballo, con sus hachas
encendidas en las manos, detrás de los cuales
venía una litera cubierta de luto, a la cual
seguían otros seis de a caballo, enlutados hasta
los pies de las mulas, que bien vieron que no
eran caballos en el sosiego con que caminaban.
Yuan los encamisados murmurando entre
sí, con una voz baja y compasiva. Esta extraña
visión a tales horas y en tal despoblado,
bien bastaba para poner miedo en el corazón
de Sancho, y aun en el de su amo; y así
fuera en cuanto a don Quijote, que ya Sancho
había dado al través con todo su esfuerzo.
contrario le avino a su amo, al cual en aquel
punto se le representó en su imaginación, al
vivo, que aquella era una de las aventuras de
sus libros. Figúrosele que la litera eran andas
donde debía de ir algún mal ferido o muerto
caballero, cuya venganza a él solo estaba
reservada, y sin hacer otro discurso, enristró su
lanzón, púsose bien en la silla, y con gentil brío
y continente se puso en la mitad del camino
por donde los encamisados forzosamente habían
de pasar, y cuando los vio cerca, alzó la voz
y dijo:
¡Deteneos, caballeros, oh quien quiera que
seáis, y dadme cuenta de quién sois, de donde
venís, ¿adónde vais? ¿Qué es lo que en aquellas
andas lleváis; que, según las muestras, o
vosotros habéis fecho o vos han fecho, algún
desaguisado, y conviene y es menester que yo
lo sepa, o bien para castigaros del mal que
fecistes, o bien para vengaros del tuerto que
vos ficieron...
¡Vamos de priesa!, respondió uno de los
encamisados, y está la venta lejos, y no nos
podemos detener a dar tanta cuenta como
pedís...
Y, picando la mula, pasó adelante. Sintiose
desta respuesta grandemente don Quijote, y
trabando del freno dijo:
Deteneos y sed más bien criado, y dadme
cuenta de lo que os he preguntado; si no,
conmigo sois todos en batalla.
Era la mula asombradiza, y al tomarla de él
freno se espantó de manera que, alzándose en
los pies, dio con su dueño por las hancas en
el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer
al encamisado, comenzo a denostar a don
Quíjote el cual, ya encolerizado, sin esperar
mas, enristrando su lanzón, arremetió a uno de
los enlutados y mal ferido dio con él en tierra;
y revolviéndose por los demás, era cosa de ver
con la presteza que los acometía y desbarataba,
que no parecía sino que en aquel instante
le habían nacido alas a Rocinante, según andaba
de ligero y orgulloso. Todos los encamisados
era gente medrosa y sin armas, y así, con
facilidad en un momento dejaron la refriega y
comenzaron a correr por aquel campo con las
hachas encendidas, que no parecían sino a los
de las máscaras que en noche de regocijo y
fiesta corren. Los enlutados, así mesmo
revueltos y envueltos en sus faldamentos y lobas,
no se podían mover; así que muy a su salvo,
don Quijote los apaleó a todos y les hizo dejar
el sitio mal de su grado, porque todos pensaron
que aquel no era hombre, sino diablo del
infierno que les salía a quitar el cuerpo muerto
que en la litera llevaban.
Todo lo miraba, Sancho, admirado del
ardimiento de su señor, y decía entre sí:
Sin duda este mi amo es tan valiente y
esforzado, como él dice.
Estaba una hacha ardiendo en el suelo junto
al primero que derribó la mula, a cuya luz
le pudo ver don Quijote, y, llegándose a él, le
puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole
que se rindiese, si no, que le mataría.
cuál respondió el caído:
Harto rendido estoy, pues no me puedo
mover, que tengo una pierna quebrada, suplico
a vuestra merced, si es caballero cristiano,
que no me mate, que cometera un gran sacrilegio;
que soy licenciado y tengo las primeras
órdenes...
Pues ¿quién diablos os ha traído aquí?
dijo don Quijote, ¿siendo hombre de iglesia?
¿Quién, señor?
desventura...
Pues otra mayor os amenaza, dijo don
Quíjote, si no me satisfacéis a todo cuanto
primero os pregunté.
Con facilidad será vuestra merced satisfecho.
respondió el licenciado; y así, sabrá
vuestra merced, que aunque denantes dije que
yo era licenciado, no soy sino bachiller, y
Llámome Alonso López; soy natural de alcobendas,
vengo de la ciudad de Baeza con otros
once sacerdotes, que son los que huyeron con
las hachas; vamos a la ciudad de Segovia
acompañando un cuerpo muerto, que va en
aquella litera, que es de un caballero que
murió en Baeza, donde fue depositado, y ahora
como digo, llevábamos sus huesos a su
sepultura que está en Segovia, de donde es
natural.”
¿Y quién le mató?
Dios, por medio de unas calenturas pestillentes,
que le dieron”, respondió el bachiller.
Desa suerte, dijo don Quijote, quitado
me ha nuestro señor del trabajo que había de
tomar en vengar su muerte, si otro alguno le
hubiera muerto; pero habiéndole muerto quien
le mató, no hay sino callar y encoger los
hombros, porque lo mesmo hiciera si a mí
mismo me matara, y quiero que sepa vuestra
reverencia que yo soy un caballero de la
Mancha, llamado don Quijote, y es mi oficio y
ejercicio andar por el mundo enderezando
tuertos y desfaciendo agravios.
No sé cómo pueda ser eso de enderezar
tuertos, dijo el bachiller, pues a mí de
derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una
pierna quebrada, la cual no se verá derecha
en todos los días de su vida, y el agravio que
en mí habéis deshecho, ha sido dejarme
agraviado de manera que me quedaré agraviado
para siempre; y harta desventura ha sido topar
con vos, que vais buscando aventuras.
No todas las cosas, respondió don Quijote,
suceden de un mismo modo; el daño estuvo,
señor bachiller Alonso López, en venir,
como veníades, de noche, vestidos con aquellas
sobrepellices, con las hachas encendidas,
rezando, cubiertos de luto, que propiamente
semejábades cosa mala y del otro mundo, y
así, yo no pude dejar de cumplir con mí
obligación acometiéndoos, y os acometiera, aunque
verdaderamente supiera que érades los mesmos
satanases del infierno, que por tales
os juzgué y tuve siempre.
Ya que así lo ha querido mi suerte, dijo
el bachiller, suplico a vuestra merced, señor,
caballero andante, que tan mala andanza me
ha dado, me ayude a salir de debajo desta
mula, que me tiene tomada una pierna entre
el estribo y la silla.
¡Hablara yo para mañana! ¡Dijo don
Quijote, y ¿hasta cuándo aguardábades a
decirme vuestro afán?
Dio luego voces a Sancho Panza que viniese;
pero él no se curó de venir, porque andaba
ocupado desbalijando una acémila de repuesto
que traían aquellos buenos señores, bien
bastecida de cosas de comer.
costal de su gaván, y recogiendo todo lo que
pudo y cupo en el talego, cargó su jumento, y
luego acudió a las voces de su amo y ayudó a
sacar al señor bachiller de la opresión de la
mula, y, poniéndole encima della, le dio la
hacha, y don Quijote le dijo que siguiese la
derrota de sus compañeros, a quien de su
parte pidiese perdón del agravio; que no había
sido en su mano dejar de haberle hecho.
Díjole también, Sancho.
Si acaso quisieren saber esos señores quién
ha sido el valeroso que tales los puso, dirales
vuestra merced, que es el famoso don Quijote
de la Mancha, que por otro nombre se llama el
caballero de la Triste Figura.
Con esto se fue el bachiller y don Quijote
preguntó a Sancho que le había movido a
llamarle el caballero de la Triste Figura, más
entonces que nunca.
Yo se lo diré, respondió Sancho. ¿Por qué
le he estado mirando un rato a la luz de
aquella hacha que lleva aquel mal andante, y
verdaderamente tiene vuestra merced la más mala
figura de poco acá que jamás he visto; y
débelo de haber causado, o ya el cansancio deste
combate, o ya la falta de las muelas y dientes.
¿No es eso?, respondió don Quijote, sino
que el sabio, a cuyo cargo debe de estar el
escribir la historia de mis hazañas, le habrá
parecido que será bien que yo tome algún nombre
apelativo, como lo tomaban todos los caballeros
pasados. ¿Cuál se llamaba el de la ardiente
espada, cuál el del Unicornio; aquel el
de las doncellas; aqueste el del ave fénix, el
otro el caballero del grifo; estotro el de la
muerte, y por estos nombres e insignias eran
conocidos por toda la redondez de la tierra.
así, digo que el sabio ya dicho te habrá puesto
en la lengua y en el pensamiento ahora que me
llamases el caballero de la Triste Figura, como
pienso llamarme desde hoy en adelante, y para
que mejor me cuadre tal nombre, determino
de hacer pintar, cuando haya lugar, en mí
escudo una muy triste figura.
No hay para qué gastar tiempo y dineros
en hacer esa figura–, dijo Sancho–, sino lo
¿Qué se ha de hacer es que vuestra merced descubra
la suya y de rostro a los que le miraren,
que, sin más ni más, y sin otra imagen ni escudo,
le llamarán el de la Triste Figura, y créame
que le digo verdad, porque le prometo a vuestra
merced, señor, y esto sea dicho en burlas,
que le hace tan mala cara la hambre y la falta
de las muelas, que, como ya tengo dicho,
se podrá muy bien excusar la triste pintura.
Riose don Quijote del donaire de Sancho;
pero, con todo, propuso de llamarse de aquel
nombre en pudiendo pintar su escudo o rodela,
como había imaginado.
En esto volvió el bachiller, y le dijo a don
Quíjote.
Olvidábaseme de decir que advierta vuestra
merced que queda descomulgado, por haber
puesto las manos violentamente en cosa sagrada.
Jujta ilud, si quis suadente diábolo,
No entiendo ese latín, respondió don
Quíjote. Mas yo sé bien que no puse las
manos, sino este lanzón; cuanto más que yo no
pensé que ofendía a sacerdotes ni a cosas
de la iglesia, a quien respeto y adoro como
católico y fiel cristiano que soy, sino a
fantasmas y a vestiglos del otro mundo; y cuando
eso así fuese, en la memoria tengo lo que le
pasó al Cid Ruy Díaz, cuando quebró la silla
del embajador de aquel rey, delante de su
Santidad del papa, por lo cual lo descomulgó,
y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar
como muy honrado y valiente caballero.
En oyendo esto, el bachiller se fue, como
queda dicho, sin replicarle palabra.
Quisiera don Quijote mirar si el cuerpo que
venía en la litera eran huesos o no; pero no
lo consintió Sancho, diciéndole:
Señor, vuestra merced ha acabado esta
peligrosa aventura lo más a su salvo de todas
las que yo he visto; esta gente, aunque vencida
y desbaratada, podría ser que cayese en la
cuenta de que los venció sola una persona, y
corridos y avergonzados desto, volviesen a
rehacerse y a buscarnos, y nos diesen en
qué entender. El jumento está como conviene,
la montaña cerca, la hambre carga, no hay
qué hacer, sino retirarnos con gentil compás,
de pies, y como dicen, váyase el muerto a
la sepultura y el vivo a la hogaza.
Y, antecogiendo su asno, rogo a su señor que
le siguiese, el cual, pareciéndole que Sancho
tenía razón sin volverle a replicar le siguió.
a poco trecho que caminaban por entre dos
montañuelas, se hallaron en un espacioso y
escondido valle, donde se apearon, y Sancho
alivió el jumento, y tendidos sobre la verde
yerba, con la salsa de su hambre, almorzaron,
comieron, merendaron y cenaron a un mesmo
punto, satisfaciendo sus estómagos con más de
una fiambrera que los señores clérigos del
difunto que pocas veces se dejan mal pasar, en
la acémila de su repuesto traían.
Más sucedióles otra desgracia, que Sancho
la tuvo por la peor de todas, y fue que no
tenían vino que beber, ni aun agua que llegar a
la boca; y acosados de la sed, dijo Sancho,
viendo que el prado donde estaban estaba
colmado de verde y menuda hierba, lo que se dirá
en el siguiente capítulo.
No es posible, señor mío, sino que estás
yerbas dan testimonio de que por aquí cerca
debe de estar alguna fuente o arroyo que
estas hierbas humedece; y así será bien que
vamos un poco más adelante; que ya toparemos
donde podamos mitigar esta terrible sed que
nos fatiga, que sin duda causa mayor pena
que la hambre...
Pareciole bien el consejo a don Quijote, y
tomando de la rienda a Rocinante y Sancho
del cabestro a su asno, después de haber puesto
sobre él los relieves que de la cena quedaron,
comenzaron a caminar por el Prado arriba a
tiento, porque la escuridad de la noche no les
dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron
andado docientos pasos, cuando llegó a sus
oídos un grande ruido de agua, como que de
algunos grandes y levantados riscos sé
despeñaba. Alégroles el ruido en gran manera, y
parándose a escuchar hacía qué parte sonaba,
oyeron a deshora otro estruendo que les aguó,
el contento del agua, especialmente a Sancho,
que naturalmente era medroso y de poco
ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes
a compás, con un cierto crujir de hierros y
cadenas que, acompañados del furioso estruendo,
del agua, que pusieran pavor a cualquier
otro corazón que no fuera el de don Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, escura y
ellos acertaron a entrar entre unos árboles
altos, cuyas hojas, movidas del blando viento,
hacían un temeroso y manso ruido, de manera
que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido
del agua con el susurro de las hojas, todo
causaba horror y espanto; y más cuando vieron
que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía,
ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto
el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don
Quíjote, acompañado de su intrépido corazón,
saltó sobre Rocinante, y, embrazando su rodela,
terció su lanzón, y dijo:
Sancho amigo, has de saber que yo nací
por querer del cielo en esta nuestra edad de
yerro, para resucitar en ella la de oro o la
dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel
para quien están guardados los peligros, las
grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy,
digo otra vez quien ha de resucitar los de la
tabla Redonda, los doce de Francia y los Nueve
de la fama y el que ha de poner en olvido
los plátires, los tablantes, olivantes y tirantes,
los Febos y Belianises, con toda la caterva
de los famosos caballeros andantes del pasado
tiempo, haciendo en este en que me hallo
tales grandezas, extrañezas y fechos de armas,
que escurezcan las más claras que ellos ficieron.
Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas
desta noche, su extraño silencio, el sordo
y confuso estruendo destos árboles, el
temeroso ruido de aquella agua en cuya busca
venimos, que parece que se despeña y derrumba
desde los altos montes de la luna, y aquel
incesable golpear que nos hiere y lastima los
oídos, las cuales cosas todas juntas, y cada una
por si son bastantes a infundir miedo, temor
y espanto en el pecho del mesmo Marte,
cuanto más en aquel que no está acostumbrado
a semejantes acontecimientos y aventuras.
Pues todo esto que yo te pinto, son incentivos y
despertadores de mi ánimo, que ya hace que
el corazón me reviente en el pecho, con él
deseo que tiene de acometer esta aventura,
por más dificultosa que se muestra. Así que
aprieta un poco las cinchas a Rocinante, y
Quédate a Dios y espérame aquí hasta tres días
no más, en los cuales si no volviere, puedes
tú volverte a nuestra aldea, y desde allí por
hacerme merced, y buena obra, irás al Toboso,
donde dirás a la incomparable señora mía
Dulcínea que su cautivo caballero murió por
acometer cosas que le hiciesen digno de
poder llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo,
comenzo a llorar con la mayor ternura del rey.
mundo, y a decille:
Señor, yo no sé por qué quiere vuestra
merced acometer esta tan temerosa aventura,
ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien
podemos torcer el camino y desviarnos de él
peligro, aunque no bebamos en tres días, y
pues no hay quien nos vea, menos habrá quien
nos note de cobardes; cuanto más que yo he
oído predicar al cura de nuestro lugar que
vuestra merced bien conoce que quien busca
el peligro, perece en él; así que no es bien
tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho,
donde no se puede escapar sino por milagro,
y basta los que ha hecho el cielo con
vuestra merced en librarle de ser manteado,
como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y
salvo de entre tantos enemigos como
acompañaban al difunto. Y cuando todo esto no
mueva ni ablande ese duro corazón, muévale
el pensar y creer que apenas se habrá vuestra
merced apartado de aquí, cuando yo, de miedo,
de mi anima a quien quisiere llevarla. Yo salí
de mi tierra, y dejé hijos y mujer por venir a
servir a vuestra merced, creyendo valer más
y no menos; pero como la cudicia rompe el
saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas,
pues cuando más vivas las tenía de alcanzar
aquella negra y malhadada insula que tantas
veces vuestra merced me ha prometido, veo
que, en pago y trueco della, me quiere ahora
dejar en un lugar tan apartado del trato
humano. Por un solo Dios, señor mío, que no sé
me faga tal desaguisado! Y ya que del todo no
quiera vuestra merced desistir de acometer
este fecho, dilátelo a lo menos hasta la
mañana que, a lo que a mí me muestra la ciencia,
que aprendí cuando era pastor, no debe de
haber desde aquí al alba tres horas, porque la
boca de la bocina está encima de la cabeza, y
hace la media noche en la línea del brazo
izquierdo...
¿Cómo puedes tú, Sancho, dijo don
Quíjote –ver dónde hace esa línea, ni dónde
está esa boca o ese colodrillo que dices, si
hace la noche tan escura, que no parece en
todo el cielo estrella alguna?
¿Así es? ¿Pero tiene el miedo
muchos ojos, y ve las cosas debajo de tierra,
cuanto más encima en el cielo, puesto que
por buen discurso, bien se puede entender que
¡Hay poco de aquí al día!
¡Falte lo que faltare!, respondió don Quijote,
que no se ha de decir por mí ahora, ni en
ningún tiempo que lágrimas y ruegos me
apartaron de hacer lo que debía a estilo de
caballero; y así, te ruego, Sancho, que calles,
que Dios, que me ha puesto en corazón de
acometer ahora esta tan no vista y tan temerosa
aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud
y de consolar tu tristeza. Lo que has de hacer es
apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarte
aquí, que yo daré la vuelta presto, o vivo o
muerto.”
Viendo, pues, Sancho la última resolución
de su amo, y cuán poco valían con él sus
lágrimas, consejos y ruegos, determinó de
aprovecharse de su industria, y hacerle esperar
hasta el día si pudiese; y así, cuando
apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin
ser sentido, ató con el cabestro de su asno
ambos pies a Rocinante, de manera que, cuando
don Quijote se quiso partir, no pudo, porque
el caballo no se podía mover sino a saltos.
Viendo Sancho Panza el buen suceso de su
embuste, dijo.
Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis
lágrimas y plegarias, ha ordenado que no sé
pueda mover Rocinante, y si vos queréis porfiar
y espolear y dalle será enojar a la fortuna,
y dar coces, como dicen, contra el aguijón.
Desesperábase con esto don Quijote, y por
mas que ponía las piernas al caballo, menos le
podía mover; y sin caer en la cuenta de la
ligadura, tuvo por bien de sosegarse y
esperar, o a que amaneciese o a que Rocinante
se menease, creyendo sin duda que aquello
venía de otra parte que de la industria de
Sancho; y así, le dijo:
Pues así es, Sancho, que Rocinante no
puede moverse, yo soy contento de esperar a
que ría el alba, aunque yo llore lo que ella
tardaré en venir.
¿No hay que llorar?, respondió Sancho, que
yo entretendré a vuestra merced contando
cuentos desde aquí al día, si ya no es que sé
quiere apear y echarse a dormir un poco sobre
la verde hierba, a uso de caballeros andantes,
para hallarse más descansado cuando llegue
el día, y punto de acometer esta tan
desemejable aventura que le espera.
¿A qué llamas apear o a qué dormir?
don Quijote.
caballeros que toman reposo en los peligros?
Duerme tú, que naciste para dormir.
Haz lo que quisieres, que yo haré lo que viere
que más viene con mi pretensión.
No se enoje vuestra merced, señor mío,
respondió Sancho, que no lo dije por tanto.
Y, llegándose a él, puso la una mano en él
arzón delantero, y la otra en el otro, de modo
que quedó abrazado con el muslo izquierdo
de su amo, sin osarse apartar dél un dedo. Tal
era el miedo que tenía a los golpes que
todavía alternativamente sonaban.
Díjole don Quijote que contase algún
cuento para entretenerle, como se lo había
prometido, a lo que Sancho dijo que sí hiciera, si
le dejara el temor de lo que oía.
Pero con todo eso, yo me esforzaré a decir
una historia que, si la acierto a contar, y no
me van a la mano, es la mejor de las historias;
y esteme vuestra merced atento, que ya
comienzo. Érase que se era el bien que
viniere para todos sea, y el mal para quien lo
fuere a buscar...
merced, señor mío, que el principio que los
antiguos dieron a sus consejas no fue así como
quiera que fue una sentencia de Catón
zonzorino romano, que dice: «Y el mal para
quien le fuere a buscar, que viene aquí como
anillo al dedo, para que vuestra merced se esté
quedo, y no vaya a buscar el mal a ninguna
parte, sino que nos volvamos por otro camino,
pues nadie nos fuerza a que sigamos este,
donde tantos miedos nos sobresaltan.
¡Sigue tu cuento, Sancho! ¡Dijo don
Quíjote, y del camino que hemos de seguir
Déjame a mí el cuidado.
Digo, pues, prosiguió, Sancho, que en un
lugar de Estremadura había un pastor cabrerizo,
quiero decir que guardaba cabras, el cual pastor
o cabrerizo, como digo, de mi cuento, sé
llamaba Lope Ruiz, y este Lope Ruiz andaba
enamorado de una pastora que se llamaba
Torralba, la cual pastora llamada Torralba era
hija de un ganadero rico, y este ganadero
rico...
Si de esa manera cuentas tu cuento, Sancho,
dijo don Quijote, repitiendo dos veces
lo que vas diciendo, no acabarás en dos días;
dilo seguidamente y cuéntalo como hombre
de entendimiento, y si no, no digas nada.
De la misma manera que yo lo cuento,
respondió Sancho: «Se cuentan en mi tierra
todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra,
ni es bien que vuestra merced me pida que
haga usos nuevos.
Di cómo quisieres, respondió don Quijote.
que pues la suerte quiere que no pueda
dejar de escucharte, prosigue.
Así que, señor mío, de mi anima, prosiguió
Sancho, que, como ya tengo dicho, este
pastor andaba enamorado de Torralva la
pastora, que era una moza rolliza, zahareña y
tiraba algo a hombruna, porque tenía unos
pocos de bigotes, que parece que ahora
la veo.”
¿Luego conocístela tú?
¿No la conocí yo? ¿Pero
quien me conto este cuento me dijo que era
tan cierto y verdadero, que podía bien, cuando
lo contase a otro, afirmar y jurar que lo había
visto todo. Así que, yendo días y viniendo
días el diablo que no duerme, y que todo lo
añasca, hizo de manera que el amor que él
pastor tenía a la pastora se volviese en
omecillo y mala voluntad, y la causa fue, según
malas lenguas, una cierta cantidad de celillos
que ella le dio tales que pasaban de la raya
y llegaban a lo vedado, y fue tanto lo que él
pastor la aborreció de allí adelante, que por
no verla, se quiso ausentar de aquella tierra,
irse donde sus ojos no la viesen jamás.
Torralba, que se vio desdeñada del Lope,
luego le quiso bien, mas que nunca le había
querido...
Esa es natural condición de mujeres.
dijo don Quijote: «Desdeñar a quien las quiere
y amar a quien las aborrece. Pasa adelante,
¡Sancho!
“Sucedió”, dijo Sancho, “que el pastor puso
por obra su determinación, y, antecogiendo sus
cabras, se encaminó por los campos de Estremadura
para pasarse a los reinos de Portugal.
La torralba que lo supo se fue tras él, y
seguíale a pie y descalza desde lejos, con un
bordón en la mano y con unas alforjas al
cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo
de espejo y otro de un peine, y no sé qué
botecillo de mudas para la cara; mas llevase lo
que llevase, que yo no me quiero meter ahora
en averiguallo, solo diré que dicen que él
pastor llegó con su ganado a pasar el río
Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y
casi fuera de madre, y por la parte que llegó
no había barca ni barco, ni quien le pasase a
él ni a su ganado de la otra parte, de lo que sé
congojó mucho, porque veía que la torralba
venía ya muy cerca, y le había de dar mucha
pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; mas
tanto anduvo mirando que vio un pescador
que tenía junto a sí un barco tan pequeño, que
solamente podían caber en él una persona y
una cabra, y con todo esto, le habló y concerto
con el que le pasase a él, y a trescientas cabras
que llevaba. Entró el pescador en el barco y el barco, y
pasó una cabra, volvió y pasó otra; tornó a
volver, y tornó a pasar otra.
merced cuenta en las cabras que el pescador
va pasando, porque si se pierde una de la
memoria, se acabará el cuento y no será
posible contar más palabra de él.
digo que el desembarcadero de la otra parte
estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el
pescador mucho tiempo en ir y volver.
todo esto, volvió por otra cabra y otra, y
otra...
Haz cuenta que las pasó todas, dijo don
Quíjote. No andes yendo y viniendo desa
manera que no acabarás de pasarlas en un
año...
¿Cuántas han pasado hasta ahora?
dijo Sancho.
¿Yo, qué diablos sé?
Quíjote.
¡Ay, lo que yo dije que tuviese buena
cuenta, pues, por Dios, que se ha acabado
el cuento que no hay pasar adelante.
¿Cómo puede ser eso?
¡Quijote!
saber las cabras que han pasado por estenso,
que si se yerra una del número no puedes
seguir adelante con la historia?
No, señor, en ninguna manera, respondió
Sancho, porque así como yo pregunté a vuestra
merced que me dijese cuantas cabras habían
pasado, y me respondió que no sabía, en aquel
mesmo instante se me fue a mí de la
memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que
era de mucha virtud y contento.
¿De modo, dijo don Quijote, que ya la
historia es acabada?
¿Tan acabada es como mi madre?, dijo
¡Sancho!
¡Dígote de verdad!, respondió don Quijote,
que tú has contado una de las más nuevas
consejas, cuento o historia, que nadie pudo
pensar en el mundo, y que tal modo de contarla,
ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá
visto en toda la vida, aunque no esperaba yo
otra cosa de tu buen discurso; mas no me
maravillo, pues quizá estos golpes, que no
cesan, te deben de tener turbado el rey.
entendimiento.
“Todo puede ser”, respondió Sancho. “Mas
yo sé que en lo de mi cuento no hay más que
decir que allí se acaba do comienza el yerro
de la cuenta del pasaje de las cabras.
¿Acabe norabuena donde quisiere?, dijo
don Quijote, y veamos si se puede mover
Rocinante.
Tornole a poner las piernas, y el tornó a dar
saltos y a estarse quedo. Tanto estaba de bien
atado.
En esto parece ser, o que el frío de la
mañana que ya venía o que Sancho vuiese
cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese
cosa natural, que es lo que más se debe creer,
a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo
que otro no pudiera hacer por él. Mas era
tanto el miedo que había entrado en su corazón,
que no osaba apartarse un negro de uña de su
amo, pues pensar de no hacer lo que tenía
gana, tampoco era posible, y así, lo que hizo,
por bien de paz fue soltar la mano derecha,
que tenía asida al arzón trasero, con la cual,
bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la
lazada corrediza con que los calzones sé
sostenían, sin ayuda de otra alguna, y en
quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron
como grillos. Tras esto, alzó la camisa lo mejor
que pudo y echó al aire entrambas posaderas,
que no eran muy pequeñas. Hecho esto, que
él pensó que era lo más que tenía que hacer
para salir de aquel terrible aprieto y angustia,
le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció
que no podía mudarse sin hacer estrepito
y ruido y comenzo a apretar los dientes, y a
encoger los hombros, recogiendo en sí él
aliento todo cuanto podía. Pero con todas
estas diligencias, fue tan desdichado, que al
cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido,
bien diferente de aquel que a él le ponía
tanto miedo. Oyolo, don Quijote, y dijo:
¿Qué rumor es ese, Sancho?
No sé, señor, respondió el; «Alguna cosa
nueva debe de ser, que las aventuras y
desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura y sucedióle
tan bien, que sin más ruido ni alboroto que él
pasado, se halló libre de la carga que tanta
pesadumbre le había dado. Mas como don Quijote
tenía el sentido del holfato tan vivo como
el de los oídos, y Sancho estaba tan junto,
cosido con él, que casi por línea recta subían
los vapores hacía arriba, no se pudo excusar de
que algunos no llegasen a sus narices, y
apenas vuieron llegado, cuando él fue al socorro
apretándolas entre los dos dedos, y con tono
algo gangoso, dijo:
Paréceme, Sancho, que tienes mucho
miedo...
Sí tengo. Mas, ¿en qué
lo echa de ver vuestra merced ahora más que
nunca?
¿En qué ahora más que nunca hueles, y no a
ámbar”, respondió don Quijote.
¡Bien podrá ser! ¡Dijo Sancho! ¡Mas yo no
tengo la culpa, sino vuestra merced, que me
trae a deshoras, y por estos no acostumbrados
pasos...
¡Retírate tres o cuatro allá, amigo! ¡Dijo don
Quíjote --todo esto sin quitarse los dedos de
las narices, y desde aquí adelante ten más
cuenta con tu persona y con lo que debes a la
mía, que la mucha conversación que tengo
contigo ha engendrado este menosprecio.
“Apóstaré”, replicó Sancho, –que piensa
vuestra merced, que yo he hecho de mí
persona alguna cosa que no deba.
Peor es meneallo, amigo Sancho,
respondió don Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes
pasaron la noche amo y mozo. Mas viendo Sancho
que a más andar se venía la mañana, con
mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los
calzones. Como rocinante se vio libre, aunque
el de suyo no era nada brioso, parece que sé
resintió y comenzo a dar manotadas, porque
corvetas, con perdón suyo, no las sabia hacer.
Viendo, pues, don Quijote que ya Rocinante
se movía, lo tuvo a buena señal, y creyo que
lo era de que acometiese aquella temerosa
aventura. Acabó en esto de descubrirse el alba
y de parecer distintamente las cosas, y vio don
Quíjote que estaba entre unos árboles altos, que
ellos eran castaños, que hacen la sombra
muy escura; sintió también que el golpear no
cesaba, pero no vio quien lo podía causar.
así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas
a Rocinante, y, tornando a despedirse de Sancho,
le mandó que allí le aguardase tres días
a lo más largo, como ya otra vez se lo había
dicho, y que si al cabo dellos no vuiese vuelto,
tuviese por cierto que Dios había sido servido
de que en aquella peligrosa aventura se le
acabasen sus días. Tornole a referir el recado y
embajada que había de llevar de su parte a su
señora Dulcinea, y que en lo que tocaba a la
paga de sus servicios no tuviese pena, porque
él había dejado hecho su testamento antes que
saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado
de todo lo tocante a su salario, rata por
cantidad del tiempo que vuiese servido; pero
que si Dios le sacaba de aquel peligro sano,
salvo y sin cautela, se podía tener por muy
más que cierta la prometida insula.
De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de
nuevo las lastimeras razones de su buen señor,
y determinó de no dejarle hasta el último
tránsito y fin de aquel negocio.
De estas lágrimas y determinación tan honrada
de Sancho Panza, saca el autor desta historia
que debía de ser bien nacido, y por lo menos,
cristiano viejo, cuyo sentimiento enterneció
algo a su amo, pero no tanto que mostrase
flaqueza alguna; antes, disimulando lo mejor que
pudo, comenzo a caminar hacía la parte por
donde le pareció que el ruido del agua y del
golpear venía. Seguíale Sancho a pie, llevando
como tenía de costumbre, del cabestro a su
jumento, perpetuo compañero de sus prósperas, y
adversas fortunas. Y habiendo andado una buena
pieza por entre aquellos castaños y árboles
sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de
unas altas peñas se hacía, de las cuales sé
precipitaba un grandísimo golpe de agua. Al pie
de las peñas estaban unas casas mal hechas,
que más parecían ruinas de edificios que casas,
de entre las cuales advirtieron que salía el
ruido y estruendo de aquel golpear, que aún no
cesaba.
Alborotose rocinante con el estruendo del
agua y de los golpes, y, sosegándole don
Quíjote, se fue llegando poco a poco a las casas,
encomendándose de todo corazón a su señora,
suplicándole que en aquella temerosa jornada
y empresa le favoreciese, y de camino sé
encomendaba también a Dios que no le olvidase.
No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba
cuanto podía el cuello y la vista por entre
las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo
que tan suspenso y medroso le tenía.
Otros cien pasos serían los que anduvieron,
cuando, al doblar de una punta, pareció
descubierta y patente la misma causa, sin que
pudiese ser otra, de aquel horrisono y para
ellos, espantable ruido, que tan suspensos y
medrosos toda la noche los había tenido.
eran, si no lo has, oh léctor, por pesadumbre
y enojo---seis mazos de batán, que con
sus alternativos golpes aquel estruendo
formaban.
Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció
y pásmose de arriba abajo.
y vio que tenía la cabeza inclinada sobre
el pecho, con muestras de estar corrido.
también don Quijote a Sancho, y viole que tenía
los carrillos hinchados y la boca llena de
risa, con evidentes señales de querer reventar
con ella, y no pudo su melanconía tanto con
el que a la vista de Sancho pudiese dejar de
reírse; y como vio Sancho que su amo había
comenzado, solto la presa, de manera que tuvo
necesidad de apretarse las hijadas con los
puños por no reventar riendo. Cuatro veces
sosego, y otras tantas volvió a su risa con él
mismo ímpetu que primero, de lo cual ya sé
daba al diablo don Quijote, y más cuando le
hoyo decir cómo por modo de fisga. ¿Has de
saber, ¡oh, Sancho amigo!, que yo nací por
querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro
para resucitar en ella la dorada o de oro.
soy aquel para quien están guardados los
peligros, las hazañas grandes, los valerosos
fechos, y por aquí fue repitiendo todas o las
más razones que don Quijote dijo la vez
primera que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía
burla dél, se corrió y enojó en tanta manera,
que alzó el lanzón y le asentó dos palos tales,
que si, como los recibió en las espaldas, los
recibiera en la cabeza, quedará libre de pagarle
el salario, si no fuera a sus herederos, viendo
Sancho, que sacaba tan malas veras de sus
burlas, con temor de que su amo no pasase
adelante en ellas, con mucha umildad le dijo:
Sosiéguese vuestra merced, que por Dios
que me burlo.
Pues porque os burláis, no me burlo yo.
respondió don Quijote.
alegre. ¡Paréceos a vós que si, como estos fueron
mazos de batán fueran otra peligrosa aventura,
no había yo mostrado el ánimo que convenía
para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo
obligado, a dicha, siendo, como soy, caballero,
a conocer y destinguir los sones y saber
¿Cuáles son de batán o no? Y más que podría
ser, como es verdad, que no los he visto en mí
vida como vos los habréis visto, como villano
ruin que sois, criado y nacido entre ellos.
Sí, no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan
en seis jayanes, y echádmelos a las barbas
uno a uno o todos juntos, y cuando yo no
diere con todos patas arriba, haced de mí la
burla que quisiéredes.
¡No haya más, señor mío! Replicó Sancho,
que yo confieso que he andado algo risueño
en demasía. Pero dígame vuestra merced,
ahora que estamos en paz, así Dios le saque
de todas las aventuras que le sucedieren tan
sano y salvo como le ha sacado desta---¿no
ha sido cosa de reír, y lo es de contar.
gran miedo que hemos tenido? ¿A lo menos
el que yo tuve, que de vuestra merced ya yo
sé que no le conoce, ni sabe qué es temor,
espanto.”
¿No niego yo? ¿Respondió don Quijote que
lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de
risa; pero no es digna de contarse, que no son
todas las personas tan discretas que sepan
poner en su punto las cosas.
“A lo menos”, respondió Sancho, “supo
vuestra merced poner en su punto el lanzón,
apuntándome a la cabeza y dándome en las
espaldas, gracias a Dios y a la diligencia que
puse en ladearme... Pero vaya, que todo saldrá
en la colada, que yo he oído decir: «Ese te
quiere bien, que te hace llorar, y más que
suelen los principales señores, tras una mala
palabra que dicen a un criado, darle luego unas
calzas, aunque no sé lo que le suelen dar tras
haberle dado de palos, si ya no es que los
caballeros andantes dan, tras palos, insulas o
reinos en tierra firme.
¿Tal podría correr el dado?, dijo don Quijote,
que todo lo que dices viniese a ser verdad;
y perdona lo pasado, pues eres discreto
y sabes que los primeros movimientos no son
en mano del hombre, y está advertido de aquí
adelante en una cosa para que te abstengas,
reportes en el hablar demasiado conmigo; que
en cuantos libros de caballerías he leído, que
son infinitos, jamás he hallado que ningún
escudero hablase tanto con su señor como tú
con el tuyo. Y en verdad que lo tengo a gran
falta, tuya y mía. ¿Tuya en qué me estimas en
poco, mía, en que no me dejo estimar en más.
Sí, que gandalín, escudero de Amadís de Gaula,
conde fue de la ínsula firme, y se lee del
que siempre hablaba a su señor con la gorra
en la mano, inclinada la cabeza y doblado el
cuerpo, more turquesco. Pues ¿qué diremos
de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue
tan callado, que para declararnos la excelencia
de su maravilloso silencio, sola una vez se
nombra su nombre en toda aquella tan grande
como verdadera historia? De todo lo que he
dicho has de inferir, Sancho, que es menester
hacer diferencia de amo a mozo, de señor a
criado y de caballero a escudero. Así que
desde hoy en adelante nos hemos de tratar con
más respeto, sin darnos cordelejo, porque de
cualquiera manera que yo me enoje con vos,
ha de ser mal para el cantaro. Las mercedes
y beneficios que yo os he prometido llegarán
a su tiempo; y si no llegaren, el salario a lo
menos no se ha de perder, como ya os he
dicho...
¡Está bien cuanto vuestra merced dice!
dijo Sancho... Pero querría yo saber por sí
acaso no llegase el tiempo de las mercedes, y
fuese necesario acudir al de los salarios,
cuanto ganaba un escudero de un caballero
andante en aquellos tiempos, y si se concertaban
por meses o por días, como peones de
albañir.”
¿No creo yo?, respondió don Quijote, que
jamás los tales escuderos estuvieron a salario,
sino a merced. Y si yo ahora te le he señalado
a ti en el testamento cerrado que dejé en mí
casa, fue por lo que podía suceder; que aún no
sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos
nuestros la caballería, y no querría que por
pocas cosas penase mi ánima en el otro
mundo. Porque quiero que sepas, Sancho, que en
él no hay estado más peligroso que el de los
aventureros.”
«Así es verdad», dijo Sancho, “pues solo
el ruido de los mazos de un batán pudo
alborotar y desasosegar el corazón de un tan
valeroso andante aventurero como es vuestra,
merced. Más bien puede estar seguro que, de
aquí adelante, no despliegue mis labios para
hacer donaire de las cosas de vuestra merced,
si no fuere para honrarle como a mi amo,
señor natural...
Desa manera, replicó don Quijote, “vivirás
sobre la haz de la tierra, porque, después
de a los padres, a los amos se ha de respetar
como si lo fuesen.
En esto comenzó a llover un poco, y quisiera
Sancho, que se entrarán en el molino de los
batanes. Mas ¿habíales cobrado tal aborrecimiento
don Quijote, por la pesada burla que en él
ninguna manera quiso entrar dentro; y así,
torciendo el camino a la derecha mano, dieron
en otro como el que habían llevado el día de
antes.
De allí apoco descubrió don Quijote un
hombre a caballo, que traía en la cabeza una
cosa que relumbraba como si fuera de oro, y
aun él apenas le vuo visto, cuando se volvió
a Sancho y le dijo:
Paréceme, Sancho, que no hay refrán que
no sea verdadero, porque todos son sentencias
sacadas de la mesma experiencia, madre de
las ciencias todas, especialmente aquel que
dice: «Donde una puerta se cierra, otra se abre».
Dígolo porque si anoche nos cerró la ventura
la puerta de la que buscábamos, engañándonos
con los batanes, ahora nos abre de par en par
otra para otra mejor y más cierta aventura;
que, si yo no acertare a entrar por ella, mía,
será la culpa, sin que la pueda dar a la poca
noticia de batanes, ni a la escuridad de la
noche. Digo esto porque, si no me engaño, hacía
nosotros viene uno que trae en su cabeza
puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo
hice el juramento que sabes.
Mire vuestra merced bien lo que dice, y
mejor lo que hace”, dijo Sancho. «Que no
querría que fuesen otros batanes que nos
acabasen de abatanar y aporrear el sol.
sentido.”
¡Válate el diablo por hombre! ¡Replicó don
¿Qué va de yelmo a batanes?
“No sé nada”, respondió Sancho.” Mas a fe
que si yo pudiera hablar tanto como solía, que
quizá diera tales razones que vuestra merced
viera que se engañaba en lo que dice.
¿Cómo me puedo engañar en lo que digo?
traidor escrupuloso?” –Dime,
¿No ves aquel caballero que hacía nosotros
viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae
puesto en la cabeza un yelmo de oro?
Lo que yo veo y columbro, respondió
Sancho, no es sino un hombre sobre un asno,
pardo como el mío, que trae sobre la cabeza
una cosa que relumbra.
Pues ése es el yelmo de Mambrino, dijo
don Quijote.
con él a solas; verás cuán sin hablar palabra,
por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura
y queda por mío el yelmo que tanto he
deseado.”
Yo me tengo en cuidado el apartarme.
replicó Sancho... Mas, ¡quiera Dios!, torno a
decir que horegano sea y no batanes.
Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis,
ni por pienso, mas eso de los batanes
dijo don Quijote –que voto–, y no digo más,
que os batanee el alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no
cumpliese el voto que le había echado, redondo
como una bola.
Es, pues, el caso que el yelmo y el caballo
y caballero que don Quijote vehía, era esto.
que en aquel contorno había dos lugares, el uno
tan pequeño que ni tenía bótica ni barbero, y
el otro, que estaba junto a él, sí; y así,
el barbero del mayor servía al menor, en él
cuál tuvo necesidad un enfermo de sangrarse
y otro de hacerse la barba, para lo cual venía
el barbero y traya una bacía de azófar, y quiso
la suerte que, al tiempo que venía, comenzo
a llover, y porque no se le manchase el sombrero,
que debía de ser nuevo, se puso la bacía
sobre la cabeza, y, como estaba limpia, desde
media legua relumbraba. Venía sobre un asno
pardo, como Sancho dijo, y esta fue la
ocasión que a don Quijote le pareció caballo
rucio rodado y caballero y yelmo de oro,
que todas las cosas que veya con mucha facilidad
las acomodaba a sus desvariadas caballerías
y mal andantes pensamientos. Y cuando él
vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin
ponerse con él en razones, a todo correr de
Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando
intención de pasarle de parte a parte; mas
cuando a él llegaba, sin detener la furia de su
carrera, le dijo:
Defiéndete, cautiva criatura, o entriégame
de tu voluntad lo que con tanta razón se me
debe!
El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo,
vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo
otro remedio, para poder guardarse del golpe
de la lanza, si no fue el dejarse caer del asno
abajo, y no vuo tocado al suelo, cuando sé
levantó más ligero que un gamo y comenzo a
correr por aquel llano, que no le alcanzara el
viento. Déjose la bacía en el suelo, con la cual
se contentó don Quijote, y dijo que el pagano
había andado discreto, y que había imitado al
castor, el cual, viéndose acosado de los
cazadores, se taraza y arpa con los dientes
aquello por lo que él, por distinto natural, sabe
que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase
el yelmo, el cual, tomándola en las
manos, dijo.
¡Por Dios, que la bacía es buena, y que vale
un real de a ocho como un maravedí!
Y dándosela a su amo, se la puso luego en
la cabeza, rodeándola a una parte y a otra,
buscándole el encaje, y como no se le
hallaba, dijo.
Sin duda que el pagano, a cuya medida sé
forjó primero esta famosa celada, debía de
tener grandísima cabeza, y lo peor de ello es que
le falta la mitad.
Cuando Sancho oyó llamar a la vacía celada,
no pudo tener la risa; mas vínosele a las
mientes la cólera de su amo, y calló en la
mitad della.
¿De qué te ríes, Sancho? ¿Dijo don
Quíjote.
“Riome”, respondió él, “de considerar la
gran cabeza que tenía el pagano dueño deste
almete, que no semeja sino una bacía de
barbero pintiparada.
¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta
famosa pieza deste encantado yelmo, por algún
extraño acidente debió de venir a manos de
quien no supo conocer ni estimar su valor, y
sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo,
debió de fundir la otra mitad para aprovecharse
del precio y de la otra mitad hizo esta
que parece bacía de barbero, como tú dices;
pero sea lo que fuere, que para mí que la
conozco no hace al caso su trasmutación; que
yo la aderezaré en el primer lugar donde haya
herrero, y de suerte que no le haga ventaja, ni
aún le llegue la que hizo y forjó el dios de las
herrerías para el dios de las batallas, y en
este entre tanto la traeré como pudiere, que más
vale algo que no nada, cuanto más que bien
será bastante para defenderme de alguna
pedrada...
¿Eso será, dijo Sancho, si no se tira con
onda, como se tiraron en la pelea de los
dos ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra
merced las muelas y le rompieron el alcuza
donde venía aquel benditísimo brevaje que
me hizo vomitar las asaduras.
No me da mucha pena el haberle perdido.
que ya sabes tú, Sancho, dijo don Quijote,
que yo tengo la receta en la memoria.
También la tengo yo, respondió Sancho.
Pero si yo le hiciere ni le probare más en mí
vida, aquí sea mi hora; cuanto más que no
pienso ponerme en ocasión de haberle menester,
porque pienso guardarme con todos mis
cinco sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie.
De lo del ser otra vez manteado no digo nada,
que semejantes desgracias mal se pueden
prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra cosa
sino encoger los hombros, detener el aliento,
cerrar los ojos y dejarse ir por donde la
suerte y la manta nos llevaré.
¡Mal cristiano eres, Sancho!, dijo, oyendo
esto, don Quijote, porque nunca olvidas la
injuria que una vez te han hecho, pues sábete
que es de pechos nobles y generosos no hacer
caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué
costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no
se te olvide aquella burla? ¡Qué, bien apurada
la cosa, burla fue y pasatiempo; que a no
entenderlo yo así, ya yo vuiera vuelto
allá y vuiera hecho en tu venganza más daño
que el que hicieron los griegos por la robada
La cual si fuera en este tiempo, o mí
Dulcínea fuera en aquel, pudiera estar segura
que no tuviera tanta fama de hermosa como
tiene...
Y aquí dio un sospiro, y le puso en las
nubes. Y dijo Sancho:
Pase por burlas, pues la venganza no
puede pasar en veras; pero yo sé de qué calidad
fueron las veras y las burlas, y sé también
que no se me caerán de la memoria, como nunca
se quitarán de las espaldas. Pero dejando
esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos
deste caballo rucio rodado, que parece asno
pardo, que dejó aquí desamparado aquel martino
que vuestra merced derribó; que, según el sol,
puso los pies en polvorosa y cogió las de
Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás,
y ¡para mis barbas, si no es bueno el rucio!
¡Nunca yo acostumbro! ¡Dijo don Quijote,
despojar a los que venzo, ni es uso de caballería
quitarles los caballos y dejarlos a pie;
si ya no fuese que el vencedor vuiese perdido
en la pendencia el suyo; que, en tal caso,
lícito es tomar el del vencido, como ganado en
guerra licita. Así, que, Sancho, deja ese caballo,
o asno o lo que tú quisieres que sea, que
como su dueño nos vea alongados de aquí,
volverá por él.
“… dios sabe si quisiera llevarle”, replicó
Sancho, o por lo menos, trocalle con este mío,
que no me parece tan bueno. Verdaderamente
que son estrechas las leyes de caballería, pues
no se extienden a dejar trocar un asno por
otro, y querría saber si podría trocar los
aparejos siquiera.
En eso no estoy muy cierto, respondió
don Quijote; y en caso de duda, hasta estar
mejor informado, digo que los trueques, si es
que tienes de ellos necesidad extrema.
¿Tan extrema es? ¿Qué
si fueran para mí misma persona, no los
vuiera menester más.
Y luego, abilitado con aquella licencia, hizo
mutació caparum, y puso su jumento a las
mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y
quinto.
Hecho esto, almorzaron de las sobras del
real que del acémila despojaron, bebieron del
agua del arroyo de los batanes, sin volver la
cara a mirallos. Tal era el aborrecimiento que
les tenían, por el miedo en que les habían.
puesto. Cortada, pues, la cólera, y aun la
malenconia, subieron a caballo, y sin tomar
determinado camino, por ser muy de caballeros
andantes el no tomar ninguno cierto, se pusieron
a caminar por donde la voluntad de Rocinante
quiso que se llevaba tras sí la de su amo,
y aun la del asno que siempre le seguía por
dondequiera que guiaba, en buen amor y
compañía. Con todo esto, volvieron al camino
real, y siguieron por él a la ventura, sin otro
disignió alguno.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho,
a su amo.
Señor, ¿quiere vuestra merced darme
licencia que departa un poco con él?
después que me puso aquel áspero mandamiento
del silencio se me han podido más de cuatro
cosas en el estómago, y una sola que ahora
tengo en el pico de la lengua no querría que sé
mal lograse.
«Dila», dijo don Quijote, y se breve en
tus razonamientos, que ninguno hay gustoso sí
es largo.
Digo, pues, señor, –que
de algunos días a esta parte he considerado
cuán poco se gana y granjea de andar
buscando estas aventuras que vuestra merced
busca por estos desiertos y encrucijadas de
caminos donde ya que se venzan y acaben las
más peligrosas, no hay quien las vea ni sepa, y
así se han de quedar en perpetuo silencio y
en perjuicio de la intención de vuestra
merced y de lo que ellas merecen. Y así, me
parece que sería mejor, salvo el mejor parecer
de vuestra merced, que nos fuésemos a servir
a algún emperador o a otro príncipe grande,
que tenga alguna guerra en cuyo servicio
vuestra merced muestre el valor de su persona,
sus grandes fuerzas y mayor entendimiento;
que visto esto del señor, a quien sirvieremos
por fuerza nos ha de remunerar a
cada cual según sus méritos, y allí no faltará
quien ponga en escrito las hazañas de vuestra
merced para perpetua memoria. De las mías
no digo nada, pues no han de salir de los límites
escuderiles; aunque sé decir que si se usa en
la caballería escribir hazañas de escuderos,
que no pienso que se han de quedar las mías
entre renglones.
¿No dices mal, Sancho?, respondió don
Quíjote. Mas antes que se llegue a ese término
es menester andar por el mundo, como en
aprobación, buscando las aventuras para que,
acabando algunas, se cobre nombre y fama tal,
que cuando se fuere a la corte de algún gran
monarca, ya sea el caballero conocido por sus
obras, y que apenas le hayan visto entrar los
muchachos por la puerta de la ciudad, cuando
todos le sigan y rodeen, dando voces, diciendo:
¿Este es el caballero del sol, o de la
sierpe o de otra insignia alguna, debajo de
la cual vuiere acabado grandes hazañas.
es, dirán, el que venció en singular batalla al
gigantazo brocabruno de la gran Fuerza; el
que desencantó al gran Mameluco de Persía
del largo encantamento en que había estado
casi novecientos años.
mano, irán pregonando sus hechos, y luego,
al alboroto de los muchachos y de la demás
gente, se parará a las fenestras de su real
palacio el rey de aquel reino; y así, como vea
al caballero, conociéndole por las armas o por
la empresa del escudo, forzosamente ha de
decir: ¡ea, sus! Salgan mis caballeros cuantos
en mi corte están, a recebir a la flor de la
caballería, que allí viene! ¿A cuyo mandamiento
saldrán todos, y él llegará hasta la mitad de
la escalera, y le abrazará estrechísimamente,
y le dará paz, besándole en el rostro, y luego
le llevará por la mano al aposento de la
señora reina, adonde el caballero la hallará
con la infanta, su hija, que ha de ser una de
las más fermosas y acabadas doncellas que
en gran parte de lo descubierto de la tierra,
duras penas se pueda hallar. Sucederá tras
esto, luego en continente, que ella ponga los
ojos en el caballero y él en los della, y cada
uno parezca al otro cosa más divina que
humana, y sin saber cómo ni cómo no, han
de quedar presos y enlazados en la intricable
red amorosa, y con gran cuita en sus corazones,
por no saber cómo se han de fablar para descubrir
sus ansias y sentimientos. Desde allí le
llevarán, sin duda, a algún cuarto del palacio,
ricamente aderezado, donde, habiéndole quitado
las armas, le traerán un rico manto de
escarlata con que se cubra, y, si bien pareció
armado, tan bien y mejor ha de parecer en
farseto.
Venida la noche, cenará con el rey, reina
e infanta, donde nunca quitará los ojos
della, mirándola a furto de los circunstantes, y
ella hará lo mesmo con la mesma sagacidad,
porque, como tengo dicho, es muy discreta
doncella. Levantarse an las tablas y entrará
a deshora por la puerta de la sala un feo, y
pequeño enano con una fermosa dueña, que entre
dos gigantes, detrás del enano viene, con
cierta aventura hecha por un antiquísimo
sabio que el que la acabare será tenido por él
mejor caballero del mundo. Mandará luego
el rey, que todos los que están presentes la
prueben, y ninguno le dará fin y cima sino
el caballero huésped, en mucho pro de su
fama, de lo cual quedará contentísima la
infanta, y se tendrá por contenta y pagada
además por haber puesto y colocado sus
pensamientos en tan alta parte. Y lo bueno es que
este rey o príncipe o lo que es tiene una muy
reñida guerra con otro tan poderoso como él,
y el caballero huésped le pide al cabo de
algunos días que ha estado en su corte,
licencia para ir a servirle en aquella guerra
dicha. Dárasela el rey de muy buen talante, y él
caballero le besará cortésmente las manos por
la merced que le face.
Y aquella noche se despedirá de su señora
la infanta por las rejas de un jardín, que cae en
el aposento donde ella duerme, por las cuales
ya otras muchas veces la había fablado, siendo
medianera y sabidora de todo una doncella
de quien la infanta mucho se fiaba, sospirará
él, desmayárase ella, traerá agua la
doncella, acuitárase mucho porque viene
la mañana y no querría que fuesen descubiertos,
por la honra de su señora. Finalmente,
la infanta volverá en sí, y dará sus blancas
manos por la reja al caballero, el cual se las
besará mil y mil veces y se las bañará en
lágrimas. Quedará concertado entre los dos del
modo que se han de hacer saber sus buenos
¡Oh, malos sucesos! Y rogárale la princesa que
se detenga lo menos que pudiere; prometérselo
ha él con muchos juramentos; tórnale a besar
las manos, y despídese con tanto sentimiento,
que estará a poco por acabar la vida. Vase
desde allí a su aposento, échase sobre su
lecho, no puede dormir del dolor de la partida,
madruga muy de mañana; vase a despedir
del rey y de la reina y de la infanta. Dícenle
habiéndose despedido de los dos, que la
señora infanta, está mal dispuesta, y que no
puede recebir visita. Piensa el caballero que es
de pena de su partida, traspasásele el
corazón, y falta poco de no dar indicio manifiesto
de su pena; está la doncella medianera delante;
halo de notar todo, váselo a decir a su señora,
la cual la recibe con lágrimas, y le dice que
una de las mayores penas que tiene es no saber
quien sea su caballero, y si es de linaje de
reyes o no; asegurala la doncella que no
puede caber tanta cortesía, gentileza y valentía
como la de su caballero, sino en subjeto real y
grave. Consuélase con esto la cuitada. Procura
consolarse, por no dar mal indicio de sí a
sus padres, y a cabo de dos días sale en público.
Ya se es ido el caballero, pelea en la guerra,
vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades,
triunfa de muchas batallas. Vuelve a la
corte, ve a su señora por dónde suele,
conciértase que la pida a su padre por mujer en
pago de sus servicios; no se la quiere dar el
rey, porque no sabe quién es; pero con todo
esto, o robada o de otra cualquier suerte que
sea, la infanta viene a ser su esposa y su padre
lo viene a tener a gran ventura, porque se vino
a averiguar que el tal caballero es hijo de un
valeroso rey de no sé qué reino, porque creo
que no debe de estar en el mapa. Muérese el
padre, hereda la infanta, queda rey el caballero,
en dos palabras. Aquí entra luego el hacer
mercedes a su escudero y a todos aquellos
que le ayudaron a subir a tan alto estado.
Casa a su escudero con una doncella de la
infanta, que será, sin duda, la que fue tercera
en sus amores, que es hija de un duque muy
principal.”
¡Eso pido y barras derechas! ¡Dijo
Sancho, a eso me atengo, porque todo al pie de
la letra ha de suceder por vuestra merced,
llamándose el caballero de la Triste Figura.
¡No lo dudes, Sancho, replicó don Quijote,
porque del mesmo modo y por los
mesmos pasos que esto he contado, suben y
han subido los caballeros andantes a ser reyes
y emperadores. Solo falta ahora mirar qué
rey de los cristianos o de los paganos tenga
guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá
para pensar esto, pues, como te tengo dicho,
primero se ha de cobrar fama por otras partes, que
se acuda a la corte. También me falta otra cosa.
que, puesto caso que se halle rey con guerra,
con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama
increible por todo el universo, no sé yo cómo
se podía hallar que yo sea de linaje de reyes,
por lo menos, primo segundo de emperador;
porque no me querrá el rey dar a su hija por
mujer, si no está primero muy enterado en esto,
aunque más lo merezcan mis famosos hechos.
Así que, por esta falta, temo perder lo que mí
Brazo tiene bien merecido. Bien es verdad que
yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión
y propriedad, y de devengar quinientos
sueldos, y podría ser que el sabio que
escribiese mi historia deslindase de tal manera
mi paréntela y decendencia, que me hallase
quinto o sesto nieto de rey. Porque te hago
saber, Sancho, que hay dos maneras de linajes
en el mundo. Unos que traen y deriban su
decendencia de príncipes y monarcas, a quien
poco a poco el tiempo ha deshecho, y han
acabado en punta, como pirámide puesta al
revés, otros tuvieron principio de gente
baja, y van subiendo de grado en grado hasta
llegar a ser grandes señores. De manera que
está la diferencia en que unos fueron, que ya
no son, y otros son, que ya no fueron, y podría
ser yo destos que, después de averiguado,
vuiese sido mi principio grande y famoso, con
lo cual se debía de contentar el rey mi suegro,
que vuiere de ser; y cuando no, la infanta
me ha de querer de manera que, a pesar de
su padre, aunque claramente sepa que soy
hijo de un azacán, me ha de admitir por señor
y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y
llevalla donde más gusto me diere que el
tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de
sus padres.”
¡Ay, entra bien también! ¡Dijo Sancho,
que algunos desalmados dicen: «No pidas de
grado lo que puedes tomar por fuerza,
aunque mejor cuadra decir: «Más vale salto de
mata, que ruego de hombres buenos.
porque, si el señor rey, suegro de vuestra
merced, no se quisiere domeñar a entregalle a
mi señora la infanta, no hay sino como vuestra
merced dice, roballa y trasponella. Pero está el
daño que, en tanto que se hagan las paces,
y se goce pacíficamente del reino, el pobre
escudero se podrá estar a diente en esto de las
mercedes, si ya no es que la doncella tercera
que ha de ser su mujer, se sale con la infanta,
y él pasa con ella su mala ventura hasta
que el cielo ordene otra cosa, porque bien
podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por
ligítima esposa.
¿Eso no hay quien la quite?, dijo don
Quíjote.
Pues como eso sea, respondió Sancho,
no hay sino encomendarnos a Dios y dejar
correr la suerte por donde mejor lo
encaminare.
¡Ah, lo que hagalo Dios! Respondió don Quijote,
como yo deseo, y tú, Sancho, has menester,
y ruin sea quien por ruin se tiene.
¡Sea para Dios!, dijo Sancho, que yo
cristiano viejo soy, y para ser conde esto me
basta.”
Y aun te sobra, dijo don Quijote. Y cuando
no lo fueras, no hacía nada al caso, porque
siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza,
sin que la comprés ni me sirvas con nada.
Porque en haciéndote conde, cátate ahí
caballero, y digan lo que dijeren, que a buena fe
que te han de llamar, señoría, mal que les pese.
¡Amontas, que no sabría yo autorizar el
litado! ¿Dijo Sancho?
«Dictado has de decir que no litado», dijo
su amo.
Sea así, respondió Sancho Panza.
que le sabría bien acomodar, porque por vida
mía, que un tiempo fui muñidor de una
cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de
muñidor, que decían todos que tenía
presencia para poder ser prioste de la mesma.
cofradía. Pues ¿qué será cuando me ponga un
ropón ducal acuestas, o me vista de oro y de
perlas, a uso de conde extranjero? Para mí
tengo que me han de venir a ver de cien
leguas.”
¡Bien parecerás! ¡Dijo don Quijote! Pero
será menester que te rapes las barbas a menudo;
que, según las tienes de espesas, aborrascadas
y mal puestas, si no te las rapas a
navaja cada dos días, por lo menos, a tiro de
escopeta se echará de ver lo que eres.
¿Qué hay más, dijo Sancho, sino tomar
un barbero y tenelle asalariado en casa.
Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras
mí, como caballerizo de grande.
Pues, ¿cómo sabes tú?, preguntó don Quijote,
que los grandes llevan detrás de sí a
sus caballerizos?
¿Yo se lo diré? ¿Respondió Sancho?
años pasados estuve un mes en la corte, y
allí vi que, paseándose un señor muy pequeño,
que decían que era muy grande, un hombre
le seguía a caballo a todas las vueltas que
daba, que no parecía sino que era su rabo.
Pregunté que como aquel hombre no se juntaba
con el otro, sino que siempre andaba
Respondiéronme que era su caballerizo,
y que era uso de grandes llevar tras sí a los
tales. Desde entonces lo sé tan bien, que
nunca se me ha olvidado.
Digo que tienes razón, dijo don Quijote,
y que así puedes tú llevar a tu barbero, que
los usos no vinieron todos juntos, ni sé
inventaron a una, y puedes ser tú el primero conde
que lleve tras sí su barbero, y aun es de más
confianza el hacer la barba que ensillar un
caballo.”
Quédese eso del barbero a mi cargo.
dijo Sancho, y al de vuestra merced se quede
el procurar venir a ser rey y el hacerme
conde...
¿Así será? ¿Respondió don Quijote?
Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en
el siguiente capítulo.
Cuenta Cide Hamete Benengelí, autor aravigo
y manchego en esta gravísima altisonante,
mínima, dulce e imaginada historia, que
después que entre el famoso don Quijote de la
Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron
aquellas razones, que en el fin del capítulo
veinte y uno quedan referidas, que don Quijote
alzó los ojos, y vio que por el camino que
llevaba venían hasta doce hombres a pie,
ensartados como cuentas en una gran cadena de
hierro por los cuellos, y todos con esposas a
las manos; venían así mismo con ellos dos
hombres de a caballo y dos de a pie, los de a
caballo con escopetas de rueda, y los de a pie
con dardos y espadas, y que así como Sancho
Panza los vido, dijo.
Esta es cadena de galeotes. Gente forzada
del rey, que va a las galeras.
¿Cómo gente forzada?
¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna
gente?
No digo eso, respondió Sancho, sino que
es gente que por sus delitos va condenada a
servir al rey en las galeras de por fuerza.
En resolución, replicó don Quijote, ¿cómo
quiera que ello sea, esta gente, aunque los
llevan, van de por fuerza y no de su voluntad.
¿Así es?
Pues desa manera, dijo su amo, aquí
encaja la ejecución de mi oficio. Desfacer
fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
¡Advierta vuestra merced!, dijo Sancho,
que la justicia, que es el mesmo rey, no hace
fuerza ni agravio a semejante gente, sino que
los castiga en pena de sus delitos.
Llegó en esto la cadena de los galeotes, y
don Quijote, con muy corteses razones, pidió
a los que yuan en su guarda fuesen servidos
de informalle y decille la causa o causas,
porque llevaban aquella gente de aquella
manera.
Una de las guardas de a caballo respondió
que eran galeotes, gente de su majestad, que
iba a galeras, y que no había más que decir, ni
él tenía más que saber.
“Con todo eso”, replicó don Quijote, “querría
saber de cada uno dellos, en particular la
causa de su desgracia.
Añadio, a estas otras tales y tan comedidas
razones para moverlos a que le dijesen lo que
deseaba, que la otra guarda de a caballo le
dijo:
Aunque llevamos aquí el registro y la fe de
las sentencias de cada uno destos malaventurados,
no es tiempo este de detenerles a sacarlas
ni a leellas; vuestra merced llegue y se lo
pregunte a ellos mesmos que ellos lo dirán
si quisieren; que si querrán, porque es gente
que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se tomara
aunque no se la dieran, se llegó a la cadena y
al primero le preguntó que por qué pecados
iba de tan mala guisa; él le respondió que
por enamorado iba de aquella manera.
¿Por eso no más?
Pues si por enamorados echan a galeras, días
¡Ah, qué pudiera yo estar bogando en ellas!
No son los amores como los que vuestra
merced piensa”, dijo el galeote, “que los míos
fueron que quise tanto a una canasta de cólar
atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo
tan fuertemente, que a no quitármela la justicia
por fuerza, aun hasta ahora no la vuiera
dejado de mi voluntad. Fue en fragante, no vuo
lugar de tormento; concluyóse la causa,
acomodáronme las espaldas con ciento, y por
añadidura tres precisos de gurapas, y acabóse
la obra.”
¿Qué son gurapas? ¿Preguntó don Quijote?
¡Gurapas son galeras!, respondió el galeote.
El cuál era un mozo de hasta edad de veinte
y cuatro años, y dijo que era natural de
Piedrahita.
Lo mesmo preguntó don Quijote al segundo,
el cual no respondió palabra, según iba
de triste y malencónico; mas respondió por
él el primero, y dijo:
Este, señor, va por canario, digo por
músico y cantor.
Pues ¿cómo? ”, repitió don Quijote.
músicos y cantores van también a galeras?
Sí, señor, respondió el galeote. ¡Que no hay
peor cosa que cantar en el ansia.
Antes he yo oído decir, dijo don Quijote,
que quien canta sus males espanta.
¡Acá es al revés! ¡Que
quien canta una vez, llora toda la vida.
No lo entiendo, dijo don Quijote.
Mas una de las guardas le dijo:
Señor caballero. Cantar en el ansia se dice,
entre esta gente non santa, confesar en él
tormento. A este pecador le dieron tormento y
confeso su delito, que era ser cuatrero, que
es ser ladrón de bestias, y por haber confesado
le condenaron por seis años a galeras, amén,
de docientos azotes que ya lleva en las
espaldas. Y va siempre pensativo y triste, porque
los demás ladrones que allá quedan, y aquí
van, le maltratan y aniquilan y escarnecen, y
tienen en poco, porque confeso y no tuvo animo
de decir nones, porque dicen ellos que tantas
letras tiene un no como un sí, y que harta
ventura tiene un delincuente que está en su
lengua su vida o su muerte, y no en la de los
testigos y probanzas; y para mí tengo que no
van muy fuera de camino.
Y yo lo entiendo así, respondió don
Quíjote.
El cual, pasando al tercero, preguntó lo
que a los otros; el cual, de presto y con mucho
desenfado, respondió y dijo:
Yo voy por cinco años a las señoras.
gurapas por faltarme diez ducados.
Yo daré veinte de muy buena gana, dijo
don Quijote, por libraros desa pesadumbre.
¿Eso me parece?, respondió el galeote,
como quien tiene dineros en mitad del golfo
y se está muriendo de hambre, sin tener adonde
comprar lo que ha menester. Dígolo porque,
si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados
que vuestra merced ahora me ofrece, vuiera
untado con ellos la péndola del escribano,
avivado el ingenio del procurador, de manera
que hoy me viera en mitad de la plaza de zocodober,
de Toledo, y no en este camino, atraillado
como galgo. Pero Dios es grande. Paciencia,
y basta.”
Pasó don Quijote al cuarto, que era un
hombre de venerable rostro, con una barba
blanca que le pasaba del pecho el cual,
oyéndose preguntar la causa porque allí venía,
comenzo a llorar, y no respondió palabra;
mas el quinto condenado le sirvió de lengua,
y dijo:
Este hombre honrado va por cuatro años a
galeras, habiendo paseado las acostumbradas
vestido en pompa y a caballo.
«Eso es», dijo Sancho Panza, a lo que a
mí me parece haber salido a la vergüenza.
¡Así es! Replicó el galeote. Y la culpa
porque le dieron esta pena es por haber sido
corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo.
efecto, quiero decir que este caballero va por
alcahuete, y por tener así mesmo sus
puntas y collar de hechicero.
A no haberle añadido esas puntas y collar.
dijo don Quijote, “por solamente el alcahuete
limpio no merecía el ir a vogar en las galeras,
sino a mandarlas y a ser general dellas, porque
no es así como quiera el oficio de alcahuete;
que es oficio de discretos y necesarisimo en
la república bien ordenada, y que no le debía
ejercer, sino gente muy bien nacida, y aun había
de haber veedor y examinador de los tales, como
le hay de los demás oficios, con número deputado
y conocido como corredores de lonja, y
desta manera se excusarían muchos males que
se causan por andar este oficio y ejercicio
entre gente idiota y de poco entendimiento, como
son mujercillas de poco más a menos, pajecillos
y truhanes de pocos años y de poca
experiencia que a la más necesaria ocasión, y
cuando es menester dar una traza que importe,
se les hielan las migas entre la boca y la mano,
y no saben cuál es su mano derecha.
pasar adelante y dar las razones porque convenía
hacer elección de los que en la república
habían de tener tan necesario oficio; pero
no es el lugar acomodado para ello. Algún día
lo diré a quien lo pueda proveer y remediar.
Solo digo ahora que la pena que me ha causado
ver estas blancas canas y este rostro venerable
en tanta fatiga por alcahuete, me la ha quitado
el adjunto de ser hechicero; aunque bien sé
que no hay hechizos en el mundo que puedan
mover y forzar la voluntad, como algunos simples
piensan que es libre nuestro albedrío, y no
hay hierba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen
hacer algunas mujercillas simples y algunos
embusteros bellacos, es algunas misturas y
venenos con que vuelven locos a los hombres,
dando a entender que tienen fuerza para hacer
querer bien, siendo, como digo, cosa
imposible forzar la voluntad.
«Así es–, dijo el buen viejo, y en verdad,
señor, que en lo de hechicero que no tuve
culpa; en lo de alcahuete no lo pude negar. Pero
nunca pensé que hacía mal en ello, que toda
mi intención era que todo el mundo se holgase
y viviese en paz y quietud sin pendencias
ni penas; pero no me aprovechó nada este
buen deseo para dejar de ir a donde no
espero volver, según me cargan los años, y un
mal de orina que llevo, que no me deja
reposar un rato.”
Y aquí tornó a su llanto como de primero, y
túvole, Sancho, tanta compasión, que sacó un
real de a cuatro del seno, y se le dio de limosna.
Pasó adelante don Quijote y preguntó a otro
su delito, el cual respondió con no menos, sino
con mucha más gallardía que el pasado.
Yo voy aquí, porque me burlé demasiadamente
con dos primas, hermanas mías, y con
otras dos hermanas que no lo eran mías;
finalmente, tanto me burlé con todas, que resultó
de la burla crecer la paréntela tan intricadamente,
que no hay diablo que la declare.
Provóseme todo, faltó favor, no tuve dineros,
víame a pique de perder los tragaderos;
sentenciáronme a galeras por seis años,
consentí. Castigo es de mi culpa; mozo soy, dure
la vida, que con ella todo se alcanza. Si vuestra
merced, señor caballero, lleva alguna cosa con
que socorrer a estos pobretes, Dios se lo
pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la
tierra, cuidado de rogar a Dios en nuestras
oraciones por la vida y salud de vuestra
merced que sea tan larga y tan buena como su
buena presencia merece.
Este iba en hábito de estudiante, y dijo una
de las guardas, que era muy grande hablador y
muy gentil latino.
Tras todos estos venía un hombre de muy
buen parecer, de edad de treinta años, sino
que al mirar metía el un ojo en el otro un poco.
Venía diferentemente atado que los demás,
porque traya una cadena al pie tan grande, que
se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas
a la garganta, la una en la cadena y la otra
de las que llaman guarda-amigo o pie-de-amigo,
de la cual decendían dos hierros que llegaban
a la cintura, en los cuales se asían dos
esposas, donde llevaba las manos, cerradas con
un grueso candado, de manera que ni con las
manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la
cabeza a llegar a las manos. Preguntó don
Quíjote que como iba aquel hombre con tantas
prisiones más que los otros.
guarda, porque tenía aquel solo más delitos
que todos los otros juntos, y que era tan
atrevido y tan grande bellaco, que aunque le
llevaban de aquella manera, no iban seguros de él,
sino que temían que se les había de huír.
¿Qué delitos puede tener?, dijo don
Quíjote, si no han merecido más pena que
echalle a las galeras?
¡Va por diez años! ¡Replicó la guarda!
es como muerte cebil . No se quiera saber
mas sino que este buen hombre es el famoso
gines de Pasamonte, que por otro nombre
llaman ginesillo de Parapilla.
¡Señor comisario!, dijo entonce el galeote,
Váyase poco a poco, y no andemos ahora a
deslindar nombres y sobrenombres. Ginés me
llamo, y no Ginesillo, y Pasamonte es mí
alcurnia, y no parapilla, como volce dice; y cada
uno sé de una vuelta a la redonda, y no hará
poco...
Hable con menos tono, replicó el comisario,
señor ladrón de más de la marca, si no
quiere que le haga callar, mal que le pese.
Bien parece, ¿qué va
el hombre como Dios es servido; pero algún
día sabrá alguno si me llamo ginesillo de
Parapilla o no.
Pues ¿no te llaman así, embustero?
dijo la guarda.
Si llaman, mas yo haré
que no me lo llamen o me las pelaría donde
yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si
tiene algo que darnos, dénoslo ya y vaya con
Dios que ya enfada con tanto querer saber
vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que
yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está
escrita por estos pulgares.
“Dice verdad”, dijo el comisario, “¿que el
mesmo ha escrito su historia, que no hay más
y deja empeñado el libro en la cárcel en
docientos reales.
Y le pienso quitar, dijo Ginés, si quedara
en docientos ducados.
¿Tan bueno es? ¿Dijo don Quijote?
¿Es tan bueno? ¡Qué mal
año para Lazarillo de Tormes y para todos
cuantos de aquel género se han escrito o
escribieren. Lo que le sé decir a bohece es que trata
verdades, y que son verdades tan lindas y tan
donosas, que no puede haber mentiras que sé
le igualen.
¿Y cómo se intitula el libro? ¿Preguntó don
Quíjote.
La vida de Ginés de Pasamonte,
respondió el mismo.
¿Y está acabado? ¿Preguntó don Quijote?
¿Cómo puede estar acabado?, respondió él,
si aún no está acabada mi vida? Lo que está
escrito es desde mi nacimiento hasta el punto
que esta última vez me han echado en galeras.
Luego, ¿otra vez habéis estado en ellas?
dijo don Quijote.
Para servir a Dios y al rey, otra vez he
estado cuatro años, y ya sé a que sabe el sol.
bizcocho y el corbacho”, respondió Ginés. ¿Y no me
pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré
lugar de acabar mi libro, que me quedan
muchas cosas que decir, y en las galeras de
España hay más sosiego de aquel que sería
menester, aunque no es menester mucho más para
lo que yo tengo de escribir, porque me lo sé
de coro.”
¿Ábil pareces?, dijo don Quijote.
¡Y desdichado! ¿Respondió Ginés, porque
siempre las desdichas persiguen al buen
ingenio.”
¡Persiguen a los bellacos!
Ya le he dicho, señor comisario,
respondió Pasamonte que se vaya poco a poco;
que aquellos señores no le dieron esa vara
para que maltratase a los pobretes que aquí
vamos, sino para que nos guiase y llevase
adonde su majestad manda. Si no, ¡por vida
de... basta! ¿Qué podría ser que saliesen algún
día en la colada las manchas que se hicieron
en la venta, y todo el mundo calle y viva bien,
y hable mejor, y caminemos, que ya es mucho
regodeo este.
Alzó la vara en alto el comisario para dar
a Pasamonte, en respuesta de sus amenazas,
mas don Quijote se puso en medio y le rogo
que no le maltratase, pues no era mucho que
quien llevaba tan atadas las manos tuviese
algún tanto suelta la lengua; y, volviéndose a
todos los de la cadena, dijo:
De todo cuanto me habéis dicho, hermanos,
carísimos, he sacado en limpio, que, aunque os
han castigado por vuestras culpas, las penas
que vais a padecer no os dan mucho gusto, y
que vais a ellas muy de mala gana y muy contra
vuestra voluntad, y que podría ser que él
poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la
falta de dineros de este, el poco favor del otro, y
finalmente el torcido juicio del juez hubiese
sido causa de vuestra perdición, y de no haber
salido con la justicia que de vuestra parte
teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora
en la memoria, de manera que me está diciendo,
persuadiendo y aun forzando que muestre
con vosotros el efecto para que el cielo me arrojó
al mundo, y me hizo profesar en él la orden de
caballería que profeso, y el voto que en ella
hice de favorecer a los menesterosos y opresos
de los mayores. Pero, porque sé que una de
las partes de la prudencia es que lo que sé
puede hacer por bien no se haga por mal, quiero
rogar a estos señores guardianes y comisario
sean servidos de desataros y dejaros ir en paz;
que no faltarán otros que sirvan al rey en
mejores ocasiones, porque me parece duro caso
hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo
libres. Cuanto más, señores, guardas, añadió
don Quijote, que estos pobres no han cometido
nada contra vosotros; allá se lo haya cada
uno con su pecado. Dios hay en el cielo, que no
se descuida de castigar al malo, ni de premiar
al bueno, y no es bien que los hombres
honrados sean verdugos de los otros hombres, no
yéndoles nada en ello. Pido esto con esta
mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo
cumplís algo que agradeceros; y cuando de grado
no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con él
valor de mi brazo, harán que lo hagáis por
fuerza...
¡Donosa majadería!
¡Bueno está el donaire con que ha salido
a cabo de rato! Los forzados del rey quiere que
le dejemos, como si tuviéramos autoridad para
soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo.
Váyase vuestra merced, señor, norabuena su
camino adelante, y enderécese ese bacín que
trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies
al gato!
¡Vos sois el gato y el rato y el bellaco!
respondió don Quijote. Y, diciendo y haciendo,
arremetió con él tan presto, que sin que tuviese
lugar de ponerse en defensa, dio con él en
el suelo, mal herido de una lanzada, y avínole
bien que este era el de la escopeta. Las demás
guardas quedaron atonitas y suspensas del no
esperado acontecimiento; pero, volviendo sobre
sí, pusieron mano a sus espadas los de a caballo,
y los de a pie a sus dardos, y arremetieron
a don Quijote, que con mucho sosiego los
aguardaba; y sin duda lo pasara mal si los
galeotes, viendo la ocasión que se les ofrecía de
alcanzar libertad, no la procuraran,
procurando romper la cadena donde venían
ensartados. Fue la revuelta de manera que las
guardas, ya por acudir a los galeotes que sé
desataban, ya por acometer a don Quijote que
los acometía, no hicieron cosa que fuese de
provecho. Ayudó Sancho, por su parte, a la
soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el primero
que saltó en la campaña, libre y desembarazado,
y, arremetiendo al comisario caído,
le quitó la espada y la escopeta, con la cual,
apuntando al uno y señalando al otro, sin
disparalla jamás, no quedó guarda en todo el
campo, porque se fueron huyendo, así de la
escopeta de Pasamonte, como de las muchas
pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban.
Entristeciose mucho, Sancho, deste suceso,
porque se le representó que los que yuan
huyendo habían de dar noticia del caso a la
Santa Hermandad, la cual, a campana herida,
saldría a buscar los delincuentes, y así se lo
dijo a su amo, y le rogo que luego de allí sé
partiesen y se emboscasen en la sierra, que
estaba cerca.
¡Bien está eso! ¡Pero yo
sé lo que ahora conviene que se haga.
Y llamando a todos los galeotes, que
andaban alborotados y habían despojado al
comisario hasta dejarle en cueros, se le pusieron
todos a la redonda, para ver lo que les
mandaba; y así les dijo:
De gente bien nacida es agradecer los
beneficios que reciben, y uno de los pecados que
más a Dios ofende es la ingratitud. Dígolo
porque ya habéis visto, señores, con manifiesta
experiencia el que de mí habéis recebido, en
pago del cualquerría, y es mi voluntad que
cargados de esa cadena que quité de vuestros
cuellos, luego os pongáis en camino y vais a
la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ante
la señora Dulcinea del Toboso, y le digáis que
su caballero el de la Triste Figura, se le envía
a encomendar, y le contéis punto por punto
todos los que ha tenido esta famosa aventura,
hasta poneros en la deseada libertad; y hecho
esto, os podréis ir donde quisiéredes, a la
buena ventura.”
Respondió por todos gines de Pasamonte,
y dijo:
Lo que vuestra merced nos manda, señor,
libertador nuestro, es imposible de toda
imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir
juntos por los caminos, sino solos y divididos,
y cada uno, por su parte, procurando meterse
en las entrañas de la tierra, por no ser hallado
de la Santa Hermandad, que, sin duda, alguna,
ha de salir en nuestra busca. Lo que vuestra
merced puede hacer, y es justo que haga, es
mudar ese servicio y montazgo de la señora
Dulcínea del Toboso, en alguna cantidad de
avemarías y credos, que nosotros diremos por la
intención de vuestra merced, y esta es cosa que
se podrá cumplir de noche y de día, huyendo
o reposando, en paz o en guerra... Pero pensar
que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto,
digo, a tomar nuestra cadena y a ponernos en
camino del Toboso, es pensar que es ahora de
noche, que aún no son las diez del día, y es
pedir a nosotros eso como pedir peras al olmo.
Pues, ¡voto a tal!, dijo don Quijote, ya
puesto en cólera, “don hijo de la puta, don
Ginesillo de Paropillo, o cómo os llamáis, que
habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con
toda la cadena a cuestas!
Pasamonte, que no era nada bien sufrido,
estando ya enterado que don Quijote no era muy
cuerdo, pues tal disparate había acometido.
como el de querer darles libertad, viéndose
tratar de aquella manera, hizo del ojo a los
compañeros, y, apartándose aparte, comenzaron a
llover tantas piedras sobre don Quijote, que
no se daba manos a cubrirse con la rodela, y
el pobre de Rocinante no hacía más caso de la
espuela que si fuera hecho de bronce.
se puso tras su asno, y con él se defendía de la
nube y pedrisco que sobre entrambos llovía.
No se pudo escudar tan bien don Quijote que
no le acertasen, no sé cuantos guijarros en él
cuerpo, con tanta fuerza, que dieron con él en
el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue
sobre él el estudiante, y le quitó la vacía de la
cabeza, y diole con ella tres o cuatro golpes en
las espaldas, y otros tantos en la tierra, con que
la hizo pedazos. Quitáronle una ropilla que
traía sobre las armas y las medias calzas le
querían quitar, si las grevas no lo estorbaran.
A Sancho le quitaron el gabán, y dejándole
en pelota, repartiendo entre sí los demás
despojos de la batalla, se fueron cada uno por
su parte, con más cuidado de escaparse de la
Hermandad, que temían que de cargarse de la
cadena e ir a presentarse ante la señora
Dulcínea del Toboso.
Solos quedaron Jumento y Rocinante, Sancho
y don Quijote. El jumento, cabizbajo y
pensativo, sacudiendo de cuándo en cuándo
las orejas, pensando que aún no había cesado
la borrasca de las piedras que le perseguían
los oídos; Rocinante, tendido junto a su amo,
que también vino al suelo de otra pedrada;
Sancho en pelota y temeroso de la santa
Hermandad, don Quijote, mohínisimo de verse
tan mal parado por los mismos, a quien tanto
bien había hecho.
Viéndose tan mal parado don Quijote, dijo
a su escudero.
Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el
hacer bien a villanos es echar agua en la mar.
Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo
hubiera excusado esta pesadumbre; pero ya
está hecho. Paciencia y escarmentar para desde
aquí adelante.
¿Así escarmentará vuestra merced?, respondió
Sancho, como yo soy turco; pero, pues
dice que si me hubiera creído, se hubiera
excusado este daño, créame ahora y excusará otro
mayor, porque le hago saber que con la santa
Hermandad no hay usar de caballerías; que no
se le da a ella por cuantos caballeros andantes
hay dos maravedís, y sepa que ya me parece
que sus saetas me zumban por los oídos.
¿Naturalmente eres cobarde, Sancho?, dijo
don Quijote... Pero porque no digas que soy
contumaz, y que jamás hago lo que me aconsejas,
por esta vez quiero tomar tu consejo y
apartarme de la furia que tanto temes; mas ha
de ser con una condición, que jamás, en vida
ni en muerte, has de decir a nadie que yo me
retiré y aparté deste peligro de miedo, sino por
complacer a tus ruegos; que si otra cosa dijeres,
mentiras en ello, y desde ahora para entonces,
y desde entonces para ahora, te desmiento,
y digo que mientes y mentiras todas las veces
que lo pensares o lo dijeres. Y no me repliques
más que en solo pensar que me aparto y retiro
de algún peligro, especialmente deste que
parece que lleva algún es, no es, de sombra de
miedo, estoy ya para quedarme y para aguardar
aquí solo, no solamente a la Santa Hermandad
qué dices y temes, sino a los hermanos
de los doce tribus de Israel, y a los siete
Macabeos, y a Castor y a Polux, y aun a
todos los hermanos y hermandades que hay en
el mundo.”
Señor, respondió Sancho que el retirar
no es huír, ni el esperar es cordura, cuando él
peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios
es guardarse hoy para mañana, y no aventurarse
todo en un día. Y sepa que, aunque zafío
y villano, todavía se me alcanza algo desto que
llaman buen gobierno; así que no se arrepienta
de haber tomado mi consejo, si no suba en Rocinante
si puede o si no, yo le ayudaré y sígame,
que el caletre me dice que hemos menester
ahora más los pies que las manos.
Subio don Quijote, sin replicarle más palabra,
y, guiando Sancho sobre su asno, se entraron
por una parte de sierra Morena, que allí
junto estaba, llevando Sancho intención de
atravesarla toda, e ir a salir al viso o a
almódobar del campo y esconderse algunos días
por aquellas asperezas, por no ser hallados sí
la hermandad los buscase. Anímole a esto
haber visto que de la refriega de los galeotes sé
había escapado libre la despensa que sobre su
asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según
fue lo que llevaron y buscaron los galeotes.
Así como don Quijote entró por aquellas
montañas, se le alegró el corazón, pareciéndole
aquellos lugares acomodados para las aventuras
que buscába. Reducíansele a la memoria
los maravillosos acaecimientos que en semejantes
soledades y asperezas habían sucedido a
caballeros andantes. Yua pensando en estas
cosas tan embebecido y trasportado en ellas,
que de ninguna otra se acordaba. Ni Sancho
llevaba otro cuidado, después que le pareció
que caminaba por parte segura, sino de satisfacer
su estómago con los relieves que del despojo
clérical habían quedado, y así iba tras su
amo sentado a la mujeriega sobre su
jumento, sacando de un costal y embaulando
en su panza, y no se le diera por hallar otra
ventura, entre tanto que iba de aquella
manera un ardite.
En esto alzó los ojos y vio que su amo
estaba parado, procurando con la punta del lanzón
alzar no sé qué bulto que estaba caído en él
suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a
ayudarle si fuese menester; y cuando llegó
fue a tiempo que alzaba con la punta de él
lanzón un cojín y una maleta asida a él, medio
podridos o podridos del todo y deshechos; mas
pesaba tanto, que fue necesario que Sancho
se apease a tomarlos, y mándole su amo
que viese lo que en la maleta venía.
Hízolo con mucha presteza, Sancho, y aunque
la maleta venía cerrada con una cadena y su
candado, por lo roto y podrido della vio lo que
en ella había, que eran cuatro camisas de
delgada holanda, y otras cosas de lienzo no menos
curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló
un buen montoncillo de escudos de oro, y así
como los vio dijo:
¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha
deparado una aventura que sea de provecho!
Y, buscando más, halló un librillo de memoria
ricamente guarnecido. Este le pidió don
Quíjote, y mándole que guardase el dinero y lo
tomase para él.
la merced, y desbalijando a la balija de su
lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo
lo cual visto por don Quijote, dijo:
Paréceme, Sancho, y no es posible que sea
otra cosa que algún caminante descaminado
debió de pasar por esta sierra, y salteándole
malandrines, le debieron de matar y le trujeron
a enterrar en esta tan escondida parte.
¿No puede ser eso?, respondió Sancho,
porque si fueran ladrones, no se dejaran aquí
este dinero.
«Verdad dices», dijo don Quijote, «y así, no
adivino ni doy en lo que esto pueda ser; mas
espérate, veremos si en este librillo de memoria
¿Hay alguna cosa escrita por donde podamos
rastrear y venir en conocimiento de lo que
deseamos.”
Abriole, y lo primero que halló en él, escrito
como en borrador, aunque de muy buena letra,
fue un soneto, que, leyéndole alto, porque
Sancho también lo oyese, vio que decía desta
manera.
¡Oh, le falta al amor conocimiento!
o le sobra crueldad, o no es mi pena
igual a la ocasión que me condena
al género más duro de tormento.
Pero si Amor es dios, es argumento
que nada ignora, y es razón muy buena
que un dios no sea crüel, pues ¿quién ordena
el terrible dolor que adoro y siento?
Si digo que sois vos, Fili, no acierto,
que tanto mal en tanto bien no cabe,
ni me viene del cielo esta ruina.
Presto habré de morir, que es lo más cierto.
que al mal de quien la causa no se sabe
milagro es acertar la medicina.
Por esa trova, dijo Sancho, ¿no se puede
saber nada, si ya no es que por ese hilo que
está ahí se saque el ovillo de todo.
¿Qué hilo está aquí? ¿Dijo don Quijote?
Paréceme, dijo Sancho, que vuestra
merced nombró ahí Hilo.
¿No dije sino Fili?, respondió don Quijote,
y este, sin duda, es el nombre de la dama de
quien se queja el autor deste soneto; y a fe
que debe de ser razonable poeta, o yo sé poco
del arte.”
Luego ¿también?, dijo Sancho, ¿se le
entiende a vuestra merced de trovas?
Y más de lo que tú piensas, respondió don
Quíjote, y veraslo cuando lleves una carta,
escrita en verso de arriba abajo, a mi señora
Dulcínea del Toboso, porque quiero que sepas
Sancho, que todos o los más caballeros andantes
de la edad pasada eran grandes trovadores
y grandes músicos; que estas dos abilidades
o gracias, por mejor decir, son anejas a
los enamorados andantes. Verdad es que las
coplas de los pasados caballeros tienen más
de espíritu que de primor.
Lea más vuestra merced, dijo Sancho.
que ya hallará algo que nos satisfaga.
Volvió la hoja don Quijote, y dijo:
Esto es prosa y parece carta.
¿Carta misiva, señor?
En el principio no parece sino de amores,
respondió don Quijote.
Pues lea vuestra merced alto, dijo Sancho,
que gusto mucho destas cosas de amores.
¡Que me place! ¡Dijo don Quijote!
Y leyéndola alto, como Sancho se lo había
rogado, vio que decía desta manera:
Tu falsa promesa y mi cierta desventura
me llevan aparte donde antes volverán a tus
oídos las nuevas de mi muerte, que las razones
de mis quejas. Desechásteme, ¡oh ingrata!,
por quien tiene más, no por quien vale más
que yo... Mas si la virtud fuera riqueza que sé
estimara, no envidiara yo dichas ajenas,
llorara desdichas propias. Lo que levantó tú
hermosura han derribado tus obras. Por ella
entendí que eras ángel, y por ellas conozco que
eres mujer. Quédate en paz, causadora de mí
guerra, y haga el cielo que los engaños de tú
esposo estén siempre encubiertos, porque tú no
quedes arrepentida de lo que heciste, y yo no
tome venganza de lo que no deseo.
Acabando de leer la carta, dijo don
Quíjote.
Menos por esta que por los versos se puede
sacar más de que quien la escribió es algún
desdeñado amante.
Y, hojeando casi todo el librillo, halló otros
versos y cartas, que algunos pudo leer y otros
no; pero lo que todos contenían eran quejas,
lamentos, desconfïanzas, sabores y sinsabores,
favores y desdenes, solenizados los unos y
llorados los otros.
En tanto que don Quijote pasaba el libro,
pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón en
toda ella, ni en el cojín que no buscase,
escudriñase e inquiriese, ni costura que no
deshiciese, ni vedija de lana que no escarmenase,
porque no se quedase nada por diligencia,
mal recado. Tal golosina habían despertado en él
los hallados escudos que pasaban de ciento.
Y aunque no halló más de lo hallado, dio por
bien empleados los vuelos de la manta, el vomitar
del brevaje, las bendiciones de las estacas,
las puñadas del harriero, la falta de las
alforjas, el robo del gabán y toda la hambre,
sed y cansancio que había pasado en servicio
de su buen señor, pareciéndole que estaba
más que revien pagado con la merced
recebida de la entrega del hallazgo.
Con gran deseo quedó el caballero de la
Triste figura de saber quién fuese el dueño
de la maleta, conjeturando por el soneto y
carta, por el dinero en oro y por las tan
buenas camisas, que debía de ser de algún
principal enamorado, a quien desdenes y malos
tratamientos de su dama debían de haber
conducido a algún desesperado término. Pero ¿cómo
por aquel lugar inhabitable y escabroso no
parecía persona alguna de quien poder informarse,
no se curó de más que de pasar adelante,
sin llevar otro camino que aquel que
Rocinante quería, que era por donde él podía
caminar, siempre con imaginación que no podía
faltar por aquellas malezas alguna extraña
aventura.
Yendo, pues, con este pensamiento, vio que
por cima de una montañuela, que delante de
los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre
de risco en risco y de mata en mata con extraña
ligereza. Figúrosele que iba desnudo, la barba
negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados
los pies descalzos y las piernas sin cosa
alguna; los muslos cubrían unos calzones, al
parecer, de terciopelo leonado, mas tan hechos
pedazos que por muchas partes se le descubrían
las carnes. Traía la cabeza descubierta,
y, aunque pasó con la ligereza que se ha dicho,
todas estas menudencias miró y notó el caballero
de la triste figura; y, aunque lo procuró,
no pudo seguille, porque no era dado a la
debilidad de Rocinante andar por aquellas
asperezas, y más siendo el de suyo pisacorto y
flemático. Luego imaginó don Quijote que
aquel era el dueño del cojín y de la maleta,
y propuso en sí de buscalle, aunque supiese
andar un año por aquellas montañas hasta
hallarle; y así, mandó a Sancho que se apease
del asno, y atajase por la una parte de
la montaña, que él iría por la otra, y podría
ser que topasen, con esta diligencia, con aquel
hombre que con tanta priesa se les había
quitado de delante.
¿No podré hacer eso?, respondió Sancho,
porque en apartándome de vuestra merced,
luego es conmigo el miedo que me asalta
con mil géneros de sobresaltos y visiones.
sírvale esto que digo de aviso, para que de
aquí adelante no me aparte un dedo de su
presencia.”
¡Así será!, dijo el de la triste figura, y
yo estoy muy contento de que te quieras valer
de mi ánimo, el cual no te ha de faltar, aunque
te falte el ánima del cuerpo, y vente ahora tras
mi poco a poco, o cómo pudieres, y haz de los
ojos lanternas; rodearemos esta serrezuela,
quizá toparemos con aquel hombre que vimos, él
cuál, sin duda, alguna, no es otro que el dueño
de nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió.
Harto mejor sería no buscalle, porque si
le hallamos, y acaso fuese el dueño del dinero,
claro está que lo tengo de restituir; y así, fuera
mejor, sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo
yo con buena fe, hasta que por otra vía menos
curiosa y diligente pareciera su verdadero
señor, y quizá fuera a tiempo que lo hubiera
gastado, y entonces el rey me hacía franco.
¿Engáñaste en eso, Sancho?, respondió don
Quíjote, que ya que hemos caído, en sospecha
de quien es el dueño, cuasi delante,
estamos obligados a buscarle y volvérselos; y,
cuando no le buscásemos, la vehemente
sospecha que tenemos de que él lo sea nos pone
ya en tanta culpa como si lo fuese. Así que,
Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por
la que a mí se me quitará si le hallo.
Y así, picó a Rocinante, y siguiole Sancho
con su acostumbrado jumento. Y, habiendo
rodeado parte de la montaña, hallaron en
un arroyo caída, muerta y medio comida de
perros y picada de grajos, una mula ensillada
y enfrenada. Todo lo cual confirmó en ellos
mas la sospecha de que aquel que huía era
el dueño de la mula y del cojín. Estándola
mirando, oyeron un silbo como de pastor que
guardaba ganado; y a deshora, a su siniestra
mano, parecieron una buena cantidad de cabras,
y tras ellas, por cima de la montaña, pareció
el cabrero que las guardaba, que era un
hombre anciano. Diole voces don Quijote y
rogole que bajase donde estaban. Él respondió
a gritos que quien les había traído por aquel
lugar, pocas o ningunas veces pisado, sino de
pies de cabras o de lobos y otras fieras, que
por allí andaban.
bajase, que de todo le darían buena cuenta.
Bajó el cabrero, y en llegando adonde don
Quíjote estaba, dijo.
Apostaré que está mirando la mula de alquiler
que está muerta en esa hondonada, pues a
buena fe que ha ya seis meses que está en
ese lugar. Díganme, ¿han topado por ahí a su
dueño?
¿No hemos topado a nadie?, respondió don
Quíjote, sino a un cojín y a una maletilla que
no lejos de este lugar hallamos.
También la hallé yo, respondió el cabrero.
mas nunca la quise alzar ni llegar a ella,
temeroso de algún desmán, y de que no me la
pidiesen por de hurto, que es el diablo sotil,
y debajo de los pies se levanta allombre.
cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni
como no.”
Eso mesmo es lo que yo digo, respondió
Sancho, que también la hallé yo, y no quise
llegar a ella con un tiro de piedra; allí la
dejé, y allí se queda como se estaba, que no
quiero perro con cencerro.
Decidme, buen hombre, dijo don Quijote,
¿Sabéis vos quién sea el dueño destas
prendas?
Lo que sabré yo decir, dijo el cabrero, ¿es
que habrá al pie de seis meses, poco más a
menos que llegó a una majada de pastores,
que estará como tres leguas deste lugar un
mancebo de gentil talle y apostura, caballero
sobre esa mesma mula que ahí está muerta,
y con el mesmo cojín y maleta que decís
que hallastes y no tocastes. Pregúntonos que
cuál parte de esta sierra era la más áspera y
escondida. Dijímosle que era esta donde ahora
estamos, y es así la verdad, porque si entráis
media legua más adentro, quizá no acertaréis
a salir; y estoy maravillado de cómo habéis
podido llegar aquí, porque no hay camino ni
senda que a este lugar encamine.
Digo, pues, que en oyendo nuestra respuesta
el mancebo, volvió las riendas y encaminó
hacía el lugar donde le señalamos, dejándonos
a todos contentos de su buen talle, y
admirados de su demanda y de la priesa con
que le víamos caminar y volverse hacía la sierra;
y desde entonces nunca más le vimos hasta
que desde allí a algunos días salió al camino
a uno de nuestros pastores, y sin decille nada,
se llegó a él y le dio muchas puñadas,
coces, y luego se fue a la borrica del hato y le
quitó cuanto pan y queso en ella traía, y con
extraña ligereza, hecho esto, se volvió a
emboscar en la sierra. ¿Cómo esto supimos
algunos cabreros, le anduvimos a buscar casi
dos días por lo más cerrado de esta sierra, al
cabo de los cuales le hallamos metido en él
hueco de un grueso y valiente alcornoque.
Salió a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto
el vestido y el rostro disfigurado y tostado
del sol, de tal suerte que apenas le conocíamos
sino que los vestidos, aunque rotos, con
la noticia que de ellos teníamos, nos dieron a
entender que era el que buscábamos.
Salúdonos cortésmente, y en pocas y muy
buenas razones nos dijo que no nos maravillásemos
de verle andar de aquella suerte, porque
así le convenía para cumplir cierta penitencia
que por sus muchos pecados le había sido
impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era;
mas nunca lo pudimos acabar con él. Pedímosle
también que cuando hubiese menester el sustento,
sin el cual no podía pasar, nos dijese
donde le halláriamos, porque con mucho amor
y cuidado se lo llevaríamos; y que si esto tampoco
fuese de su gusto, que a lo menos saliese
a pedirlo, y no a quitarlo, a los pastores.
Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón
de los asaltos pasados, y ofreció de pedirlo
de allí adelante, por amor de Dios, sin dar
molestia alguna a nadie. En cuanto lo que
tocaba a la estancia de su habitación, dijo que no
tenía otra que aquella que le ofrecía la
ocasión donde le tomaba la noche y acabó su
plática con un tan tierno llanto, que bien
fuéramos de piedra los que escuchado le habíamos, sí,
en él no le acompañáramos, considerándole
como le habíamos visto la vez primera, y cuál
le veíamos entonces, porque, como tengo dicho,
era un muy gentil y agraciado mancebo, y en
sus corteses y concertadas razones mostraba ser
bien nacido y muy cortesana persona; que
puesto que éramos rústicos los que le
escuchábamos, su gentileza era tanta, que bastaba
a darse a conocer a la mesma rusticidad.
Y estando en lo mejor de su plática, paró y
enmudeciose; clavó los ojos en el suelo por un
buen espacio, en el cual todos estuvimos
quedos y suspensos, esperando en qué había de
parar aquel envelesamiento, con no poca lástima
de verlo, porque por lo que hacía de abrir
los ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover
pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos
apretando los labios y enarcando las cejas,
fácilmente conocimos que algún accidente de locura
le había sobrevenido. Mas él nos dio a entender
presto ser verdad lo que pensábamos, porque
se levantó con gran furia del suelo donde sé
había echado, y arremetió con el primero que
halló junto a sí con tal denuedo y rabia, que
si no se le quitáramos, le matara a puñadas y
a bocados, y todo esto hacía diciendo: ¡Ah!
¡Fementido Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás la
sin razón que me heciste! Estas manos te
sacarán el corazón donde albergan y tienen
manida todas las maldades juntas, principalmente
la fraude y el engaño.
otras razones, que todas se encaminaban a
decir mal de aquel Fernando, y a tacharle de
traidor y fementido.
Quitámosele, pues, con no poca pesadumbre,
y él, sin decir más palabra, se apartó
de nosotros, y se emboscó corriendo por entre
estos jarales y malezas, de modo que nos
imposibilitó el seguille. Por esto conjeturamos
que la locura le venía a tiempos, y que
alguno que se llamaba Fernando le debía
de haber hecho alguna mala obra, tan pesada
cuanto lo mostraba el término a que le había
conducido. Todo lo cual se ha confirmado
después acá con las veces que han sido muchas,
que él ha salido al camino, unas a pedir a los
pastores le den de lo que llevan para comer, y
otras a quitárselo por fuerza, porque cuando
está con el accidente de la locura, aunque los
pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo
admite, sino que lo toma a puñadas; y cuando
está en su seso, lo pide, por amor de Dios,
cortés y comedidamente, y rinde por ello muchas
gracias, y no con falta de lágrimas.
Verdad os digo, señores. Prosiguió el
cabrero, que ayer determinamos yo y cuatro
zagales, los dos criados y los dos amigos míos,
de buscarle hasta tanto que le hallemos, y
después de hallado, ya por fuerza, ya por grado,
le hemos de llevar a la villa de Almodovar,
que está de aquí ocho leguas, y allí le
curaremos, si es que su mal tiene cura, o sabremos
quién es cuando esté en su seso, y si tiene
parientes a quien dar noticia de su desgracia.
Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que
me habéis preguntado, y entended que el dueño
de las prendas que hallastes es el mesmo.
que vistes pasar con tanta ligereza como
desnudez”. -Que ya le había dicho don Quijote
¿cómo había visto pasar aquel hombre saltando
por la sierra.
El cual quedó admirado de lo que al cabrero
había oído, y quedó con más deseo de saber
quién era el desdichado loco y propuso en sí
lo mesmo que ya tenía pensado. De buscalle
por toda la montaña, sin dejar rincón ni cueva
en ella que no mirase hasta hallarle...
hízolo mejor la suerte de lo que él pensaba,
esperaba, porque en aquel mesmo instante
pareció por entre una quebrada de una sierra,
que salía donde ellos estaban, el mancebo que
buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas
que no podían ser entendidas de cerca cuanto
más de lejos. Su traje era cual se ha pintado,
solo que, llegando cerca, vio don Quijote que
un coleto hecho pedazos que sobre sí traía,
era de ámbar, por donde acabó de entender
que persona que tales hábitos traía no debía
de ser de infima calidad.
En llegando el mancebo a ellos, les saludo
con una voz desentonada y bronca, pero
con mucha cortesía. Don Quijote le volvió las
saludes con no menos comedimiento, y apeándose
de Rocinante, con gentil continente y donaire
le fue a abrazar y le tuvo un buen espacio
estrechamente entre sus brazos, como si de
luengos tiempos le hubiera conocido. El otro, a
¿Quién podemos llamar el roto de la mala
figura, como a don Quijote el de la Triste,
después de haberse dejado abrazar, le apartó un
poco de sí, y, puestas sus manos en los hombros,
de don Quijote, le estuvo mirando como que
quería ver si le conocía; no menos admirado
quizá de ver la figura, talle y armas de don
Quíjote, que don Quijote lo estaba de verle a
En resolución, el primero que habló después
del abrazamiento fue el Roto, y dijo lo que sé
dirá adelante.
Dice la historia que era grandísima la
atención con que don Quijote escuchaba al astroso
caballero de la sierra, el cual, prosiguiendo su
plática, dijo.
Por cierto, señor, quien quiera que seáis,
que yo no os conozco, yo os agradezco las
muestras y la cortesía que conmigo habéis usado,
y quisiera yo hallarme en términos que, con
más que la voluntad, pudiera servir la que
habéis mostrado tenerme en el buen acogimiento
que me habéis hecho; mas no quiere mi suerte
darme otra cosa con que corresponda a las
buenas obras que me hacen, que buenos
deseos de satisfacerlas.
Los que yo tengo, respondió don Quijote,
son de serviros; tanto que tenía determinado
de no salir destas sierras hasta hallaros y saber
de vos si el dolor que en la extrañeza de
vuestra vida mostráis tener, se podía hallar
algún género de remedio, y si fuera menester
buscarle, buscarle con la diligencia posible.
Y cuando vuestra desventura fuera de aquellas
que tienen cerradas las puertas a todo género
de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla, y
plañirla como mejor pudiera, que todavía es
consuelo en las desgracias hallar quien sé
duela dellas. Y si es que mi buen intento merece
ser agradecido con algún género de cortesía,
yo os suplico, señor, por la mucha que veo que
en vos se encierra, y juntamente os conjuro
por la cosa que en esta vida más habéis amado
o amáis, que me digáis quién sois y la causa
que os ha traído a vivir y a morir entre estas
soledades como bruto animal, pues moráis
entre ellos tan ajeno de vos mismo, cual lo
muestra vuestro traje y persona. Y juro -añadio
don Quijote, por la orden de caballería
que recebí, aunque indigno y pecador, y por la
profesión de caballero andante, que si en
esto, señor, me complacéis de serviros con las
verás a qué me obliga el ser quien soy, ora
remediando vuestra desgracia, si tiene remedio,
ora ayudándoos a llorarla, ¿cómo os lo he
prometido.”
El caballero del Bosque, que de tal manera
hoyo hablar al de la triste figura, no hacía sino
mirarle y remirarle y tornarle a mirar de arriba
a bajo, y después que le hubo bien mirado,
le dijo:
Si tienen algo que darme a comer, por amor
de Dios que me lo den; que después de haber
comido, yo haré todo lo que se me manda, en
agradecimiento de tan buenos deseos como
aquí se me han mostrado.
Luego sacaron, Sancho de su costal y el cabrero
de su zurrón, con que satisfizo el Roto su
hambre, comiendo lo que le dieron como persona
atontada, tan apriesa, que no daba espacio
de un bocado al otro, pues antes los engullía
que tragaba; y en tanto que comía, ni él ni
los que le miraban hablaban palabra. ¿Cómo
acabó de comer, les hizo de señas que le
siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó a un
verde pradecillo que a la vuelta de una peña
poco desviada de allí estaba. En llegando a él,
se tendió en el suelo encima de la hierba, y los
demás hicieron lo mismo; y todo esto sin que
ninguno hablase hasta que el Roto, después
de haberse acomodado en su asiento, dijo:
Si gustáis, señores, que os diga en breves
razones la inmensidad de mis desventuras,
habéisme de prometer de que con ninguna pregunta
ni otra cosa no interromperéis el hilo de
mi triste historia, porque en el punto que lo
hagáis, en ése se quedará lo que fuere
contando...
Estas razones del roto trujeron a la memoria
a don Quijote el cuento que le había contado
su escudero, cuando no acerto el número
de las cabras que habían pasado el río, y sé
quedó la historia pendiente. Pero volviendo al
Roto, prosiguió diciendo:
Esta prevención que hago es porque querría
pasar brevemente por el cuento de mis
desgracias; que el traerlas a la memoria no me
sirve de otra cosa que añadir otras de nuevo,
y mientras menos me preguntaredes, más presto
acabaré yo de decillas, puesto que no dejaré
por contar cosa alguna que sea de importancia
para no satisfacer del todo a vuestro
deseo.”
don Quijote se lo prometió en nombre de
los demás, y él, con este seguro, comenzo desta
manera.
Mi nombre es Cardenio, mi patria una ciudad
de las mejores de esta Andalucía, mi linaje
noble, mis padres ricos, mi desventura tanta,
que la deben de haber llorado mis padres y sentido
mi linaje, sin poderla aliviar con su riqueza,
que, para remediar desdichas del cielo, poco
suelen valer los bienes de fortuna. Vivía en
esta mesma tierra un cielo, donde puso el
amor toda la gloria que yo acertara a desearme.
Tal es la hermosura de Luscinda, doncella
tan noble y tan rica como yo, pero de más
ventura, y de menos firmeza de la que a mis
honrados pensamientos se debía. A esta Luscinda
amé, quise y adoré desde mis tiernos y primeros
años, y ella me quiso a mí con aquella sencillez
y buen ánimo que su poca edad permitía.
Sabían nuestros padres nuestros intentos, y
no les pesaba dello, porque bien vehían que
cuando pasaran adelante, no podían tener
otro fin que el de casarnos, cosa que casi la
concertaba la igualdad de nuestro linaje, y
riquezas. Creció la edad, y con ella el amor de
entrambos, que al padre de Luscinda le
pareció que por buenos respetos estaba obligado
a negarme la entrada de su casa, casi imitando
en esto a los padres de aquella Tisbe tan
decantada de los poetas. Y fue esta negación
añadir llama a llama y deseo a deseo, porque
aunque pusieron silencio a las lenguas, no
le pudieron poner a las plumas, las cuales, con
más libertad que las lenguas, suelen dar a
entender a quien quieren lo que en el alma está
encerrado. ¡Qué muchas veces la presencia de
la cosa amada turba y enmudece la intención
más determinada y la lengua más atrevida.
¡Cielos! ¡Y cuántos billetes le escribí! ¡Cuán
regaladas y honestas respuestas tuve! ¡Cuántas
canciones compuse, y cuantos enamorados versos,
donde el alma declaraba y trasladaba sus
sentimientos, pintaba sus encendidos deseos,
entretenía sus memorias y recreaba su voluntad!
En efecto, viéndome apurado, y que mi alma
se consumía con el deseo de verla, determiné
poner por obra y acabar en un punto lo que
me pareció que más convenía para salir con
mi deseado y merecido premio, y fue el
pedírsela a su padre por legítima esposa, como lo
hice. A lo que él me respondió que me agradecía
la voluntad que mostraba de honralle.
y de querer honrarme con prendas suyas, pero
que siendo mi padre vivo, a él tocaba de justo
derecho hacer aquella demanda, porque, si no,
fuese con mucha voluntad y gusto suyo, no
era Luscinda mujer para tomarse ni darse
a hurto.
Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome
que llevaba razón en lo que decía, y que
mi padre vendría en ello como yo se lo dijese.
Y con este intento, luego, en aquel mismo
instante, fui a decirle a mi padre lo que
deseaba, y al tiempo que entré en un aposento
donde estaba, le hallé con una carta abierta en
la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra,
me la dio, y me dijo: «Por esa carta verás,
Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo
tiene de hacerte merced.
como ya vosotros, señores, debéis de saber,
es un grande de España que tiene su estado
en lo mejor de esta Andalucía.
la carta, la cual venía tan encarecida, que a mí
mesmo me pareció mal si mi padre dejaba de
cumplir lo que en ella se le pedía, que era que
me envïase luego donde él estaba, que quería
que fuese compañero, no criado, de su hijo
el mayor, y que él tomaba a cargo el ponerme
en estado que correspondiese a la estimación
en que me tenía. Ley la carta y enmudecí
leyéndola, y más cuando ohí que mi padre me
decía: «De aquí a dos días te partirás»,
Cardenio, a hacer la voluntad del duque, y da
Gracias a Dios que te va abriendo camino por
donde alcances lo que yo sé que mereces.
Añadió, a estas otras razones de padre,
consejero.
Llégose el término de mi partida, hablé una
noche a Luscinda, díjele todo lo que pasaba,
y lo mesmo hice a su padre, suplicándole
se entretuviese algunos días y dilatase el
darle estado hasta que yo viese lo que
Ricardo me quería. Él me lo prometió, y ella me
lo confirmó con mil juramentos y mil
desmayos. Vine, en fin, donde el duque Ricardo
estaba, fui dél tan bien recebido y tratado, que
desde luego comenzo la envidia a hacer su
oficio, teniéndomela los criados antiguos,
pareciéndoles que las muestras que el duque daba
de hacerme merced habían de ser en perjuicio
suyo. Pero el que más se holgo con mi ida
fue un hijo segundo del duque, llamado
Fernando, mozo gallardo, gentil hombre, liberal,
y enamorado, el cual en poco tiempo quiso
que fuese tan su amigo, que daba que decir
a todos; y aunque el mayor me quería bien y
me hacía merced, no llegó al extremo con que
don Fernando me quería y trataba.
Es, pues, el caso que, como entre los
amigos, no hay cosa secreta que no se comunique,
y la privanza que yo tenía con don Fernando
dejaba de serlo por ser amistad, todos sus
pensamientos me declaraba, especialmente
uno enamorado que le traía con un poco de
desasosiego. Quería bien a una labradora,
vasalla de su padre, y ella los tenía muy
ricos, y era tan hermosa, recatada, discreta y
honesta, que nadie que la conocía sé
determinaba en cuál destas cosas tuviese más
excelencia, ni más se aventajase. Estas tan
buenas partes de la hermosa labradora redujeron
a tal término los deseos de don Fernando,
que se determinó, para poder alcanzarlo,
conquistar la entereza de la labradora, darle
palabra de ser su esposo, porque de otra
manera era procurar lo imposible. Yo, obligado
de su amistad, con las mejores razones que
supe, y con los más vivos ejemplos que pude,
procuré estorbarle y apartarle de tal propósito.
Pero viendo que no aprovechaba, determiné
de decirle el caso al duque Ricardo, su padre.
Mas don Fernando, como astuto y discreto, sé
receló y temió desto, por parecerle que estaba
yo obligado, en vez de buen criado, a no
tener encubierta cosa que tan en perjuicio de
la honra de mi señor el duque venía; y así, por
divertirme y engañarme, me dijo que no
hallaba otro mejor remedio para poder apartar
de la memoria, la hermosura que tan sujeto le
tenía que el ausentarse por algunos meses, y
que quería que el ausencia fuese que los
dos nos viniésemos en casa de mi padre, con
ocasión que darían al duque que venía a
ver y a feriar unos muy buenos caballos que en
mi ciudad había, que es madre de los mejores
del mundo.
Apenas le oí yo decir esto cuando, movido
de mi afición, aunque su determinación no
fuera tan buena, la aprobara yo por una de las
más acertadas que se podían imaginar, por
ver cuán buena ocasión y coyuntura se me
ofrecía de volver a ver a mi Luscinda.
este pensamiento y deseo aprove su parecer
y esforce su propósito, diciéndole que lo
pusiese por obra con la brevedad posible,
porque, en efecto, la ausencia hacía su oficio a
pesar de los más firmes pensamientos. Ya,
cuando él me vino a decir esto, según después
se supo, había gozado a la labradora, con título
de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse
a su salvo, temeroso de lo que el duque, su
padre, haría cuando supiese su disparate.
Sucedió, pues, que, como el amor en los
mozos por la mayor parte no lo es, sino
apetito, el cual, como tiene por último fin, el
deleite, en llegando a alcanzarle se acaba, y ha
de volver atrás aquello que parecía amor,
porque no puede pasar adelante del término que
le puso naturaleza, el cual término no le puso a
lo que es verdadero amor. Quiero decir que
así como don Fernando gozó a la labradora,
se le aplacaron sus deseos y se resfriaron sus
ahíncos, y si primero fingía quererse ausentar
por remediarlos, ahora de veras procuraba irse
por no ponerlos en ejecución.
licencia, y mándome que le acompañase.
Venimos a mi ciudad, recibiole mi padre cómo
quién era. Vi yo luego a Luscinda, tornaron a
vivir, aunque no habían estado muertos,
amortiguados, mis deseos, de los cuales di
cuenta, por mi mal, a don Fernando, por
parecerme que, en la ley de la mucha amistad que
mostraba, no le debía encubrir nada.
la hermosura, donaire y discreción de Luscinda
de tal manera que mis alabanzas movieron
en él los deseos de querer ver doncella
de tantas buenas partes adornada. Cumplíselos
yo, por mi corta suerte, enseñándosela
una noche, a la luz de una vela, por una ventana
por donde los dos solíamos hablarnos.
en sayo tal, que todas las bellezas hasta
entonces por él vistas las puso en olvido.
Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto; y
finalmente, tan enamorado, cuál lo veréis en él
discurso del cuento de mi desventura. Y para
encenderle más el deseo que a mí me celaba,
y al cielo a solas descubría, quiso la fortuna
que hallase un día un billete suyo pidiéndome
que la pidiese a su padre por esposa, tan
discreto, tan honesto y tan enamorado, que en
leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda sé
encerraban todas las gracias de hermosura y
de entendimiento que en las demás mujeres
del mundo estaban repartidas.
Bien es verdad que quiero confesar ahora
que, puesto que yo veía con cuán justas
causas don Fernando a Luscinda alababa, me
pesaba de oír aquellas alabanzas de su boca,
y comence a temer y a recelarme dél,
porque no se pasaba momento donde no quisiese
que tratásemos de Luscinda, y él movía la
plática, aunque la trujese por los cabellos,
cosa que despertaba en mí un no sé qué dé
celos, no porque yo temiese revés alguno de
la bondad y de la fe de Luscinda, pero con
todo eso, me hacía temer mi suerte lo mesmo
que ella me aseguraba. Procuraba siempre
don Fernando leer los papeles que yo a
Luscinda enviaba, y los que ella me respondía,
a título que de la discreción de los dos gustaba
mucho. Acaeció, pues, que habiéndome pedido
Luscinda un libro de caballerías en que leer,
de quien era ella muy aficionada, que era el
de Amadís de Gaula.
¿No hubo bien oído don Quijote nombrar
libro de caballerías, cuando dijo:
con que me dijera vuestra merced al
principio de su historia, que su merced de la
señora Luscinda era aficionada a libros de
caballerías, no fuera menester otra exajeración
para darme a entender la alteza de su
entendimiento, porque no le tuviera tan bueno como
vos, señor, le habéis pintado, si careciera del
gusto de tan sabrosa leyenda; así que para
conmigo no es menester gastar más palabras
en declararme su hermosura, valor y entendimiento;
que, con solo haber entendido su afición,
la confirmo por la más hermosa y más discreta
mujer del mundo, y quisiera yo, señor, que
vuestra merced le hubiera enviado, junto con
Amadís de Gaula, al bueno de don Rugel de
Grecia, que yo sé que gustara la señora
Luscinda mucho de Daraida y Jeraya, y de
las discreciones del pastor Darinel, y de
aquellos admirables versos de sus bucólicas,
cantadas y representadas por él con todo
donaire, discreción y desenvoltura; pero tiempo
podrá venir en que se enmiende esa falta, y
no dura más en hacerse la enmienda de
cuanto quiera vuestra merced ser servido de
venirse conmigo a mi aldea; que allí le podré
dar más de trescientos libros, que son el regalo
de mi alma y el entretenimiento de mi vida,
aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno,
merced a la malicia de malos y envidiosos
encantadores. Y perdóneme vuestra merced el
haber contravenido a lo que prometimos de no
interromper su plática, pues en oyendo cosas
de caballerías y de caballeros andantes, así es
en mi mano dejar de hablar en ellos, como lo
es en la de los rayos del sol dejar de calentar,
ni humedecer en los de la luna. Así que,
perdón y proseguir, que es lo que ahora hace más
al caso.”
En tanto que don Quijote estaba diciendo lo
que queda dicho, se le había caído a Cardenio
la cabeza sobre el pecho, dando muestras de
estar profundamente pensativo. Y puesto que
dos veces le dijo don Quijote que prosiguiese
su historia, ni alzaba la cabeza, ni respondía
palabra. Pero al cabo de un buen espacio la
levantó, y dijo:
No se me puede quitar del pensamiento, ni
habrá quien me lo quite en el mundo, ni quien
me dé a entender otra cosa, y sería un majadero
el que lo contrario entendiese o creyese,
sino que aquel bellaconazo del maestro
Elisabat estaba amancebado con la reina
Madásima...
Eso no, ¡voto a tal!, respondió con mucha
cólera don Quijote y arrojóle como tenía de
costumbre; y esa es una muy gran malicia,
o bellaquería, por mejor decir. La reina
Madásima fue muy principal señora, y no se ha
de presumir que tan alta princesa se había de
amancebar con un sacapotras; y quien lo
contrario entendiere, miente como muy gran
bellaco. Y yo se lo daré a entender a pie o a
caballo, armado o desarmado, de noche o de día,
o como más gusto le diere.
Estábale mirando Cardenio muy atentamente,
al cual ya había venido el accidente de su
locura, y no estaba para proseguir su historia,
ni tampoco don Quijote se la oyera, según
le había disgustado lo que de Madásima le había
oído. ¡Extraño caso! que así volvió por ella
como si verdaderamente fuera su verdadera,
natural señora. Tal le tenían sus descomulgados
libros. Digo, pues, que como ya Cardenio
estaba loco y se oyó tratar de mentís y de
bellaco, con otros denuestos semejantes, pareciole
mal la burla, y alzó un guijarro que halló
junto a sí, y dio con él en los pechos tal
golpe a don Quijote, que le hizo caer de
espaldas. Sancho Panza, que de tal modo vio
parar a su señor, arremetió al loco con el puño
cerrado, y el Roto le recibió de tal suerte, que
con una puñada dio con él a sus pies, y luego
se subió sobre él y le brumó las costillas muy
a su sabor. El cabrero que le quiso defender,
corrió el mesmo peligro. Y después que los
tuvo a todos rendidos y molidos, los dejó y sé
fue con gentil sosiego a emboscarse en la
montaña.
Levantose Sancho, y con la rabia que tenía
de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió
a tomar la venganza del cabrero, diciéndole
que él tenía la culpa de no haberles avisado
que a aquel hombre le tomaba a tiempos la
locura; que si esto supieran, hubieran estado
sobre aviso para poderse guardar.
el cabrero que ya lo había dicho, y que si él no
lo había oído, que no era suya la culpa.
Sancho Panza, y tornó a replicar el cabrero, y
fue el fin de las réplicas asirse de las barbas,
darse tales puñadas, que si don Quijote no los
pusiera en paz, se hicieran pedazos.
Sancho, asido con el cabrero.
Déjeme vuestra merced, señor caballero,
de la triste figura, que en éste que es villano
como yo, y no está armado caballero, bien
puedo a mi salvo satisfacerme del agravio que
me ha hecho, peleando con el mano a mano,
como hombre honrado.
«Así es”, dijo don Quijote. Pero yo sé
que él no tiene ninguna culpa de lo sucedido.
Con esto los apaciguo y don Quijote volvió
a preguntar al cabrero si sería posible hallar
a Cardenio, porque quedaba con grandísimo
deseo de saber el fin de su historia.
cabrero lo que primero le había dicho, que
era no saber de cierto su manida, pero que si
anduviese mucho por aquellos contornos no
dejaría de hallarle, o cuerdo o loco.
Despidiose del cabrero don Quijote, y
subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a
Sancho que le siguiese, el cual lo hizo con su
jumento de muy mala gana.
poco entrando en lo más áspero de la montaña,
y Sancho iba muerto por razonar con su amo,
y deseaba que él comenzase la plática por
no contravenir a lo que le tenía mandado; mas
no pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo:
Señor don Quijote, vuestra merced me
eche su bendición y me dé licencia, que desde
aquí me quiero volver a mi casa y a mi mujer
y a mis hijos, con los cuales, por lo menos,
hablaré y departiré todo lo que quisiere;
porque querer vuestra merced que vaya con él
por estas soledades de día y de noche, y que
no le hable cuando me diere gusto, es enterrarme
en vida. Si ya quisiera la suerte que los
animales hablaran, como hablaban en tiempo
de Guisopete, fuera menos mal, porque
departiera yo con mi jumento lo que me
viniera en gana, y con esto pasara mi mala
ventura, que es recia cosa y que no se puede
llevar en paciencia, andar buscando aventuras
toda la vida, y no hallar sino coces y
manteamientos, ladrillazos y puñadas, y con todo
esto, nos hemos de coser la boca, sin osar
decir lo que el hombre tiene en su corazón, como
si fuera mudo.”
Ya te entiendo, Sancho, respondió don
Quíjote. ¿Tú mueres porque te alcé el entredicho
que te tengo puesto en la lengua.
por alzado y di lo que quisieres, con condición
que no ha de durar este alzamiento más de
en cuanto anduvieremos por estas sierras.
¡Sea así! ¡Dijo Sancho! ¡Hable yo ahora
que después Dios sabe lo que será, y comenzando
a gozar de ese salvoconduto, digo que
que le iba a vuestra merced en volver tanto
por aquella reina magimasa, o cómo sé
llama? ¡Oh, qué hacía al caso que aquel abad
fuese su amigo o no? Que si vuestra merced
pasara con ello, pues no era su juez, bien
creo yo que el loco pasara adelante con su
historia, y se vuieran ahorrado el golpe del golpe del
guijarro y las coces, y aun más de seis
torniscones.
¿A fe, Sancho?, respondió don Quijote que
si tú supieras como yo lo sé, cuán honrada y
cuán principal señora era la reina Madasima,
yo sé que dijeras que tuve mucha paciencia,
pues no quebre la boca por donde tales
blasfemias salieron, porque es muy gran
blasfemia decir ni pensar que una reina esté
amancebada con un cirujano. La verdad de él
cuento es que aquel maestro Elisabat, que él
loco dijo, fue un hombre muy prudente y de
muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de
médico a la reina. Pero pensar que ella era su
amiga es disparate, digno de muy gran
castigo. Y porque veas que Cardenio no supo lo
que dijo, has de advertir que cuando lo dijo
ya estaba sin juicio.
«Eso digo yo», dijo Sancho. ¿Qué no había
¿para qué hacer cuenta de las palabras de un
loco, porque si la buena suerte no ayudara a
vuestra merced, y encaminara el guijarro a la
cabeza como le encaminó al pecho, buenos
quedáramos por haber vuelto por aquella mí
señora, que Dios cohonda. Pues ¡amontas que
no se librara Cardenio por loco!
“Contra cuerdos y contra locos”, respondió
don Quijote, está obligado cualquier
caballero andante a volver por la honra de las
mujeres cualesquiera que sean, cuanto más por
las reinas de tan alta guisa y pro como fue
la reina Madásima, a quien yo tengo particular
afición por sus buenas partes, porque fuera
de haber sido fermosa, además fue muy prudente
y muy sufrida en sus calamidades, que
las tuvo muchas. Y los consejos y compañía
del maestro Elisabat le fue y le fueron de
mucho provecho y alivio para poder llevar sus
trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí
tomó ocasión el vulgo, ignorante y mal
intencionado de decir y pensar que ella era su
manceba. Y mienten, digo otra vez, y mentiran
otras docientas, todos los que tal pensaren
y dijeren!
Ni yo lo digo ni lo pienso, respondió
Allá se lo hayan, con su pan se lo coman.
Si fueron amancebados o no, a Dios habrán
dado la cuenta. De mis viñas vengo, no sé
nada; no soy amigo de saber vidas ajenas;
que el que compra y miente en su bolsa lo
siente. Cuanto más que desnudo nací, desnudo
me hallo. Ni pierdo ni gano. Mas ¿qué lo
fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos piensan
que hay tocinos y no hay estacas. Mas, ¿quién
puede poner puertas al campo? ¿Cuánto más
que de Dios dijeron...
¡Válame Dios! ¡Y qué de
necedades vas, Sancho, ensartando? ¿Qué va
de lo que tratamos a los refranes que enhilas?
Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí
adelante, entrémetete en espolear a tu asno, y
deja de hacerlo en lo que no te importa.
entiende con todos tus cinco sentidos que todo
cuanto yo he hecho, hago e hiciere, va muy
puesto en razón y muy conforme a las reglas
de caballería, que las sé mejor que cuantos
caballeros las profesaron en el mundo.
Señor, respondió Sancho, ¿y es buena
regla de caballería, que andemos perdidos por
estas montañas, sin senda ni camino, buscando
a un loco, el cual, después de hallado,
quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que
dejó comenzado, no de su cuento, sino de la
cabeza de vuestra merced y de mis costillas,
acabándonoslas de romper de todo punto?
¡Calla, te digo otra vez, Sancho! ¡Dijo don
Quíjote, porque te hago saber que no solo
me trae por estas partes el deseo de hallar al
loco cuanto el que tengo de hacer en ellas
una hazaña con que he de ganar perpetuo
nombre y fama en todo lo descubierto de la
tierra, y será tal que he de echar con ella el
sello a todo aquello que puede hacer perfecto
y famoso a un andante caballero.
¿Y es de muy gran peligro esa hazaña?
preguntó Sancho Panza.
¡No! Respondió el de la Triste Figura,
puesto que de tal manera podía correr el rey
dado que echásemos azar en lugar de
encuentro; pero todo ha de estar en tu
diligencia.”
¿En mi diligencia?
Sí, dijo don Quijote, porque si vuelves
presto de adonde pienso enviarte, presto sé
acabará mi pena, y presto comenzará mí
gloria; y porque no es bien que te tenga más
suspenso esperando en lo que han de parar
mis razones, quiero, Sancho, que sepas que él
famoso Amadís de Gaula fue uno de los más
perfectos caballeros andantes. No he dicho
bien fue uno. Fue el solo, el primero, el único,
el señor de todos cuantos vuo en su tiempo
en el mundo. ¡Mal año y mal mes para don
Belianís, y para todos aquellos que dijeren
que se le igualó en algo, porque se engañan,
juro cierto! Digo, así mismo que cuando
algún pintor quiere salir famoso en su arte,
procura imitar los originales de los más únicos
pintores que sabe. Y esta mesma regla corre
por todos los más oficios o ejercicios de
cuenta que sirven para adorno de las repúblicas.
Y así lo ha de hacer, y hace el que quiere.
alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando
a Ulises, en cuya persona y trabajos nos
pinta Homero un retrato vivo de prudencia y
de sufrimiento; como también nos mostro, Virgilio,
en persona de Eneas, el valor de un hijo
piadoso, y la sagacidad de un valiente y entendido
capitán, no pintándolo ni descubriéndolo
como ellos fueron, sino como habían de
ser, para quedar ejemplo a los venideros
hombres de sus virtudes. De esta mesma suerte,
Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los
valientes y enamorados caballeros, a quien
debemos de imitar todos aquellos que debajo
de la bandera de amor y de la caballería
militamos. Siendo, pues, esto así, como lo es,
hallo yo, Sancho amigo, que el caballero
andante que más le imitare, estará más cerca de
alcanzar la perfección de la caballería. Y una
de las cosas en que más este caballero mostro
su prudencia, valor, valentía, sufrimiento,
firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado
de la señora Oriana, a hacer penitencia
en la peña Pobre, mudado su nombre en
el de Beltenebros, nombre por cierto significativo
y proprio para la vida que el de su
voluntad había escogido. Así, que me es a mí
más fácil imitarle en esto que no en hender
gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos,
desbaratar ejércitos, fracasar armadas y
deshacer encantamentos. Y pues estos lugares
son tan acomodados para semejantes efectos
no hay para qué se deje pasar la ocasión,
que ahora con tanta comodidad me ofrece
sus guedejas.”
En efecto, ¿qué es lo que
vuestra merced quiere hacer en este tan
remoto lugar?
¿Ya no te he dicho? ¿Respondió don Quijote?
que quiero imitar a Amadís haciendo aquí de él
desesperado, del sandio y del furioso, por
imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando
halló en una fuente las señales de que angélica
la Bella había cometido vileza con Medoro
de cuya pesadumbre se volvió loco, y
arrancó los árboles, enturbió las aguas de las
claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados,
abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas,
y hizo otras cien mil insolencias dignas
de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo
no pienso imitar a Roldán o Orlando,
Rotolando, que todos estos tres nombres tenía,
parte por parte en todas las locuras que hizo,
dijo y penso, haré el bosquejo como mejor
pudiere en las que me pareciere ser más
exenciales, y podrá ser que viniese a contentarme
con sola la imitación de Amadís, que sin hacer
locuras de daño, sino de lloros y sentimientos,
alcanzó tanta fama como el que más.
«Paréceme a mí», dijo Sancho, que los
caballeros que lo tal ficieron fueron provocados
y tuvieron causa para hacer esas necedades
y penitencias. Pero vuestra merced, ¿qué
causa tiene para volverse loco, ¿qué dama le ha
desdeñado, o qué señales ha hallado que le
den a entender que la señora Dulcinea del
Toboso ha hecho alguna niñería con moro,
cristiano?
¡Ahí está el punto! ¡Respondió don Quijote!
y ésa es la fineza de mi negocio.
volverse loco un caballero andante con causa, ni
grado ni gracias; el toque está desatinar sin
ocasión y dar a entender a mi dama que si en
seco hago esto. ¿Qué hiciera en mojado? ¿Cuánto
más que harta ocasión tengo en la larga
ausencia que he hecho de la siempre, señora mía,
Dulcínea del Toboso, que, como ya oíste decir,
a aquel pastor de marras, Ambrosio. ¿Quién
está ausente, todos los males tiene y teme.
Así que, Sancho amigo, no gastes tiempo en
aconsejarme que deje tan rara, tan felice y
tan no vista imitación. Loco soy, loco he de
ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta
de una carta que contigo pienso enviar a mí
señora Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe sé
le debe acabarse a mi sandez y mi penitencia;
y si fuere al contrario, seré loco de veras, y
siéndolo, no sentiré nada. Así que, de
cualquiera manera que responda, saldré del conflito
y trabajo en que me dejares, gozando el bien
que me trujeres, por cuerdo o no sintiendo el
mal que me aportares, por loco... Pero dime,
Sancho, ¿traes bien guardado el yelmo de
Mambrino? Que ya vi que le alzaste del suelo
cuando aquel desagradecido le quiso hacer
pedazos; pero no pudo, donde se puede echar de
ver la fineza de su temple.
A lo cual respondió Sancho.
¡Vive Dios, señor caballero de la Triste
figura que no puedo sufrir ni llevar en paciencia
algunas cosas que vuestra merced dice! Y
que por ellas vengo a imaginar que todo cuanto
me dice de caballerías y de alcanzar reinos
e imperios, de dar ínsulas y de hacer otras
mercedes y grandezas, como es uso de caballeros
andantes, que todo debe de ser cosa de
viento y mentira, y todo pastraña o patraña,
como lo llamaremos, porque quien oyere decir
a vuestra merced, que una bacía de barbero es
el yelmo de Mambrino, y que no salga de este
error en más de cuatro días, ¿qué ha de pensar
sino que quien tal dice y afirma debe de tener
guero el juicio? La bacía yo la llevo en él
costal toda abollada, y llevola para aderezarla en
mi casa y hacerme la barba en ella, si Dios me
diere tanta gracia que algún día me vea con
mi mujer y hijos.
Mira, Sancho, por el mismo que denantes
juraste, te juro, ¿qué tienes
el más corto entendimiento que tiene ni tuvo
escudero en el mundo. ¿Qué es posible que
en cuanto ha que andas conmigo no has echado
de ver que todas las cosas de los caballeros
andantes parecen quimeras, necedades y
desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no
porque sea ello así, sino porque andan entre
nosotros siempre una caterva de encantadores
que todas nuestras cosas mudan y truecan,
y les vuelven según su gusto, y según tienen
la gana de favorecernos o destruirnos; y así,
eso que a ti te parece bacía de barbero me
parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le
parecerá otra cosa. Y fue rara providencia de él
sabio que es de mi parte hacer que parezca
bacía a todos lo que real y verdaderamente es
yelmo de Mambrino, a causa que, siendo el de
tanta estima, todo el mundo me perseguirá.
por quitármele; pero como ven, que no es más
de un bacín de barbero, no se curan de procuralle,
como se mostro bien en el que quiso rompelle
y le dejó en el suelo sin llevarle; que a fe
que si le conociera, que nunca él le dejara.
Guárdale, amigo, que por ahora no le he
menester; que antes me tengo de quitar todas
estas armas, y quedar desnudo como cuando
nací, si es que me da en voluntad de seguir en
mi penitencia más a Roldán que a Amadís.
Llegaron en estas pláticas al pie de una alta
montaña, que casi como peñón tajado estaba
sola entre otras muchas que la rodeaban.
por su falda un manso arroyuelo, y hacíase
por toda su redondez un prado tan verde y
vicioso, que daba contento a los ojos que le
miraban. Había por allí muchos árboles
silvestres, y algunas plantas y flores que hacían
el lugar apacible. Este sitio escogió el caballero
de la triste figura para hacer su penitencia, y
así, en viéndole, comenzo a decir en voz alta,
como si estuviera sin juicio.
¡Este es el lugar, ¡oh, cielos!, que diputo y
escojo para llorar la desventura en que vosotros
mesmos me habéis puesto. Este es el sitio
donde el humor de mis ojos acrecentará las
aguas de este pequeño arroyo, y mis continos.
y profundos sospiros moverán a la contina.
las hojas destos montaraces árboles, en
testimonio y señal de la pena que mi asendereado
¡Oh, vosotros, quien quiera que
seáis, rústicos dioses, que en este inhabitable
lugar tenéis vuestra morada. Oíd las quejas
deste desdichado amante, a quien una luenga
ausencia, y unos imaginados celos han traído
a lamentarse entre estas hasperezas y a quejarse
de la dura condición de aquella ingrata,
bella, término y fin de toda humana hermosura!
¡Oh, vosotras, nápeas y driadas, que tenéis
por costumbre de habitar en las espesuras de
los montes, así los ligeros y lascivos satiros,
de quien sois, aunque en vano amadas, no
perturben jamás vuestro dulce sosiego, que
me ayudéis a lamentar mi desventura, o a lo
menos, ¡no os canséis de oílla! ¡Oh Dulcinea
del Toboso, día de mi noche, gloria de mí
pena, norte de mis caminos, estrella de mí
ventura, así el cielo te la dé buena en cuanto
acertares a pedirle, que consideres el lugar y
el estado a que tu ausencia me ha conducido,
y que con buen término correspondas al que
a mi fe se le debe! ¡Oh, solitarios árboles, que
desde hoy en adelante habéis de hacer compañía
a mi soledad. Dad indicio, con el blando
movimiento de vuestras ramas, que no os
desagrade mi presencia! ¡Oh tú, escudero mío,
agradable compañero en más prósperos, y
adversos sucesos, toma bien en la memoria lo
que aquí me verás hacer, para que lo cuentes
y recites a la causa total de todo ello!
Y diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en
un momento le quitó el freno y la silla, y,
dándole una palmada en las ancas, le dijo:
Libertad te da el que sin ella queda.
caballo tan extremado por tus obras cuán desdichado
por tu suerte! Vete por do quisieres; que
en la frente llevas escrito que no te igualó en
ligereza el hipogrifo de Astolfo, ni él
nombrado Frontino, que tan caro le costó a
¡Bradamante!
Viendo esto, Sancho, dijo:
¡Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo
de desenalbardar al rucio; que a fe que no
faltarán palmádicas que dalle, ni cosas que
decille en su alabanza; pero si él aquí estuviera,
no consintiera yo que nadie le desalbardara,
pues no había para qué, que a él no le
tocaban las generales de enamorado, ni de
desesperado, pues no lo estaba su amo, que
era yo, cuando Dios quería. Y, en verdad, señor,
caballero de la Triste Figura, que si es que
mi partida y su locura de vuestra merced va
de veras que será bien tornar a ensillar a
Rocinante para que supla la falta del rucio,
porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta.
que si la hago a pie, no sé cuándo llegaré, ni
cuando volveré, porque en resolución soy mal
caminante.”
Digo, Sancho, respondió don Quijote,
sea como tú quisieres, que no me parece mal
tu designio; y digo que de aquí a tres días te
partirás, porque quiero que en este tiempo
veas lo que por ella hago y digo, para que sé
lo digas.
Pues, ¿qué más tengo de ver?, dijo
Sancho, ¿qué lo que he visto?
¡Bien estás en el cuento! ¡Respondió don
Quíjote. ¿Ahora me falta rasgar las vestiduras
esparcir las armas y darme de calabazadas
por estas peñas, con otras cosas deste jaez,
que te han de admirar.
¡Por amor de Dios! ¡Dijo Sancho, que
mire vuestra merced cómo se da esas calabazadas.
que a tal peña podrá llegar, y en tal
punto que con la primera se acabase la
máquina desta penitencia; y sería yo de parecer
que, ya que a vuestra merced le parece que
son aquí necesarias calabazadas, y que no sé
puede hacer esta obra sin ellas, se contentase,
pues todo esto es fingido y cosa contrahecha
y de burla, se conténtase, digo, con
dárselas en el agua o en alguna cosa blanda,
como algodón, y déjeme a mí el cargo, que
yo diré a mi señora que vuestra merced se las
daba en una punta de peña más dura que la
de un diamante.
Yo agradezco tu buena intención, amigo.
¡Sancho! ¡Mas quiérote
hacer sabidor de que todas estas cosas que
hago no son de burlas sino muy de veras;
porque de otra manera sería contravenir a las
órdenes de caballería, que nos mandan que
no digamos mentira alguna, pena de relasos,
y el hacer una cosa por otra, lo mesmo
es que mentir. Así que mis calabazadas
han de ser verdaderas, firmes y valederas,
sin que lleven nada del sofístico ni del
fantástico. Y será necesario que me dejes
algunas hilas para curarme, pues que la
ventura quiso que nos faltase el bálsamo que
perdimos.
“Mas fue perder el asno”, respondió Sancho.
pues se perdieron en él las hilas y todo,
y ruégole a vuestra merced que no se acuerde
más de aquel maldito brevaje, que en solo
oírle mentar se me revuelve el alma, no
que el estómago. Y más le ruego que haga
cuenta que son ya pasados los tres días que
me ha dado de término para ver las locuras
que hace, que ya las doy por vistas y por
pasadas, en cosa juzgada, y diré maravillas a mí
señora, y escriba la carta y despácheme
luego, porque tengo gran deseo de volver a
sacar a vuestra merced deste purgatorio donde
le dejo.
¿Purgatorio le llamas, Sancho?
Quíjote. ¿Mejor hicieras de llamarle infierno
y aun peor, si hay otra cosa que lo sea.
¿Quién ha infierno? ¿Respondió Sancho?
“Nula es retencio, según he oído decir”
No entiendo qué quiere decir retencio, dijo
don Quijote.
¿Retencio es? ¿Respondió Sancho, que
quien está en el infierno nunca sale de él, ni
puede. Lo cual será al revés en vuestra merced,
o a mí me andaran mal los pies, si es que
llevo espuelas para avivar a Rocinante; y
póngame yo una por una en el toboso y delante
de mi señora Dulcinea, que yo le diré tales
cosas de las necedades y locuras, que todo es
uno que vuestra merced ha hecho y queda
haciendo que la venga a poner más blanda
que un guante, aunque la halle más dura que
un alcornoque; con cuya respuesta, dulce y
melificada, volveré por los aires como brujo,
y sacaré a vuestra merced deste purgatorio,
que parece infierno, y no lo es, pues hay esperanza
de salir de él, la cual, como tengo dicho,
no la tienen de salir los que están en el infierno,
ni creo que vuestra merced dirá otra cosa.
¡Así es la verdad!, dijo el de la Triste
Figura... Pero ¿qué haremos para escribir la
carta?
y la libranza pollinezca también.
¡Sancho!
¡Todo irá inserto! ¡Dijo don Quijote! ¡Y
sería bueno, ya que no hay papel, que la
escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas
de árboles o en unas tablitas de cera, aunque
tan dificultoso será hallarse eso ahora como él
papel. Mas ya me ha venido a la memoria
donde será bien, y aun más que bien, escribilla,
que es en el librillo de memoria que fue
de Cardenio, y tú tendrás cuidado de hacerla
trasladar en papel, de buena letra, en él
primer lugar que hallares donde haya maestro de
escuela de muchachos, o si no, cualquiera
sacristán te la trasladará, y no se la des a
trasladar a ningún escribano que hacen letra
procesada, que no la entenderá satanas.
Pues, ¿qué se ha de hacer de la firma?
dijo Sancho.
Nunca las cartas de Amadís se firman.
respondió don Quijote.
¡Está bien! ¡Pero la
libranza forzosamente se ha de firmar, y esa sí
se traslada, dirán que la firma es falsa, y
quedareme sin pollinos.
La libranza irá en el mesmo librillo
firmada que en viéndola mi sobrina, no pondrá
dificultad en cumplilla. Y en lo que toca a la
carta de amores, pondrás por firma. Vuestro
hasta la muerte, el caballero de la Triste
¿Y hará poco al caso que vaya de mano
ajena, porque a lo que yo me sé acordar, Dulcinea
no sabe escribir ni leer, y en toda su vida
ha visto letra mía ni carta mía, porque mis
amores y los suyos han sido siempre platónicos,
sin extenderse a más que a un honesto mirar.
Y aun esto tan de cuándo en cuándo, que
osaré jurar con verdad que en doce años que
ha que la quiero más que a la lumbre destos
ojos que han de comer la tierra, no la he visto
cuatro veces, y aun podrá ser que destas cuatro
veces no vuiese ella echado de ver la una
que la miraba. Tal es el recato y encerramiento
con que su padre Lorenzo Corchuelo y su
madre Aldonza Nogales la han criado.
¡Ta, ta! ¡Que la hija de
Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del
Toboso, llamada por otro nombre Aldonza
¿Lorenzo?
Esa es, dijo don Quijote, y es la que
merece ser señora de todo el universo.
¡Bien la conozco! ¡Dijo Sancho, y sé decir
que tira tan bien una barra como el más forzudo
zagal de todo el pueblo. ¡Vive el dador!
que es moza de chapa, hecha y derecha, y
de pelo en pecho, y que puede sacar la barba
del lodo a cualquier caballero andante, o por
andar que la tuviere por señora! ¡Oh, hideputa!
qué rejo que tiene y qué voz! Sé decir que sé
puso un día encima del campanario del aldea
a llamar unos zagales suyos que andaban en
un baruecho de su padre, y aunque estaban
de allí más de media legua, así la oyeron
como si estuvieran al pie de la torre, y lo
mejor que tiene es que no es nada melindrosa,
porque tiene mucho de cortesana. Con todos sé
burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora
digo, señor caballero de la Triste Figura, que
no solamente puede y debe vuestra merced
hacer locuras por ella, sino que con justo título
puede desesperarse y ahorcarse; que nadie
habrá que lo sepa, que no diga que hizo demasiado
de bien, puesto que le lleve el diablo.
Y querría ya verme en camino solo por vella,
que ha muchos días que no la veo, y debe de
estar ya trocada, porque gasta mucho la faz de
las mujeres andar siempre al campo, al sol y
al aire. Y confieso a vuestra merced una
verdad, señor don Quijote, que hasta aquí he
estado en una grande ignorancia, que pensaba
bien y fielmente que la señora Dulcinea debía
de ser alguna princesa de quien vuestra
merced estaba enamorado, o alguna persona tal,
que mereciese los ricos presentes que vuestra
merced le ha enviado, así el del bizcaino
como el de los galeotes, y otros muchos que
deben ser, según deben de ser, muchas las
vitorias que vuestra merced ha ganado y ganó
en el tiempo que yo aún no era su escudero.
Pero bien considerado, ¿qué se le ha de dar a
la señora Aldonza Lorenzo, digo, a la señora
dulcínea del Toboso, de que se le vayan a hincar
de rodillas delante della los vencidos, que
vuestra merced le envía y ha de enviar?
Porque podría ser que al tiempo que ellos
llegasen estuviese ella rastrillando lino,
trillando en las heras, y ellos se corriesen de
verla, y ella se riese y enfadase de él
presente.”
Ya te tengo dicho antes de ahora.
muchas veces, Sancho, –dijo don Quijote– que
eres muy grande hablador, y que, aunque de
ingenio boto, muchas veces despuntas de
agudo; mas para que veas cuán necio eres tú
y cuán discreto soy yo, quiero que me oyas.
un breve cuento. Has de saber que una viuda
hermosa, moza, libre y rica, y sobre todo,
desenfadada, se enamoró de un mozo motilón,
rollizo y de buen tomo; alcanzolo a saber su
mayor, y un día dijo a la buena viuda, por
vía de fraternal reprehensión. ¡Maravillado
estoy, señora, y no sin mucha causa de que una
mujer tan principal, tan hermosa y tan rica
como vuestra merced, se haya enamorado de
un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota
como Fulano, habiendo en esta casa tantos
maestros, tantos presentados y tantos teólogos,
en quien vuestra merced pudiera escoger,
como entre peras, y decir: «Este quiero, aqueste
no quiero... Mas ella le respondió con mucho
donaire y desenvoltura. Vuestra merced,
señor mío, está muy engañado y piensa muy a
lo antiguo, si piensa que yo he escogido mal
en Fulano por idiota que le parece, pues para
lo que yo le quiero, tanta filosofía sabe y más
que Aristóteles, ¿así que, Sancho, por lo
que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto
vale como la más alta princesa de la tierra. Sí,
que no todos los poetas que alaban damas
debajo de un nombre que ellos a su albedrío
les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas
tú, que las Amariles, las Filis, las
Silvias, las Dianas, las Galateas, las Filidas
y otras tales de que los libros, los
romances, las tiendas de los barberos, los
teatros de las comedias, están llenos, fueron
verdaderamente damas de carne y hueso, y de
aquellos que las celebran y celebraron? No, por
cierto, sino que las más se las fingen por dar
subjeto a sus versos, y porque los tengan
por enamorados y por hombres que tienen
valor para serlo. Y así, bástame a mí pensar y
creer que la buena de Aldonza Lorenzo es
hermosa y honesta, y en lo del linaje importa
poco, que no han de ir a hacer la información
dél para darle algún hábito, y yo me hago cuenta
que es la más alta princesa del mundo. Porque
has de saber, Sancho, si no lo sabes, que
dos cosas solas incitan a amar más que otras,
que son la mucha hermosura y la buena fama,
y estas dos cosas se hallan consumadamente
en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna
le iguala, y en la buena fama pocas le llegan.
Y para concluir con todo, yo imagino que
todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte
nada; y pintola en mi imaginación como la
deseo, así en la belleza como en la
principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza
Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de
las edades preteritas, griega, bárbara o latina.
Y diga cada uno lo que quisiere; que si por
esto fuere reprehendido de los ignorantes, no
seré castigado de los rigurosos.
Digo que en todo tiene vuestra merced
razón”, respondió Sancho, y que yo soy un
asno; mas no sé yo para qué nombro asno en
mi boca, pues no se ha de mentar la soga en
casa del ahorcado. Pero venga la carta y a
Dios, que me mudo.
sacó el libro de memoria don Quijote, y
apartándose a una parte, con mucho sosiego
comenzo a escribir la carta, y, en acabándola,
llamó a Sancho y le dijo que se la quería
leer porque la tomase de memoria, si acaso
se le perdiese por el camino, porque de su
desdicha todo se podía temer. A lo cual
respondió Sancho:
Escríbala vuestra merced dos o tres veces
ahí en el libro, y démele, que yo le llevaré
bien guardado, porque pensar que yo la he
de tomar en la memoria es disparate, que la
tengo tan mala, que muchas veces se me olvida
como me llamo. Pero, con todo eso, dígamela
vuestra merced, que me holgaré mucho
de oílla, que debe de ir como de molde.
Escucha, que así dice, dijo don Quijote.
Carta de don Quijote
¡Ah, Dulcinea del Toboso
Soberana y alta señora.
El ferido de punta de ausencia y el llagado
de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea
del Toboso, te envía la salud que él no
tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tú
valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mí
afincamiento maguer que yo sea asaz de sufrido,
mal podré sostenerme en esta cuita, que
además de ser fuerte, es muy duradera.
buen escudero, Sancho, te dará entera relación,
¡Oh, bella ingrata, amada enemiga mía!, del
modo que por tu causa quedo. Si gustares de
acorrerme, tuyo soy, y si no, haz lo que te
viniere en gusto, que con acabar mi vida habré
satisfecho a tu crueldad y a mi deseo.
Tuyo hasta la muerte.
El caballero de la Triste Figura.
¡Por vida de mi padre!, dijo Sancho en
oyendo la carta, que es la más alta cosa que
jamás he oído! ¡Pesia a mí, y cómo que le dice
vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué
bien que encaja en la firma el caballero de la
¡Triste figura! Digo de verdad que es vuestra
merced el mesmo diablo, y que no hay cosa
que no sepa...
Todo es menester, respondió don
Quíjote “para el oficio que trayo”
¡Ea, pues, pues, ponga vuestra
merced en esotra vuelta la cédula de los tres
pollinos, y fírmela con mucha claridad, porque
la conozcan en viéndola.
¡Que me place! ¡Dijo don Quijote!
Y, habiéndola escrito, se la leyo, que decía
así.
Mandará vuestra merced, por esta primera
de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho
Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé
en casa y están a cargo de vuestra merced.
Los cuales tres pollinos se los mando librar
y pagar por otros tantos aquí recebidos de
contado que con esta y con su carta de
pago serán bien dados.
de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto
deste presente año.
¡Buena está! ¡Dijo Sancho! ¡Fírmela
vuestra merced.”
¿No es menester firmarla?, dijo don
Quíjote, sino solamente poner mi rúbrica, que
es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y
aun para trescientos, fuera bastante.
Yo me confío de vuestra merced, respondió
Sancho, “déjeme, iré a ensillar a Rocinante,
y aparéjese vuestra merced a echarme su
bendición que luego pienso partirme, sin ver
las sandeces que vuestra merced ha de hacer,
que yo diré que le vi hacer tantas, que no
quiera más.”
Por lo menos quiero, Sancho, y porque es
menester así, quiero, digo, que me veas
en cueros y hacer una o dos docenas de locuras,
que las haré en menos de media hora, porque
habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas
jurar a tu salvo en las demás que quisieres
añadir; y asegurote que no dirás tú tantas
cuantas yo pienso hacer.
¡Por amor de Dios, señor mío, que no vea
yo en cueros a vuestra merced, que me dará
mucha lástima y no podré dejar de llorar! ¡Y
tengo tal la cabeza del llanto que anoche.
hice por el rucio, que no estoy para meterme
en nuevos lloros; y si es que vuestra merced
gusta de que yo vea algunas locuras, hagalas
vestido, breves y las que le vinieren más a
cuento. Cuanto más que para mí no era
menester nada deso, y, como ya tengo dicho,
fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha
de ser con las nuevas que vuestra merced
desea y merece. Y si no, aparéjese la señora
Dulcínea; que si no responde como es razón,
¡Voto hago, solene, a quien puedo que le tengo
de sacar la buena respuesta del estómago a
coces y a bofetones. Porque, ¿dónde se ha de
sufrir que un caballero andante, tan famoso
como vuestra merced, se vuelva loco, sin qué
ni para qué por una...? No me lo haga decirla
señora, porque ¡por Dios! que despotrique y lo
eche todo a doce, aunque nunca se venda.
¡Bónico soy yo para eso! ¡Mal me conoce, pues
a fe que si me conociese, ¡qué me ayunase!,
¿A fe, Sancho?, dijo don Quijote, “qué,
a lo que parece, que no estás tú más cuerdo
que yo…
¿No estoy tan loco? ¿Respondió Sancho?
estoy más colérico. Pero dejando esto aparte,
¿Qué es lo que ha de comer vuestra merced en
tanto que yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino,
como Cardenio, a quitárselo a los pastores?
¿No te dé pena ese cuidado?, respondió
don Quijote, porque, aunque tuviera, no
comiera otra cosa que las hierbas y frutos que
este prado y estos árboles me dieren; que la
fineza de mi negocio está en no comer, y en
hacer otras asperezas equivalentes.
Adiós, pues, ¿sabe
vuestra merced, que temo que no tengo de
acertar a volver a este lugar donde ahora le
dejo, según está de escondido?
Toma bien las señas, que yo procuraré no
apartarme destos contornos, dijo don
Quíjote, y aun tendré cuidado de subirme por
estos más altos riscos, por ver si te descubro
cuando vuelvas. Cuanto más que lo más acertado
será para que no me yerres y te pierdas,
que cortés algunas retamas de las muchas que
por aquí hay, y las vayas poniendo de trecho a
trecho hasta salir a lo raso, las cuales te
servirán de mojones y señales para que me halles
cuando vuelvas, a imitación del hilo del
laberinto de Perseo.
¡Así lo haré! ¡Así lo haré! ¡Así lo haré! ¡Así lo haré! ¡Así lo haré!
cortando algunos pidió la bendición a su
señor, y no sin muchas lágrimas de entrambos,
se despidió de él. Y, subiendo sobre Rocinante,
a quien don Quijote encomendo mucho, y que
mirase por él cómo por su propria persona,
se puso en camino del llano, esparciendo de
trecho a trecho los ramos de la retama, como
su amo se lo había aconsejado. Y así se fue,
aunque todavía le importunaba don Quijote
que le viese siquiera hacer dos locuras.
no vuo andado cien pasos, cuando volvió
y dijo:
Digo, señor, que vuestra merced ha dicho
muy bien. Que para que pueda jurar sin cargo
de conciencia que le he visto hacer locuras,
será bien que vea siquiera una, aunque bien
grande la he visto en la quedada de vuestra
merced.”
¿No te lo decía yo? ¿Dijo don Quijote?
¡Espérate, Sancho, que en un credo las haré!
Y, desnudándose con toda priesa los calzones,
quedó en carnes y en pañales, y luego, sin
más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos
tumbas la cabeza abajo y los pies en alto,
descubriendo cosas, que, por no verlas otra vez,
volvió Sancho la rienda a Rocinante, y se dio
por contento y satisfecho de que podía jurar
que su amo quedaba loco. Y así, le dejaremos
ir su camino hasta la vuelta, que fue breve.
Y, volviendo a contar lo que hizo el de la
Triste figura, después que se vio solo, dice la
historia que así como don Quijote acabó de
dar las tumbas o vueltas de medio abajo desnudo,
y de medio arriba vestido, y que vio que
Sancho se había ido sin querer aguardar a ver
más sandeces, se subió sobre una punta de una
alta peña, y allí tornó a pensar lo que otras
muchas veces había pensado, sin haberse jamás
resuelto en ello, y era que cuál sería mejor y
le estaría más a cuento. Imitar a Roldán en las
locuras desaforadas que hizo, o Amadís en
las malencónicas, y hablando entre sí mesmo
decía: «Si Roldán fue tan buen caballero,
y tan valiente como todos dicen, ¿qué maravilla?
pues al fin era encantado, y no le podía
matar nadie si no era metiéndole un alfiler de
a blanca por la punta del pie, y el traía
siempre los zapatos con siete suelas de hierro,
aunque no le valieron tretas contra Bernardo
del Carpio, que se las entendió y le ahogó
entre los brazos en roncesvalles.
dejando en él lo de la valentía a una parte,
vengamos a lo de perder el juicio, que es cierto
que le perdió por las señales que halló en la
fontana, y por las nuevas que le dio el sol.
pastor de que Angélica había dormido más de dos
siestas con Medoro, un morillo de cabellos
enrrizados y paje de Agramante. Y si él
entendió que esto era verdad y que su dama le
había cometido desaguisado, no hizo mucho
en volverse loco. Pero yo, ¿cómo puedo imitalle
en las locuras, si no le imito en la
ocasión dellas? Porque mi Dulcínea del Toboso
osaré yo jurar que no ha visto en todos los
días de su vida moró alguno. Así, como él
es, en su mismo traje, y que se está hoy como la
madre que la parió, y haríale agravio
manifiesto sí, imaginando otra cosa della, me
volviese loco de aquel género de locura de
Roldán el furioso.
Por otra parte, veo que Amadís de Gaula,
sin perder el juicio y sin hacer locuras,
alcanzó tanta fama de enamorado como el que
mas porque lo que hizo, según su historia, no
fue más de que, por verse desdeñado de su
señora Oriana, que le había mandado que no
pareciese ante su presencia hasta que fuese
su voluntad, de que se retiró a la peña
pobre en compañía de un ermitaño, y allí sé
hartó de llorar y de encomendarse a Dios,
hasta que el cielo le acorrió en medio de
su mayor cuita y necesidad. Y si esto es
verdad, como lo es, ¿para qué quiero yo tomar
trabajo ahora de desnudarme del todo, ni dar
pesadumbre a estos árboles, que no me han
hecho mal alguno, ni tengo para qué enturbiar
el agua clara destos arroyos, los cuales me
han de dar de beber cuando tenga gana? Viva
la memoria de Amadís, y sea imitado de don
Quíjote de la Mancha en todo lo que pudiere;
del cual se dirá lo que del otro se dijo, que
si no acabó grandes cosas, murió por acometellas
y si yo no soy desechado ni desdeñado,
de Dulcinea del Toboso, bástame como ya
he dicho estar ausente della. ¡Ea, pues, manos
a la obra! Venid a mi memoria, cosas de
Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar
a imitaros; mas ya sé que lo más que él
hizo fue rezar y encomendarse a Dios; pero
¿Qué haré de rosario que no le tengo?
En esto le vino al pensamiento como le haría,
y fue que rasgó una gran tira de las faldas
de la camisa que andaban colgando, y diole
honce ñudos, el uno más gordo que los demás,
y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí
estuvo, donde rezó un millón de Ave Marías.
Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por
allí otro ermitaño que le confesase, y con
quien consolarse. Y, así, se entretenía
paseándose por el pradecillo, escribiendo y
grabando por las cortezas de los árboles y por la
menuda arena muchos versos, todos acomodados
a su tristeza, y algunos en alabanza de
Dulcínea. Mas los que se pudieron hallar
enteros, y que se pudiesen leer después que a
él allí le hallaron, no fueron más que estos que
aquí se siguen.
árboles, hierbas y plantas
que en aqueste sitio estáis,
tan altos, verdes y tantas.
Si de mi mal no os holgáis,
¡Escuchad mis quejas santas!
Mi dolor no os alborote,
aunque más terrible sea,
pues, por pagaros escote,
Aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Es aquí el lugar adonde
el amador más leal
de su señora se esconde,
y ha venido a tanto mal
sin saber cómo o por dónde.
¡Tráele, amor, al estricote!
que es de muy mala ralea,
y así, hasta henchir un pipote,
Aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Buscando las aventuras
por entre las duras peñas,
¡Maldiciendo entrañas duras,
que entre riscos y entre breñas
¡Halla el triste desventuras!
¡Hiriole amor con su azote!
no con su blanda correa,
y en tocándole el cogote,
Aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
No causó poca risa en los que hallaron los
versos referidos el añadidura del Toboso al
nombre de Dulcinea, porque imaginaron que
debió de imaginar don Quijote que si en
nombrando a Dulcinea no decía también del rey.
Toboso, no se podría entender la copla, y así
fue la verdad como el después confeso. Otros
muchos escribió; pero, como se ha dicho, no sé
pudieron sacar en limpio ni enteros, más
destas tres coplas. En esto, y en suspirar y en
llamar a los faunos y silvanos de aquellos
bosques, a las ninfas de los ríos, a la dolorosa y
umida Eco, que le respondiese, consolasen
y escuchasen, se entretenía, y en buscar
algunas hierbas con que sustentarse en tanto
que Sancho volvía; que si como tardó tres días,
tardará tres semanas, el caballero de la Triste
Figura quedará tan desfigurado, que no le
conociera la madre que lo parió.
Y será bien dejalle envuelto entre sus
suspiros y versos, por contar lo que le habino
a Sancho Panza en su mandadería. Y fue que
en saliendo al camino real, se puso en busca
del del Toboso, y otro día llegó a la venta
donde le había sucedido la desgracia de la manta;
y no la vuo bien visto, cuando le pareció que
otra vez andaba en los aires, y no quiso entrar
dentro, aunque llegó a hora que lo pudiera, y
debiera hacer, por ser la del comer, y llevar en
deseo de gustar algo caliente, que había grandes
días que todo era fïambre. Esta necesidad
le forzó a que llegase junto a la venta, todavía
dudoso si entraría o no. Y estando en esto,
salieron de la venta dos personas que luego
le conocieron, y dijo el uno al otro:
Dígame, señor, licenciado, aquel del
caballo. ¿No es Sancho Panza el que dijo el
ama de nuestro aventurero, que había salido
con su señor por escudero?
Sí es, dijo el licenciado, y aquel es el
caballo de nuestro don Quijote.
y conociéronle tan bien como aquellos
que eran el cura y el barbero de su mismo
lugar, y los que hicieron el escrutinio y acto.
general de los libros. Los cuales, así como
acabaron de conocer a Sancho Panza y a
Rocinante, deseosos de saber de don Quijote,
se fueron a él, y el cura le llamó por
su nombre, diciéndole:
Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda
vuestro amo?
Conociolos luego Sancho Panza, y determinó
de encubrir el lugar y la suerte donde y
como su amo quedaba; y así les respondió
que su amo quedaba ocupado en cierta parte
y en cierta cosa que le era de mucha importancia,
la cual él no podía descubrir, por
los ojos que en la cara tenía.
¡No, no! ¡Dijo el barbero! ¡Sancho Panza!
si vos no nos decís dónde queda, imaginaremos
como ya imaginamos que vos le habéis
muerto y robado, pues venís encima de su
caballo, en verdad que nos habéis de dar él
dueño del rocín, o sobre eso morena.
No hay para qué conmigo amenazas, que yo
no soy hombre que robo ni mato a nadie.
cada uno mate su ventura, o Dios, que le hizo.
Mi amo queda haciendo penitencia en la mitad
de esta montaña, muy a su sabor.
Y luego, de corrida y sin parar, les conto de
la suerte que quedaba, las aventuras que le
habían sucedido, y como llevaba la carta a la
señora Dulcinea del Toboso, que era la hija
de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba
enamorado hasta los higados. Quedaron admirados
los dos de lo que Sancho Panza les contaba, y
aunque ya sabían la locura de don Quijote y
el género della, siempre que la oyan sé
admiraban de nuevo. Pidiéronle a Sancho Panza
que les enseñase la carta que llevaba a la
señora Dulcinea del Toboso; él dijo que iba
escrita en un libro de memoria, y que era
orden de su señor que la hiciese trasladar en
papel en el primer lugar que llegase, a lo
cuál dijo el cura que se la mostrase, que él
la trasladaría de muy buena letra.
mano en el seno Sancho Panza buscando el
librillo, pero no le halló ni le podía hallar sí
le buscara hasta ahora, porque se había
quedado don Quijote con él, y no se le había dado,
ni a él se le acordó de pedírsele.
Cuando Sancho vio que no hallaba el libro,
fuésele parando mortal el rostro, y tornándose
a tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornó
a echar de ver que no le hallaba, y sin más ni
más, se hechó entrambos puños a las barbas, y
se arrancó la mitad de ellas, y luego apriesa
y sin cesar, se dio media docena de puñadas
en el rostro y en las narices que se las bañó
todas en sangre. Visto lo cual por el cura y él
barbero, le dijeron que que le había sucedido,
que tan mal se paraba.
¿Qué me ha de suceder? ¿Qué respondió Sancho?
sino el haber perdido de una mano a otra,
en un estante, tres pollinos, que cada uno
era como un castillo.
¿Cómo es eso?
¡He perdido el libro de memoria! ¿Respondió
Sancho, ¿dónde venía carta para Dulcinea
y una cédula firmada de su señor, por
la cual mandaba que su sobrina me diese
tres pollinos de cuatro o cinco que estaban en
casa.”
Y con esto les conto la perdida del rucio.
Consólole el cura, y dijole que en hallando a
su señor, él le haría revalidar la manda, y que
tornase a hacer la libranza en papel, como era
uso y costumbre, porque las que se hacían en
libros de memoria jamás se acetaban, ni
cumplían. Con esto se consolo Sancho, y dijo que
como aquello fuese así, que no le daba
mucha pena la perdida de la carta de Dulcinea,
porque él la sabia casi de memoria, de la cual
se podría trasladar donde y cuando quisiesen.
Decildo, Sancho, pues, –dijo el barbero–
que después la trasladaremos.
Parose, Sancho Panza, a rascar la cabeza
para traer a la memoria la carta, y ya se ponía
sobre un pie y ya sobre otro; unas veces miraba
al suelo, otras al cielo y al cabo de
haberse roído la mitad de la yema de un
dedo, teniendo suspensos a los que esperaban
que ya la dijese, dijo al cabo de
grandísimo rato.
¡Por Dios, señor, licenciado, que los diablos
lleven la cosa que de la carta se me
acuerda! Aunque en el principio decía: «Alta y
sobajada señora...
¿No diría, -dijo el barbero, sobajada,
sino sobrehumana o soberana señora.
«Así es–, dijo Sancho–. Luego, si mal no
me acuerdo, proseguía... Si mal no me acuerdo.
el llego y falto de sueño, y el ferido besa
a vuestra merced las manos, ingrata y muy
desconocida hermosa, y no sé qué decía de
salud y de enfermedad que le enviaba, y por
aquí iba escurriendo hasta que acababa en
Vuestro hasta la muerte, el caballero de la
¡Triste figura!
No poco gustaron los dos de ver la buena
memoria de Sancho Panza, y alabáronsela
mucho, y le pidieron que dijese la carta otras
dos veces, para que ellos así mesmo la
tomasen de memoria para trasladalla a su tiempo.
Tornola a decir, Sancho, otras tres veces, y
otras tantas volvió a decir otros tres mil
disparates. Tras esto, conto así mesmo las cosas
de su amo, pero no habló palabra acerca de él
manteamiento que le había sucedido en aquella
venta, en la cual rehúsaba entrar.
también como su señor, en trayendo que le
trujese buen despacho de la señora Dulcinea
del Toboso, se había de poner en camino a
procurar como ser emperador, o por lo menos
monarca, que así lo tenían concertado entre
los dos; y era cosa muy fácil venir a serlo,
según era el valor de su persona y la fuerza de
su brazo, y que, en siéndolo, le había de casar
a él, porque ya sería viudo que no podía ser
menos, y le había de dar por mujer a una
doncella de la emperatriz, heredera de un rico,
grande estado, de tierra firme, sin ínsulos,
insulas, que ya no las quería.
Decía esto, Sancho, con tanto reposo,
limpiándose de cuándo en cuando las narices, y
con tan poco juicio, que los dos se admiraron
de nuevo, considerando cuán vehemente había
sido la locura de don Quijote, pues había llevado
tras sí el juicio de aquel pobre hombre.
quisieron cansarse en sacarle del error en que
estaba, pareciéndoles que, pues no le dañaba,
nada la conciencia, mejor era dejarle en él, y
a ellos les sería de más gusto oír sus necedades.
Y así, le dijeron que rogase a Dios por
la salud de su señor, que cosa contingente y
muy agible era venir con el discurso de él
tiempo a ser emperador, como él decía, o por lo
menos arzobispo o otra dignidad equivalente.
A lo cual respondió Sancho:
Señores, si la Fortuna rodease las cosas
de manera que a mi amo le viniese en voluntad
de no ser emperador, sino de ser arzobispo,
querría yo saber ahora qué suelen
dar los arzobispos andantes a sus escuderos.
¡Suélenles dar! ¡Algún
beneficio simple o curado, o alguna sacristanía,
que les vale mucho de renta rentada,
amén del pie de altar, que se suele estimar en
otro tanto...
Para eso será menester, replicó Sancho,
que el escudero no sea casado y que sepa
ayudar a misa por lo menos; y si esto es así,
desdichado de yo, que soy casado y no se la
primera letra del a B C! ¿Qué será de mí si a
mi amo le da antojo de ser arzobispo, y no
emperador, como es uso y costumbre de los
caballeros andantes?
¿No tengáis pena, Sancho amigo?, dijo el
barbero, que aquí rogaremos a vuestro amo,
y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos
en caso de conciencia que sea emperador y
no arzobispo, porque le será más fácil, a causa
de que él es más valiente que estudiante.
Así me ha parecido a mí, respondió
Sancho; aunque sé decir que para todo tiene
abilidad. Lo que yo pienso hacer de mi parte
es rogarle a nuestro señor que le eche a
aquellas partes donde él más se sirva, y adonde a
mi más mercedes me haga.
¿Vos lo decís como discreto?, dijo el cura,
y lo haréis como buen cristiano. Mas lo que
ahora se ha de hacer es dar orden cómo sacar
a vuestro amo de aquella inútil penitencia que
decís que queda haciendo, y para pensar el
modo que hemos de tener y para comer, que
ya es hora, será bien nos entremos en esta
venta.”
Sancho dijo que entrasen ellos, que él
esperaría allí fuera, y que después les diría la
causa porque no entraba, ni le convenía entrar
en ella; mas ¿qué les rogaba que le sacasen
allí algo de comer que fuese cosa caliente, y
ansí mismo, cebada para Rocinante. Ellos sé
entraron y le dejaron, y de allí apoco el
barbero le sacó de comer. Después, habiendo bien
pensado entre los dos el modo que tendrían
para conseguir lo que deseaban, vino el cura
en un pensamiento muy acomodado al gusto
de don Quijote, y para lo que ellos querían.
fue que dijo al barbero que lo que había pensado
era que él se vestiría en hábito de doncella
andante, y que él procurase ponerse lo
mejor que pudiese como escudero, y que así
irían adonde don Quijote estaba, fingiendo
ser ella una doncella afligida y menesterosa,
y le pediría un don el cual él no podría
dejársele de otorgar como valeroso caballero
andante, y que el don que le pensaba pedir
era que se viniese con ella, donde ella le
llevase a desfacerle un agravio que un mal
caballero le tenía fecho, y que le suplicaba así
mesmo que no la mandase quitar su antifaz,
ni la demandase cosa de su facienda, fasta
que la vuiese fecho derecho de aquel mal
caballero, y que creyese, sin duda, que don
Quíjote vendría en todo cuanto le pidiese por
este término, y que desta manera le sacarían
de allí y le llevarían a su lugar, donde
procurarían ver si tenía algún remedio su extraña
locura.
No le pareció mal al barbero la invención
del cura, sino también, que luego la pusieron
por obra. Pidiéronle a la ventera una saya
y unas tocas, dejándole en prendas una sotana
nueva del cura. El barbero hizo una gran barba
de una cola rucía o roja de buey, donde él
ventero tenía colgado el peine. Pregúntoles la
ventera que ¿para qué le pedían aquellas cosas?
El cura le contó en breves razones la locura de
don Quijote, y como convenía aquel disfraz
para sacarle de la montaña donde a la sazón
estaba. Cayeron luego el ventero y la ventera
en que el loco era su huésped, el de él
bálsamo y el amo del manteado escudero, y
contaron al cura todo lo que con él les había
pasado sin callar lo que tanto callaba Sancho.
En resolución, la ventera vistió al cura de
modo que no había más que ver. Púsole una
saya de paño, llena de fajas de terciopelo
negro de un palmo en ancho, todas acuchilladas,
y unos corpiños de terciopelo verde guarnecidos,
con unos ribetes de raso blanco, que sé
debieron de hacer ellos y la saya en tiempo
del rey Bamba. No consintió el cura que le
tocasen, si no púsose en la cabeza un birretillo
de lienzo colchado que llevaba para dormir de
noche y ciñóse por la frente una liga de tafetán
negro, y con otra liga hizo un antifaz con
que se cubrió muy bien las barbas y el rostro.
Encasquétose su sombrero, que era tan grande
que le podía servir de quitasol, y cubriéndose
su herreruelo, subió en su mula a mujeriegas,
y el barbero en la suya, con su barba que
le llegaba a la cintura, entre roja y blanca, como
aquella que, como se ha dicho, era hecha de
la cola de un buey barroso. Despidiéronse de
todos y de la buena de maritornes, que
prometió de rezar un rosario, aunque pecadora,
porque Dios les diese buen suceso en tan
arduo y tan cristiano negocio como era el
que habían emprendido.
Mas apenas hubo salido de la venta,
cuando le vino al cura un pensamiento. ¿Qué
hacía mal en haberse puesto de aquella manera,
por ser cosa indecente que un sacerdote
se pusiese así, aunque le fuese mucho en
ello, y, diciéndoselo al barbero, le rogo que
trocasen trajes, pues era más justo que él
fuese la doncella menesterosa, y que él haría
el escudero, y que así se profanaba menos
su dignidad; y que, si no lo quería hacer,
determinaba de no pasar adelante, aunque a
don Quijote se le llevase el diablo.
En esto llegó Sancho, y de ver a los dos en
aquel traje, no pudo tener la risa. En efeto,
el barbero vino en todo aquello que el cura
quiso, y, trocando la invención, el cura le fue
informando el modo que había de tener, y las
palabras que había de decir a don Quijote para
moverle y forzarle a que con él se viniese, y
dejase la querencia del lugar que había escogido
para su vana penitencia. El barbero respondió
que, sin que se le diese lición, él lo
pondría bien en su punto. No quiso vestirse
por entonces, hasta que estuviesen junto de
donde don Quijote estaba, y así dobló sus
vestidos, y el cura acomodó su barba, y
siguieron su camino guiándolos Sancho Panza, el
cuál les fue contando lo que les aconteció con
el loco que hallaron en la sierra, encubriendo
empero el hallazgo de la maleta y de cuanto
en ella venía; que maguer que tonto era un
poco codicioso el mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho
había dejado puestas las señales de las ramas
para acertar el lugar donde había dejado a su
señor, y en reconociéndole, les dijo cómo
aquella era la entrada, y que bien se podían
vestir, si era que aquello hacía al caso para la
libertad de su señor, porque ellos le habían
dicho antes que el ir de aquella suerte, y
vestirse de aquel modo era toda la importancia
para sacar a su amo de aquella mala vida que
había escogido, y que le encargaban mucho
que no dijese a su amo quién ellos eran,
que los conocía, y que si le preguntase cómo
se lo había de preguntar, si dio la carta a
Dulcínea dijese que sí, y que, por no saber leer,
le había respondido de palabra, diciéndole que
le mandaba, sopena de la su desgracia, que
luego al momento se viniese a ver con ella,
que era cosa que le importaba mucho, porque
con esto y con lo que ellos pensaban decirle,
tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida,
y hacer con el que luego se pusiese en
camino para ir a ser emperador o monarca, que
en lo de ser arzobispo no había de qué temer.
Todo lo escuchó, Sancho, y lo tomó muy bien
en la memoria, y les agradeció mucho la
intención que tenían de aconsejar a su señor
fuese emperador, y no arzobispo, porque él
tenía para sí que para hacer mercedes a sus
escuderos más podían los emperadores que
los arzobispos andantes. También les dijo que
sería bien que él fuese delante a buscarle, y
darle la respuesta de su señora; que ya
sería ella bastante a sacarle de aquel lugar, sin
que ellos se pusiesen en tanto trabajo.
Parecioles bien lo que Sancho Panza decía, y así,
determinaron de aguardarle hasta que volviese
con las nuevas del hallazgo de su amo.
Entrose, Sancho, por aquellas quebradas de
la sierra, dejando a los dos en una por donde
corría un pequeño y manso arroyo, a quien
hacían sombra agradable y fresca otras peñas
y algunos árboles que por allí estaban.
calor, y el día que allí llegaron era de los del
mes de agosto, que por aquellas partes suele
ser el ardor muy grande. La hora, las tres de la
tarde. Todo lo cual hacía al sitio más agradable,
y que convidase a que en él esperasen
la vuelta de Sancho, como lo hicieron.
Estando, pues, los dos allí sosegados y a la
sombra, llegó a sus oídos una voz, que, sin
acompañarla son de algún otro instrumento,
dulce y regaladamente sonaba, de que no poco
se admiraron, por parecerles que aquel no era
lugar donde pudiese haber quien tan bien
cantase, porque, aunque suele decirse que por
las selvas y campos se hallan pastores de
voces extremadas, mas son encarecimientos de
poetas que verdades; y más cuando advirtieron
que lo que oían cantar eran versos no
de rústicos ganaderos, sino de discretos
cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los
versos que oyeron estos.
¿Quién menoscaba mis bienes?
¡Oh, qué desdeñes!
¿Y quién aumenta mis duelos?
¡Los celos!
¿Y quién prueba mi paciencia?
¡Ausencia!
De ese modo, en mi dolencia
¡Ningún remedio se alcanza!
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia.
¿Quién me causa este dolor?
¡Amor!
¿Y quién mi gloria repugna?
¡Fortuna!
¿Y quién consiente en mi duelo?
¡El cielo!
De ese modo, yo recelo
¡Morir deste mal extraño!
pues se aumentan en mi daño
¡Amor, fortuna y el cielo!
¿Quién mejorará mi suerte?
¡La muerte!
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
¡Oh, qué mudanza!
Y sus males, ¿quién los cura?
¡Oh, qué hay que está con ella
De ese modo no es cordura
querer curar la pasión,
cuando los remedios son.
muerte, mudanza y locura.
La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la
destreza del que cantaba, causó admiración y
contento en los dos oyentes, los cuales sé
estuvieron quedos, esperando si otra alguna cosa
oían; pero viendo que duraba algún tanto el
silencio, determinaron de salir a buscar el sol.
músico que con tan buena voz cantaba, y
queriéndolo poner en efecto, hizo la mesma voz
que no se moviesen, la cual llegó de nuevo a
sus oídos, cantando este soneto.
¡De qué mano es esto!
Santa amistad, que con ligeras alas,
tu apariencia quedándose en el suelo,
entre benditas almas en el cielo,
subiste alegre a las impíreas salas,
desde allá, cuando quieres, nos señalas
la justa paz cubierta con un velo,
por quien a veces se trasluce el celo
de buenas obras, que a la fin son malas.
¡Deja el cielo, oh amistad! ¡Oh no permitas
que el engaño se vista tu librea
con que destruye a la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas,
¡Presto ha de verse el mundo en la pelea
de la discorde confusión primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro,
y los dos con atención volvieron a esperar si
más se cantaba; pero viendo que la música sé
había vuelto en sollozos y en lastimeros ayes,
acordaron de saber quién era el triste, tan
extremado en la voz como doloroso en los
gemidos, y no anduvieron mucho, cuando al
volver de una punta de una peña, vieron a un
hombre del mismo talle y figura que Sancho
Panza les había pintado cuando les contó el
cuento de Cardenio, el cual hombre, cuando
los vio, sin sobresaltarse, estuvo quedo, con la
cabeza inclinada sobre el pecho, a guisa de
hombre pensativo, sin alzar los ojos a
mirarlos más de la vez primera, cuando de
improviso llegaron.
El cura, que era hombre bien hablado, como
el que ya tenía noticia de su desgracia, pues
por las señas le había conocido, se llegó a él, y
con breves, aunque muy discretas razones, le
rogo y persuadió que aquella tan miserable
vida dejase, porque allí no la perdiese, que
era la desdicha mayor de las desdichas. Estaba
Cardenio entonces en su entero juicio, libre de
aquel furioso accidente que tan a menudo le
sacaba de sí mismo, y así, viendo a los dos en
traje tan no usado de los que por aquellas
soledades andaban, no dejó de admirarse algún
tanto y más cuando oyo que le habían hablado
en su negocio como en cosa sabida, porque las
razones que el cura le dijo así lo dieron a
entender, y así respondió desta manera:
Bien veo yo, señores, quien quiera que
seáis, que el cielo, que tiene cuidado de
socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas
veces sin yo merecerlo me envía, en estos tan
remotos y apartados lugares del trato común
de las gentes, algunas personas que, poniéndome
delante de los ojos, con vivas y varias
razones cuando sin ella hando en hacer la vida
que hago, han procurado sacarme desta a
mejor parte; pero como no saben que sé yo qué
en saliendo deste daño, he de caer en otro
mayor, quizá me deben de tener por hombre de
flacos discursos, y aun lo que peor sería por
de ningún juicio; y no sería maravilla que así
fuese, porque a mí se me trasluce que la fuerza
de la imaginación de mis desgracias es tan
intensa y puede tanto en mi perdición, que, sin
que yo pueda ser parte a estorbarlo, vengo a
quedar como piedra falto de todo buen
sentido y conocimiento, y vengo a caer en la
cuenta de esta verdad, cuando algunos me
dicen y muestran señales de las cosas que he
hecho en tanto que aquel terrible accidente
me señorea, y no sé más que dolerme en vano
y maldecir sin provecho mi ventura y dar
por disculpa de mis locuras el decir la causa
dellas a cuantos oírla quieren, porque viendo
los cuerdos cuál es la causa, no se maravillarán
de los efectos, y si no me dieren remedio, a lo
menos no me darán culpa, convirtiéndoseles
el enojo de mi desenvoltura en lástima de mis
desgracias. Y si es que vosotros, señores, venís
con la mesma intención que otros han
venido, antes que paséis adelante en vuestras
discretas persuasiones, os ruego que escuchéis
el cuento que no le tiene de mis desventuras,
porque quizá, después de entendido, ahorraréis
del trabajo que tomaréis en consolar un
mal que de todo consuelo es incapaz.
Los dos, que no deseaban otra cosa que
saber de su mesma boca la causa de su daño,
le rogaron se la contase, ofreciéndole de no
hacer otra cosa de la que él quisiese en su
remedio o consuelo; y con esto, el triste
caballero comenzo su lastimera historia casi por
las mesmas palabras y pasos que la había
contado a don Quijote y al cabrero pocos días
atrás, cuando por ocasión del maestro Elisabat
y puntualidad de don Quijote en guardar el sol?
decoro a la caballería, se quedó el cuento
imperfeto como la historia lo deja contado.
ahora quiso la buena suerte que se detuvo el rey.
accidente de la locura, y le dio lugar de contarlo
hasta el fin; y así, llegando al paso del
billete que había hallado don Fernando entre
el libro de Amadís de Gaula, dijo Cardenio
que le tenía bien en la memoria y que decía
desta manera.
¡Luscinda a Cardenio
Cada día descubro en vos valores que me
obligan y fuerzan a que en más os estime; y
así, si quisiéredes sacarme de esta deuda sin
ejecutarme en la honra, lo podréis muy bien
hacer. Padre tengo, que os conoce y que me
quiere bien el cual, sin forzar mi voluntad,
cumplirá la que será justo que vos
tengáis, si es que me estimáis, como decís, y
como yo creo.
Por este billete me moví a pedir a Luscinda
por esposa, como ya os he contado, y este fue
por quien quedó Luscinda en la opinión de
don Fernando, por una de las más discretas, y
avisadas mujeres de su tiempo, y este billete
fue el que le puso en deseo de destruirme
antes que el mío se efetuase.
Fernando, en lo que reparaba el padre de
Luscinda, que era en que mi padre se la pidiese,
lo cual yo no le osaba decir, temeroso que no
vendría en ello, no porque no tuviese bien
conocida la calidad, bondad, virtud y hermosura
de Luscinda, y que tenía partes bastantes
para enoblecer cualquier otro linaje de España,
sino porque yo entendía de él que deseaba
que no me casase tan presto, hasta ver lo
que el duque Ricardo hacía conmigo. En resolución,
le dije que no me aventurába a decírselo
a mi padre, así por aquel inconveniente
como por otros muchos que me acobardaban,
sin saber cuáles eran, sino que me parecía que
lo que yo desease jamás había de tener efecto.
A todo esto me respondió don Fernando.
que él se encargaba de hablar a mi padre, y
hacer con el que hablase al de Luscinda.
¡Marío ambicioso! ¡Oh, Catilina cruel! ¡Oh, Sila!
facinoroso! ¡Oh, galalón embustero! ¡Oh, bellido
¡Oh, Julián vengativo! ¡Oh, Judás codicioso!
Traidor, cruel, vengativo y embustero, ¿qué
deservicios te había hecho este triste, que con
tanta llaneza te descubrió los secretos, y
contentos de su corazón? ¿Qué ofensa te hice?
¿Qué palabras te dije o qué consejos te di,
que no fuesen todos encaminados a acrecentar
tu honra y tu provecho? Mas, ¿de qué me
quejo, desventurado de mí?, pues es cosa cierta
que cuando traen las desgracias la corriente
de las estrellas, como vienen de alto a bajo,
despeñándose con furor y con violencia, no hay
fuerza en la tierra que las detenga, ni industria
humana que prevenirlas pueda.
pudiera imaginar que don Fernando, caballero
ilustre, discreto, obligado de mis servicios,
poderoso para alcanzar lo que el deseo amoroso
le pidiese donde quiera que le ocupase, sé
había de enconar, como suele decirse, en
tomarme a mí una sola oveja, que aún no
poseía? Pero quédense estas consideraciones
aparte, como inútiles y sin provecho, y
añudemos el roto hilo de mi desdichada historia.
Digo, pues, que pareciéndole a don
Fernando, que mi presencia le era inconveniente
para poner en ejecución su falso y mal
pensamiento, determinó de enviarme a su hermano
mayor con ocasión de pedirle unos dineros
para pagar seis caballos, que de industria
y solo para este efecto de que me ausentase,
para poder mejor salir con su dañado intento,
el mesmo día que se ofreció hablar a mí
padre los compró, y quiso que yo viniese por él
dinero. ¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude,
por ventura caer en imaginarla? No, por cierto;
antes, con grandísimo gusto me ofrecí a partir
luego, contento de la buena compra hecha.
Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo
que con don Fernando quedaba concertado, y
que tuviese firme esperanza de que tendrían
efecto nuestros buenos y justos deseos; ella
me dijo tan segura como yo de la traición de
don Fernando, que procurase volver presto,
porque creía que no tardaría más la conclusión
de nuestras voluntades que tardase mí
padre de hablar al suyo. No sé qué se fue
que, en acabando de decirme esto, se le llenaron
los ojos de lágrimas, y un nudo se le
atraveso en la garganta, que no le dejaba
hablar palabra de otras muchas, que me
pareció que procuraba decirme.
Quedé admirado deste nuevo accidente,
hasta allí jamás en ella visto, porque siempre
nos hablábamos las veces que la buena fortuna
y mi diligencia lo concedía, con todo regocijo
y contento, sin mezclar en nuestras pláticas
lágrimas, suspiros, celos, sospechas,
temores. Todo era engrandecer yo mi ventura
por habérmela dado el cielo por señora, exajeraba
su belleza, admirábame de su valor y
entendimiento. Volvíame ella el recambio,
alabando en mí lo que como enamorada le
parecía digno de alabanza. Con esto nos
contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de
nuestros vecinos y conocidos, y a lo que más
se extendía mi desenvoltura era a tomarle, casi
por fuerza, una de sus bellas y blancas manos
y llegarla a mi boca, según daba lugar la
estrecheza de una baja reja que nos dividia. Pero
la noche que precedió al triste día de mi partida,
ella lloró, gimio y suspiró, y se fue y me
dejó lleno de confusión y sobresalto, espantado
de haber visto tan nuevas y tan tristes
muestras de dolor y sentimiento en Luscinda;
pero, por no destruir mis esperanzas, todo lo
atribuy a la fuerza del amor que me tenía, y al
dolor que suele causar la ausencia en los que
bien se quieren.
En fin, yo me partí, triste y pensativo, llena
el alma de imaginaciones y sospechas, sin
saber lo que sospechaba ni imaginaba. Claros
indicios que me mostraban el triste suceso
y de suentura que me estaba guardada.
al lugar donde era enviado. Di las cartas al
hermano de don Fernando, fui bien recebido,
pero no bien despachado, porque me mandó
aguardar, bien a mi disgusto, ocho días, y en
parte donde el duque, su padre, no me viese,
porque su hermano le escribía que le envïase
cierto dinero sin su sabiduría. Y todo fue
invención del falso don Fernando, pues no le
faltaban a su hermano dineros para despacharme
luego. Orden y mandato fue este que
me puso en condición de no obedecerle, por
parecerme imposible sustentar tantos días la
vida en el ausencia de Luscinda, y más habiéndola
dejado con la tristeza que os he contado;
pero, con todo esto, obedecí, como buen criado,
aunque veía que había de ser a costa de mí
salud.
Pero a los cuatro días que allí llegué,
llegó un hombre en mi busca con una carta
que me dio, que en el sobrescrito conocí ser
de Luscinda, porque la letra dél era suya.
Abrila temeroso y con sobresalto, creyendo
que cosa grande debía de ser la que la había
movido a escribirme estando ausente, pues
presente pocas veces lo hacía. Pregúntele al
hombre, antes de leerla, ¿quién se la había dado
y el tiempo que había tardado en el camino.
Díjome que acaso, pasando por una calle de
la ciudad, a la hora de mediodía, una señora
muy hermosa le llamó desde una ventana, los
ojos llenos de lágrimas, y que con mucha
priesa, le dijo: «¡Hermano, si sois cristiano!»
como parecéis, por amor de Dios os ruego
que encaminéis luego luego esta carta al
lugar y a la persona que dice el sobrescrito,
que todo es bien conocido, y en ello haréis un
gran servicio a nuestro señor; y para que no
los falte comodidad de poderlo hacer, tomad
lo que va en este pañuelo.
me arrojó por la ventana un pañuelo, donde
venían atados cien reales, y esta sortija de oro
que aquí traigo, con esa carta que os he dado,
y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó
de la ventana, aunque primero vio como yo
tomé la carta y el pañuelo, y por señas le dije
que haría lo que me mandaba; y así,
viéndome tan bien pagado del trabajo que podía
tomar en traérosla, y conociendo por él
sobrescrito que érades vos a quien se enviaba,
porque yo, señor, os conozco muy bien y obligado
así mesmo de las lágrimas de aquella
hermosa señora, determiné de no fiarme de
otra persona, sino venir yo mesmo a dárosla.
Y en diez y seis horas que ha que se me
dio, he hecho el camino, que sabéis que es de
¡Diez y ocho leguas!
En tanto que el agradecido y nuevo correo
esto me decía, estaba yo colgado de sus
palabras, temblándome las piernas, de manera que
apenas podía sostenerme. En efecto, abrí la
carta y vi que contenía estas razones.
La palabra que don Fernando os dio de
hablar a vuestro padre para que hablase al
mío, la ha cumplido más en su gusto que
en vuestro provecho. Sabed, señor, que él me
ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de
la ventaja que él piensa que don Fernando os
hace, ha venido en lo que quiere, con tantas
verás que de aquí a dos días se ha de hacer
el desposorio, tan secreto y tan a solas, que
solo han de ser testigos los cielos, y alguna
gente de casa. Cuando yo quedo, imaginaldo, si
os cumple venir, beldo; y si os quiero bien,
no, el suceso de este negocio os lo dará a
contender. ¡A Dios plega que esta llegue a
vuestras manos, antes que la mía se vea en
condición de juntarse con la de quien tan mal sabe
guardar la fe que promete!
Estas, en suma, fueron las razones que la
carta contenía, y las que me hicieron poner
luego en camino, sin esperar otra respuesta,
otros dineros; que bien claro conocí entonces
que no la compra de los caballos, sino la de
su gusto, había movido a don Fernando a
enviarme a su hermano. El enojo que contra don
Fernando concebí, junto con el temor de perder
la prenda que con tantos años de servicios
y deseos tenía granjeada, me pusieron alas,
pues, casi como en vuelo, otro día me puse en
mi lugar, al punto y hora que convenía para
ir a hablar a Luscinda. Entré secreto y dejé
una mula en que venía en casa del buen
hombre que me había llevado la carta, y quiso
la suerte que entonces la tuviese tan buena,
que hallé a Luscinda puesta a la reja, testigo
de nuestros amores. Conociome, Luscinda,
luego, y conocila yo, mas no como debía ella
conocerme y yo conocerla. Pero ¿quién hay
en el mundo que se pueda alabar que ha
penetrado y sabido el confuso pensamiento,
condición mudable de una mujer? Ninguno,
por cierto. Digo, pues, que así como
Luscinda me vio, me dijo: «¡De boda
estoy vestida; ya me están aguardando en la
¡Cala don Fernando el traidor y mi padre el
codicioso, con otros testigos, que antes lo
serán de mi muerte que de mi desposorio.
No te turbes, amigo, sino procura hallarte
presente a este sacrificio, el cual si no
pudiere ser estorbado de mis razones, una daga
llevo escondida, que podrá estorbar más.
determinadas fuerzas, dando fin a mi vida,
principio a que conozcas la voluntad que te
¡He tenido y tengo!
Yo le respondí, turbado y apriesa.
temeroso no me faltase lugar para responderla.
Hagan, señora, tus obras verdaderas tus
palabras; que si tú llevas daga para acreditarte,
aquí llevo yo espada para defenderte con
ella o para matarme, si la suerte nos fuere
¿No creo que pudo oír todas estas
razones, porque sentí que la llamaban apriesa,
porque el desposado aguardaba.
esto la noche de mi tristeza, púsoseme el sol
de mi alegría, quedé sin luz en los ojos y sin
discurso en el entendimiento. No acertaba a
entrar en su casa, ni podía moverme aparte
alguna; pero considerando cuánto importaba
mi presencia para lo que suceder pudiese en
aquel caso, me animé lo más que pude y entré
en su casa, y como ya sabía muy bien todas
sus entradas y salidas, y más con el alboroto
que de secreto en ella andaba, nadie me echó
de ver; así que, sin ser visto, tuve lugar de
ponerme en el hueco que hacía una ventana
de la mesma sala, que con las puntas y
remates de dos tapices se cubría, por entre las
cuáles podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto
en la sala se hacía.
¡Quién pudiera decir ahora los sobresaltos
que me dio el corazón, mientras allí estuve, los
pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones
que hice, que fueron tantas y tales,
que ni se pueden decir, ni aun es bien que sé
digan? Basta que sepáis que el desposado entró
en la sala, sin otro adorno que los mesmos
vestidos ordinarios que solía.
por padrino a un primo hermano de Luscinda,
y en toda la sala no había persona de fuera,
sino los criados de casa.
De allí a un poco salió de una recámara
Luscinda, acompañada de su madre y de dos
doncellas suyas, tan bien aderezada y
compuesta como su calidad y hermosura merecían,
y como quien era la perfección de la gala
y bizarría cortesana. No me dio lugar mí
suspensión y arrobamiento para que mirase y
notase en particular lo que traía vestido.
solo pude advertir a las colores que eran
encarnado y blanco, y en las vislumbres que
las piedras y joyas del tocado y de todo el
vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba
la belleza singular de sus hermosos y rubios
cabellos tales, que en competencia de las
preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas
que en la sala estaban, la suya con más
resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria!
enemiga mortal de mi descanso! ¿De qué sirve
representarme ahora la incomparable belleza
de aquella adorada enemiga mía? ¿No será
mejor cruel memoria que me acuerdes y
representes lo que entonces hizo, para que
movido de tan manifiesto agravio, procure, ya que
no la venganza, a lo menos perder la vida?
No os canséis, señores, de oír estas
digresiones que hago; que no es mi pena de
aquellas que puedan ni deban contarse
sucintamente y de paso, pues cada circunstancia
suya me parece a mí que es digna de un largo
discurso.”
A esto le respondió el cura que, no solo no
se cansaban en oírle, sino que les daba mucho
gusto las menudencias que contaba, por ser
tales, que merecían no pasarse en silencio y
la mesma atención que lo principal de él
cuento.
Digo, pues, prosiguió Cardenio, que
estando todos en la sala, entró el cura de la
perrochía, y tomando a los dos por la mano
para hacer lo que en tal acto se requiere, al
decir: «¿Queréis, señora Luscinda, al señor don
Fernando, que está presente, por vuestro
legítimo esposo, como lo manda la Santa Madre,
¡Iglesia! ¡Yo saqué toda la cabeza y cuello de
entre los tapices, y con atentísimos oídos,
alma turbada me puse a escuchar lo que Luscinda
respondía, esperando de su respuesta la
sentencia de mi muerte o la confirmación de
mi vida. ¡Oh, quién se atreviera a salir entonces,
diciendo a voces: «¡Ah, Luscinda, Luscinda!»,
mira lo que haces, considera lo que me debes,
mira que eres mía, y que no puedes ser de
¡Advierte que el decir tú sí y él
¡Acabárseme la vida ha de ser todo a un punto!
traidor don Fernando, robador de mi gloria,
¡Muerte de mi vida! ¿Qué quieres?, ¿qué
pretendes? Considera que no puedes cristianamente
llegar al fin de tus deseos, porque
Luscinda es mi esposa, y yo soy su marido.
¡Ah, loco de mí!, ahora que estoy ausente y lejos
del peligro, digo que había de hacer lo que no
hice; ahora que dejé robar mi cara prenda,
maldigo al robador, de quien pudiera vengarme
si tuviera corazón para ello, como le tengo
para quejarme. En fin, pues fui entonces
cobarde y necio, no es mucho que muera ahora
corrido, arrepentido y loco.
Estaba esperando el cura la respuesta de
Luscinda, que se detuvo un buen espacio en
darla, y cuando yo pensé que sacaba la daga
para acreditarse, o desataba la lengua para
decir alguna verdad o desengaño que en mí
provecho redundase, oigo que dijo con voz
desmayada y flaca. ¡Sí, quiero! Y lo mesmo
dijo don Fernando, y, dándole el anillo, quedaron
en indisoluble nudo ligados. Llegó
el desposado a abrazar a su esposa, y ella,
poniéndose la mano sobre el corazón, cayó
desmayada en los brazos de su madre. Resta ahora
decir cuál quedé yo, viendo en el «sí» que había
oído burladas mis esperanzas, falsas las
palabras y promesas de Luscinda, imposibilitado
de cobrar en algún tiempo el bien que en
aquel instante había perdido. Quedé falto de
consejo, desamparado, a mi parecer, de todo
el cielo, hecho enemigo de la tierra que me
sustentaba, negándome el aire aliento para
mis suspiros y el agua humor para mis ojos;
solo el fuego se acrecentó de manera que todo
ardía de rabia y de celos.
Alborotáronse todos con el desmayo de
Luscinda, y, desabrochándole su madre el pecho,
para que le diese el aire, se descubrió en
él un papel cerrado, que don Fernando tomó
luego y se le puso a leer a la luz de una de
las hachas, y, en acabando de leerle, se sento
en una silla, y se puso la mano en la mejilla
con muestras de hombre muy pensativo, sin
acudir a los remedios que a su esposa sé
hacían para que del desmayo volviese.
viendo alborotada toda la gente de casa, me
aventuré a salir, ora fuese visto o no, con
determinación que si me viesen, de hacer
un desatino tal, que todo el mundo viniera a
entender la justa indignación de mi pecho en
el castigo del falso don Fernando, y aun en él
mudable de la desmayada traidora. Pero mí
suerte que para mayores males, si es posible
que los haya me debe tener guardado, ordenó
que en aquel punto me sobrase el entendimiento,
que después acá me ha faltado; y así,
sin querer tomar venganza de mis mayores
enemigos, que, por estar tan sin pensamiento,
mío fuera fácil tomarla, quise tomarla de mí
mano y ejecutar en mí la pena que ellos
merecían, y aunquizá con más rigor del que
con ellos se usara si entonces les diera muerte,
pues la que se recibe repentina presto acaba
la pena; mas la que se dilata con tormentos,
siempre mata sin acabar la vida.
En fin, yo salí de aquella casa y vine a la
de aquel donde había dejado la mula, hice que
me la ensillase, sin despedirme dél subí en
ella, y salí de la ciudad sin osar, como otro
Lot, volver el rostro a miralla, y cuando me
vi en el campo solo, y que la escuridad de la
noche me encubría, y su silencio convidaba a
quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado,
ni conocido, solte la voz y desaté la lengua
en tantas maldiciones de Luscinda y de
don Fernando, como si con ellas satisficiera el sol
agravio que me habían hecho.
cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida,
pero, sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza
de mi enemigo la había cerrado los ojos de la
voluntad para quitármela a mí y entregarla a
aquel con quien más liberal y franca la fortuna
se había mostrado, y en mitad de la fuga destas
maldiciones y vituperios, la desculpaba, diciendo
que no era mucho que una doncella recogida
en casa de sus padres, hecha y acostumbrada
siempre a obedecerlos, hubiese querido
condecender con su gusto, pues le daban por
esposo a un caballero tan principal, tan rico y
tan gentil hombre, que a no querer recebirle,
se podía pensar, o que no tenía juicio, o que
en otra parte tenía la voluntad, cosa que
redundaba tan en perjuicio de su buena opinión
y fama.
Luego volvía diciendo que, puesto que ella
dijera que yo era su esposo, vieran ellos que
no había hecho en escogerme tan mala elección
que no la disculparan, pues antes de ofrecérseles
don Fernando, no pudieran ellos mesmos
acertar a desear, si con razón midiesen
su deseo, otro mejor que yo para esposo
de su hija, y que bien pudiera ella, antes de
ponerse en el trance forzoso y último de dar
la mano, decir que ya yo le había dado la mía;
que yo viniera y concediera con todo
cuanto ella acertara a fingir en este caso.
En fin, me resolví en que poco amor, poco
juicio, mucha ambición y deseos de grandezas
hicieron que se olvidase de las palabras
con que me había engañado, entretenido y
sustentado en mis firmes esperanzas,
honestos deseos. Con estas voces y con esta
inquietud caminé lo que quedaba de aquella
noche, y di al amanecer en una entrada destas
sierras, por las cuales caminé otros tres
días sin senda ni camino alguno, hasta que
vine a parar a unos prados, que no sé a qué
mano destas montañas caen, y allí pregunté
a unos ganaderos que hacía donde era lo más
áspero destas sierras. Dijéronme que hacía
esta parte. Luego me encaminé a ella, con
intención de acabar aquí la vida, y en
entrando por estas asperezas, del cansancio y
de la hambre se cayó mi mula muerta, o lo
que yo más creo, por desechar de sí tan inútil,
carga como en mí llevaba. Yo quedé a pie,
rendido de la naturaleza, traspasado de
hambre, sin tener ni pensar buscar quien me
socorriese.
De aquella manera estuve no sé qué tiempo
tendido en el suelo, al cabo del cual me
levanté sin hambre, y hallé junto a mí a unos
cabreros, que sin duda debieron ser los que mí
necesidad remediaron, porque ellos me dijeron
de la manera que me habían hallado, y cómo
estaba diciendo tantos disparates y desatinos,
que daba indicios claros de haber perdido el
juicio; y yo he sentido en mí, después acá,
que no todas veces le tengo cabal, sino tan
desmedrado y flaco, que hago mil locuras,
rasgándome los vestidos, dando voces por estas
soledades, maldiciendo mi ventura y repitiendo
en vano el nombre amado de mi enemiga,
sin tener otro discurso ni intento entonces que
procurar acabar la vida voceando; y cuando
en mí vuelvo, me hallo tan cansado y
molido que apenas puedo moverme. Mi más común
habitación es en el hueco de un alcornoque,
capaz de cubrir este miserable cuerpo.
baqueros y cabreros que andan por estas
montañas, movidos de caridad, me sustentan,
poniéndome el manjar por los caminos y por las
peñas por donde entienden que acaso podré
pasar y hallarlo; y así, aunque entonces me
falte el juicio, la necesidad natural me da a
conocer el mantenimiento, y despierta en mí
el deseo de apetecerlo y la voluntad de
tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me
encuentran con juicio, que yo salgo a los
caminos, y que se lo quito por fuerza, aunque me
lo den de grado, a los pastores que vienen
con ello del lugar a las majadas.
De esta manera paso mi miserable y extrema
vida hasta que el cielo sea servido de
conducirle a su último fin, o de ponerle en
mi memoria, para que no me acuerde de la
hermosura y de la traición de Luscinda y del
agravio de don Fernando; que si esto él hace
sin quitarme la vida, yo volveré a mejor
discurso mis pensamientos; donde no, no hay sino
rogarle que absolutamente tenga misericordia
de mi alma, que yo no siento en mi valor ni
fuerzas para sacar el cuerpo de esta estrecheza
en que por mi gusto he querido ponerle.
Esta es, ¡oh, señores!, la amarga historia de
mi desgracia. Decidme si es tal que pueda
celebrarse con menos sentimientos que los que en
mi habéis visto. Y no os canséis en persuadirme,
ni aconsejarme lo que la razón os dijere
que puede ser bueno para mi remedio, porque
ha de aprovechar conmigo lo que aprovecha
la medicina recetada de famoso médico al
enfermo que recebir no la quiere. Yo no quiero
salud sin Luscinda, y pues ella gustó de ser
ajena, siendo o debiendo ser mía, guste yo
de ser de la desventura, pudiendo haber sido de
la buena dicha. Ella quiso, con su mudanza,
hacer estable mi perdición; yo querré con
procurar perderme, hacer contenta su voluntad, y
será ejemplo a los por venir de que a mí solo
faltó lo que a todos los desdichados sobra,
los cuales suele ser consuelo la imposibilidad
de tenerle, y en mí es causa de mayores
sentimientos y males, porque aun pienso que
no se han de acabar con la muerte.
Aquí dio fin Cardenio a su larga plática, y
tan desdichada como amorosa historia, y al
tiempo que el cura se prevenía para decirle
algunas razones de consuelo, le suspendió una
voz que llegó a sus oídos, que en lastimados
acentos oyeron que decía lo que se dirá en la
cuarta parte de esta narración, que en este punto
dio fin a la tercera el sabio, y atentado
historiador Cide Hamete Benengelí.
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